El año 2019 estuvo marcado por una sincronía mundial en lo que refiere a los movimientos populares: por diferentes que sean sus circunstancias, cada movimiento comenzó protestando contra ciertos abusos del poder. Podemos ensayar una clasificación con cuatro tipologías:
El primer tipo de abuso concierne al aumento más de todo límite aceptable de cargas tributarias a la economía familiar: el aumento del gasto de combustible por la subida de impuestos (Francia, Líbano), por el recorte de subsidios (Ecuador, Irán) o por el aumento de precios (Haití), los aumentos de las tarifas de transporte (Chile) o de los precios de alimentos básicos (Sudán), la imposición sobre el uso de la aplicación de telecomunicación (Líbano), la defunción (Iraq) o la ausencia (Chile) de los servicios públicos, etc. El segundo tipo es la corrupción (Haití, Egipto, Iraq). El tercero es la monopolización del poder por la vía de la eternización de los mandatos presidenciales (Argelia), o vía reforma constitucional (Guinea). Y el cuarto es opresión sobre las minorías mediante la violación de los derechos de autodeterminación (Papúa occidental, Cataluña, Hong Kong) o vía la discriminación religiosa (India).
Un aspecto central de los movimientos populares del año 2019 consiste, sin embargo, en el hecho de que ninguno de ellos detuvo su actividad luego de haber logrado limitar los abusos del poder contra los que reaccionaron. Y que todos ellos continuaron su despliegue dando lugar a un fenómeno que podríamos llamar “sublevación popular” (en el caso hongkonés, por ejemplo, las protestas siguieron ampliándose sin parar aún después de la retirada gubernamental del proyecto de ley de extradición a China).
Al final de los años setenta, el filósofo francés Michel Foucault escribió una serie de reportajes y ensayos sobre el movimiento popular iraní contra el Sah Mohammad Reza Pahlavi y apuntó tres elementos distintivos que defienden “sublevación popular”. El primer elemento es la constitución de una “voluntad perfectamente colectiva”, que se forma inmediatamente como tal sin pasar por procesos de acuerdos o de alianzas entre clases sociales o corrientes políticas. El segundo es el “coraje” de cada individuo, expresado en la disposición a “arriesgar la propia vida” en las luchas. Y el tercero es la “desobediencia absoluta” (o “contra-conducta” absoluta), que consiste en rechazar todas las formas de gobierno (o de “conducta”), incluso las que se podría considerar “democráticas”.
En 2019 asistimos justamente a este tipo de “sublevaciones populares” en las que cada individuo se pone en desobediencia absoluta arriesgando la propia vida formando una voluntad perfectamente colectiva. Todos los movimientos populares de 2019 pasaron “del rechazo a cierta forma de gobierno, al rechazo del gobierno en todas sus formas”, para retomar la expresión del filósofo japonés Yoshiyuki Koizumi, en su lectura de Foucault. El presidente Sebastián Piñera no se equivocó cuando decía, ante al pueblo chileno saliendo en la calle: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respecta a nada ni a nadie.”
¿Cómo un “rechazo de cierta forma de gobierno” se vuelve en “rechazo del gobierno en todas sus formas? A propósito de los iraníes de fines de los años setenta, Foucault señala la existencia de dos figuras que sirven de “punto de fijación”: por un lado, está Khomeyni, que “no está ahí, no dice nada y no es hombre político”, y por el otro, están los “muertos”, quienes han perdido sus vidas luchando bajo la represión militar del Estado. En 2019 no existía ninguna figura equivalente de Khomeyni. Pero todos los movimientos fueron fuertemente reprimidos. Quizá se pueda decir que, en cada uno de los movimientos de 2019, son los “muertos”, aquellos que cayeron en la primera etapa de luchas contra los abusos de poder, quienes funcionaron como “punto de fijación”, permitiendo la conversión del movimiento en “sublevación popular” (en el caso iraquí, por ejemplo, fueron asesinadas unas 600 personas en los dos primeros meses, antes de la dimisión del primer ministro Adil Abdul-Mahdi).
Las sublevaciones populares de 2019 son contemporáneas al fortalecimiento de fenómenos populistas en varios puntos del plantea. En estos populismos de izquierda y de derecha, que emergieron durante la segunda mitad de los años 2000, se trata también de formar una “voluntad perfectamente colectiva”. Su punto de partida estratégico reside, a ambos lados de la representación política, en la percepción del mundo actual en términos de heterogeneización de intereses populares: dada la fragmentación de la clase obrera, los discursos que apelan a los trabajadores, y a la “base” económica, no alcanzan sino a una porción limitada de la población. De allí que las retóricas populistas utilicen “significantes flotantes” que ya no se remiten a la base económica. Y que los típicos “significantes” emitidos por los populismos para formar una “voluntad perfectamente colectiva” tiendan a unificar a estas masas obreras fragmentadas. Se trata, de unir discursivamente lo que se ha dividido al extremo, en términos de asalariados en blanco y trabajadores precarios, opuestos entre sí. A fin de producir este efecto de unificación popular los populismos llamados de izquierda hablan del 99 % contra 1 % que concentra la riqueza, mientras que los de derecha emplean un discurso xenófobo (ciudadanos contra inmigrantes) y de la primacía nacional (economía nacional contra globalización).
Si en el caso de una sublevación popular la “voluntad perfectamente colectiva” se forma en torno a los “muertos” caídos bajo la violencia estatal, debemos decir que este “punto de fijación” tampoco no es reductible a las lógicas de la “base” económica. Pero los muertos no son, en absoluto, un “significante flotante”. Los significantes populistas son palabras abstractas que sobrevienen de un modo ultra-básico (por encima de la “base”), mientras que los muertos son cuerpos concretos que subsisten en el suelo infra-básico (por debajo de la “base”). Es por eso que en una sublevación popular la corporalidad concreta se manifiesta en el coraje de cada uno de “arriesgar su propia vida”.
En las sublevaciones populares de 2019 oímos constantemente críticas al “sistema”. También los populistas se presentan como “antisistema”. En la estrategia electoral de los populismos, el elemento “antisitema” toma por lo menos dos formas distintas: por un lado, hay un modo teórico de presentarse como “antistema”, que se sirve de significante flotante y que, en general, implica la crítica a las élites. Los políticos populistas, sean de izquierda o de derecha, se presentan entonces como si fueran los únicos capaces de ofrecernos una salida posible del “sistema” en el cual estaríamos completamente apresados bajo el control total de las élites. Desde este punto de vista, los demás políticos son, para los populistas, partidos “del sistema”. Pero por otro lado, hay una manera práctica de presentación de los populismos como “antisistema”, que consiste en desarmar todos los cuerpos colectivos intermedios existentes (tales como partidos políticos, sindicatos, agrupaciones sociales, etc.). Los populistas tales como Beppe Grillo, Donald Trump, Emmanuel Macron, Jair Bolsonaro, etc., procuran un contacto directo e inmediato con el electorado, rechazando toda intermediación organizada como “piezas del sistema”. “Pretendiendo representar en forma exclusiva al pueblo explotado […], el autodenominado candidato antisistema busca, en realidad, el restablecimiento del autoritarismo”, señala el mediólogo francés Éric Dacheux.
El elemento “antisistema” activo durante las sublevaciones populares de 2019, fue el de la “desobediencia absoluta”. Así, no se trata de salir del sistema sino de no entrar en él. Es decir: de no entrar en ninguna relación de gobierno (gobernantes/gobernados), sino de afirmar en las prácticas mismas una verdad efectiva por fuera del sistema. El filósofo francés Michaël Fœssel dice: “en lugar de denunciar la omnipotencia del sistema […], tenemos que apoyarnos en lo que es siempre ya antisitemático en nuestras vidas”. Es cierto que las prácticas de no ingresar en el sistema -prácticas de “vida otra” (Foucault) o de creación de “formas de vida” (según el filósofo argentino Diego Sztulwark)- están cotidianamente llevadas a cabo por muchas personas en todas partes del mundo, tanto en las ciudades como en el campo. Pero una “sublevación popular” no se reduce al conjunto de semejantes prácticas cotidianas diseminadas, y se distingue por su dimensión inmediatamente global: es el pueblo entero de un país quien se pone a crear formas de vida autónomas (en el caso libanés es bajo la bandera nacional bajo la que se realizó una desobediencia absoluta popular).
En el texto titulado “¿Es inútil sublevarse?”, Foucault sostiene que es sólo por la sublevación popular, producida como interrupción absoluta de la “historia” que “la subjetividad se introduce en la historia y le da su aliento”. La sublevación colectiva de los cuerpos que arriesgan cada uno la propia vida constituye, por tanto, algo así como el grado cero de la historia y conlleva, por eso mismo, la única verdadera “fuerza”, capaz de ponerla en marcha. Como decía el humorista francés Coluche, “si votar cambiara algo, lo hubiesen prohibido hace mucho tiempo”.
[…] Trato de poner dos ejemplos. Dos citas. La primera es del pensador japonés Jun Fujita Hirose. En un artículo que publicamos recientemente en el blog Lobo Suelto, Fujita hace la crítica de la falta de materialidad en la teoría de la articulación discursiva […]