Sugestión // Luchino Sívori

“Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son: metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas sino como metal”.

  

(F. Nietzsche, “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, 1903).

 

   

    Si miramos con atención a nuestra biblioteca, notaremos que la mayoría de nuestras lecturas, incluidas las digitales, están afectadas por dos inmensos mecanismos de sugestión. Uno de ellos lo podemos inferir del siguiente fragmento del ya viejo cuento Viola acherontia, de Leopoldo Lugones, donde se narra la historia de cómo un jardinero se esfuerza por crear la “flor negra de la muerte”. Dice así: 

 

La sugestión que ensayo sobre mis flores es muy difícil de efectuar, pues las plantas tienen su cerebro debajo de la tierra: son seres invertidos. Por esto me he fijado más en la influencia del medio como elemento fundamental (…) Planté luego en torno, los vegetales que usted ve: estramonio, jazmín y belladona. Mis violetas quedaban, así, sometidas a influencias química y fisiológicamente fúnebres (…)

—¿Y de qué sirve puesto que la flor no tiene ojos? —pregunté.

—Ah señor, no se ve únicamente con los ojos —replicó el anciano—. Los sonámbulos ven con los dedos de la mano y con la planta de los pies. No olvide usted que aquí se trata de una sugestión.

   

     El “cerebro” de las plantas, dice el jardinero lugoniano, son sus raíces, y estas, morfológicamente similares a nuestro sistema nervioso, están abajo, en la tierra. Para sugestionarlas, afirma el protagonista, es necesario manipular su medio, aquello que la rodea, que la circunda. Regándola con ciertos elementos, de una manera específica, la llevaremos allí donde se pretende, asevera el viejo alquimista mientras camina por su jardín. 

 

   Hay otra gran “escuela de la sugestión”, cuasi antagonista. Esta, heredera de la cibernética (curiosa dualidad: la primera, del mundo de las plantas; la segunda, del mundo de las máquinas), nos dice algo muy distinto. Según Gilbert Simondon, uno de sus fundadores, el humano crea primero una estructura y luego una operatoria, un mecanismo de funcionamiento. Pensemos, por ejemplo, en una licuadora: alguien dibuja y planifica un aparato que licúa frutas, verduras… Piensa cómo hará ese troceado, coloca todas las piezas necesarias para llevar a cabo esa función (motor, cables, plásticos, chips, tarjetas magnéticas…). Una vez probado, lo testea, lo homologa y lo patenta, para finalmente comercializarlo en alguna tienda de electrodomésticos.

    El circuito interno de las máquinas, por el contrario, es a la inversa. Según el filósofo francés, estas parten de una operación primero para luego crear, potencialmente, una estructura. Así, la licuadora es conectada, y, a través de una orden de `comenzar´ a través del botón de encendido, empieza a triturar, trocear, licuar. Es sólo a partir de una función que el aparato realiza su tarea, no hay nada detrás, previo en él. El modelo de funcionamiento, la conjetura, fue del humano, no de la máquina, que solo cumplió la función pre-determinada por el ingeniero electrónico.

 

   Hasta aquí, nada es particularmente novedoso ni original. Sin embargo, la teoría de la cibernética va un poco más allá: afirmaba que no solo había funcionalidad, operatoria, en los mecanismos de las máquinas, sino que estos, a través de su recurrencia automatizada, acaba creando con el tiempo una nueva estructura… particular.

 

   Pero, ¿cómo puede un circuito reiterativo y programado ser generativo y productor de nuevas “identidades estructurales”? Y sobre todo: ¿qué consecuencias tiene esta formulación más allá del mundo de la electrónica y la tecnología? 

 

    Para empezar, lo primero que debemos esclarecer es que la óptica de la cibernética no funciona con una mirada que no sea microscópica, detallista, clínica. Todos sus postulados, muy concretos y específicos, se detienen en los más mínimos detalles sensibles del funcionamiento de cualquier aparato, ya sea un transbordador de partículas o un procesador de datos común y corriente. Para graficar con un ejemplo, transcribimos un fragmento del libro Sobre la filosofía (Editorial Cactus, 2018), del citado autor Gilbert Simondon:

 

En física captamos bien algunos casos particulares de dichas transformaciones de funcionamientos en estructura (…) Si, por ejemplo, se combina un modulador electrónico continuo con un tiratrón, la activación del tiratrón modifica la estructura del modulador continuo (tubo al vacío): puede, por ejemplo, modificar su pendiente de conversión.

 

(G. Simondon, Cibernética y filosofía, 1953).  

 

   Este “método de inducción cibernético”, presuntamente, definiría funcionalmente la individualidad y causalidad no solo de las máquinas, sino también de otros “funcionamientos” generales, como la psicología, la sociedad… desembocando en lo que el autor francés denominaba un realismo epistemológico de las estructuras, a diferencia del sustancialismo analítico de la ciencia tradicional. Para clarificar: mientras que la segunda equipara estructura y funcionamiento poniéndolas en un mismo plano de concepción, la primera abre la posibilidad extra de una -posible- creación de una estructura durable vía una operatoria instantánea, no sólo en las máquinas, sino también en los seres vivos. 

 

   Si extrapolamos este método cibernético de Simondon a nuestra flor de la muerte lugoniana ficticia, podríamos afirmar que el escenario quedaría más o menos así: 

 

→ La sugestión del jardinero se riega sobre el medio -tierra- de la planta → La planta absorbe esos nutrientes fúnebres  y modifica su conducta -se vuelve asesina-

→ La forma de actuar de la flor adopta un mecanismo de funcionamiento diferente -busca matar gente-

→ Con el correr de los días, ese comportamiento homicida acaba creando una nueva estructura floral (forma triangular del cáliz más puntiagudo- Un filamento más grueso para trasladar el veneno- Pétalos cruciformes para un pinchazo más efectivo- Color negruzco para una intimidación más temible). 

   La nueva función criminal de la flor creó una morfología distinta, modificando su forma y estructura. 

 

   Algunos estarán pensando: aquí hay una falacia, o al menos un forzamiento de la lectura. La nueva morfología asesina de la flor, argüirían, ha sido “heredera” de una operatoria, sí, pero esta ha sido a su vez fruto de una influencia externa, es decir, de la sugestión del jardinero -la forma objetivo “flor de la muerte”. Además, podrían añadir, una planta no es una máquina, es un ser vivo, como nosotros. 

 

    Y aquí viene el punto de quiebre adonde queríamos arribar.

 

   ¿Y si la idea de la “flor negra de la muerte” lugoniana es una estructura que vino de una operatoria precedente, pongamos, la de otro “jardinero” que regó el concepto de la Muerte y de la Flor? Regar, después de todo, es también una técnica, una operación, como plantar, diseñar, construir edificios… Y si miramos con atención, dentro de este mundo hay distintos tipos de irrigaciones: artísticos, positivistas, mitológicos, gramaticales… y todos ellos, como bien se encargaron muchos semiólogos de defender, estuvieron antes que el jardinero, el ingeniero, el artista… 

 

   Viola acherontia, entonces, no sería precisamente una estructura, sino una función. Esto dejaría, por lo tanto, a la flor de la muerte, a la Muerte misma, quizás, en el lugar de un devenir, una forma de actuar, un eslabón de una cadena de operaciones infinitas cuyo origen, como diría un filósofo argelino, no puede dibujarse sino en el tejido de una huella o impronta.

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