Spinoza y el poder // Alexandre Matheron

I. Introducción

 

¿Qué es el poder? ¿Por qué deseamos ejercerlo sobre los otros? ¿Por qué deseamos que los otros lo hagan sobre nosotros? ¿Qué formas toman estas relaciones de poder en las diferentes esferas de nuestra existencia? ¿Cuán lejos se extienden sus efectos? ¿Son estos efectos insuperables? Todos estos asuntos, que se plantean de nuevo hoy, estaban, en cierto sentido, en el propio centro de la problemática antropológica del siglo XVII: generalmente eran tratados bajo la rúbrica de una “teoría de las pasiones”. Es cierto que, cuando se trataba del poder político, tendía a pasar al primer plano un tipo de investigación totalmente diferente: la que se sostiene sobre sus fundamentos jurídicos (el “derecho de los soberanos” y los “deberes de los súbditos”), y en relación a la cual el análisis de las modalidades de su ejercicio real (los “medios de contención de la multitud”) parece tan solo un familiar lejano. En la medida en que también allí se buscaban respuestas por el lado de una antropología, se desprendían todo tipo de aporías – como, por ejemplo, en la prodigiosa obra de Hobbes. Pero Spinoza, por su parte, cortó el nudo gordiano: al identificar, a través de Dios, derecho y hecho, él abolió toda distancia y todo conflicto entre la problemática de la legitimidad y la del funcionamiento real; la primera se resolvió pura y simplemente en lo última, lo cual ya nada podía impedir que ocupase, en todos los niveles, la totalidad del terreno. De aquí se sigue una teoría general del poder tanto del poder político como del poder no político, de los “micro-poderes” así como también de los “macro-poderes”, tanto de sus desplazamientos como de sus interacciones todo lo cual, y esto es lo menos que se puede decir, está lejos de haber perdido su interés. Nos proponemos proporcionar aquí sólo un breve esbozo de esta teoría.

 

II El poder es la alienación de la potencia, y la potencia de un ser es la productividad de su esencia.

 

El poder (potestas) es una derivación, en parte real y en parte imaginaria, de la potencia (potentia). Por lo tanto, debemos comenzar con la potencia para comprender al poder ¿Deberíamos, por ende, empezar por la potencia del ser humano? Sin duda, pero no lo humano en cuanto humano, como si algún privilegio particular lo distinguiese radicalmente de los otros seres: la originalidad de la “antropología” spinozista, si se le puede llamar así por conveniencia, yace en que no tiene nada de específicamente antropológica. La potencia de un ser, cualquiera que este sea, es la productividad de su esencia: es este ser sí mismo en la medida en que está necesariamente determinado a producir las consecuencias que se siguen de su naturaleza. (Ética III parte, proposición 7) Así, todo en la naturaleza es potencia. Dios es potencia causal absoluta: produce en sí misma (ya que nada es externo a él) todo lo que no es lógicamente contradictorio. (E I, pp. 16, 35) Todo ser finito, en la medida en que él mismo es parcialmente Dios, tiene una potencia causal que es una parte de la de Dios: produce, dentro o fuera de ella, efectos que se siguen de su propia naturaleza; (E I, p. 36) y como estos efectos no pueden estar en contradicción con tal naturaleza, (E III, p. 4) tienen como resultado, dejando de lado las interferencias externas, su mantenimiento en existencia a la manera de una estructura autorregulada. Pero hay interferencias externas; porque una cosa finita solo puede existir al lado de otras cosas finitas, que actúan sobre ella y constituyen un obstáculo para el pleno despliegue de sus efectos; debido a que permanece, a pesar de todo, determinada para producir estos efectos, podemos decir, sin antropomorfismo alguno, que se opone a todo lo que se le oponga. (E III, pp. 5, 6, demostraciones) De aquí obtenemos la conocida fórmula: cada cosa, en la medida de su potencia causal, se esfuerza (conatur) por perseverar en su ser. (E III, p. 6) Esta afirmación es muy diferente de la de Hobbes, a pesar de las apariencias. Este último distingue entre conservación orgánica, que es su propio fin, y una potencia que consiste en el conjunto de medios que potencialmente podría ponerse a trabajar para lograrlo; que, en la medida en que los otros aparezcan como un medio más, conduce muy directa y simplemente a una teoría instrumental de las relaciones de poder; y que, al mismo tiempo, hace de estas relaciones un atributo propio de una naturaleza humana definida por el cálculo racional. Nada por el estilo en Spinoza: la conservación y la potencia son idénticas. Todo ser, en cada momento, hace necesariamente todo lo que puede y, mientras puede hacer algo, se conserva a sí mismo. Este esfuerzo, o conato, es el deseo. El deseo es siempre legítimo: dado que nuestra potencia es la potencia misma de Dios, tenemos derecho a hacer todo lo que estamos decididos a hacer, nada más y nada menos. (Tratado Teológico Político, capítulo XVI; Tratado Político, capítulo II, parágrafos § 3–4)

Es imposible, en estas condiciones, relacionar inmediatamente poder con potencia; ni la piedra ni el sabio, que sin embargo tienen su propio conato, desean dominar nada. Por lo tanto, debemos introducir aquí una hipótesis mínima: si bien el ser humano tiene un cuerpo lo suficientemente complejo (E II, postulados posteriores a la p. 13); como para que su mente pueda imaginar, con relativa claridad, los cuerpos externos y ciertos eventos que le suceden, (E II, p. 17), inicialmente no es tan potente que el determinismo de su propia naturaleza prevalezca en él por encima de las influencias del exterior; (E IV, p. 6) y esto, por supuesto, también aplica a otras especies biológicas, de hecho, a una infinidad de especies concebibles. Por lo tanto, a través de la mediación de una relación con las cosas y la representación de esta relación, se posibilita el dar cuenta tanto de la demanda de poder como de la oferta de poder.

 

III. La demanda de poder

La demanda de poder podría deducirse, hablando en sentido estricto, de la consideración de un ser humano aislado, cara a cara con la naturaleza, suponiendo (que, por supuesto, no es el caso) que su existencia fuera posible. Tan pronto como nuestro cuerpo, dada una combinación de factores, termina en un estado que capacita la producción de más efectos que antes (esto es la alegría), (E III, p. 11) necesariamente nos esforzamos en producir estos nuevos efectos y, en consecuencia, permanecer en este nuevo estado; si este último está asociado en nosotros con la representación de una cosa externa como su causa (esto es el amor), (E III, p. 13) entonces nos esforzamos por percibir la presencia de esta cosa, (E III, p. 12) para mantenerla a nuestra disposición, para conservarla o para reproducirla a cualquier costo: (E III, p. 13) ponemos la totalidad de nuestra potencia, incondicionalmente, a su servicio, la alienamos de nosotros mismos, en el sentido cuasi-jurídico del término. Se trata de una alienación económica, tradicionalmente expresada en la fórmula según la cual somos poseídos por los bienes que poseemos. Y el proceso es el mismo para la alienación negativa hacia lo que pensamos que es la causa de una disminución de nuestra potencia (es el caso del odio). (E III, p. 13 y su escolio) Pero las cosas no nos dicen por sí mismas lo que debemos hacer para asegurar su preservación. Y, sin embargo, deseamos saberlo, tanto más ardientemente cuanto que la fortuna se lleva rápidamente lo que nos ha dado; oscilamos entre la esperanza y el miedo, y, cuando éste último raya en la desesperación, atendemos con ansiedad a los signos. (TTP, prefacio)

Estos signos sí aparecen. Porque nuestra alienación económica necesariamente se desdobla como una alienación ideológica. Conscientes de nuestro apego a las cosas, ignorantes de sus causas, nos tomamos como sujetos libres cuyas elecciones están motivadas por la perfección intrínseca de su objeto: nuestra conducta, así lo creemos, se explica por la atracción de un fin y por nuestra decisión de consentirlo. Pero, ¿por qué están estas cosas a nuestra disposición? Dado que el “por qué”, para nosotros, significa “en vistas a lo cual”, la respuesta está implícita en la pregunta misma: debido a que estas cosas nos satisfacen, han sido hechas para nosotros, por otro sujeto libre que persigue fines análogos a los nuestros; nace la divinidad. (E I, apéndice) Cuando la fortuna oscurece y nos preguntamos desesperados qué hacer, es a esta divinidad antropomórfica a la que nos dirigimos en primer lugar. Y enseguida nos imaginamos, porque así lo deseamos, que nos responde indicándonos qué condiciones necesitan ser satisfechas para satisfacernos. De esta manera forjamos una superstición personal, cuyo contenido depende estrictamente de nuestros traumas personales: la creencia en una divinidad con un rostro particular, que se nos revela en circunstancias particulares, que exige de nosotros un culto particular, y en la que, de ahí en adelante, alienamos todas nuestras capacidades con el fin de obtener los objetos que ansiamos. (TTP, prefacio) Si la fortuna vuelve a sonreírnos, nuestra fe se fortalece. ¿Y si las cosas vuelven a salir mal? Cambiamos, si es necesario, de superstición. (Ibídem) Después de numerosos fracasos, sin embargo, tendremos que dudar de nuestra capacidad de comunicarnos con el más allá. Entonces buscaremos signos de segundo grado: signos que nos indiquen qué signos manifiestan la auténtica revelación, cuál es la divinidad verdadera y qué es lo que quiere. Absortos por el pánico, nos entregaremos al primero que llegue. (Ibíd.)



IV La oferta de poder

Ahora, el primero que llegue nos aceptará. Una oferta de poder responde necesariamente a una demanda de poder. Para demostrar esto, no hay necesidad de agregar nada a nuestra hipótesis mínima: no necesitamos invocar un cálculo utilitario. Si algún ser imagina un aumento o una disminución de potencia en otro ser cuya naturaleza tiene algo en común con la propia, su potencia aumentará o disminuirá del mismo golpe; así resulta entonces indirectamente afectado por la causa de lo que le sucede a lo que es semejante a él, y en la medida en que su naturaleza es la misma, esta causa producirá en él el mismo efecto (E III, p. 27) Para el ser humano, en particular (y sólo en particular), imaginar los afectos de otro ser humano es, pues, ipso facto experimentarlos. De un punto de partida tan exiguo, se siguen consecuencias cruciales.

  1. Supongamos, en primer lugar, que por casualidad nos encontramos con un ser humano que está sufriendo. Participamos de su sufrimiento (esto es la conmiseración), (E III, p. 27, escolio) nos esforzamos en aliviarlo para librarnos de ello (esto es la benevolencia): (E III, p. 27, escolio al corolario 3) le ayudamos a satisfacer sus deseos, y le aconsejamos, como así lo quiere, sobre los medios para alcanzarlos. Si nuestra ayuda es efectiva, se alegra.
  2. Ahora su alegría, por la misma razón, se convierte en la nuestra, y deseamos mantenernos en este estado. Ahora bien, creyendo que sabemos lo que agrada a los que son similares a nosotros, nos esforzamos, perpetuamente, para complacerlos realmente (esto es, en su primera forma, la ambición). (E III, p. 29 y su escolio) Si lo logramos por un tiempo, el otro, en deuda con nosotros, nos considera como la sola causa de la que depende, para ellos, la consecución de todo aquello a lo que están apegados: nos aman, (E.III, p. 29, escolio) y ponen a nuestra disposición toda su potencia, se alienan en nosotros; ¡Por fin, han encontrado lo que estaban buscando! Esto, de nuevo, repercute en nosotros: nos amamos a nosotros mismos por el amor que inspiramos a los demás (esto es la gloria) (E.III, p. 30 y su escolio). Y, para perseverar en este apasionante estado, queremos a toda costa perpetuar la situación que la genera: con total desinterés, aseguramos los fines de la otros para aparecer a sus ojos como la providencia misma.
  3. Pero no podemos permanecer ahí. Porque nosotros mismos tenemos nuestras propias alienaciones, que generalmente no son las mismas que las alienaciones de aquellos que están en deuda con nosotros. De aquí se sigue la inevitable contradicción: es imposible dejar de amar lo que amamos, imposible no gozar de lo que los demás gozan, imposible que gocemos de dos cosas a la vez que sabemos que son incompatibles. (E III, p. 31)   La solución es obvia: nos aprovechamos de tener la ventaja sobre quien ha confiado en nosotros, para tratar de convertirlo; hacemos todo lo posible para que lo que nos parece bien les parezca bien a ellos (E III, escolio de la p. 31), de allí que podamos trabajar por su felicidad sin ningún motivo ulterior. Ahora bien, esto va mucho más lejos, porque nunca sabemos con total certeza lo que sucede en la conciencia. Como lo que cada uno juzga bueno está ligado a su ideología, exigimos que los demás asuman, con todos sus detalles, nuestra superstición personal, y que nos lo prueben confesando nuestra fe y practicando nuestro culto; lo que cada uno juzga bueno se manifiesta en sus elecciones económicas, en todos los detalles de la vida material de los otros a los que pretendemos gobernar, y de quienes queremos constante gratitud por gobernarlos. Todo esto solo por su propio bien; todavía no hay “interés”. Decir que el poder quiere ser amado es una tautología, ya que ésta es su única razón de ser; pero ejercerlo equivale a coaccionar a otros seres humanos –para poder hacer lo que ellos aman– a amar lo que hacemos y a exhibirlo haciendo lo que amamos: la ambición de gloria se convierte en ambición de dominación. Iremos tan lejos como podamos en esta dirección: mientras los demás esperen algo de nosotros, todo marchará suavemente; luego, más allá de cierto umbral de resistencia, recurriremos al miedo. (TP II, §10)


V La apropiación privada y la relación de explotación deducidas de la interacción de poderes.

Eso no es todo. Porque, cuando hayamos logrado hacer que nuestros semejantes amen algo, éstos, tal como lo deseamos, tomarán posesión de ello, lo cuidarán, reproducirán y extraerán alegría de ello. Ahora, siempre por la misma razón, nosotros deseamos experimentar esa alegría nosotros mismos con un máximo de intensidad. Si la cosa en cuestión sólo puede ser poseída por una sola persona, surge el problema: entre los semejantes a nosotros y nosotros mismos, ¿quién la disfrutará directamente, y quién será solamente un apoderado? Y la respuesta es inmediata: a nosotros nos toca la cosa, a ellos les toca regocijarse del gozo que aquella nos proporciona. (E III, p. 32) Este es el origen de la envidia. (E III, escolio de la p. 32) Sin duda su vivacidad depende de la naturaleza de los bienes económicos a los que estamos apegados: el dinero, por ejemplo, equivalente universal indefinidamente reproducible, no despertará envidia si aceptamos trabajar para adquirirlo; pero la tierra, cosa singular cuya cantidad es limitada, es el bien monopólico por excelencia y no hace más que dividir a los seres humanos. (TP VIII, §8) Por lo tanto, inevitablemente, intentaremos despojar o robar los frutos de la tierra que otros han cultivado bajo nuestra dirección y bajo nuestra protección. El mismo análisis, además, aplica también en materia ideológica; estaremos celosos de aquellos en quienes hemos logrado inculcar nuestra propia superstición, si parecen superarnos en el conocimiento de las cosas divinas, y posiblemente nos apoderemos de sus invenciones; todo “educador”, si sus alumnos se lo permiten, dispondrá las cosas de modo que éstos permanezcan “intelectualmente” inferiores (ut ingenio minus possent). (TP XI, §4)

Hay, sin embargo, límites para esto. Al desposeer a otros, de hecho, los entristecemos; y, nuevamente por la misma razón, compartimos su tristeza: ellos nos inspiran, como al principio del ciclo, conmiseración. Así, les devolvemos una parte de lo que les hemos quitado. Lo menos posible, seguro. Sólo lo suficiente para apaciguarlos. En el mejor de los casos, justo lo que necesitan para vivir. Por estos medios se les vuelve a poner a trabajar, con la obediencia garantizada, un trabajo de cuyos resultados nos apropiaremos una vez más: el ciclo vuelve a empezar. ¿No es esto, sin la más mínima mención a cualquier cálculo utilitario, una verdadera deducción de la relación de explotación, es cierto, en su forma más particularmente feudal?

 

VI Todo poder implica una relación de fuerzas.

Así es que tenemos la demanda de poder y la oferta de poder. Es claro, sin embargo, que no están armoniosamente sincronizados la una con la otra. Puesto que ambos se deducen de una y la misma hipótesis, que se aplica a los humanos en general (y sin duda también a otras especies), debemos concluir que cada uno de nosotros, aunque en diferentes proporciones, incluso si estas proporciones varían según las circunstancias, desea someterse y dominar al mismo tiempo. Por lo tanto, pertenece a la esencia misma de todo poder levantarse contra las resistencias: no hay poder sin conflicto, más o menos latente, entre el dominante y el dominado.

Permitámonos incluso suponer que, en efecto, nos encontramos en la fase más idílica del ciclo: la de la pura ambición de gloria. Quienquiera que esté incondicionalmente unido a nosotros, por el mero hecho de que ocupamos todos sus pensamientos y que, además, quiere, como todos, complacer a todos, deseará ser amado por nosotros exclusivamente para ser gloriado al máximo. (E III, pp. 33-35) Exigirán así, con obstinada tenacidad, que les alienemos la totalidad de nuestra potencia como ellos nos han alienado todo, que estemos enteramente a su disposición como ellos están completamente a la nuestra. El resultado de esta lucha (¡que de ningún modo es dialéctica!) dependerá de la relación de fuerzas, pero siempre consistirá en el reconocimiento al menos implícito, por parte del poder superior, de un contrapoder subordinado.

En las dos fases siguientes, en las que nos vemos cada vez más obligados a recurrir al miedo, las cosas son todavía más claras. Quien nos teme, nos odia, así que nosotros los odiamos a ellos de vuelta (E III, p. 40), por lo tanto, ellos nos odian con aún más fuerza, y se corre el riesgo de que la guerra estalle en cualquier momento. Si estalla, ambos nos encontraremos atrapados en la espiral de la venganza y la contra-venganza. (E III, pp. 40, escolio, corolarios 1 y 2) Tal vez uno de nosotros, por azar, salga victorioso; si no se mata al adversario, lo encadenarán o encarcelarán: este es el colmo del poder, pero al mismo tiempo su negación, ya que podemos hacer cualquier cosa con el cuerpo de nuestra víctima sin el mínimo de lucro sobre sus deseos. (TP II, §10) Pero quizá uno de nosotros se asuste y haga concesiones. Entonces el otro empezará de nuevo a amarlo un poco, se amará a sí mismo por su parte, (E III, pp. 41 y su escolio) los intercambios de bienes y servicios se realizarán de una forma menos desigual que antes, y, si continúan (pero no continuarán), (E III, p. 42) el cálculo utilitario podría finalmente hacer su primera aparición. (E III, escolio a la p. 41) El equilibrio final, aquí también, dependerá de la relación de fuerzas.

Pero, ¿qué es esta relación de fuerzas? Se dice que las mujeres y los niños, más débiles por naturaleza que los hombres, será siempre dominado por ellos. (TP XI, §4) Pero, ¿en cuanto a los demás? Entre dos machos adultos considerados aisladamente, ¿podemos siquiera concebir que se establecería una relación, más o menos, amo-sirviente? No, sin el asomo de duda, porque las desigualdades de fuerza física nunca son verdaderamente decisivas. En la realidad, por ende, nada de lo que se acaba de deducir podría tener lugar jamás: ningún ciclo se iniciaría alguna vez, ¡cada uno de los protagonistas seguiría soñando! Y, aun así, es cierto que todo sucede siempre de esa manera en materia de relaciones interhumanas. Pero, para entender esto, debemos introducir un contexto mucho mayor.

 

VII. Deslizándose desde una topografía de micro-poderes hacia una teoría general del poder.

Entendemos, dado lo anterior, cómo funciona la unidad más pequeña de micro-poder –aquella que sólo se produce entre dos personas, y que necesariamente tiende a constituirse en cuanto dos seres similares, que cumplan con nuestra hipótesis mínima, entran en contacto. Esta es, en cierto sentido, la materia prima de toda vida interhumana bajo el régimen de la alienación pasional. Pero al mismo tiempo, entendemos por qué este tipo de micro-poder nunca puede funcionar de forma aislada.

Hemos visto que, de hecho, ejercemos poder sobre los demás de dos maneras: o bien cuando los mantenemos cautivos o encadenados, lo que sólo tiene una eficacia lamentable si se nos resisten pasivamente; o bien, y esto es verdadero poder, cuando temen nuestras represalias o esperan beneficiarse de nuestra ayuda, de modo tal que acceden a regular su vida de acuerdo con nuestros deseos, es decir, a alienarnos su potencia – una alienación jurídica que, esta vez, ya no es para nada en sentido metafórico. (TP II, §10) El verdadero poder no es, pues, otra cosa que la confiscación de la potencia de los dominados por parte de los dominantes. Es una confiscación imaginaria, ya que la potencia de los dominados, físicamente hablando, sigue siendo suya. Pero es una confiscación que tiene efectos reales en la medida en que los dominados están realmente decididos a aceptarla, y solamente en esa medida. Ahora bien, para determinarlos sería necesario tener los medios, es decir, la potencia para hacerlo. Lo cual es imposible, salvo a corto plazo, si toda la potencia de los dominantes – fuera de su fuerza física, que apenas supera a la de los demás – es justamente la que les otorgan los dominados por sí mismos: ¿cómo los dominados, después de que el primer momento de pánico ceda, permanecerían abrumados por una fuerza cuyo control podrían recuperar en todo momento? Tan pronto como deseen recuperar su independencia, podrán hacerlo, lo harán y tendrán derecho a hacerlo. (Ibíd.) El dominante, para dominar, necesita entonces apelar a un tercero, con el que debe entonces establecer otras relaciones de poder. Esto no nos lleva a la aporía anterior: podemos, de hecho, hacernos cargo de muchos individuos haciéndoles creer a cada uno de ellos que las fuerzas de todos los demás está enteramente a nuestra disposición; si todos creen esto al mismo tiempo al menos una vez, entonces obedecerán, esta creencia se hará realidad y redeterminará a cada uno de ellos a obedecer, etc. Pero esto de hecho prueba que los micro-poderes solamente pueden existir en perpetua interacción.

 

VIII. El estado de naturaleza no es un estado de independencia jurídica.

Consideremos ahora, no dos seres humanos, sino una multitud de individuos. Coloquémoslos uno al lado del otro, sin instituciones o leyes: imaginemos, según la expresión clásica, el estado de naturaleza. Y pongámonos en el punto de vista de uno de ellos. Este individuo, necesariamente, intentará ejercer poder sobre otro, y luego, para lograrlo, sobre muchos otros; con cada uno de ellos, en la medida en que sean resistentes, entrarán así en conflicto, a veces un conflicto violento; para prevalecer, tratarán de dominar todavía a otros individuos más, etc.; de modo que siempre estarán en guerra con alguien, sin jamás prevalecer de manera estable. Desesperados, entonces, se someterán a la primera persona que se les presente, quien entonces querrá dominarlos a tal grado que necesariamente resistirán; para escapar a su influencia, se someterán a otro, que tratará de imponerles lo mismo, etc.; así estarán siempre en estado de servidumbre. Ahora, cada uno de los individuos presentes se encontrará en la misma situación. Nadie, en consecuencia, tendrá nunca el mínimo poder real sobre nadie. Cada uno, por el contrario, siempre será dependiente de todos – de todos, no colectivamente, sino distributivamente. Cada uno será, si no encadenado, al menos encarcelado: es imposible escapar de todos; y cada uno, viviendo con miedo, siempre dependerá de la voluntad de algunos otros, incluso si estos últimos cambian sin cesar. (TP II, §15) La interacción de todos los micro-poderes engendrará así la situación más opresiva posible: la constante alienación de la potencia de cada uno, con, como resultado general, la constitución de un macro-poder anónimo, caótico, ciego, impredecible, del cual nadie tendrá la menor parte y del que nadie se beneficiaría ni por un momento. El estado de naturaleza no es, debido a que el derecho se identifica con el hecho, pues, en absoluto un estado de independencia jurídica: (Ibíd.) es un despotismo sin déspota, anárquico y proteico.

 

IX La diferencia entre el estado de naturaleza y la sociedad política.

Pero es claro que tal situación tiende, por sí sola, a ser superada. Basta, para esto, que haya un poco de memoria; y nuestra hipótesis inicial nos autoriza a suponer que el ser humano posee un poco. Cada individuo, en la medida en que quiera obedecer, recuerda haber tenido algo que temer y algo que esperar de cada uno de los demás por su parte; todos, en consecuencia, muy pronto (y ésta, según Spinoza, es la única diferencia entre la sociedad política y el estado de naturaleza) (TP III, §3) cifrarán sus esperanzas y temores en un solo y mismo objeto: la potencia de todo, que produjo ya sus efectos de una manera difusa, pero de cuya eficacia cada uno, ahora, se vuelve consciente. Y cada uno, en la medida en que quiera ejercer algún poder, desea saber en qué dirección y en qué medida puede hacerlo sin que ese poder se vuelva contra sí mismo para aplastarlo; (TP II, §16) cada uno, en otras palabras, quiere saber de antemano cuál será el resultado de todos sus deseos individuales, cuya ley, hasta ese punto, les ha sido impuesta como un destino indescifrable. Como todos quieren conocer este denominador común, lograrán conocerlo con éxito, o al menos creerán que lo saben: sea sacándolo ellos mismos por mayoría de votos (democracia), o encargando a un individuo o un grupo de ese trabajo (monarquía o aristocracia). (TP II, §17) Por dichos medios, cada uno puede, con total seguridad, alienar su propio poder en esta celebrada voluntad común, contribuyendo así a recrear perpetuamente un poder colectivo unificado que incesantemente los redeterminará a que se alienen. De este modo, el poder político, ese “derecho definido por la potencia de una multitud”, (TP II, §17: Hoc ius, quod multitudinis potentia definitur) será producido y reproducido sin fin.

 

X El Estado crea nuevos poderes.

El Estado, lo vemos, de ninguna forma suprime los micro-poderes de cuya interacción es el resultado, y fuera de los cuales no es nada. Pero los estabiliza, los adapta, los redistribuye de acuerdo con estructuras globales que encajan entre sí; y también crea nuevos poderes, que a su vez están organizados de tal manera que aseguren dicha redistribución. Los poderes económicos siempre estuvieron ahí, y sólo ahora pueden ejercerse con eficacia; pero ellos se ejercen dentro de los límites definidos por el régimen de propiedad: (TP VI, §12; TP VII, §8; TP VIII, §10) dentro de estos límites, al mismo tiempo que brota la competencia lícita entre propietarios, cada uno puede utilizar la fuerza de los sirvientes que, por no poseer nada, ahora dependen irreversiblemente de estos dueños (por lo que sería contradictorio otorgar derechos civiles a estos sirvientes). (TP XI, §4) Los poderes gubernamentales –que, en cualquier régimen, son siempre de hecho ejercidos por muchos individuos a la vez (TP VI, §5)– se esfuerzan por sacar de estos enfrentamientos entre propietarios el denominador común que todos quieren ver emerger, transformarlo en leyes, traducir estas leyes en medidas aplicables, controlar la ejecución de estas medidas; y aquellos que poseen estos diferentes poderes tratan constantemente de incidir unos sobre otros. (TP, ver casi todos los capítulos entre VI–X) Los poderes ideológicos también estuvieron siempre ahí, con una eficacia que ahora es estable; pero quienes los poseen se ven más o menos obligados a adaptar sus demandas (dogmas enseñados, culto impuesto) a las exigencias del poder político, asegurando de una forma u otra la organización del consenso; (TTP XIX; TP VI, §40; TP VIII, §46) a través de estos medios cada uno de ellos, y dentro de este marco, lucha por ganar un monopolio. (TTP, prefacio) Finalmente, una fuerza militar, cuyos líderes también tratan de acumular el mayor poder posible, (TP VI, §10; TP VII, §22; TP VIII, §9) suma a las restricciones ideológicas el componente represivo que es indispensable para asegurar que el régimen de propiedad sea respetado y renovado. Y el ciclo comienza otra vez: cuantas más presiones se ejerzan por el conjunto de propietarios y estas se traduzcan en decisiones superiores, más se reflejan estas decisiones en la ideología dominante, más mantiene esta última al ejército en su lugar, y más funciona el Estado como una estructura autorregulada.

Pero en general, esta autorregulación no es de ninguna forma armoniosa. Pues todo poder, como hemos visto, siempre tiende a extenderse hacia todas partes. Y esto sigue siendo cierto para los macro-poderes regionales que se derivan de la redistribución, por parte del Estado, de los micro-poderes: el poder ideológico resiste al poder político y trata de anexionarlo; (TTP XIX & XX) quienes poseen el poder político resisten a los propietarios y tratan de desposeerlos ellos para enriquecerse, (TP VIII, §31 y §37), &c. Conflictos perpetuos, que resuenan perpetuamente en la cima, donde efectúan perpetuamente nuevas redistribuciones de poder, que engendran perpetuamente nuevos conflictos: tal es la vida misma de la sociedad política. Que el Estado es, como dice Poulantzas, la “condensación material de una determinada relación de fuerzas”, (En Estado, Poder, Socialismo, 1968) podría haberlo escrito literalmente Spinoza. Es cierto que, para Spinoza, las relaciones de fuerzas entre explotadores y explotados apenas juegan un papel, más bien como un telón de fondo inmutable: ya que los “siervos” siempre son, por definición, vencidos de antemano, la lucha de clases no es el motor de historia.

Y, sin embargo, las masas sí hacen historia. Porque la potencia mediante la cual el Estado ejerce su poder es, una vez más, “la potencia de la multitud”. Esta última es lo que cada sujeto aliena y re-aliena cada día, pero que, físicamente hablando, sigue siendo la potencia de cada sujeto. Sin duda la situación del poder político es mucho más estable que la de un micro-poder considerado en aislamiento: para que desaparezca sería necesario (y también suficiente) que todos los individuos, o al menos un gran número de ellos, decidan al mismo tiempo no obedecerla más. (TP III, §9; TP IV, §4) Y esto podría suceder, si el denominador común de los deseos individuales estuviera muy mal expresado en la parte superior, o si no reverberase en la base; y el ciclo, como hemos visto, corre el riesgo de interrumpirse en cada uno de sus pasos. Si eso fuese a suceder, sería legítimo: quien pierde su poder pierde su derecho. (Ibíd., y ver también TTP XVI) El problema político fundamental es, pues, el de poner en marcha un sistema institucional que garantice, por su mero funcionamiento, una perfecta circulación de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo. Conocemos el principio de las soluciones spinozistas: un máximo de democracia (entre los acaudalados) compatible con la naturaleza del régimen particular, la supresión de todo vestigio de propiedad feudal y el máximo desarrollo del comercio, y la máxima tolerancia religiosa. Entonces sí, democracia “burguesa”. Pero esto –y, en este punto, la posición de Spinoza es sin duda única– sin idealización alguna: el Estado, incluso el mejor, no es ni la realización de la “razón”, ni de la “libertad”; no es nada más que relaciones de fuerzas, sobre la base de una alienación generalizada.

 

XI Supongamos…

¿Esta situación es insuperable? No –no si añadimos algo a nuestra hipótesis mínima. Supongamos que, si las circunstancias fueran favorables (las cuales, por supuesto, requerirían que la sociedad política estuviese bien organizada, incluso si esto no fuese suficiente por sí mismo), el determinismo de nuestra propia naturaleza eventualmente podría terminar prevaleciendo, en nuestro cuerpo, sobre las influencias del afuera; correspondiendo a lo que sería, en nuestra mente, el desarrollo de razón. Entonces, poco a poco, dejaríamos de alienarnos a las cosas. Y las relaciones de poder, ya que se basaban únicamente en esta alienación en las cosas, en última instancia, irían desapareciendo progresivamente. El Estado desaparecería, y con ella todas las formas de dominación, si todos los seres humanos fuesen razonables: ya no habría nada más que una comunidad de seres humanos libres en acuerdo espontáneo. (E. IV, escolio a la p. 18) Nuestra potencia alcanzaría su cúspide, pero nadie le arrebataría nada a los demás, ni desearía hacerlo. El conocimiento es potencia (potentia); no es poder (potestas).

 

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Traducción César Panza, enero 2022

 

Nota de traducción

Este artículo fue publicado como “Spinoza et le pouvoir”, en La Nouvelle Critique 109 en 1977 (pp. 45–51) y fue republicado en tres ocasiones posteriormente entre 1986 y 2011. Sin la posibilidad de cotejar con el original, esta traducción se realizó a partir de una versión inglesa que aparece en el volumen de ensayos “Politics, Ontology and Knowledge in Spinoza” (pp. 210-223), libro que Filippo Del Lucchese, David Maruzzella and Gil Morejón tradujeron y editaron en 2020 a través de la Edinburgh University Press, justamente pocos meses después de la muerte del autor. Se trata de la primera edición íntegra del trabajo de Matheron en esa lengua.

En la versión sobre la que se trabajó, los traductores, conscientes del “problema de cuál es la mejor manera de tratar con el pouvoir y la puissance”, en tanto los términos franceses se prestan como sinónimos de los términos latinos potestas y potentia de Spinoza, mientras que en el inglés colapsan en una sola palabra, dejaron los vocablos franceses sin traducir, para evitar confusiones. Este cuidado es innecesario en castellano; sin embargo, no se dejó sin señalar la diferencia, al menos oportunamente. No se realizó ninguna otra modificación relevante, aparte de la incorporación al cuerpo textual de las notas al pie, referencias tan fundamentales al discurrir del erudito francés claramente referidas a la escritura de Spinoza, más la numeración de las secciones; todo esto para facilitar el texto como instrumento de estudio.

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