Somos el tipo de personas que no entran en el plan de emergencia. Cuerpos extraños. El descarte de una sociedad que nos trata en cualquier circunstancia como ciudadanxs de segunda. Para ellxs, nosotrxs somos el virus. Lo sabemos. Nos hacemos cargo. Mutamos, sobrevivimos y por eso, no hay anticuerpo que nos detenga. Estamos inmunizadxs a cualquier mierda, porque hemos pasado la mayor parte de nuestras vidas expuestas a la pobreza, al hambre, al consumo, a la vida en la calle, a la cárcel, a los síntomas y a las secuelas del capitalismo; sobre su efecto en nuestras vidas podemos escribir largo y tendido. Por eso no hay cuarentena ni obediencia que nos aseguren una vida vivible bajo los parámetros de una sociedad de la que pareciéramos no ser parte.
La cárcel nos enseñó mucho del encierro. De todo esto hemos aprendido y aprendemos aún, y sabemos cómo subsistir a toda esta lista de crueldades e injusticias. Sabemos de qué se trata la supervivencia, la violencia, el desprecio, el dolor, la angustia, la indiferencia. Lo sabemos porque nuestros cuerpos lo saben, sobre él recibimos cada azote. Nuestra potencia nace de ahí y es la contra efectuación de lo que tratan de imponernos.
No queremos volver a la normalidad una vez que esto pase, porque la normalidad nos aterra, nos criminaliza, nos encierra. En cambio decimos “hagamos imposible la normalidad”, esa normalidad algorítmica que nos obliga a vivir la vida del capital, que si no obedecemos terminamos recluidxs de todos los espacios, esa normalidad que te vuelve terrorista o sospechoso si no te subís al mambo yuta.
Si desde que nacemos respiramos el aire que el capital nos impone, entonces que nos paguen por nacer, que nos den un salario por existir, que nos den cobertura médica gratuita y universal. Es momento de exigirlo todo, de volver a pensar nuestra justicia, de sacarnos al ortiva que tenemos dentro y de rajar de la obediencia. ¿Cuánto de este repliegue es una estrategia que pone a circular una intensificación de los modos de vivir previos al COVID-19? De cerrar fronteras, de tener una inter-depedencia con el ciber espacio, alejadxs materialmente de nuestrxs amigxs, de nuestros ranchos, de nuestrxs ñeris con la intención de romper todo lo que venimos armando o desarmando. ¿Cuánto de eso nos deja más solxs en medio de un montón de gente, donde cada unx está conectado con la ilusión virtual de estar cerca?
El modo carroñero de vivir que nos proponen, un Estado policial que espera que denuncies a tu vecinx, en lugar de preguntarle, cómo está, qué le pasa… Ese es el virus que más nos preocupa. La pandemia de la que muy pocos pueden huir. La que destruye redes, tejidos afectivos y el interés genuino hacia un otre. Porque no, no estamos todxs juntxs en esta falsa unidad de enfrentar al virus, no lo hacemos del mismo modo. No pensamos ni practicamos los cuidados del mismo modo, si el llamamiento es a cuidar la vida, no son las mismas formas de vida las que estamos queriendo cuidar.
Ahí adentro, en las cárceles, hay distintos virus, uno es el de la yuta, te podés volver re yuta, pero también el virus es la yuta posta, la que te caga a palos en la requisa, es la misma que te hace recordar todos los días que a tu casa o a donde sea, no te vas a poder ir. La misma yuta que hoy está golpeando pibxs en los penales por reclamar, porque no tienen comida, porque no tienen atención médica, y eso a nadie le preocupa.
Estamos asfixiadas, no tenemos ganas de que el Estado siga siendo el que monopoliza las violencias, estamos preparadas y llamamos a no detener el flujo que veníamos provocando, a no frenar la fuerza que nos empuja a detener al tecnopatriarcado, a encontrar el gesto colectivo para enfrentar el encierro, la delación y la vigilancia.
Ahora quizás alguien bordee los contornos del encierro, esos contornos que se vuelven pegajosos, que se adhieren a nosotrxs como chicles que no podemos sacarlos si no es arrancándolos desde la base. Se piensa que la cuarentena empezó ayer, para nosotrxs la cuarentena empezó el día que se inventaron las cárceles.