Anarquía Coronada

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2008

¡Es el capitalismo, estúpido! // Maurizio Lazzarato

“Una intervención exitosa que evite que uno de los patógenos que hacen cola en el circuito agroeconómico mate a mil millones de personas debe dar el salto a un enfrentamiento mundial con el capital y sus representantes locales, sea cual sea el número de soldados de la burguesía que intenten mitigar los daños. La agroindustria está en guerra con la salud pública.”

“Covid-19 y los circuitos del capital”
Rob Wallace, Alex Liebman, Luis Fernando Chaves y Rodrick Wallace, 4 abril de 2020 [1]

 

 

 

El capitalismo nunca salió de la crisis de 2007 / 2008. El virus se injerta en la ilusión de los capitalistas, banqueros y políticos de lograr que todo vuelva a ser como antes, declarando una huelga general, social y planetaria que los movimientos de protesta no pudieron producir. El bloqueo total de su funcionamiento muestra que en ausencia de movimientos revolucionarios, el capitalismo puede implosionar y su putrefacción comienza a infectar a todo el mundo (pero de acuerdo con estrictas diferencias de clase). Esto no significa el fin del capitalismo, sino sólo su larga y agotadora agonía que puede ser dolorosa y feroz. En cualquier caso, estaba claro que este capitalismo triunfante no podía continuar, ya Marx, en el Manifiesto, nos lo había advertido. No sólo contempló la posibilidad de la victoria de una clase sobre la otra, sino también su implosión mutua y su larga decadencia.

La crisis del capitalismo comenzó mucho antes de 2008, con la convertibilidad del dólar en oro, y se intensifica de manera decisiva desde finales de los setenta. Una crisis que se ha convertido en su forma de reproducirse y de gobernar, pero que inevitablemente conduce a “guerras”, catástrofes, crisis de todo tipo, y, si se da el caso y hay fuerzas subjetivas organizadas, eventualmente, en rupturas revolucionarias.

Samir Amin, un marxista que mira al capitalismo desde el sur del mundo, lo llama “larga crisis”. (1978 – 1991) que ocurre exactamente un siglo después de otra “larga crisis” (1873 – 1890). Siguiendo los rastros dejados por este viejo comunista, podremos captar las similitudes y diferencias entre estas dos crisis y las alternativas políticas radicales que abre la circulación del virus, al hacer vana la circulación del dinero.

 

 

 

La primera larga crisis

El capital ha respondido a la primera larga crisis, que no es sólo económica porque viene después de un siglo de luchas socialistas que culminaron en la Comuna de París “capital del siglo XIX” (1871), con una triple estrategia: concentración/centralización de la producción y del poder (monopolios), ampliación de la globalización, y una financiarización que impone su hegemonía a la producción industrial.

El capital se convirtió en monopolio, haciendo del mercado un apéndice propio. Mientras los economistas burgueses celebran el “equilibrio general” que determinaría el juego de la oferta y la demanda, los monopolios avanzan gracias a los espantosos desequilibrios, las guerras de conquista, las guerras entre imperialismos, la devastación de los humanos y no humanos, la explotación, el robo. La globalización significa una colonización que ahora subyuga al planeta entero, generalizando la esclavitud y el trabajo esclavo, para cuya apropiación se enfrentan los imperialismos nacionales armados hasta los dientes.

La financiarización produce un enorme ingreso del que se aprovechan los dos mayores imperios coloniales de la época, Inglaterra y Francia. Este capitalismo, que marca una profunda ruptura con el de la revolución industrial, será objeto de los análisis de Hilferding, Rosa Luxemburgo, Hobson. Lenin es ciertamente el político que captó mejor y en tiempo real el cambio en la naturaleza del capitalismo, y con un timing todavía insuperable elaboró, con los bolcheviques, una estrategia adaptada a la profundización de la lucha de clases que implicaba la centralización, la globalización, la financiarización.

La socialización del capital, a una escala y a una velocidad hasta ahora desconocidas, haría que los beneficios y las rentas florecieran de nuevo, provocando una polarización de los ingresos y los patrimonios, una superexplotación de los pueblos colonizados y una exacerbación de la competencia entre los imperialismos nacionales. Este corto y eufórico período, entre 1890 y 1914, la “Belle époque”, desembocó en su contrario: la Primera Guerra Mundial, la revolución soviética, las guerras civiles europeas, el fascismo, el nazismo, la Segunda Guerra Mundial, el inicio de los procesos revolucionarios y anticoloniales en Asia (China, Indochina), Hiroshima y Nagasaki.

La “belle époque” inauguró la era de las guerras y las revoluciones.  Estas últimas se sucederían a lo largo de todo el siglo XX, pero sólo en el sur del mundo, en países con un gran “retraso” en el desarrollo y la tecnología, sin clases trabajadoras, pero con muchos campesinos. Nunca en la historia de la humanidad se ha conocido tal frecuencia de rupturas políticas, todas ellas, como dijo Gramsci sobre la soviética, “contra el Capital” (de Marx).

 

 

 

La segunda larga crisis

Comenzó ya a principios de los años 70, cuando la potencia imperialista dominante, liberando al dólar de las garras de la economía real, reconoció la necesidad de cambiar de estrategia rompiendo el compromiso fordista.

Durante la segunda larga crisis (1978 – 1991) las tasas de crecimiento de los beneficios y las inversiones se redujeron a la mitad en comparación con el período de posguerra y nunca volverían a esos niveles. También en este caso, la crisis no es sólo económica, sino que interviene después de un poderoso ciclo de luchas en Occidente y una serie de revoluciones socialistas y de liberaciones nacionales en las periferias. El capital responde a la caída del beneficio y a una primera posibilidad de la “revolución mundial”, retomando la estrategia de un siglo antes, pero con una mayor concentración del mando en la producción, una globalización aún más fuerte y una financiarización capaz de garantizar una enorme renta a los monopolios y oligopolios.  La reanudación de esta triple estrategia es un salto cualitativo en comparación con la de hace un siglo. Lenin creía que los monopolios de su época constituían la “última etapa” del capital. Por el contrario, entre 1978 y 1991, se desarrolló una nueva y más agresiva tipología de lo que Samir llamó “oligopolios generalizados”[2] porque ahora controlan todo el sistema productivo, los mercados financieros y la cadena de valor. La celebración del mercado en el mismo momento en que se afirman los monopolios también caracterizará la recuperación de la iniciativa capitalista contemporánea (Foucault participará en estos esplendores, infectando a generaciones de izquierdistas académicos).

Después de la segunda “belle époque” marcada por el lema de Clinton “Es la economía, estúpido”, el fin de la historia, el triunfo del capitalismo y la democracia sobre el totalitarismo comunista, y otras amenidades similares, como hace un siglo (y de una manera diferente) se abre la era de las guerras y las revoluciones. Guerras seguras, revoluciones sólo (remotamente) posibles.

El tríptico de la concentración, la globalización  y la financiarización está en el origen de todas las guerras y catástrofes económicas, financieras, sanitarias, ecológicas que hemos conocido y que conoceremos. ¡Pero procedamos con orden! ¿Cómo funciona la fábrica del anunciado desastre?

La agricultura industrial, una de las principales causas de la explosión del virus, ofrece un modelo del funcionamiento de la nueva centralización del capital por los “oligopolios generalizados”. A través de las semillas, los productos químicos y el crédito, los oligopolios controlan la producción en las fases iniciales, mientras que en las fases posteriores, la eliminación de la productos podridos y la fijación de los precios no está determinada por el mercado sino por la gran distribución que los fija de forma arbitraria, privando de alimentos a los pequeños agricultores independientes.

El control capitalista sobre la reproducción de la “naturaleza”, la deforestación y la agricultura industrial e intensiva altera profundamente la relación entre lo humano y lo no humano de la que han surgido durante años nuevos tipos de virus. La alteración de los ecosistemas por las industrias que se supone que nos alimentan está ciertamente en la raíz de los ciclos ya establecidos de los nuevos virus.

El monopolio de la agricultura es estratégico para el capital y mortal para la humanidad y el planeta. Dejo la palabra a Rob Wallace, autor de “Big Farms Make Big Flu”, para quien el aumento de la incidencia de los virus está estrechamente vinculado al modelo industrial de la agricultura (y en particular de la producción ganadera) y a los beneficios de las multinacionales.

“El planeta Tierra se ha convertido ahora en la Granja del Planeta, tanto por la biomasa como por la porción de tierra utilizada (…) La casi totalidad del proyecto neoliberal se basa en el apoyo a los intentos de las empresas de los países más industrializados de expropiar la tierra y los recursos de los países más débiles. Como resultado, se están liberando muchos de estos nuevos patógenos que antes y durante largo tiempo se mantenían bajo control por los ecosistemas de los bosques, amenazando al mundo entero (…) La cría de monocultivos genéticos de animales domésticos elimina cualquier tipo de barrera inmunológica capaz de frenar la transmisión. Las grandes densidades de población facilitan una mayor tasa de transmisión. Las condiciones de tal hacinamiento debilitan la respuesta inmunológica [colectiva]. Los altos volúmenes de producción, un aspecto recurrente de cualquier producción industrial, proporcionan un suministro continuo y renovado de los susceptibles de ser contagiados, la gasolina para la evolución de la virulencia. En otras palabras, la agroindustria está tan centrada en los beneficios que considera que vale la pena correr el riesgo de ser afectada por un virus que podría matar a mil millones de personas”.

 

 

 

Financiarización

La Financiarización funciona como una “bomba de dinero” operando un extracción (renta) sobre las actividades productivas y sobre todas las formas de ingreso y riqueza en cantidades inimaginables también para la financiarización a fines de los siglos XIX y XX. El Estado desempeña un papel central en este proceso, transformando los flujos de salarios e ingresos en flujos de renta. Los gastos del Estado de bienestar (especialmente los gastos sanitarios), los salarios y las pensiones están ahora indexados al equilibrio financiero, es decir, al nivel de ingresos deseado por los oligopolios. Para garantizarlo, los salarios, las pensiones, el Estado de bienestar se ven obligados a adaptarse, siempre a la baja, a las necesidades de los “mercados” (el mercado nunca ha estado desregulado, nunca ha sido capaz de autorregularse, en la posguerra fue regulado por el Estado, en los últimos 50 años por los monopolios). Los miles de millones ahorrados en gastos sociales se ponen a disposición de las empresas que no desarrollan el empleo, el crecimiento o la productividad, sino las rentas.

La extracción se ejerce de manera privilegiada sobre la deuda pública y privada que son fuentes de una apropiación codiciosa, pero también caldo de cultivo de la crisis cuando se acumulan de manera delirante como después de 2008, favorecidas por las políticas de los bancos centrales (¡está explotando la burbuja de la deuda de las empresas que han utilizado la quantitative easing para endeudarse a coste cero para especular en la bolsa!) Los seguros y los fondos de pensiones son buitres que empujan continuamente a toda el estado del bienestar hacia la privatización por las mismas razones.

 

 

 

La crisis sanitaria

Este mecanismo de captación de rentas ha puesto de rodillas al sistema de salud y ha debilitado su capacidad para hacer frente a las emergencias sanitarias.

No sólo se trata de los recortes en los gastos de atención sanitaria cifrados en miles de millones de dólares (37 en los últimos diez años en Italia), la no contratación de médicos y personal sanitario, el cierre continuo de hospitales y la concentración de las actividades restantes para aumentar la productividad, sino sobre todo el criminal “cero camas, cero stock” del New Public Management. La idea es organizar el hospital según la lógica de los flujos “just in time” de la industria: ninguna cama debe quedar desocupada porque constituye una pérdida económica. Aplicar esta gestión a los bienes (¡sin mencionar a los trabajadores!) fue problemático, pero extenderla a los enfermos es una locura. El stock cero también se refiere a los equipos médicos (las industrias están en la misma situación, por lo que no tienen respiradores disponibles en stock y tienen que producirlos), medicinas, mascarillas, etc. Todo tiene que estar “just in time”.

El plan antipandémico (dispositivo biopolítico por excelencia) construido por el Estado francés que preveía reservas de máscaras, respiradores, medicamentos, protocolos de intervención, etc., gestionados por una institución específica (Eprus), tras la circulación de los virus H5N1 en 1997 y 2005, SARS en 2003, H1N1 en 2009, ha sido, desde 2012, desmantelado por la lógica contable que se ha establecido en la Administración Pública obsesionada con una tarea típicamente capitalista:  para optimizar siempre y en todo caso el dinero (público) para el que cada stock es una inmovilización inútil, adoptando otro reflejo típicamente capitalista: actuar a corto plazo. Por lo tanto, el Estado francés, perfectamente alineado con la empresa, carente de todo principio de “protección de la población”, se encuentra totalmente desprevenido ante la actual emergencia sanitaria “imprevisible”.

Basta con cualquier contratiempo para que el sistema de salud salte por los aires, produciendo costos en vidas humanas, pero también costos económicos mucho más altos que los miles de millones que han logrado acaparar sobre el sufrimiento  de la población (para tranquilidad de Weber, el capitalismo no es un proceso de racionalización, sino exactamente lo contrario).

 

Sin embargo, es el monopolio de los medicamentos el que quizás representa la injusticia más insoportable.

Con la financiarización, muchos oligopolios farmacéuticos han cerrado sus unidades de investigación y se limitan a comprar patentes a start-up para tener el monopolio de la innovación. Gracias al control monopolístico, ofrecen a continuación medicamentos a precios exorbitantes, reduciendo el acceso a los enfermos. El tratamiento de la hepatitis C hizo que la empresa que había comprado la patente (que costó 11.000 millones) recuperara 35.000 millones en muy poco tiempo, obteniendo enormes beneficios sobre la salud de los enfermos (sin la habitual justificación de los costes de la investigación, es pura y simple especulación financiera). Gilead, el propietario de la patente, es también el que tiene la droga más prometedora contra el Covid-19. Si no se expropia a estos chacales, si no se destruyen los oligopolios de las grandes farmacéuticas, cualquier política de salud pública es imposible.

Los sectores de la “salud” no se rigen por la lógica biopolítica de “cuidar a la población” ni por la igualmente genérica “necropolítica”. Son comandados por precisos, meticulosos, omnipresentes, racionales en su locura, violentos en su ejecución, dispositivos de producción de beneficios y rentas.[3]

La gobernanza no tiene ningún principio interno que determine su orientación, porque lo que debe gobernar es el tríptico de la concentración, la globalización, la financiarización y sus consecuencias no sobre la población, sino sobre las clases. Los capitalistas razonan en términos de clases y no de población e incluso el Estado que gestionó los llamados dispositivos biopolíticos, ahora decide abiertamente sobre estas bases porque ha estado literalmente en manos de los “agentes del poder” del capital durante al menos cincuenta años.

Es la lucha de clases del capital, la única, por el momento, que la dirige de manera consistente y sin vacilación, la que guía todas las elecciones como lo demuestran descaradamente las medidas antivirus.

 Todas las decisiones y la financiación adoptadas por Macron son para empresas en perfecta continuidad con las políticas del Estado francés desde 1983. Después de haber vencido en las luchas del personal hospitalario (incluidos los médicos) que denunciaron el deterioro del sistema de salud a lo largo del año que acaba de terminar, concedió, una vez que estalló la pandemia, 2.000 miserables millones para los hospitales.  En cambio, por “presión” de la patronal, suspendió los derechos de los trabajadores que regulan su horario de trabajo (ahora pueden trabajar hasta 60 horas semanales) y sus vacaciones (la patronal puede decidir transformar los días perdidos por el virus en días de descanso), sin indicar cuándo terminará esta legislación especial del trabajo.

 

El problema no es la población, sino cómo salvar la economía, la vida del capital.

¡No hay ningún reembolso al Estado del bienestar en el horizonte! Macron ha encargado al “Banco de Depósitos y Préstamos” un estudio para la reorganización del sector de la salud que fomenta aún más el uso del sector privado.

El parón productivo en Italia ha sido durante mucho tiempo una farsa (como lo es en Francia en la actualidad), porque la Confederación General de la Industria italiana se ha opuesto al cierre de las unidades de producción. Millones de trabajadores se desplazaban diariamente, concentrados en los transportes públicos, fábricas y oficinas, mientras que los corredores eran acusados de ser irresponsables y se prohibía la reunión de más de dos personas.  Fueron las huelgas salvajes las que impulsaron el cierre “total”, a la cual los empresarios siguen oponiéndose.

 

La declaración del estado de emergencia por parte de Trump convirtió la pandemia en una oportunidad colosal para transferir fondos públicos a empresas privadas. De acuerdo con lo que se sabe, el estado de emergencia sanitaria permitirá:

 

– A Walmart llevar a cabo pruebas de contagio a través del drive-thru en los 4.769 estacionamientos de sus tiendas.

– A Google que ponga a trabajar a 1700 ingenieros para crear una web para determinar si la gente necesita pruebas −en primer lugar en el área de la bahía de San Francisco y no en todo el país.

– A Becton Dickinson vender dispositivos médicos.

– A Quest Diagnostics procesar las pruebas de laboratorio.

– Al gigante farmacéutico suizo Roche, autorizado por la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos, a utilizar sus sistemas de diagnóstico

– A Significa Salud, Lab Corp, CVS, Grupo LHC, a proporcionar pruebas y servicios de salud en el hogar

– A Thermo Fisher, una empresa privada, a colaborar con el gobierno para proporcionar las pruebas

Las acciones de estas compañías ya están por las nubes.

 

Después de que Trump desmantelara el Consejo de Seguridad Nacional para las Pandemias en 2018 (¡gasto inútil!) con una sincronización perfecta, la “respuesta innovadora” del gobierno, como dijo Deborah Birx, supervisora de la respuesta al coronavirus de la Casa Blanca, está ahora “completamente enfocada en desencadenar el poder del sector privado”.

El absurdo asesino de este sistema se revela no sólo cuando los ingresos se acumulan como “asignación óptima de recursos” en manos de unos pocos, sino también cuando los recursos, al no encontrar oportunidades de inversión, o permanecen en el circuito financiero o seguros en los paraísos fiscales, mientras que los médicos y enfermeras carecen de máscaras, hisopos, camas, material, personal. 

Han bombeado todo el dinero que podían y este dinero, en las condiciones del capitalismo actual, sólo es estéril e impotente, papel de desecho porque no logra ser transformado en dinero-capital. Incluso los llamados “mercados” se están dando cuenta de esto y cuestionándose sobre ello cada vez más aunque no saben qué hacer. La financiación e intervención de los bancos centrales corre el riesgo de fracasar, porque ya no se trata de salvar a los bancos, sino de salvar a las empresas. Los miles de millones inyectados con la quantitative easing han terminado por financiar la especulación de los bancos, pero también de las empresas, los oligopolios y a inflar la deuda privada que ha superado a la deuda pública durante años. Las finanzas están más devastadas que después de 2008. Pero esta vez, a diferencia de 2008, la economía real se está deteniendo (tanto del lado de la oferta como del de la demanda) y no las transacciones entre bancos. Nos arriesgamos a ser testigos de una nueva versión de la crisis del 29 que podría arrastrar tras de sí una nueva versión de lo que ocurrió después.

 

 

 

¿Un nuevo plan Marshall?

El dinero funciona, es poderoso si hay una máquina política que lo utiliza y esta máquina está hecha de relaciones de poder entre clases. Estas relaciones son los que tienen que cambiar porque son los que están en el origen del desastre. Seguir inyectando dinero, queriendo mantenerlas inalteradas, sólo reproduce las causas de la crisis, agravándolas con la constitución de burbujas especulativas cada vez más amenazantes. Es por esta razón que la máquina política capitalista está funcionando en círculos viciosos, causando un daño que corre el riesgo de ser irreparable. 

Las políticas keynesianas no sólo eran una suma de dinero para ser insertada en la economía de manera anti-cíclica, sino que implicaban, para funcionar, un cambio político radical comparado con el capitalismo de hegemonía financiera del siglo pasado: el control férreo de las finanzas (y de los movimientos de capital que, ahora, se están retirando rápidamente, a causa del virus, de los países en desarrollo) porque si se deja libre para ampliar y extender el poder de los accionistas e inversores financieros que comparten los rendimientos, sólo se repetirán los desastres de las guerras, las guerras civiles y las crisis económicas de principios del siglo XX. El compromiso fordista preveía un papel central para las instituciones del “trabajo” integradas con la lógica de la productividad, un control del Estado sobre las políticas fiscales que gravaban el capital y el patrimonio para reducir las diferencias de ingresos y riqueza impuestas por la rentabilidad financiera, etc. Nada que se parezca ni remotamente a estas políticas está detrás de los miles de millones que los bancos centrales destinan a la economía y que sólo sirven para evitar el colapso del sistema y retrasar el conflicto. No hay ninguna diferencia si en lugar de en la “quantitative easing” se invierten miles de millones en la economía verde y ni siquiera si se establece un sustituto de la renta universal (que, mientras tanto, si nos la otorgan, la tomamos para financiar las luchas contra esta máquina de la muerte).

Keynes, que conocía bien a estos pícaros, dijo que para “garantizar el beneficio están dispuestos a apagar el sol y las estrellas”. Esta lógica no se ve afectada de ninguna manera por las intervenciones de los bancos centrales, sino confirmada. ¡Sólo podemos esperar lo peor!

Basta con llevar esta lógica un poco más lejos (pero muy poco, se lo aseguro) y conoceremos nuevas formas de genocidio que los diferentes “intelectuales” del poder no sabrán cómo explicarse (“el mal oscuro”, el “sueño de la razón”, la “banalidad del mal”, etc.).

 

 

 

Las guerras contra los “vivientes”

El confinamiento que estamos experimentando se parece mucho a una ensayo general de la próxima, futura crisis “ecológica” (o atómica, como usted prefiera). Encerrados en el interior para defendernos de un “enemigo invisible” bajo la capucha de plomo organizada por los responsables de la situación creada.

El capitalismo contemporáneo generaliza la guerra contra los vivientes, pero lo hace desde el principio de su historia porque son objeto de su explotación y para explotarlos debe someterlos. La vida de los humanos, como todo el mundo puede ver, debe someterse a la lógica contable que organiza la salud pública y decide quién vive y quién muere. La vida de los no humanos está en las mismas condiciones porque la acumulación de capital es infinita y si lo viviente, con su finitud, constituye un límite a su expansión, el capital se enfrenta a él como todos los demás límites que encuentra, superándolos. Esta superación implica necesariamente la extinción de todas las especies.

Tanto las especies humanas como las no humanas son atractivas sólo como oportunidades de inversión y sólo como fuente de beneficios.

A los oligopolios les importa un bledo (¡tenemos que decirlo como ellos lo sienten!) todas las conferencias sobre el cambio climático, la ecología, Gaia, el clima, el planeta. El mundo sólo existe a corto plazo, el tiempo para hacer que el capital invertido dé frutos. Cualquier otra concepción del tiempo es completamente ajena a ellos.

Lo que les preocupa es la relativa “escasez” de los recursos naturales que aún estaban ampliamente disponibles hace cincuenta años. Les preocupa el acceso exclusivo a estos recursos que necesitan para asegurar la continuidad de su producción y consumo, que constituyen un desperdicio absoluto de estos mismos recursos. Son perfectamente conscientes de que no hay recursos para todos y de que el desequilibrio demográfico aumentará (ya hoy en día el 15% de la población mundial vive en el Norte y el 85% en el Sur).

Lejos de cualquier preocupación ecológica, dispuestos a cortar hasta el último árbol del Amazonas, conscientes de que sólo una militarización del planeta puede garantizarles el acceso exclusivo a los recursos naturales. No solamente están gestándose otros enormes desastres naturales, sino también guerras “ecológicas” (por el agua, la tierra, etc.).

Dispuestos, como siempre, a regular sus conflictos con el Sur a través de las armas, las usan y las usarán sin dudar para tomar todo lo que necesiten, al igual que ocurrió con las colonias. África con sus recursos es fundamental, los africanos que viven allí mucho menos.

 

Pero continuemos con el análisis del próximo desastre, seguramente ya en marcha, siempre tras la pista de Samir Amin.

 

Al parecer, la globalización ya no opone los países industrializados a los países “subdesarrollados”. Por el contrario, se produce una deslocalización de la producción industrial en estos últimos, que funcionan como subcontratación de los monopolios sin ninguna autonomía posible porque su existencia depende de los movimientos de capital extranjero (excepto en China). Pero la polarización centro / periferia que da a la expansión capitalista su carácter imperialista, continúa y se profundiza. Se reproduce dentro de los países emergentes: una parte de la población trabaja en empresas y en la economía deslocalizada, mientras que la parte más importante cae no en la pobreza, sino en la miseria.

La financiarización impone una “acumulación originaria” acelerada en estos países. Tienen que industrializarse, “modernizarse”, llevando a cabo en unos pocos años a lo que los países del norte han logrado a lo largo de los siglos.  La acumulación originaria trastorna la vida de los humanos y no humanos de una manera absurdamente acelerada y altera sus relaciones, creando las condiciones para la aparición de monstruos de todo tipo.

La novedad de la globalización contemporánea es que este centro de distribución / periferia, se instala también en el interior de los países del Norte: islas de trabajo estable, asalariado, reconocido, garantizado por derechos y códigos legales (en proceso, sin embargo, de disminución continua) rodeado de océanos de trabajo no remunerado o barato, sin derechos y sin protección social (precarios, mujeres, migrantes). La máquina “centro/perferia” no ha desaparecido. No sólo ha adoptado una forma neocolonial, sino que también ha pasado a formar parte de las economías digitales occidentales. Analizar la organización del trabajo a partir del General Intellect, del trabajo cognitivo, neuronal y así sucesivamente, es asumir un punto de vista eurocéntrico, uno de los peores defectos del marxismo occidental que continúa, impertérrito, reproduciéndose.

Los países de los suburbios no sólo están controlados y comandados por las finanzas, sino también por el monopolio de la tecnología y la ciencia estrictamente en manos de los oligopolios (la ley también ha puesto a su disposición el arma de la “propiedad intelectual”). Cualquiera que sea el poder de la tecnología y la ciencia, estos son dispositivos que funcionan dentro de una máquina política. El capitalismo que estamos sufriendo es, para ponerlo en una fórmula, un capitalismo  del siglo XIX de alta tecnología, con un fondo de darwinismo social, ¡sin las heroicas luchas de clases de la época! Más que un “capitalismo digital, capitalismo del conocimiento, etc.”.  No son la ciencia y la tecnología las que determinan la naturaleza de la máquina de beneficios, ¡sólo facilitan la producción y reproducción de las diferencias de clase!

 

 

 

¡Guerras seguras! ¿y las revoluciones?

La segunda larga crisis, como la primera, abre una nueva era de guerras y revoluciones.

La guerra ha cambiado su naturaleza. Ya no se desata entre los imperialismos nacionales como en la primera parte del siglo XX. Lo que surge de la larga crisis no es el Imperio de Negri y Hardt, una hipótesis ampliamente desmentida por los hechos, sino una nueva forma de imperialismo que Samir Amin llama “imperialismo colectivo”. Constituido por la tríada de Estados Unidos, Europa y Japón y dirigido por el primero, el nuevo imperialismo gestiona conflictos internos para la división de las rentas y lleva a cabo implacables guerras sociales contra las clases subalternas del Norte para despojarlas de todo lo que se vio obligado a ceder durante el siglo XX, mientras que en cambio organiza verdaderas guerras contra el sur del mundo por el control exclusivo de los recursos naturales, las materias primas, la mano de obra libre o barata, o simplemente para imponer su control y un apartheid generalizado.

Los Estados que no hagan los ajustes estructurales necesarios para ser saqueados serán estrangulados por los mercados y la deuda o declarados “cañallas” por caballeros como los presidentes estadounidenses que tienen un número espantoso de muertes sobre su conciencia.

Los neoliberales estadounidenses y británicos, al principio de la epidemia, trataron de llevar la guerra social contra las clases subalternas aún más lejos, transformándola, gracias al virus, en la eliminación maltusiana de los más débiles.  La respuesta liberal a la pandemia, incluso antes de Boris Johnson, había sido lúcidamente articulada por Rick Santelli, analista de la emisora económica CNBC: “inocular a toda la población con el patógeno. Sólo aceleraría un curso inevitable, pero los mercados se estabilizarían”.

Esto es lo que realmente piensan. Con condiciones más favorables no dudarían ni un momento en poner en marcha la “inmunidad de rebaño”.

Estos caballeros, impulsados por los intereses de las finanzas, están obsesionados con China. Pero no por las razones que ellos mismos alimentan en la opinión pública. Lo que no les hace dormir no es la competencia industrial o comercial, sino el hecho de que China, la única gran potencia económica, ha integrado la organización mundial de la producción y el comercio, pero se niega a ser incluida en los circuitos de los tiburones de las finanzas. Los bancos, las bolsas, los mercados de valores, los movimientos de capital están bajo el estricto control del Partido Comunista Chino. El arma más temible del capital, que absorbe el valor y la riqueza en todos los rincones de la sociedad y del mundo, no funciona con China. Los grandes oligopolios no pueden ni siquiera controlar la producción, el sistema político y son incapaces de destruir la economía, como hicieron con otros países asiáticos a principios de siglo, cuando no respetaron las órdenes dictadas por las instituciones internacionales de capital. En este caso podrían estar tentados de abrir un conflicto. Pero dada el acercamiento e incompetencia de los gobiernos y estados imperialistas en la gestión de la crisis sanitaria, deberían pensárselo dos veces. Vistos desde el Este, siguen siendo “tigres de papel”.

Para que quede claro: China no es un país socialista, pero tampoco es un país capitalista en el sentido clásico, ni neoliberal como dicen muchos tontos.

 

 

 

El estado de excepción
Lo que Agamben y Esposito, en la estela de Foucault, no parecen querer integrar es que la biopolítica, si es que alguna vez existió, está ahora radicalmente subordinada al Capital y seguir utilizando el concepto no parece tener mucho sentido. Es difícil decir algo sobre los acontecimientos actuales sin un análisis del capitalismo que se ha engullido completamente al Estado. La alianza Capital y Estado, que funciona desde la conquista de América, sufrió un cambio radical en el siglo XX, del que el propio Carl Schimtt es perfecta y melancólicamente consciente: el fin del Estado tal como lo conocía Europa desde el siglo XVII, porque su autonomía se ha ido reduciendo progresivamente y sus estructuras, incluida la llamada biopolítica, se han convertido en articulaciones de la máquina capital.

Los pensadores de la Italia Thought cometieron el mismo error garrafal que Foucault, quien en 1979 (¡pero cuarenta años más tarde, es imperdonable!), año estratégico para la iniciativa del capital (la Reserva Federal americana inaugura la política de la deuda a lo grande) afirma que la producción de “riqueza y pobreza” es un problema del siglo XIX. La verdadera pregunta sería el “demasiado poder”. ¿De quién? No está claro. ¿Del Estado, del biopoder, de los dispositivos de gobernabilidad? Fue en ese mismo año cuando se esbozó una estrategia que se basaba enteramente en la producción de diferenciales demenciales de riqueza y pobreza, de enormes desigualdades de riqueza e ingresos y el “demasiado poder” es del capital que, si queremos utilizar sus viejas y desgastadas categorías, es el “soberano” que decide sobre la vida y la muerte de miles de millones de personas, las guerras, las emergencias sanitarias.

También el estado de excepción ha sido amaestrado por la máquina del beneficio, tanto que coexiste con el estado de derecho y ambos están a su servicio. Capturado por los intereses de una vulgar producción de bienes, se ha aburguesado, ¡ya no tiene el significado que Schmitt le atribuía!

 

 

 

Conclusión sibilina

Los comunistas llegaron al final de la primera “Belle Époque” armados con un bagaje conceptual de vanguardia, un nivel de organización que resistió incluso a la traición de la socialdemocracia que votó créditos de guerra, con un debate sobre la relación entre el capitalismo, la clase obrera y la revolución cuyos resultados hicieron temblar por primera vez a los capitalistas y al Estado. Tras el fracaso de las revoluciones europeas, desplazaron el centro de gravedad de la acción política hacia el Este, hacia los países y los “pueblos oprimidos”, abriendo el ciclo de las luchas y revoluciones más importantes del siglo XX: la ruptura de la máquina capitalista organizada desde 1942 sobre la división entre centro y colonias, el trabajo abstracto y el trabajo no remunerado, entre la producción de Manchester y el robo colonial. El proceso revolucionario en China y Vietnam fue una fuerza motriz para toda África, América Latina y todos los “pueblos oprimidos”.

 

Muy rápidamente, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, este modelo entró en crisis. Lo criticamos con dureza y con razón, pero sin poder proponer nada que se elevara a ese nivel. Muy lúcidamente tenemos que decir que hemos llegado al final de la segunda “Belle Époque” y por lo tanto a la “era de las guerras y las revoluciones” completamente desarmados, sin conceptos adaptados al desarrollo del poder del capital y con niveles de organización política inexistentes.

No debemos preocuparnos, la historia no procede linealmente. Como dijo Lenin: “hay décadas en las que no pasa nada, y hay semanas en las que pasan décadas”.

Pero debemos empezar de nuevo, porque el fin de la pandemia será el comienzo de duros enfrentamientos de clases. Partiendo de lo expresado en los ciclos de lucha de 2011 y 2019 / 20, que siguen manteniendo diferencias significativas entre el Norte y el Sur. No hay posibilidad de recuperación política si permanecemos cerrados en Europa. Para entender por qué el eclipse de la revolución nos ha dejado sin ninguna perspectiva estratégica y para repensar lo que significa hoy en día una ruptura política con el capitalismo. Criticar los más que obvios límites de las categorías que no tienen en cuenta en absoluto las luchas de clases a nivel mundial. No abandonar esta categoría y en su lugar organizar el paso teórico y práctico de la lucha de clases, a las luchas de clases en plural. Y, sobre esta afirmación sibilina, me detendré.

 

29/03/2020

 

[1] https://monthlyreview.org/2020/04/01/covid-19-and-circuits-of-capital/ (Traducida al español: https://lobosuelto.com/el-covid-19-y-los-circuitos-del-capital-rob-wallace-alex-liebman-luis-fernando-chavez-y-rodrick-wallace/)

[2] Los oligopolios están “financiarizados”, lo que no significa que un grupo oligopólico esté simplemente compuesto por compañías financieras, compañías de seguros o fondos de pensiones que operan en los mercados especulativos. Los oligopolios son grupos que controlan tanto las grandes instituciones financieras, los bancos, los fondos de seguros y de pensiones, como las grandes entidades productivas. Controlan los mercados monetarios y financieros, que tienen una posición dominante en todos los demás mercados.

 

 

[3] El confinamiento es ciertamente una de las técnicas biopolíticas (gestión de la población a través de la estadística, exclusión e individualización del control que se adentra en los más pequeños detalles de la existencia, etc.), pero estas técnicas no tienen una lógica propia, sino que han sido, al menos desde mediados del siglo XIX, cuando el movimiento obrero consiguió organizarse, objeto de luchas de clase. El Estado de bienestar en el siglo XX ha sido objeto de luchas y negociaciones entre el capital y el trabajo, un instrumento fundamental para contrarrestar las revoluciones del siglo pasado e integrar las instituciones del movimiento obrero, y luego de las luchas de las mujeres, etc. El Estado del bienestar contemporáneo, una vez que las relaciones de poder son todas, como hoy en día, en favor del capital, se ha convertido en su propio sector de inversión y gestión como cualquier otra industria y ha impuesto su lógica del beneficio a la salud, la escuela, las pensiones, etc. Incluso cuando el Estado contemporáneo interviene, como lo hace en esta crisis, lo hace desde un punto de vista de clase para salvar la máquina de poder de la que es sólo una parte.

Entrevista a Peter Pál Pelbart. Cuando uno piensa está en guerra contra sí mismo… (diciembre de 2008) // Colectivo Situaciones

Prólogo a Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad de Peter Pál Pelbart, publicado por Tinta Limón Ediciones.

 

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Libro: Un elefante en la escuela. Pibes y maestros del conurbano (noviembre de 2008)

Para leer Un elefante en la escuela: CLICK AQUÍ

Anotaciones para compartir en El Levante (20/09/08) // Colectivo Situaciones

Rosario, sábado 20 de septiembre de 2008

1. Se nos ha invitado a hablar sobre la relación que hemos tenido con “las prácticas artísticas”. No se trata de algo que hayamos elaborado como Colectivo, a pesar de que desarrollamos durante estos años diversas amistades con experiencias y personas ligadas al mundo del arte. Cuando tuvimos que comentar con los amigos el motivo de la charla, naturalmente nos salió decir: “tenemos que hablar sobre la relación entre arte y política”. Pero esta forma tan espontánea de plantear el problema nos entrampa desde el vamos, instalándonos en un tono abstracto que impide recorrer la grietas que sí nos interesan.

¿Por qué y cómo prospera este automatismo, que podríamos tomar como ejemplo de la infinidad de clichés que organizan nuestra experiencia social?

Seguramente mucho tiene que ver, en este caso que nos incumbe, la persistencia de un tipo de razonamiento que proviene de los años setenta y que aflora cuando necesitamos nombrar el sentido de los dilemas contemporáneos.

Sabemos que aquella fue una época en la que los procesos de radicalización social interpelaron con mucho ímpetu a quienes desarrollaban su trabajo en las distintas disciplinas expresivas, al punto de que muchos artistas se vieron obligados a arriesgar desplazamientos que in-distinguían las distancias entre los “campos” del arte y de la política.

Tomemos brevemente y un poco al azar, el modo en que Glauber Rocha abordó el problema, cuando decidió disolver el movimiento del Cinema Novo en el año 1970, no tanto porque hubiera fracasado sino porque habían llegado a formular preguntas que le exigían derivas radicalmente nuevas. En una carta a Alfredo Guevara, director del Instituto Cubano de Cine, dice: “puedo afirmar que el cinema novo, aunque destruido, es aún la vanguardia cultural de Brasil, entendiéndose cultural no como culturalismo sino como un lenguaje que expresó necesidades revolucionarias de una sociedad colonizada”. Glauber explica que esta “ambición lingüística” fue cercenada por el fuego cruzado de la dictadura, pero también por la “instrumentación didáctica” que la izquierda pretendía de los lenguajes que politizaban lo social. Sin embargo, él no sólo cuestionó aquella reducción partidaria, sino también su contrapartida, es decir, la manera en que algunos cineastas asumieron demasiado literalmente su condición política: “nosotros nos quedamos al margen de esta moda del cine político, porque consideramos que no debíamos utilizar la política como un factor de publicidad”. Glauber Rocha no concebía que la revolución fuera un tema entre otros, a la espera de su propia inflexión estética. “A periodistas franceses les he dicho muchas veces: no quiero hacer el Che, no cuenten conmigo para hacer demagogia de la política latinoamericana, no quiero.” El intento era mucho más sobrio en su enunciación: “nuestras política era crear, digamos así, un estado de espíritu político”. Y quizás haya sido esa dificultad para expresar lo que se estaba construyendo su fuerza más genuina, pues les permitió proponer y asumir dilemas para los que no existían soluciones[1]. Bajo esta luz hay que entender, por ejemplo, la siguiente frase: “en este momento el Cinema Novo se acabó y nuestra creación artística sólo será posible después de la revolución socialista”. No hay aquí ninguna manifestación de impotencia, sino el intento de revelar, con todos los límites del lenguaje a cuestas, un tipo de experiencia que aún está por nacer.

Es esta decisión de instalarse en “lo porvenir que ya puede intuirse”, y en ningún caso la soberbia o el dogmatismo, como parecen creer quienes más tarde se dedicaron a denunciar la ilusión vanguardista, lo que permite a Glauber y a tantos otros (entre los que habría que considerar, por ejemplo, a Gleyser y su proyecto de un “cine de la base”) hablar en los siguientes términos: “Creo que llegó la época en que esta división elitista entre artistas y políticos se debe terminar de una vez por todas. Este hombre intelectual es una cosa que terminó, no existe más. Aquellos que insisten en esta posición son realmente unos pelotudos. En el mundo de hoy se gesta una revolución muy importante: integrada a las revoluciones políticas y sociales hay una alteración profunda del hombre, que empieza a descubrir las posibilidades de su mente, de su creatividad, de su expresividad, rebelándose contra los viejos prejuicios cristianos de auto-represión moral, sexual e intelectual. Estamos en la víspera de un nuevo tipo de hombre y todas esas categorías que crean mecánicas de prestigio, de premios, de mitos populares o culturales, todo eso pertenece al pasado. El intelectual y el político deben ser llamados solamente hombres creadores, integrados en un proceso de revolución total. Es mi visión y por eso quiero que la gente jamás me llame intelectual o artista. Yo no formo parte de esa fauna.

¿Cómo puede ser entonces que hoy sigamos planteando los problemas de la creación y de la política, en los términos de un respeto minucioso por fronteras disciplinarias que por otra parte nadie constata?

Hace sólo dos meses tuvimos una conversación con Suely Rolnik, quien nos habló de un descubrimiento reciente que sin embargo incumbe a la intensidad vivida hace treinta años, pero cuyo sentido (según ella) todavía permanece soterrado.

En un texto que escribí hace poco (se llama Desentrañando futuros), intento dar un paso más en una idea que había sostenido durante todos estos años, según la cuál las décadas del sesenta y el setenta podían pensarse como la época en que cierta subjetividad no-identitaria que se insinuaba desde comienzos del siglo XX, de golpe se convierte en un vasto movimiento social al que llamamos contracultura. Fue esta movilidad la que habilitó a su vez la distinción entre una micropolítica relacionada con los procesos de creación propios del arte y la macropolítica, más influida por las preocupaciones de la militancia revolucionaria y los dilemas del poder. Mi propia posición al interior de este esquema era la de un ser desgarrado, queriendo articular las dos instancias que sin embargo permanecían casi siempre indiferentes.

Poco a poco me fui dando cuenta que no era posible sostener este juego de distinciones, mientras veía cómo el neoliberalismo borraba las fronteras con su interés por las prácticas creativas, por las formas inmateriales de la cooperación social, pues ya no se trata tanto de separar entre clases sociales sino de chuparse la energía de todos, a partir de una escucha de los procesos micro-políticos muy similar a la que se ejerce en el dispositivo clínico. A partir de aquí estamos obligados a plantear la cuestión política al interior del campo mismo del arte, y abrir el procedimiento militante a una sensibilidad micro-política.

Pero esta noción se tornó para mi evidente hace muy poco y me conmovió de un modo muy intenso, como siempre ocurre cuando descubrimos algo que quizás anduvimos buscando toda la vida y que estaba allí cerca, en estado de virtualidad, hasta que emerge como experiencia. Fue en el marco de un encuentro de amigos latinoamericanos, cuando discutíamos con Graciela Carnevale sobre el destino de Tucumán Arde, y sobre la relación de aquella experiencia con la militancia. Repetíamos una vez más el error en el que siempre incurre la historiografía del arte cuando cataloga una práctica de este estilo como “arte conceptual ideológico”. Y sentimos que ya no podíamos simplemente quedarnos en una polémica al interior de la historia del arte, porque lo que se había insinuado en nuestras prácticas culturales, en las acciones y en nuestra vida cotidiana, era una mezcla íntima y fértil entre política y poética. Sólo que se trataba de una figura que estaba comenzando a emerger y no podía ser aún definida, nombrada o visibilizada. Sin embargo estaba ahí, la podíamos volver a sentir, esa experiencia en la que ya no podía decirse que la política estaba por un lado y la poética por otro, porque se ponía en juego la relación entre la propia sensibilidad y una posibilidad efectiva de cartografiar las inflexiones más radicales de la experiencia social y colectiva.

2. El paso que Suely está dando cuando “desentraña futuros” en el pasado puede ser valorado como una manera efectiva de ir mas allá del setentismo.

Pero, ¿en qué consiste este tan mentado setentismo, en torno al que parecen arremolinarse la mayoría de los estereotipos que bloquean la imaginación en el presente? ¿Y de donde extrae su extraño poder, que lo ha llevado a convertirse en el objeto de todas las críticas?

Nuestra impresión es que no se reduce a una mera retórica de gobierno, aunque allí tenga hoy su expresión más visible. Llamemos setentismo, en cambio, al conjunto de perspectivas que de una u otra manera han quedado “prendidas” de las formas y los dispositivos que ya en los años setentas estaban siendo desmontados. Existe una variedad grande de énfasis, desde los que rozan la ingenuidad y se acomodan en la nostalgia, hasta aquellos que exponen su desengaño y recaen en una amargura paralizante, pasando por el cinismo que se ha vuelto experto en manipular símbolos previamente vaciados. Pero lo que cada una de estas figuras comparte es la inevitable reverencia a la derrota, que obliga a un vínculo con el pasado en el que prima el “arrepentimiento” o la “glorificación”.

Ahora bien, como no nos interesan tanto las tipologías, y sí quisiéramos compartir sensaciones en la búsqueda de una elaboración común, nos gustaría proponer una mirada que a nuestros ojos muestra las paradojas que nos depara “el setentismo”. Hace muy poco leímos en Página 12 una noticia cuyo encabezado decía: “Un ex desaparecido acusado de colaborar con la dictadura se suicidó antes de ser detenido”. Damos por hecho que todos están al tanto, porque se trata además de un suceso que resonó especialmente en Rosario, para concentrarnos en la opinión de Ana Longoni publicada en el mismo diario, donde desarrolla el argumento central de su libro sobre las Traiciones. El intento de Ana es cuestionar la típica sentencia que primaba en los años setenta, según la cuál quienes caían en manos de la represión sólo tenían dos destinos posibles: héroes o traidores. Pero lo interesante es que ella no sólo se propone polemizar con aquella subjetividad militante que llegó a grados poco alentadores de militarización, pues también quiere advertir hasta qué punto esas manías excesivas y simplificadoras persisten en la actualidad, perturbando la existencia de los sobrevivientes.

Sin embargo, para atravesar aquella alternativa maniquea Longoni apela al argumento victimizante, que no es más que el epílogo del propio razonamiento setentista. No se trata de traidores sino de víctimas, que fueron privados de su capacidad de decidir y por lo tanto deben ser eximidos de todo juicio. La omnipotencia ostentada por las organizaciones revolucionarias no sólo resulta refutada por “los hechos”, sino que aparece invertida completamente, habilitando la impotencia absoluta, la más radical de las postraciones. Por esta vía, claro, llegamos a la confirmación del punto de partida previo a las aventuras revolucionarias: que el poder es todopoderoso, y quien ose provocarlo no hace más que fortalecerlo.

No acudimos a esta reseña con el objetivo de reponer polémicas del pasado, que sin dudas revisten gran interés, sino para intentar señalar el tipo de exigencia que al interior del círculo setentista permanecen impensadas. Porque entre el traidor y la víctima sin dudas recaen juicios morales muy distintos (en un caso la condena, en el otro la exculpación), pero lo que perdemos es la posibilidad de establecer alguna diferencia ética. ¿Y qué otro sentido pueden tener el arte o la política, sino es el de inventar las fuerzas expresivas capaces de dar vida a ese gesto de resistencia que parece estar destinado a la inexistencia?

Lo importante, entonces, es lo siguiente: más allá del setentismo no sólo nos esperan los futuros que quedaron soterrados en el pasado, sino también los que se arremolinan en el presente y que exigen de nosotros una nueva capacidad de expresión.

[1] Tal vez podamos encontrar aquí la evidencia de que las luchas latinoamericanas de los años setenta pueden considerarse como experiencias post-marxistas. Es decir, no se trata tanto de que (como en Europa) hallemos formulaciones teóricas que cuestionen la ontología dialéctica, inaugurando escenarios teóricos postmodernos. Pero sí podemos decir que aquellas insurgencias se ubican más allá del horizonte moderno, en tanto constituyen la expresión de una “humanidad que se anima a plantear problemas para los que no aún no existen soluciones”.

Introducción a “Politizar la tristeza” (enero de 2008) // Colectivo Situaciones

Que el poder entristece –por medio de la amenaza y la eperanza– es un tópico de las políticas emancipatorias. Cada derrota viene inevitablemente acompañada por un debilitamiento de la voluntad de experimentación. Es la historia de las revoluciones vencidas y los reflujos de masas. ¿En qué medida la consigna que proponemos – “politizar la tristeza”– es parte de la tradición que reflexiona estos momentos, a partir de su oscuridad intrínseca? La respuesta no es segura, dado que –por una cuestión de método– no pretendemos ir más allá de la singularidad histórica que nos toca vivir, y por lo tanto preferimos evitar toda evocación de un tiempo político más extenso que se desplegaría de un modo cíclico, con sus momentos altos y bajos, de triunfos y derrotas.

Politizar la tristeza solicita una comprensión ligada a un momento histórico preciso: aquel que pone fin, en el extremo sur de América, a un modo de gestión política capaz de imponer un modelo neoliberal extremo desarrollado por las élites locales en subordinación directa a los consensos de las instituciones imperiales.

Un final paradojal puesto que al mismo tiempo que encuentra su clave en la resistencia de unos movimientos sociales que en su radicalización y extensión horizontal fueron destituyendo progresivamente todo el andamiaje para tales políticas –a la vez que iban instituyendo un cotidiano de sobrevivencia, lucha y transformación–, da lugar a un sistema de gobierno que, acudiendo a las capas narrativas heredadas de las luchas de los años 70,  desplaza la inventiva de estos movimientos y se instala en una ambigüedad que habilita dos lecturas diferentes de lo que cada vez más se plantea como una fase “postneoliberal” .

Por un lado, una lectura setentista –ligada hoy a la narrativa oficial– que enfatiza el desmontaje –el cambio de orientación– de tendencias y rasgos fundamentales del neoliberalismo implementado a partir de la dictadura militar (mediados de los años 70) en antagonismo directo con las organizaciones populares. Desmontaje que daría fin a un largo siglo de hegemonía oligárquica y que inaugura un período más complejo de compensanciones y negociaciones múltiples, con el fin de establecer los rasgos de ese modelo postneoliberal.

Hay una otra interpretación que se mantiene alerta al carácter paradojal del proceso, enfatizando el hecho de que el protagonismo de las luchas sociales en la crisis del 2001 –que tuvo como resultado la aceleración del punto final de la transición propiamente neoliberal– ha sido desplazado, adormeciendo las posibilidades inventivas para la configuración de esta fase. A elaborar esta segunda interpretación apunta el texto que aquí presentamos.

Como es sabido, la historia argentina reciente puede ser comprendida, a grandes trazos, a partir de ciertas fechas claves como la última dictadura militar iniciada en 1976, que acelera el pasaje de un modelo de aspiraciones industriales a una economía primarizada y financierizada. La desestructuración del mundo obrero y la vuelta a la institucionalidad republicana en 1983 dieron curso a un período signado cada vez más por la dualización social. Hacia mediados de los años 90, ya bajo el gobierno de Carlos Menem, cristaliza un nuevo tipo de protagonismo social que aprende a organizar la resistencia a partir de estrategias ligadas al territorio y las vías de circulación (sobre todo los movimientos de desocupados “piqueteros”), las redes de autoabastecimiento económico (los diferentes nodos de los club de trueque), la recuperación de fábricas quebradas por parte de sus trabajadores, la convergencia de los movimientos de derechos humanos (los escraches de HIJOS), y la movilidad asamblearia en las ciudades, lo cual va formando un contrapoder capaz de contestar al aparato político estatal. La crisis de diciembre del 2001 expone de un modo amplio y definitivo esta nueva composición social del país. A partir de allí se suceden diversos intentos de estabilizar un gobierno para el territorio nacional, lo cual sucede –en un nuevo contexto regional– a partir del gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y tiende a consolidarse con el flamante gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

 Politizar la tristeza surge en y de esta atmósfera como un intento de formular apenas algunas preguntas útiles: ¿cómo comprender esos momentos de inflexión a partir de los cuales los procesos de radicalización y crisis social permiten vislumbrar un movimiento reflexivo, un ethos autónomo –respecto del capital y sus instituciones–, y luego son sucedidos por procesos de normalización, que interpelan a la cohesión, al reconocimiento de los daños acumulados y a la vocación reparatoria?

¿Cómo continuar vinculados al proceso social y político cuando las coordenadas cambian tan de prisa y surge la inercia a aferrarse a los modos de intervención política eficaces para un período anterior?

¿Cómo dar lugar a la “puesta en crisis” de los lenguajes cuando éstos se estabilizan como retóricas cada vez más desenraizadas, propias de una circulación reificada, dineraria?

¿Qué queda iluminado –como iniciativas, como problemas, como saberes– a partir de estos momentos de apertura y creatividad social?

El texto se corresponde con una elaboración colectiva de los años 2004-2006. Como se verá, la necesidad de formular estas preguntas forma parte de una esfuerzo mayor por renovar la imagen de la cuestión política, intentando evitar la recaída en consideraciones generales sobre los declives inevitables. En ningún caso pueden confundirse estas tentativas con una apología de la tristeza, de la pasividad o de la impotencia. El fin es justo el contrario. Conocemos de sobra las fantochadas que se disfrazan de “dispositivo militante para la lucha” para evitar romper los esquemas que anulan toda  viabilidad de lo que esos mismos dispositivos anuncian. El “olvido” de la crisis  –como posición etica, epistémica– aparece como tentación de “hacer nicho” sobre la base frágil de retóricas vanamente voluntaristas o académicas.

La tristeza hace estragos bajo la forma de esterilizaciones de acciones y lenguajes otrora combativos. Politizar la tristeza surge de un método del preguntar activo, incluso del angustioso preguntar, que aspira a reencontrarse con una vitalidad social más amplia y difusa, con un cuestionar social –esencia de la política emancipatoria– más extenso y profundo.

 

Colectivo Situaciones                     

Buenos Aires, enero de 2008

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