Anarquía Coronada

Sobre (¿el fin de?) los tres mitos de la década ganada: el consumo, las provincias y las generaciones

por Juan Pablo Maccia

Ya no preciso ir a Buenos Aires para conocer el porvenir del país: vivir en Santa Fe resulta bastante más futurista. 
Los tres elementos míticos que conformaron mi cosmovisión durante esta última década (una década que fue, para mí, de una inesperada intensidad militante: creía yo por entonces que tras el fracaso del 2001 mi vida pública había terminado) resultan abiertamente cuestionados. Estos mitos movilizadores afirman: 1- que el consumo es la vía contemporánea para producir y extender derechos tan concretos como irreversibles; 2- que en las provincias se resguarda un tesoro de comunidad y de valores; 3-  que la juventud más joven –es decir, aquella que no ha tenido la experiencia de la gran transacción neoliberal– encarna la promesa de un pueblo nuevo, la gran renovación.
Puedo contar la historia de las ilusiones (y desilusiones) políticas de mi generación a partir de una serie de conversión socio-energéticas (bien lejos del new age). Ante todo, la conversión primaveral de los primeros dos años de la recuperación democrática. Después la de la gran decepción con Alfonsín, forzada por los carapintadas y los mercados concentrados, a la hiper le siguen las expectativas con el peronismo (el realmente existente: el de Carlos Menem). Toma del cuartel de La Tablada mediante y con el derrumbe del “campo socialista” nos vimos arrastrados por la ilusión neoliberal. Yo no entré en todo eso y los años 90 fueron para mí de entera desolación. Fueron años peronistas, sí: de agrupamientos menores entre peronistas que acusábamos de traidor al PJ (lo único bueno de esos años fue viajar y conocer más de una chica interesante).
Luego vino la “resistencia”. Y de allí el vértigo del 2001. Fue la conversión callejera. Gran experiencia: piquete y cacerola, MTDs y asambleas; la fábrica recuperada y la ilusión de recomponer la patria desde abajo. Todo esto duró, más o menos, hasta Kosteski y Santillán. Cuando vi que la gente no destruía todo ante el asesinato, me deprimí. En 2003 estuve por Néstor, pero contra Duhalde: es decir, milité en contra, pero interiormente lo quería a Néstor. Lo conocía y me gustaba, pero solo en lo personal. 
Hasta el 2008 la vi por TV, siempre orgullos del chavismo, del lulismo, del castrismo, del evismo, del derecho-humanismo. Pero lo que me sacó definitivamente de la cama fue -sobre todo, pienso ahora- la cuestión del consumo. Para todos y todas. Siempre supe que el PJ traidor acechaba. Pero el peronismo vital, ese que articula sustrato afectivo y hambre de devorárselo todo era más potente. Consumo y derechos: el mejor momento, el gran invento del kirchnerismo. Ni más ni menos, la gran conversión subjetiva de millones. Cristina, la más realista, le llamó entonces “capitalismo en serio”, y alguno de nosotros comprendimos la complejidad del asunto.
Resultó ser que entre nosotros consumo con derechos no redunda en conciliación de clases sino en formula explosiva. Por un lado, porque el esquema que habilita estas políticas se sostiene en inestables ecuaciones financieras. Y por otro, porque lejos de pacificar el país el “derecho al consumo” (diferente y mejor que el derecho del consumidor) intensifica la guerra social. Lo que Diego Valeriano bautizó –cierto que tardíamente- como “la guerra por el consumo”.
Pero esta etapa, se nos dicen, terminó. ¿Cuándo? Tal vez a fines del año pasado. En la secuencia que va entre las elecciones de octubre, los apagones y auto-acuartelamientos policiales (provinciales) de diciembre, y la corrida financiera de enero. ¿Será?
Con todo, confieso, le temo a los inicios de una nueva conversión de las energías colectivas (e institucionales) a la que los medios –insensibles y reduccionistas– llaman “fin de ciclo”. Se trata, por lo que hasta acá puede percibirse, de una recodificación de los consumos por la crisis. La violencia asociada a los consumos da lugar a un reforzamiento de los aparatos de seguridad (¡¿y hasta de defensa?!). 
Y sí: de pronto el guiso se agrió. Los jóvenes se volvieron pibes peligrosos. Los consumos, sospechosos. Los barrios fueron reconstituidos por bandas. Las policías (Córdoba, Rosario) se revelaron narcos… Ya no hace falta viajar a la capital para ver el futuro: a mi provincia llegaron 2000 gendarmes militarizados. Y hubo tranquilidad (que no es poco), aunque nada cambió. Lo dijo el Papa; apareció Super-Berni; los linchamientos y hasta el generalísismo Milani.
El 24 de marzo estuve en la marcha, en Capital. Lo que vi fueron 100.000 militantes de izquierda: de la roja y de la celeste y blanca. Los primeros van a participar de la disputa sindical y política, vía el FIT de Altamira. ¿Y los otros?, ¿nosotros? ¿Vamos a hacer la conversión securitista hacia el so-sciolismo? ¿Puede una generación militante constituir fuerza sin ilusiones? ¿Cuáles son hoy las nuestras? Cierto que nada se pierde, todo se transforma. Pero tal y como lo aprendimos la última década, sin mitos lo colectivo se diluye y la política se pierde.

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