Era un homenaje el que nos había congregado en la Biblioteca Nacional. Cuando Scolnik tomó la palabra confesó dificultades: cómo será vivir sin Horacio González; por el gesto de ese cuerpo y por el tono de esa voz que nos llegaba, se podía inferir una suposición: difícil.
Luego se procedió a los choripanes, una Horacíada irreverente para ese ámbito; aunque aquella vez, un poco triste. Marchamos hacia adentro para seguir la misa. En esa procesión amigable había, o a mí me pareció, algo de la liturgia de los peronismos en sus días fúnebres. Algo. Sus imágenes, sus mezclas raras, cierta desilusión de los días más felices. Algo de sus ritos transferidos en clave de manifestación política, y cultural. Esta vez en una escala modesta, por la muerte accidental de un peronista. En la colina de sus necrópolis, el velatorio de Eva, túneles con flores podridas y el corazón rajado; las bombas de cristovence sobre la pobre gente en la plaza; el entierro de Fernando Abal Medina en el cementerio de los adelantados y la bendición de Mujica para el sacrificio absoluto por la ciudad celeste de Platón; el réquiem en avenida La Plata por los fusilados de Trelew, reventado por la tanqueta del comisario Villar; el silencio quebrado de balazos y sirenas por los muertos inciertos a la vuelta de Ezeiza; el largo adiós del general en las veredas del llanto público, y ya mucho más acá el velorio televisado de Néstor; y así.
Es que estábamos alrededor de una memoria, de una de las influencias —amorosas— que elegimos. Y que traía consigo, en sus alforjas podría decir el propio Horacio, un mandato político también.
Aunque hoy, cuando levantamos la vista y miramos alrededor, todo aquello parece ausente. Hay que hacer arqueología para encontrar algo de esos rastros. A nosotros, digo a los que formamos parte de la generación de Scolnik, es decir la generación que vino después de la gran agitación y que creció con la dictadura del 76, descendientes bastardos de ese recorrido, debemos confesar que nos pasaron otras cosas. La post dictadura, la letanía de los cadáveres… allí podían leerse los signos de una agonía.
La magnitud de la catástrofe quedó disimulada por un breve tiempo en la primavera de la nueva democracia argentina del 83, que duró como una flor y que alguien (Camilo Sánchez, La feliz, aquel verano del 88) cifró su simbólico final en Mar del Plata, en la temporada de los trágicos balcones —Monzón mata, el negro Olmedo muere— entre la resaca de una ilusión. Mientras tanto, la hiperinflación revoleando miseria, los levantamientos militares, el auge de la cocaína.
Salimos los de entonces, como cuenta Scolnik, intentando recuperar palabras, consignas, recorridos, que, aunque no pudiéramos advertirlo, ya comenzaban a resonar en el vacío. Actuábamos como si esas derrotas fueran reversibles y como si heredásemos algo de la historia… es que veníamos de una reconversión subjetiva hecha a picana y que preparó cuerpos y almas desangelados para el capital y su dispositivo, que después fueron los 90, pero antes la desintegración de los 80. Una democracia que fue para nosotros, primordialmente, el desmonte del aparato asesino y la recuperación de espacios libres, pero no contuvo o reparó menos en el fundamento material y económico que añadía como crimen, y que luego la irrupción del menemismo nos recordó que permanecía pendiente.
Scolnik va repasando sus experiencias personales-colectivas, la producción de pensamientos, los hábitats construidos para resistir y para militar. ¿Dónde empieza la historia de la que uno es tributario? ¿Había evidencias de una continuidad? Preguntas para comprender las claves de época, la correspondencia o no entre los interrogantes y nuestras propias vidas futuras. La vieja pregunta inicial de Lenin: ¿Qué hacer?
Toto Schmucler decía que el saber de la memoria sólo se realiza en el presente. Por eso el que da cuenta de sí mismo, no sólo evoca cosas. Y que hablar de la memoria, en consecuencia, es hablar de uno en el presente. Hablamos de un uno mismo que tomaba posición, que decidía inscribirse en una tradición, en una zaga de voces que venían desde más atrás, con banderas y con ideas que no eran neutras. Eran —diría León Rozitchner— ideas-fuerza, que implicaban una acción y el “error” no era sólo conceptual, se encarnaba en los cuerpos que la recibían. Aunque el sentido ya venía elaborado; pero cómo íbamos a discutirlo de antemano, si lo primero era recuperarlo de las capas del horror. Reconstruir el imposible hilo de un tiempo anterior… ese destino no nos pertenecía. ¿Lo queríamos? ¿Lo hubiéramos querido?
Y otra vez Schmucler: “Esa mitad de los años 60, fueron los años en los que nos preparábamos para la guerra. La guerra —en aquel entonces— tenía un sentido: la Revolución. La Revolución, a su vez, subsumía todos los sentidos posibles. Después, vino la guerra. Y también la fiesta. Después, vino también la muerte. Recordar hoy, tal vez sea el ejercicio de hacer presentes algunas palabras claves. No solo aquellas que pronunciábamos, sino también aquellas que estuvieron ausentes… la magnitud de nuestros sueños no dejaba lugar a la vigilia que nos alertara sobre lo vano —lo insustancial— de algunas de nuestras apuestas”.
Lo vano, lo insustancial de resolver cómo hacer un “hombre nuevo” con la arcilla de humanos naturales dados. “El deseo de revolución” como un paradigma inapelable, más interior que lo más íntimo, pero venido de afuera. El ideal, el secreto que hay que develar, el sustrato teológico de la verdad os hará libres. Que incluía la guerra. Y la guerra —lo sabemos— significa la temeraria opción de morir; y aún peor, la de matar. Asumiendo en esa redención un rol que nadie nos pedía; que los potenciales beneficiarios —el pueblo irrepresentable— no deseaba.
A los años 60 argentinos, según Oscar Terán, hay que introducirse por la filosofía. Sartre, la nueva izquierda, el peronismo proscripto, el Che. Claro que los 60 fueron muchas otras potencias, en artes, en música, en imaginación. ¿Cómo fue que todas aquellas tormentas de belleza y transformación se sintetizaron políticamente en figuras —tantas veces— tan abominables? podría ser un interrogante más para inscribir en los cuadernos de la alforja. Ese suelo fue el que preparó los años 70, los años de súper acción. “Estábamos preparados para morir, pero no para perder” dice Federico Lorenz en “Montoneros o la ballena blanca”.
Desde el humo de esas jornadas de pólvora, desde esa letanía, había que descubrir otra imagen de la política: el gran asunto de nuestra generación… la otra cosa de los 90, el desierto enriquecedor. Las formas fantasmales que quedaron deambulando entre nosotros. Según Silvia Schwarzböck, son los espantos los que encarnan lo postdictatorial de la Argentina. Una sociedad que habilitó los espacios para que la desaparición de personas fuera posible. Lo siniestro que subyace, aunque invisible, en la vida civil. El desencanto, la horadación de un ideal sepultado por los hechos. El divorcio ofendido entre las ideas y la experiencia.
Pero afuera, en los lugares habituales, la lengua militante parecía una jerga vacía… la aritmética sociológica aburría en la universidad. Y las muchas gentes comenzaban un gran éxodo, desanimando el paisaje, los corazones y la fe. Comprender cómo habían cambiado las cosas. Y entonces: cómo hacer justicia con los hechos reales.
Sin ceder —del todo— al nihilismo que liquidaba la fe en el mundo. Algo de lo que planteaba Oscar Del Barco, ubicarse en los intersticios del sistema. El por qué de persistir y de hacer cosas ante un presente tan demoledor. ¿Qué le debíamos al pasado? ¿Qué tareas teníamos por delante? ¿Qué hacer con las teorías que se han fundado en un mundo desfondado?
Pensamientos acerca de qué significa vivir. Preguntas nacidas entre las astillas de un sentido que antes aseguraba la marcha inexorable de la historia hacia un lugar; y hoy no hay lugar, ni marcha y la historia es una interpretación o un simulacro. El paso por los bares y sus rituales… horas de conversaciones, sin un sentido evidente… ensayar un camino, un poder constituyente, nuestras propias experiencias. Reunirse a estudiar la Ética de Spinoza en un bar de Thames y Corrientes y luego fútbol en alguna canchita de Atlanta; como nosotros la Poética de Aristóteles o El origen de la tragedia de Nietzsche, en la cocina de una Biblioteca, en una pequeña y extraviada ciudad y luego fútbol en el patio de un colegio cercano. Formas hermanas de vida en espejo, simultáneas y sin embargo desconocida entre sí.
Una fraternidad generacional desde la que intentamos romper los anillos de desconfianza que ocuparon casi toda la escena. Los sitios construidos por los afectos… La amistad, el verdadero acontecimiento político, actualizar el disfrute y precisar lo que no queríamos. Hacernos a nosotros mismos, hablar con “nuestra” lengua… Fundar lazos de amistad política para habitar-nos con otra riqueza; hacer y creer en eso fue una forma sensible de respuesta, una forma de felicidad también. Nos reunimos para desertar.
La amistad, verdadero soporte material de todo, significa pensar, apropiarse del mundo. La amistad como una categoría afectiva entre iguales libres, cercanos por placer y confianza, invitados a desafiar las disciplinas, el reloj ordinario, la noche sin aventuras. Los 90 también fueron esos pequeños grupitos arrojados al desierto, un nuevo estilo de intervención. Una forma de conjurar un tipo de individualidad confirmatoria en cada uno, que es la verdad del sistema. “El nido de víboras” del que hablaba León, la costra dura de la subjetividad profunda que resiste y no se modifica aunque los discursos hablen de otras cosas. Se filtra y corrobora en las prácticas cotidianas aunque los principios en los que se actúa, se dijeran contrarios. El ser social es el que determina la conciencia, escribió hace mucho Carlitos Marx, y lo cita Scolnik y podemos suscribirlo por ahora, mientras lo técnico no lo absorba, lo subsuma en datos y lo cancele. Constituir un mundo, dando mayor densidad a la existencia, y no un sistema de agregaciones cuantitativas que mantuvieran —a lo sumo distribuyeran— lo dado.
Organizaciones que rápidamente nos encontraban reproduciendo adentro una división del trabajo tan injusta como la que decíamos combatir afuera. Horas gastadas en voluntarismos estériles, intercambiar la desidia personal del que —cree— ya no tiene que probar nada. Por las ventanas, más que la realidad, entraban borrachos. Y Los kilos de mugre del día siguiente.
Sentados en un banco de madera, rodeados de neumáticos arrumbados… la imagen nos instala en los arenosos y miserables despojos del otro trauma que nos tocó atravesar: el 2001, hendidura nunca cerrada. La otra explosión de caída, emanando tristes pobres muertos. Luego: ¿Cómo convertir la preocupación del vecindario en racionalidad política?
La implosión del 2001 ahondó los interrogantes sobre el trabajo, la vida, la ciudad, el tiempo, lo común, la soberanía, lo representado. Entendiendo implosión como un derrumbe para adentro, la arena en la que nos encerramos para ser devorados por nuestros propios dioses, cocinados en nuestro propio caldo.
Encontrar las causas de nuestros padecimientos y volverlas asuntos públicos. Una forma molecular de experiencias que afirmaban nuevos modos de ser… No adaptarse… no las terapias de la compensación… sino un querer vivir contra la vida del vacío.
Nos caen los versos de Paco Urondo, “Nadie sabe si hemos dado en el clavo, si tuvimos ganas de hacerlo, si éste fue nuestro fin de semana, nuestro réquiem, nuestro reñidero”.
Nada que esperar, entonces. Pero espérame mucho.