Splendour of the Seas: otro sueño de Kafka[1] // Peter Pál Pelbart

En 2011, el minúsculo colectivo guattariano “Mollecular”, de Helsinki, con la fértil imaginación de Virtanen Akseli, propuso un viaje en crucero de Lisboa a Santos. Unos años antes, había emprendido un viaje en tren de Finlandia hasta China, por la línea Transiberiana, con cuarenta personas que no necesariamente se conocían, en el marco del proyecto Capturing the Moving Mind.[2] La idea era, todos juntos —los de Ueinzz, los fineses y el colectivo francés presqueruines (casiruinas)—, hacer un filme en el barco, poner en escena una pieza teatral inspirada en la América o El desaparecido de Kafka. Cuando Akseli me pregunto si podía confirmar la reservación del barco para el 24 de noviembre, añadió una notita agradable: “¿Ese proyecto les parece lo bastante imposible para que sea atractivo, o incluso deseable?”. No es mal criterio, la deseabilidad… Es casi como la revolución… Lo que Kant admiraba de la Revolución francesa no era el resultado concreto sino la emoción de saberla en curso, que aumentaba entre quienes la observaban de lejos la deseabilidad de la revolución… Pero nosotros somos más modestos… El proyecto de filme fue extraído de un pequeño texto de Félix Guattari titulado: Proyecto para un filme de Kafka, en el que intenta imaginar lo que sería un filme hecho por Kafka. Así, tras llegar a Lisboa en avión el 24 de noviembre de 2011, abordamos, los tres colectivos, el Splendour of the Seas. Ese es, muy sumariamente, el contexto de esta experimentación micropolítica.

Para entenderña, sin embargo, hay que describir rápidamente en que consiste un crucero —algo que yo ignoraba completamente antes de esta aventura—. Casi dos mil personas confinadas en el seudo-lujo de un hotel flotante de diez pisos, corredores aterciopelados, inmensas lámparas de araña colgadas por todas partes, barandillas doradas, ascensores panorámicos, piscinas a cielo abierto rodeadas de pantallas gigantes, saunas imperiales, bares, casinos y restaurantes por doquier, shows y música, bailes y sorteos, fiestas temáticas junto a la piscina, cena con el capitán, celebración de la travesía del ecuador con copas resplandecientes. La alucinante sobredosis de estímulos de entertainement, de exceso gastronómico incesante, el imperativo del placer, producen una saturación absoluta del espacio físico, mental, psíquico de los pasajeros. Un verdadero bombardeo semiótico al que es imposible escapar en nignuna parte, incluso en la cabina personal en donde el altoparlante anuncia el próximo juego de lotería, donde la televisión no transmite más que las novedades del navío mismo, con periodistas a bordo. La máquina flotante de entretenimiento no tiene sin embargo, nada de extraordinario —no es más que la condensación de nuestro mundo cotidiano, del capitalismo contemporáneo en su funcionamiento óptimo—. Es el imperativo del gozo, del “your smile is my smile” que uno de nuestros actores tradujo bien como “your card is my card”. Evidentemente, todo ello no marcha sino gracias a un ejército de setecientos empleados mal pagados que viven en el subsuelo y circulan por todas partes, sonriendo, a la disposición de los clientes veinticuatro horas al día, y cuyos compartimentos son prohibidos a los pasajeros. Personalmente, viví nuestra embarcación como un naufragio, individual y colectivo. Por supuesto, estábamos aturdidos por las dimensiones, el gigantismo, la abundancia, y los actores se maravillaban a menudo de ser recibidos con tanta gentileza y tanta solicitud —si alguien, a mitad de la comida, le pide al mesero diez postres, se le traen diez postres—. Finalmente, el objetivo es satisfacer al cliente, por absurdos que parezcan sus caprichos. Ese espacio de inclusión por el consumo, con su lado grotesco, sin embargo, no hizo más que poner en evidencia el contraste entre nuestro grupo, con su fragilidad singular, y el lujo ostensible en todas partes. Dos polos, dos mundos, en un combate asimétrico, en una fricción inevitable, en que nosotros estábamos vencidos de antemano. No teníamos ninguna posibilidad de afrontar ese combate, apenas sabíamos si saldríamos vivos de ahí. Es la triunfante industria fascista  de la exposición política, como decía Pasolini.

Evidentemente, teníamos un proyecto —no éramos simples pasajeros o turistas—. Por un lado, el contexto desfavorable para nuestro proyecto suscitó un redoblado esfuerzo en las tareas de “cumplir” la misión: el objetivo, la meta era extraer lo máximo posible de ese contexto de encierro y disponibilidad (finalmente, por una vez, ahí estábamos todos los miembros del grupo juntos todo el tiempo, sin modo de escapar). Lo que permitía hacer una obra. Por otro lado, de manera más subterránea, fuimos testigos de una especie de irritación con respecto a esa compulsión de cumplir las tareas a cualquier precio, esa ansiedad de hacer, de concluir, de llenar de sentido de antemano… Por mi parte, fui presa, no de una pereza, sino de una especie de rechazo bartlebiano del tipo “preferiría no…” —hacer un filme, poner en escena una pieza, tener éxito—. Un deseo anarquista, o más bien, el deseo de sumergirme en otra dinámica, no productiva, un deseo de improducción en que el desistimiento, la falta de voluntad, la sustracción, el surf, la inmersión, el inicio de la navegación se entrecruzaban en una lógica intensiva, de sensaciones interpenetradas, mucho más que el deseo de una articulación constructiva y susceptible de ser mostrada. Difícil describir en qué medida el conjunto de pequeños gestos, de minúsculos movimientos, de desvíos humorísticos o hilarantes, parecía más eficaz en su contraposición paródica a lo que, desde el comienzo del viaje, algunos vivieron como una reclusión, con su dosis de violencia y coerción, aunque voluntaria…

Poco a poco, nos dimos cuenta de que todo lo que habíamos previsto no resultó, o bien salió mal, o simplemente reveló su dimensión risible o absurda, llevándonos a la cuestión perturbadora, inevitable y necesaria: pero ¿qué hacemos aquí realmente? ¡Qué idea loca entrar en este laberinto de coerción y estrangulamiento, en medio de dos mil turistas, en eso que un actor bautizó como un “mundo contemplástico” [“un monde contemplastique”]! No podría definirse mejor esa impotencia, la contemplación de un mundo de plástico… Y ahora, a partir de esa situación de saturación, ¿cómo salir si no hay salida, rodeados como estábamos por un mar que justamente no era un decorado, y que no evocaba una exterioridad, un afuera? Porque hay que decirlo: todo en el transatlántico está hecho para darle la espalda al mar. Es el adentro absoluto, el placer y el consumo impermeables a toda exterioridad: la hipnosis del casino, de la pantalla gigante sobre la piscina a cielo abierto sobre la que se veía proyectado justamente lo que estaba al lado, el mar… Es incontestable que, en un momento dado, en una sala del cuarto piso donde realizábamos nuestros ensayos y donde nos refugiábamos para resistir la normopatía atlética o flácida que nos rodeaba, algo se estaba disolviendo en nosotros, entre nosotros. Todo se descarrilaba: los roles, las funciones, las coordenadas, las metas, los sentidos, las razones. Especie de colapso viscoso que ponía en cuestión el “qué”, el “para qué”, el “cómo”, el “dónde”, el “cuándo”, aunque ocupáramos un espacio delimitado de acuerdo con nuestra rutina: ensayos por la mañana, rodaje en la tarde, conversaciones por la noche. A pesar de esa grilla consensual, algunos de nosotros vivieron una caotización involuntaria, una catástrofe sutil, con sus terrores, sus angustias, sus náuseas, su claustrofobia, el “nada es posible” que hacía irrupción, el “teníamos todo para que saliera mejor”, como lo dijo una actriz que, desde que subió al navío, caminaba inclinada como una torre de Pisa, y que cada vez que se encintraba frente a los inmensos corredores con sus centenares de recámaras, buscando la suya, murmuraba entre dientes: “Corredor de la muerte”. En todo caso, a partir de esa des-subjetivación colectiva, de esa vacuidad, donde todo parecía irse derrumbando o ahogando, incluidos los proyectos previstos y programados, éramos presa de lo que Guattari llamaba Caosmosis… Mientras el navío funcionaba a la perfección, nosotros naufragábamos.

¿Había que oponer a un entorno invasivo como ese una pieza de teatro, incluso inspirada en Kafka (qué otro autor mejor que él para expresar una claustrofobia, un ejército de servidores, un laberinto de sentidos como esos)? ¿Hacer un filme que rivalizara con el devenir-cine del mundo, de ese mundo contemplástico? O más bien, en lugar de agregar otra cosa, simplemente sustraer, sustraerse, apoyados en desvíos minúsculos, interrupciones, en último caso en el rugido de un actor exhausto… Evidentemente, innumerables situaciones de alegría colectiva alternaban con momentos como éste, en una oscilación mucho más vertiginosa que la ofrecida por el barco en pleno mar. Había que aprender a navegar, en el sentido fuerte de la palabra. Cuando Deligny define sus tentativas con los autistas como una balsa, explica hasta qué punto es importante que, en esa estructura rudimentaria, los troncos de madera sean “atados de tal forma que quedan bastante sueltos, de modo que cuando les caen encima montañas de agua, el agua pase a través de los troncos separados”. Y agrega: “Cuando llueven los interrogantes, nosotros no cerramos filas —no juntamos los troncos— para constituir una plataforma concertada. Muy al contrario. No retenemos sino lo que del proyecto nos une. Puede verse así la importancia primordial de los lazos y del modo de atadura, y de la distancia misma que los troncos pueden tener entre ellos. Hace falta que el lazo sea lo bastante suelto y que no se suelte”.[3] Yo diría que hace falta que el lazo sea lo bastante suelto para que no se suelte. Así, para hacer un crucero posmoderno, tal vez haya que reinventarse una balsa.

 

Traducción: Enrique Flores

[1] “Splendour of the Seas”. Chimères 80 (“Squizodrame et schizo-scènes”), diciembre de 2013.   

[2] Véase el bello artículo de Virtanen Akseli y Jussi Vähämäki: “Structure if Change”, y el diálogo entre Virtanen Akseli y Bracha Ettinger: “Art, Memory, Resistance”, en Framework 4 (diciembre de 2005).

[3] Fernand Deligny. Œuvres. Ed. Sandra Álvarez de Toledo. París: L’Arachnéen, 2007. p. 1128.

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