Anarquía Coronada

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2017

La ironía y la paciencia (lecciones de 2017) // Diego Sztulwark

Parece que una parte no desdeñable de la partida se juega en el nivel de los ánimos (y las emociones), algo así como quién desmoraliza a quién o, en todo caso, quién atemoriza a quién. Las ideas adecuadas, decía Spinoza, son aquellas que captan una cierta cantidad de relaciones causales, y no se llega a ellas sin una sabia administración de las pasiones. En el fondo, la pregunta del millón es cómo sacarnos de encima cierta sensación de impotencia afectiva que bloquea la disposición a tener mejores pensamientos, aquellos que abren a nuevas posibilidades.

En un giro de ingenio, Giorgio Agamben asocia la capacidad de tener ideas políticas a la experiencia musical (o poética, arte que para los griegos antiguos formaba parte de la música) en la que el lenguaje investiga sus presupuestos no a partir de un pretendido fundamento racional, sino de las diferentes tonalidades emotivas que es capaz de registrar (“los estados de ánimo que preceden a la acción y el pensamiento se determinan y orientan musicalmente”). Nuestra sociedad, afirma el filósofo, es la primera comunidad humana que no está musicalmente afinada, y este desarreglo no está disociado del actual eclipse de lo político. En estas condiciones –las de la imposibilidad de nuestro tiempo de formular un pensamiento propio– no hay otra tarea que la de detener el flujo de las frases y los sonidos para devolverles su sentido musical.  

Con esta preocupación volvemos la mirada sobre 2017, que bien puede ser recordado como el intento, por ahora infructuoso, de componer o actualizar la relación entre ritmo callejero y discursividad política. Una hipótesis al respecto: esta fractura comunica directamente con 2001 y con la idea de una crisis irresuelta. Si toda política desde esa fecha consiste en un diálogo obsesivo con la amenaza de la crisis, aquel diciembre –aquella crisis– tuvo la extraña virtud de exponer una serie de mutaciones que hasta el día de la fecha no son acompañadas por una transformación equivalente en el plano de las ideas.

Hace dos años la presidenta Cristina se despedía de su paso por el gobierno con una Plaza de Mayo desbordada, conmovida por el presentimiento de la fragilidad de una narrativa hiperbólica sobre el papel del Estado como garante de los derechos. Algo no funcionaba en el llamado autonomista a los “empoderados” para que asumieran, mediante una rápida conversión, el papel de protagonistas en la tarea de conservar desde el llano un poder colectivo constituido en base a concepciones restringidas del liderazgo y del poder del Estado como condición de la movilización popular. Fueron los elementos de una cultura plebeya sedimentados en las organizaciones populares y en las militancias, desde grandes sindicatos hasta pequeñas agrupaciones, los que proveyeron desde entonces los recursos y saberes para la ocupación de las calles.   

2001 ya había expuesto el estallido de las condiciones bajo las cuales se había elaborado un pensamiento fundado en una cierta idea de homogeneidad (salarial, contractual, cultural) de la clase trabajadora, y un uso del Estado como monopolio de lo político. La incapacidad de innovación conceptual de las redes que se tejieron durante la crisis en torno a las organizaciones sociales, sindicales y piqueteras que protagonizaron aquellas luchas, se constituyó quizás como el límite principal de las dinámicas democráticas de estos años y, a la larga, como un obstáculo insuperable para la imaginación política de los gobiernos kirchneristas. La carencia de un esfuerzo serio por renovar los modos de pensar al ritmo de la crisis indican con precisión los puntos de fuerza del escenario político actual.

Hay algo de autolimitación generacional en esta historia. Walter Benjamin escribió que cada generación posee algo así como una débil fuerza mesiánica, una relativa capacidad de transformar las cosas por sí mismas. La voluntad de reivindicar y continuar las luchas de los años setenta requería, para inspirar desobediencias de nuevo tipo, de una invención de formas de acción colectivas capaces de actualizar una radicalidad intelectual y política adecuada a la evolución de los problemas que enfrentábamos (y aún padecemos). En lugar de eso, se impusieron formas más tradicionales de ver las cosas, una mirada de la realidad y de la movilización más bien vertical y una retórica ingenua en el modo de plantear la oposición entre Estado y mercados, público a privado e industria a finanzas. El modelo de toma de decisiones permaneció cerrado a las luchas que cuestionaban los modos de acumulación de capital y fue imposible, incluso con los más próximos, abordar la discusión sobre cuestiones tan importantes como los rasgos neoextractivos de la economía. Tal vez haya llegado la hora de plantear con claridad los puntos de contacto entre cierta abdicación generacional de aquella fuerza transformadora y la relativa facilidad con que la derecha no solo ganó un par de elecciones, sino que se apropió de la idea misma de futuro y de cambio.

Así planteadas las cosas, 2017 vuelve como tarea más que como lamento. La tarea ya comenzada es la de asumir por fin el nuevo mapa de coordenadas, la de hacer el esfuerzo por encontrar un lenguaje para problematizarlo (y encontrar un lenguaje es encontrar un mundo). Pero para pensar de otra manera es necesario sentir de otra forma. De este cambio habla Vladimir Jankélévitch en un hermoso ensayo sobre la ironía como capacidad de ausentarse, de situarse “en otra parte” para devenir capaces de hacer “otras cosas”, es decir, de adquirir otra “disponibilidad”. El irónico es “más libre” porque atenúa una “urgencia vital” y se vuelve capaz de “jugar con el peligro”: en las épocas irónicas el “pensamiento recobra el aliento y descansa de sistemas compactos que lo oprimían”. La ironía es, para Jankélévitch, el acceso a la inteligencia sutil.

También Franco Berardi, alias Bifo, repara en la ironía. En este mundo que tiende a organizarse en consonancia con signos previamente compatibilizados (el proyecto deshistorizante de informatización del lenguaje humano), “los movimientos sociales pueden ser vistos como actos irónicos de lenguaje, como insolvencias semióticas”. La ironía como acto sutil de la inteligencia allí donde se es capaz de un tiempo distendido. La paciencia y la ironía, que para Lenin eran virtudes revolucionarias, quizás resulten nuevamente disposiciones útiles, base de una “neuroplasticidad” (Bifo), instrumentos de una nueva entonación.  

La única verdad es la desobediencia // Sebastián Stavisky

De manera imprevista, el jueves 14 de diciembre se abrió una (in)subordinada en el orden gramatical de nuestra existencia. Aún no sabemos cuándo ni cómo se cerrará, pero sí sabemos que, cuando lo haga, no todo volverá a ser igual. Las experiencias vividas durante estos días van dejando su marca en nuestra forma de percibir el mundo, de relacionarnos con otrxs y con nosotrxs mismxs, de respirar un aire por momentos viciado por los gases lacrimógenos, por momentos embebido por el humo de las fogatas encendidas en las esquinas de los barrios. Más acá del impacto que las experiencias puedan producir en el orden celestial de las representaciones, de su capacidad para la articulación de nuevas hegemonías, nadie puede eludir su fuerza subjetivante.

La imprevisibilidad de los sucesos radica en que nada hacía prever por dónde se iba a desatar una resistencia sostenida contra el modo en que somos gobernados hoy. La imagen de la mano mechera del mercado asaltando los bolsillos de lxs jubiladxs resulta, finalmente, el margen por el que desbordó el sentimiento de lo intolerable. Sin embargo, es imposible no enlazar la agitación que se suscitó a otras experiencias que, en los últimos tiempos, mantuvieron viva e, incluso, actualizaron nuestra historia de luchas: la respuesta inmediata contra el 2×1, el movimiento de mujeres en torno al Ni Una Menos, el armado de la Columna Orgullo en Lucha, las movilizaciones por la aparición de Santiago Maldonado y contra la represión al pueblo mapuche que acabó con el asesinato de Rafael Nahuel. Más acá de cualquier optimismo que pretenda aprisionar la potencia desplegada en imágenes preestablecidas, la puesta en relación de estos diversos puntos de resistencia nos da que pensar que no se trata sólo de una negativa a la reforma previsional, también del desarrollo de un arte de la inservidumbre voluntaria que comienza a interponer un piquete al avance del deseo de normalidad.

Entre varios de los momentos vividos en estos días, hubo dos en que, de manera elocuente, la desobediencia conjugó la elaboración de una verdad que puso en cuestión al poder con una fuerza colectiva que interrogó a la verdad de la opinión. Es decir, instancias en que las calles volvieron a ser, en contra de la policía empleada por los medios y de los medios empleados por la policía, el escenario autónomo de una decisión política. Por una parte, la resistencia del jueves 14 contra el intento de desalojo de la plaza que culminó en festejo popular al lograr el levantamiento de la sesión en Diputados. La respuesta que entonces se dio no fue sólo contra las balas y gases de la gendarmería, sino también, y sobre todo, contra la infiltración en nuestros propios cuerpos de la desconfianza hacia el otro. Allí se vivieron situaciones de amistad política entre desconocidxs que, convidándose rodajas de limón, tragos de agua y un poco de bicarbonato, armaron lazos de cuidado mutuo que luego volverían a tejerse en los enfrentamientos del lunes por la tarde. Por otra parte, los cacerolazos de la noche del lunes en distintas esquinas de la ciudad que confluyeron en un retorno espontáneo a la plaza. Si las redes fueron el canal a través del cual poner en comunicación la dispersión, no dejaron de ser las relaciones de cercanía entre amigxs y vecinxs desde donde se avanzó nuevamente hacia el Congreso. Entonces, el rechazo a la reforma previsional se convirtió en una insubordinación contra la militarización del centro de la ciudad.

Lo nuevo necesita de amigxs, dice por ahí un crítico gastronómico. Amigxs que ayuden a elaborar lo que acontece, como nos ayudan las imágenes imborrables de un 2001 que no se repite, pero insiste. Si en aquel momento fueron las asambleas populares una de las formas que encontramos de experimentar instancias autónomas de decisión política, tanto su agotamiento como el todavía difuso cuestionamiento a la representación como forma de gobierno parecieran indicarnos que, tal vez, no sea por ahí por donde podamos sostener cierta intensidad de la rebeldía. Es entonces que resulta necesario mantener la pregunta abierta: ¿cómo seguir haciendo de la desobediencia el punto en que una fuerza colectiva confluya con la elaboración de una verdad nuestra?; ¿cómo hacernos del arte de la inservidumbre voluntaria, de la resistencia al modo en que somos gobernados hoy, una forma de vida en común?

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