Pregunta 1: ¿Los análisis de Foucault mantienen su actualidad para comprender el movimiento de las sociedades? ¿En qué terrenos le parece que deberían ser renovados, reajustados, prolongados?
Respuesta 1: La obra de Foucault es una extraña máquina; en realidad, no permite pensar la historia más que como historia presente. Probablemente, una buena parte de lo que Foucault escribió (Deleuze lo subrayó muy acertadamente) debería hoy ser reescrito. Lo que resulta asombroso –y conmovedor- es que en ningún momento cese de buscar; hace aproximaciones, deconstruye, formula hipótesis, imagina, construye analogías y cuenta fábulas, lanza conceptos, los retira o los modifica… Es un pensamiento de una inventiva formidable. Pero esto no es lo esencial; yo creo que lo fundamental es su método, porque éste le permite estudiar y a la vez describir el movimiento del pasado al presente y del presente al porvenir. Es un método de transición del cual el presente representa el centro. Foucault está ahí, en ese hueco, ni en el pasado, del que hace la arqueología, ni en el futuro, del que a veces esboza la imagen –“como en los límites del mar, un rostro sobre la arena”-. Es a partir del presente como resulta posible distinguir los demás tiempos. A menudo se le ha reprochado a Foucault la legitimidad científica de sus periodizaciones; es comprensible la actitud de los historiadores, pero al mismo tiempo me gustaría decir que no se trata de un verdadero problema: Foucault se encuentra allá donde se instale la problemática, y esto partiendo siempre de su propio tiempo.
El análisis histórico se convierte, con Foucault, en una acción; el conocimiento del pasado, en una genealogía; la perspectiva futura, en un dispositivo. Para quienes proceden del marxismo militante de los años 60 (y no de las tradiciones dogmáticas caricaturescas de la Segunda y la Tercera Internacional), el punto de vista de Foucault se percibe, de forma natural, como absolutamente legítimo; se corresponde con la percepción del acontecimiento, de las luchas, y de la alegría de arriesgarse fuera de toda necesidad y de toda teleología preestablecida. En el pensamiento de Foucault, el marxismo queda completamente desmantelado, ya sea desde el punto de vista del análisis de las relaciones de poder o de la teleología histórica, del rechazo del historicismo o de cierto positivismo; pero, al mismo tiempo, el marxismo se ve también reinventado y remodelado desde el punto de vista de los movimientos y de las luchas, es decir, desde el punto de vista, en realidad, de los sujetos de tales movimientos y tales luchas: porque conocer es producir subjetividad.
Pero antes de seguir avanzando, me gustaría volver atrás por un instante. Es habitual distinguir tres Foucault: hasta finales de los años 60, Foucault estudia la aparición del discurso de las ciencias humanas, es decir, de lo que llama una arqueología del saber y, al mismo tiempo, de su economía después de tres siglos, y lleva a cabo una gran lectura de la modernidad occidental a través del concepto de episteme; más tarde, en los años 70, vienen las investigaciones sobre las relaciones entre los saberes y los poderes, sobre la aparición de las disciplinas, del control y de los biopoderes, de la norma y de la biopolítica, es decir, una analítica general del poder y, al mismo tiempo, la tentativa de hacer la historia del desarrollo del concepto de soberanía desde su aparición en el pensamiento político hasta nuestros días; y finalmente, en los años 80, el análisis de los procesos de subjetivación bajo la doble perspectiva de la relación estética con uno mismo y de la relación política con los otros –aunque, sin duda, en este caso se trata de la misma indagación: el cruce entre la estética de uno mismo y la preocupación política es lo que también se llama ética-.
En realidad, no sé si podemos distinguir tres Foucault, ni siquiera dos, pues antes de la publicación de Dichos y Escritos y de los cursos en el Collège de France, se tendía a no tener verdaderamente en consideración al último Foucault. Me parece, en efecto, que los tres temas sobre los que se centró la atención foucaultiana son perfectamente continuos y coherentes; coherentes en el sentido de que forman una producción teórica unitaria y continua.
Lo que cambia es, probablemente, la especificidad de las condiciones históricas y de las necesidades políticas a las que Foucault se enfrentaba y que determinan de forma absoluta los campos por los que se interesa. Desde este punto de vista, asumir la perspectiva foucaultiana consiste también –se lo digo con mis propias palabras; sólo espero que también hubieran podido ser las de Foucault- poner un estilo de pensamiento (ese que reconocemos en la genealogía del presente, ese que no deja de reactivarse cuando habla de producción de las subjetividades) en contacto con una situación histórica dada. Y dicha situación histórica es una realidad histórica de las relaciones de poder. Foucault lo repite a menudo cuando habla de su pasión por los archivos y del hecho de que la emoción de su lectura procede de que nos narran fragmentos de existencia: la existencia, pasada o presente, ofrecida en papeles amarillentos o vivida día a día, es siempre un encuentro con el poder; no es más que eso, pero es algo enorme.
Cuando Foucault se pone a trabajar sobre la transición de finales del siglo XVIII a comienzos del XIX –es decir, a partir de Vigilar y Castigar-, se encuentra frente a una dimensión específica de las relaciones de poder, de los dispositivos y estrategias que éste implica, es decir, en realidad frente a un tipo de relaciones de poder totalmente articuladas sobre el desarrollo del capitalismo. Éste exige un control total de la vida en la medida en que la constitución de una fuerza de trabajo, por un lado, y las exigencias de la rentabilidad de la producción, por otro, lo demandan. El poder se convertía en biopoder. Ahora, si bien es verdad que Foucault utiliza a continuación el modelo de los biopoderes para tratar de hacer una ontología del presente, se buscarán en vano, en los análisis consagrados al desarrollo del capitalismo, la determinación del paso del Welfare-State a su crisis, de la organización fordista a la organización posfordista del trabajo, de los principios keynesianos a los de la teoría neoliberal de la macroeconomía. Pero es verdad también que en esta sencilla definición de la transición del régimen de la disciplina al de control, a comienzos del siglo XIX, ya se puede comprender que lo posmoderno no representa una retirada del Estado con respecto al dominio sobre el trabajo social, sino un perfeccionamiento de su control sobre la vida.
En Foucault, uno encuentra, en realidad, esta intuición desarrollada por todas partes, como si el análisis de la transición a la era post-industrial constituyese un elemento central de su pensamiento, cuando lo cierto es que nunca habla de ello directamente. El proyecto de una genealogía del presente, que estructura por completo su relación con el pasado desde comienzos de los años 70, y la idea de una producción de subjetividad, que permite, desde el interior del poder, tanto modificar y quebrar su funcionamiento como crear subjetividades nuevas, son impensables al margen de la determinación material de dicho presente y la transición que ha encarnado en él. El paso de la definición de lo político moderno a la de lo biopolítico posmoderno, he aquí lo que –a mi parecer- Foucault intuyó de forma extraordinaria.
En Foucault, el concepto de lo político –y el concepto de la acción en un contexto biopolítico- difieren radicalmente tanto de las conclusiones de Max Weber y sus epígonos del siglo diecinueve como de las concepciones modernas del poder (Kelsen, Schmitt, etc.). Foucault fue probablemente sensible a sus tesis, pero tengo la impresión de que, a partir del 68, el marco cambia radicalmente y Foucault no puede dejar de tenerlo en cuenta. Para nosotros que continuamos utilizando a Foucault a su pesar, más allá de él mismo –y es un regalo el que nos hizo de una generosidad extraordinaria; Foucault fue un hombre de pensamiento generoso, es demasiado raro para que se insista lo suficiente-, no hay nada que renovar ni que corregir en sus teorizaciones: basta con prolongar sus intuiciones sobre la producción de subjetividad y sus implicaciones.
Cuando Foucault, Guattari y Deleuze apoyan, por ejemplo, las luchas sobre la cuestión carcelaria en los años 70 construyen una nueva relación entre el saber y el poder: tal relación no concierne solamente a la situación en las prisiones, sino al conjunto de situaciones en las que pueden desarrollarse, conforme al mismo modelo, espacios de libertad, pequeñas estrategias de torsión del poder desde el interior del poder mismo, la reconquista de la propia subjetividad individual y colectiva, la invención de nuevas formas de comunidad, de vida y de lucha; en una palabra: lo que nosotros llamamos subversión. Foucault no es grande solamente por la notable analítica del poder que llevó a cabo, por sus fulgores metodológicos, o por la manera inédita en que entremezclo la filosofía, la historia y la preocupación por el presente. Foucault nos deja intuiciones cuya validez no cesamos de constatar; en particular, redefinió el espacio de las luchas políticas y sociales y la figura de los sujetos revolucionarios con respecto al marxismo “clásico”: la revolución, para Foucault, no es –o, en todo caso, no es sólo- una perspectiva de liberación; es una práctica de libertad. Es producirse a uno mismo y con los otros en las luchas; es innovar, inventar lenguajes y redes; es producir, reapropiarse del valor del trabajo vivo. Es volar el capitalismo desde su interior.
Pregunta 2: ¿No le parece que asistimos a una cierta marginación de Foucault por parte de la mayoría de las corrientes que afirman querer retomar la crítica social y política en Francia? ¿Qué ocurre en el resto de Europa (en Italia, por ejemplo) y en los Estados Unidos?
Respuesta 2: Los medios académicos detestan a Foucault. Creo que se le marginó ya en los años 60; después, vino la promoción en el Collège de France para aislarlo aún mejor –y no solamente porque la Universidad no perdona el éxito a los intelectuales-. El positivismo sociológico a lo Bourdieu ha resultado sin duda muy fecundo, pero no ha sido capaz de asimilar el pensamiento foucaultiano, del que ha denunciado su subjetivismo. Ahora bien, evidentemente no hay subjetivismo en Foucault. Bourdieu, probablemente, se dio cuenta en sus últimos años.
Lo que Foucault refuta siempre, en todos los rincones de su obra, es el trascendentalismo, las filosofías de la historia que no aceptan poner en juego todas las determinaciones de lo real frente a la red y al conflicto de las potencias subjetivas. Por trascendentalismo, en suma, entiendo todas las concepciones de la sociedad que pretenden poder evaluarla o manipularla desde un punto de vista externo, autoritario. No, tal cosa no es posible. El único método que nos permite el acceso a lo social es el de la inmanencia absoluta, el de la invención continua de la producción del sentido y de los dispositivos de acción. Como otros autores importantes de su generación, Foucault ajusta las cuentas con todas las reminiscencias del estructuralismo; es decir, con la fijación trascendental de las categorías epistemológicas que ésta prescribe (hoy en día, este error se reproduce con una cierta renovación del naturalismo, en funcionamiento en la filosofía y en las ciencias sociales…).
Y luego, en Francia, Foucault es rechazado porque, desde el punto de vista de la crítica, no se inscribe en las mitologías de la tradición republicana: no hay nadie más alejado que él del soberanismo, aunque sea jacobino; de la laicidad unilateral, aunque sea igualitaria; del tradicionalismo en la concepción de la familia y de la demografía patriótica, aunque sea integradora, etc. Pero, entonces, ¿la metodología de Foucault no se reduce a una posición relativista, escéptica; es decir, a la degradación de una concepción idealista de la historia? No, de nuevo no. El pensamiento de Foucault propone fundar la posibilidad de la subversión –el término es más mío que suyo; Foucault hablaría de “resistencia”- mediante un liberación total con respecto a la tradición moderna del Estado-nación y del socialismo. Una propuesta que es del todo distinta de la del escéptico o el relativista; una propuesta que, por el contrario, se construye sobre la exaltación de la Aufklärung, de la reinvención del hombre y de su potencia democrática, después de que todas las ilusiones del progreso y de la reconstrucción común hayan sido traicionadas por la dialéctica totalitaria de lo moderno. En suma, Foucault podría apropiarse de la frase del joven Descartes: Larvatus prodeo, “camino enmascarado”.
Cada uno de nosotros debe –creo yo- admitir lo siguiente: el nacional-socialismo es un puro producto de la dialéctica de lo moderno. Liberarse de él significa ir más lejos. La Aufklärung, nos recuerda Foucault, no es la exaltación utópica de las luces de la razón; al contrario, es la des-utopía, es la lucha cotidiana en torno al acontecimiento, es la construcción de la política a partir de la problematización del “aquí y ahora”, de los temas de la emancipación y la libertad. La batalla de Foucault en torno a la cuestión de las prisiones, llevada a cabo con el GIP a comienzos de los años 70, ¿le parece a usted relativista o escéptica? ¿O la toma de posición en apoyo de los autónomos italianos en el momento más difícil de la represión y del compromiso histórico en Italia?
En Francia, Foucault ha sido a menudo víctima de la lectura que hacían de él sus amigos, sus alumnos y sus colaboradores. El anticomunismo ha desempeñado aquí un papel crucial. Se ha presentado la ruptura metodológica con el materialismo y el colectivismo como una reivindicación del individualismo neoliberal. Cuando deconstruía las categorías del materialismo dialéctico, Foucault era muy apreciado; pero también reconstruía las del materialismo histórico, y eso ya no valía. Y cuando la lectura de los dispositivos y el trabajo sobre la ontología crítica del presente hacen referencia a la libertad de las multitudes, a la construcción de bienes comunes, al desprecio por el neoliberalismo, entonces sus alumnos se retiran. Tal vez Foucault murió en buen momento.
En Italia, en Estados Unidos, en Alemania, en España, en América Latina y ahora, cada vez más, en Gran Bretaña, no hemos conocido este perverso juego parisino que se ha puesto en marcha para marginar a Foucault de la escena intelectual. Foucault no ha pasado por la criba asesina de las querellas ideológicas de la intelligentsia francesa; se le ha leído en función de lo que dijo. La analogía con respecto a las tendencias de renovación del pensamiento marxista de finales de los años 70 también se ha considerado a menudo fundamental. Sin embargo, no sólo se reconoce la coincidencia cronológica: se trata, más bien, de la sensación de que el pensamiento foucaultiano ha de comprenderse en medio de toda una serie de tentativas –prácticas o teóricas- de emancipación y de liberación, en un enmarañamiento de preocupaciones epistemológicas y perspectivas ético-políticas que implica una crítica violenta de los partidos, de la lectura de la historia y de los sujetos que en ella se reconocen. Creo que los obreristas europeos y las feministas americanas, por ejemplo, han encontrado en Foucault numerosas pistas para la investigación y, sobre todo, la incitación a transformar sus metalenguajes en una lengua común, tal vez universal, para el mundo que viene, o en todo caso para el siglo que viene.
Pregunta 3: Michael Hardt y usted mismo escriben, en Imperio, que “el contexto biopolítico del nuevo paradigma es absolutamente central para nuestro análisis”. ¿Puede explicarnos el vínculo, que no tiene nada de inmediatamente evidente, entre las nuevas formas de poder imperial y el “biopoder”?
Pregunta 4: Su deuda con respecto a Michel Foucault, de la que da fe a menudo, no está exenta de ciertas críticas. Así, escribe usted que Foucault no consiguió aprehender “la dinámica real de la producción en la sociedad biopolítica”? ¿Qué quiere decir con esto? ¿Hay que deducir de aquí que los análisis foucaultianos conducirían a una suerte de callejón sin salida político?
Respuestas 3 y 4: Partiendo de estas dos cuestiones, quisiera tratar de esclarecer lo que, en Imperio, Michael Hardt y yo hemos tomado en préstamo a Foucault y aquello a propósito de lo cual hemos, por el contrario, hecho ciertas críticas. Al hablar de imperio, no solamente hemos tratado de identificar una nueva forma de soberanía global diferente de la forma del Estado-nación; hemos tratado de captar las causas materiales, políticas y económicas de tal desarrollo y, al mismo tiempo, de definir el nuevo tejido de contradicciones que necesariamente encierra. Para nosotros, desde un punto de vista marxiano, el desarrollo del capitalismo (incluida la forma extremadamente desarrollada del mercado mundial) echa raíz en las transformaciones, así como en las contradicciones, de la explotación del trabajo. Son las luchas de los trabajadores las que transforman las instituciones políticas y las formas de poder del capital. El proceso que ha conducido a la afirmación de la hegemonía de la regla imperial no es una excepción: después de 1968, después de la gran rebelión de los trabajadores asalariados en los países desarrollados y de los pueblos colonizados en el tercer mundo, el capital ya no puede (en el terreno económico y monetario, militar y cultural) controlar y contener los flujos de la fuerza de trabajo dentro de los límites del Estado-nación. El nuevo orden mundial corresponde a la exigencia de un nuevo orden en el mundo del trabajo. La respuesta del capitalismo toma forma en diferentes niveles, pero el de la organización tecnológica de los procesos de trabajo es fundamental.
Se trata, en efecto, de la automatización de la industria y de la informatización de la sociedad: la economía política del capital y la organización de la explotación comienzan a desarrollarse cada vez más a través del trabajo inmaterial, la acumulación concierne a las dimensiones intelectuales y cognitivas del trabajo, a su movilidad espacial y a su flexibilidad temporal. La sociedad entera y la vida de los hombres se convierten así en objeto de un nuevo interés por parte del poder. Marx había previsto perfectamente (en los Grundrisse y en El Capital) tal desarrollo, al que él llamaba “subsunción real de la sociedad en el capital”. Foucault comprendió –creo yo- este paso histórico, puesto que, por su parte, describió la genealogía del control de la vida – tanto de la vida individual como de la vida social- por el poder. Pero la subsunción de la sociedad en el capital (así como la aparición de los biopoderes) es mucho más frágil de lo que creemos, y, en particular, mucho más frágil de lo que el capital mismo cree, o de lo que el objetivismo de los epígonos marxistas (como la Escuela de Francfort, por ejemplo) quiere reconocer.
En realidad, la subsunción real de la sociedad (es decir, del trabajo social) en el capital generaliza la contradicción de la explotación a todos los niveles de la sociedad misma, del mismo modo que la extensión de los biopoderes abre la puerta a una respuesta biopolítica de la sociedad: no ya los poderes sobre la vida, sino la potencia de la vida como respuesta a tales poderes; en suma, esto abre la puerta a la insurrección y a la proliferación de la libertad, a la producción de subjetividad y a la invención de nuevas formas de lucha. Cuando el capital se adueña de la vida entera, la vida se revela como resistencia. Es, pues, en este punto en el que los análisis foucaultianos de la transformación de los biopoderes en biopolítica han influido en los nuestros sobre la génesis del imperio: en suma, cuando las nuevas formas del trabajo y de las luchas, producidas por la transformación del trabajo material en trabajo inmaterial, se revelan como productoras de subjetividad.
Con todo, no sé si Foucault estaría totalmente de acuerdo con nuestros análisis -¡yo espero que sí!-; porque producir subjetividad, para Michael Hardt y para mí, es en realidad hallarse en una metamorfosis que conduce al comunismo. En otros términos, pienso que la nueva condición imperial en la que vivimos (y las condiciones sociopolíticas en las que construimos nuestro trabajo, nuestros lenguajes y, en consecuencia, a nosotros mismos) pone en el centro del contexto biopolítico lo que nosotros llamamos lo común: no lo privado o lo público, no lo individual o lo social, sino lo que, todos juntos, construimos para asegurar al hombre la posibilidad de producirse y reproducirse. En lo común, nada de lo que constituía nuestras singularidades queda suspendido o borrado: simplemente, las singularidades se articulan las unas con las otras para obtener un “agenciamiento” –el término es de Deleuze- en el que cada potencia se ve multiplicada por la de los otros, y en la que cada creación es también inmediatamente la de los otros.
La vías que unen la revisión creativa del marxismo (a la que nos adherimos) con las concepciones revolucionarias de lo biopolítico y de la producción de la subjetividad elaboradas por Foucault son –creo yo- muy numerosas.
Pregunta 5: Las dos últimas obras de Foucault sobre los modos de la subjetivación parecen haber atraído menos su atención. ¿La construcción de una ética y de estilos de vida ajenos o resistentes al biopoder es una vía demasiado alejada de lo que ustedes proponen (la figura del militante comunista)? ¿O bien existen posibilidades de un acuerdo más profundo que nosotros no hemos percibido?
Respuesta 5: Las últimas obras de Foucault han tenido una gran influencia sobre mí; creo que lo que acabo de decirle a propósito de Imperio lo muestra con claridad. Permítame que le cuente un recuerdo un tanto curioso: a mediados de los años 70 escribí un artículo sobre Foucault en Italia –sobre eso que hoy se llama el “primer Foucault”, el Foucault de la arqueología de las ciencias humanas-. Trataba de señalar los límites de ese tipo de indagación y esperaba una especie de paso hacia delante, una insistencia más fuerte sobre la producción de subjetividad. En aquella época, yo mismo estaba intentado salir de un marxismo que, sin bien resultaba profundamente innovador en el terreno teórico –puesto que se preguntaba si era factible un “Marx más allá de Marx”-, presentaba en cambio, en el terreno de la práctica militante, el riesgo de terribles errores.
Quiero decir con esto que, en los años de lucha apasionada que siguieron a 1968, en la situación de feroz represión que los gobiernos de derecha ejercieron contra los movimientos sociales de protesta, muchos de nosotros corrimos el peligro de una deriva terrorista y algunos cedieron a ella. Pero, tras este extremismo, estaba siempre la convicción de que el poder era uno y solamente uno, de que el biopoder convertía a la derecha y a la izquierda en algo idéntico, que sólo el partido podía salvarnos –y si no el partido, las vanguardias armadas estructuradas como pequeños partidos en versión militar, en la gran tradición de los “partisanos” de la Segunda Guerra Mundial-. Nosotros comprendimos que esa deriva militar era algo de lo que los movimientos no se recuperarían; y que no sólo se trataba de una elección humanamente insostenible, sino de un suicidio político. Foucault, y junto a él, Deleuze y Guattari, nos pusieron en guardia contra dicha deriva. A este respecto, eran ellos los auténticos revolucionarios: cuando criticaban el estalinismo o las prácticas del “socialismo real”, no lo hacían de manera hipócrita y farisaica, como los “nuevos filósofos” del liberalismo; trataban de hallar el medio de afirmar una nueva potencia del proletariado contra el biopoder del capitalismo.
La resistencia al biopoder y la construcción de nuevos estilos de vida no están, pues, alejados del militantismo comunista, si se acepta pensar que el militantismo es una práctica común de libertad y que el comunismo es la producción de lo común. Como en Imperio, la figura del militante comunista no se toma en préstamo de un viejo modelo. Al contrario, se presenta como un nuevo tipo de subjetividad política que se construye a partir de la producción (ontológica y subjetiva) de las luchas por la liberación del trabajo y por una sociedad más justa.
Para nosotros, pero creo que también para los movimientos sociales de hoy en día, la importancia de las últimas obras de Foucault es, en consecuencia, excepcional. La genealogía pierde aquí todo carácter especulativo y deviene política –una ontología crítica de nosotros mismos-, la epistemología es “constitutiva”, la ética asume dimensiones “transformadoras”. Pero no se trata de un nuevo humanismo; o, más exactamente, se trata de reinventar al hombre en el seno de una nueva ontología: así, sobre las ruinas de la teleología moderna, recuperamos un telos materialista.