Escrito por: Henri Meschonnic
Traducido por: Hugo Savino
Al culto lingüístico y literario de la lengua que reinó en Francia con el estructuralismo y la conjunción de los efectos Lacan y Heidegger, desde hace ya unos treinta años, se le puede responder con aquello que llamaría el principio de Benveniste : nada está en la lengua que no haya estado antes en el discurso. Lo que se toma de la lengua es ergon, producto. El discurso es energeia. Actividad. Todo el problema de los gramáticos y de los diccionarios es captar esta energeia. Ya se ve claro el momento en que lo único que estas gramáticas lograron fue mantener el ergon : la lectura estructuralista de Saussure, la gramática generativa – que merece más que Saussure la imputación de objetivismo abstracto que le hicieron, hace mucho tiempo, los marxistas. Con el discurso, lo constitutivo del lenguaje es el dialogismo, incluso cuando hay monólogo. La arqueología del lenguaje es un signo de que su historia empieza a reescribirse : redescubrieron a Bernhardi. Su Sprachlehre de 1801-1803, libro olvidado que privilegiaba formas de interlocución1, a las que el siglo XIX era sordo.
La paradoja de la lengua, a la que se le atribuía directamente el sujeto, la memoria, es que no se puede describirla. Proyecto «más ingenuo aún» decía Alain Rey, que el de establece su modelo. Ningún diccionario, ninguna gramática puede contenerla. Así las preposiciones no tienen rasgos inherentes, sino efectos de discurso, y la lingüística hace aquí una crítica de los diccionarios, como lo mostró Pierre Cadiot a propósito de la preposición pour, en Placements et déplacements de la référence : étude descriptive de sens de pour et questions apparentées (Univ. de Lille III, Atelier national de reproduction de thèses, 1987). Las reglas son apenas observaciones empíricas mínimas. No son la fórmula de la energeia.
El uso, el buen uso, el bello uso dio vuelta la dificultad. Con la literatura como si fuera poco. Es por eso que se pensó que si se pudo componer una Grammaire des fautes (Gramática de faltas), «el diccionario de faltas sigue siendo impensable : la falta es discurso; la lengua es la norma»2. Como Paulhan escribía que hay dos clases de literatura, la buena, que se lee poco, y la mala, que se lee mucho, Vaugelas (pero me dirán que la comparación es al revés, es que nuestra mirada cronológica siempre va al revés, y Paulhan es de la familia de Vaugelas) formulaba que hay un uso bueno y un uso malo : «Hay sin duda dos clases de usos, uno bueno y uno malo. El malo se forma con el mayor número de personas que casi en todas las cosas no es el mejor, y el bueno al contrario está compuesto no por la pluralidad sino por la elite de las voces. […] Es la manera de hablar de la parte más sana de la corte conforme a la manera de escribir de la parte más sana de los autores de la época» (Observaciones). Donde dos cosas son notables : la metáfora de la salud (la «pureza»), que hace del mal uso una enfermedad, un contagio. Una manera de preparar el tema de la pureza de la lengua que más tarde llevaba, a Ferdinand Brunetière en su Manual de historia de la literatura francesa en 1897 y a Maurice Grammont, en El Verso francés en 1904, a rechazar el simbolismo como no francés. Y la inversión de la relación natural (digamos la de Montaigne) entre hablar y escribir. Aquí hay que hablar como se escribe. Es al mismo tiempo la «razón». Y como el buen uso se divide en declarado y dudoso, le corresponde a la analogía desempeñar su papel.
Cuando los diccionarios se ponen a correr detrás del discurso solo pueden en el mejor de los casos atrapar ejemplos. Fue Voltaire el que inventó la divisa que Richelet y Furetière no habían esperado, que «un diccionario sin citas es un esqueleto». Littré agregaba que los diccionarios «siempre tienen algún atractivo por ellos mismos», formando una «antología militante», como dice B. Quemada, en su artículo diccionaire (diccionario), de la Encyclopaedia Universalis.
Pero el problema que los ejemplos, literarios, rápidamente plantean es el de una confusión entre la lengua y el estilo de los escritores. Matoré le reprochaba a los diccionarios un recurrir excesivo a los textos poéticos, como si las prosas no tuvieran estilo : «Las obras poéticas tienen algo de aberrante en relación con la norma del lenguaje, y, se podría decir, desde un punto de vista estrictamente lexicográfico, que ellas nos ofrecen un ejemplo de patología del vocabulario» (Histoire des dictionnaires français, p. 252). Notable exposición de una mezcla de verdad y de aberración. Los diccionarios pueden y deben ilustrar todos los empleos de todos los discursos, sin confundirlos desde luego, ni dar estilo por lengua. Algo que no se limita a los textos en verso.
Los versos pueden estar hechos de las palabras más simples, más comunes. La poesía no es, en sí misma, un desvío de la norma, una patología. Además de que la norma es múltiple, escurridiza, como se sabe desde hace mucho tiempo, hay aquí un efecto de atraso de las culturas tradicionales donde muchos rasgos separan los versos y las prosas. La modernidad casi hizo que estas diferencias desparezcan en todas partes, y también las desplazó. Al punto que ahora la situación se invirtió. Es la representación de la poesía como desvío y patología lo que resulta una aberración. Y el principio de esta aberración está en el signo mismo, en su esquema dualista-formalista-instrumentalista que desemboca en esa tontería pomposa – todavía hay que ver el signo desde el punto de vista del discurso para reconocerlo – de la frase de Sartre en Situaciones II que Matoré ponía como garantía : «Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje.»
Con los ejemplos, forjados o textuales, aparecen otros problemas, en su relación con la definición : si esta definición se hace con ellos, o si ellos la ilustran; si el diccionario es neutro, o tendencioso3. El proyecto antológico de Littré es amplificado por el Trésor de la langue française (Tesoro de la lengua francesa), del cual Paul Imbs quería hacer una «enciclopedia lexicológica», para consultar «en caso de desamparo lingüístico», y también «una verdadera recopilación de fragmentos elegidos, para leer durante la noche en un rincón de la chimenea, para un lector sensible al lenguaje articulado». ¡Articulado! Darmesteter sigue vivo : «Una lengua es en efecto un organismo que vive», dice aún la advertencia al lector.
Esta vigilia de las cabañas tiene su almanaque más viejo en el diccionario.