por Andrés Pereira Covarrubias
Macri es la cultura (2016), es una reciente publicación que reúne una serie de textos críticos producidos durante los primeros meses del gobierno de Mauricio Macri, en un esfuerzo por comprender y articular un diagnóstico pluridimensional respecto de esta nueva fase político-económica, aportando claves de lectura para las actuales dinámicas culturales en la región. A propósito de este trabajo colectivo, conversamos con su coautora Verónica Gago, doctora y docente en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de San Martin, miembro del grupo de investigación militante Situaciones, también autora de La razón neoliberal (2014) y Controversia: una lengua en el exilio (2012).
¿Cuál fue la necesidad de publicar tempranamente este texto y qué busca su intervención?
El primer sentido de esta publicación es de oportunidad y velocidad. Pero más importante es que se trata de textos que más que sorprenderse y escandalizarse con este resultado electoral, lo sumergen en una serie de hilos de análisis temporalmente de más largo aliento y de una densidad que excede a entender los vaivenes del sistema de representación partidario.
Su intervención consiste en plantear preguntas que exploran por qué el triunfo de Macri corona por derecha una serie de mutaciones que hace tiempo venían aconteciendo en el día a día, en la organización laboral de la vida de muchas y muchos en la ciudad, en los modos de violencia que envuelven a gran cantidad de barrios, en las formas de inclusión que están principalmente organizadas por la experiencia de consumo y la explotación financiera que supone y en las maneras en que se intentó una y otra vez apostar a una normalización de lo social, hipostasiando lo que se llamaba la “batalla cultural” a un problema de los medios de comunicación y a sus pedagogías, más o menos progresistas o conservadoras.
¿Qué cultura es Macri?
En varios textos aparece la noción de lo banal como caracterización principal del tipo de cultura que es Macri. Lo banal no es sinónimo de trivial, sino un modo de tratar la complejidad, de capturar y traducir elementos de la realidad en una lógica específica. Una lógica que básicamente respondería a tres nudos: la gestión empresarial de la vida en su conjunto, que opera de modo transclasista; la seguridad policial como clave de un orden que es a la vez estatal y paraestatal; y la fe en el futuro, como un apoyo a la temporalidad que conjura a la crisis, vale decir, la apuesta por el cambio y el entusiasmo como sensibilidad.
Son modos de responder a problemas densos que no pueden moralizarse ni menospreciarse: qué significa vivir en la precariedad y sobrevivir a eso, la sensación de amenaza y vulnerabilidad que se nutre y se traduce simultáneamente en conflictos domésticos y públicos a modo de una intermitente “guerra civil” un poco sorda pero creciente y una necesidad de creer en que las cosas van a ir mejor si asumimos la racionalidad empresarial -que va del rebusque a la Bolsa-, la cual parece desprender una naturaleza optimista a través de sus mismos procedimientos (valor-confianza, valor-aguante).
Macri y su equipo de gobierno condensan esta modalidad como estilo de gobierno, sólo que a cargo de la elite oligárquica del país y cuentan con la legitimidad suficiente para imponer ajustes, aumentar tarifas, promover despidos y, por el momento, conseguir una racionalidad social -por arriba y por abajo- que sostiene la “necesidad” de esas medidas. Por ahora, se escucha bastante en la calle, en el día a día, comentarios y razonamientos que completan y respaldan el carácter “normalizador” que el gobierno dice llevar adelante (en los precios, las tarifas, los subsidios, los empleos, etc.). Es un tipo de idea y de ánimo que se apoya en una metafísica del “sinceramiento” social. Como si una parte de la sociedad estuviese dispuesta y convencida a ponerle el cuerpo a una “verdad” que implica hacer propia la racionalidad del disciplinamiento, de la competitividad y el ajuste a cambio de lo que hasta hace un tiempo se entendía como ciertas formas de bienestar. La pregunta que queda más fuerte es: ¿por qué las y los trabajadores, entendido en el sentido amplio de la población que produce valor, están dispuestos a resignar lo que fueron ciertas “conquistas”? Más preciso: ¿a cambio de qué hay una cesión –en situaciones bien disímiles– del consumo a favor del ajuste?
El título “Macri es la cultura” de algún modo parece nombrar y cristalizar provocativamente al denso y complejo proceso que define “lo cultural”. Un gesto que instala una idea de continuidad subterránea ante el evidente corte dado por el cambio de signo político en el gobierno. En este sentido ¿puede entenderse que Macri llega a encarnar más un develamiento que un giro radical? ¿Qué recaudos y matices habría que tomar ante una lectura así?
Creemos que la sorpresa deja de ser tal si se ponen otras coordenadas, si logramos desentrañar qué hizo que el macrismo se revelara como un cauce posible y lógico para una serie de hábitos, intereses y percepciones que atraviesan distintas clases sociales, generaciones y lugares del país. Esto además tuvo un adelanto obvio incluso a nivel del sistema político: la contienda electoral estaba distribuida entre tres candidatos que eran, con sus matices, todos de derecha. Este es un escenario que expresaba ya un tipo de derrota, sólo que se pensó –como pasó también en Brasil y en otros países de la región– que si las concesiones a la derecha eran manejadas por una fuerza “progresista” no iban a fortalecer a la derecha. La evidencia de ese viejo error quedó demostrada cuasi de manera catastrófica.
La hipótesis que manejamos es que sin entender formas de funcionamiento de los territorios y las subjetividades que se consolidaron durante el kirchnerismo no hay crítica potente al macrismo, que es lo que nos organiza, por supuesto. Y, por tanto, que más que kirchnerismo versus macrismo, lo que hay que pensar son otras invariantes y otros dinamismos sociales que operaron sobre tales invariantes: agronegocios e inclusión vía consumo, finanzas a gran escala y financierización de los derechos sociales, desmantelamiento de infraestructura urbano-popular, retórica neodesarrollista y subsidios a empresas y a sectores populares, etcétera. Son todos elementos sobre los cuales durante mucho tiempo se evitó discutir y problematizar en nombre de una “defensa” al gobierno progresista.
De todos modos, el macrismo es un punto de corte en términos de consolidación y síntesis por arriba de un proceso que no es unilineal. Marcar las líneas de continuidad que señalaba antes no implica sacarse de encima el tipo de singularidad que encarna el triunfo del actual gobierno. Pero, como decís, es más un síntoma que una novedad que surge de improviso. En todo caso, revela que el “significante flotante” del cambio (para usar el lenguaje predilecto de la teoría populista) resultó hegemonizado desde la derecha, con una serie de tecnologías de marketing y comunicación que conectaron, de maneras aún no del todo dilucidadas ni asumidas en su profundidad, con la materialidad compleja y abigarrada de lo popular actual.
Se ha visto la velocidad con que el gobierno de Macri está implantando su proyecto y desmantelando lo construido durante la era kirchnerista, deshaciendo conquistas democratizadoras importantes –solo por nombrar algunos ejemplos, pienso en la paradigmática Ley de Medios, construida por y desde las bases, modificada brutalmente tan solo por decreto; pienso en la disolución, también por decreto, del ejemplar Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable, o también en la traumática intervención del proyecto de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, que suscitó incluso solidaridad internacional. Sorprende ver la rapidez con que se ha podido borrar huellas de luchas sociales que suponían poder sedimentarse en la forma del Estado, aquello que se mostraba como ampliación de canales de participación democrática, todo desvanecido de un día para otro. Uno se pregunta entonces ¿qué consistencia tuvieron los efectos reales del discurso progresista que ahora vemos desplomarse? ¿Cómo entender la evanescencia del Estado asumido como lugar final de articulación de luchas colectivas y de posibilidad de construcción de democracia efectivamente radical? Más allá de eso, ¿cómo pensar otros lugares hacia donde dirigir la imaginación política -la imaginación que es política- y organizar el deseo colectivo?
Creo que esta pregunta es clave y que nos queda hacer un balance fino a nivel de teoría del estado, si podríamos llamarlo así. Hay un verbo que es el preferido y el más usado: volver. Hace unos años se decía que volvió el Estado, hoy se dice que volvió el neoliberalismo y algunas fuerzas políticas cantan vamos a volver (emulando eslóganes que tenían que ver con la proscripción del peronismo, lo que no es el caso actual). La velocidad y facilidad con que –al menos en estos primeros meses- se desarmaron instancias estatales que fueron logros y/o conquistas del período anterior muestran al menos dos cosas. Por un lado, la precariedad estructural de esa inscripción a nivel del estado (tanto en sus procedimientos –por ejemplo las contrataciones precarias y tercerizaciones varias hechas por el mismo estado- como a nivel estructural) y, por otro, la inflación simbólica del Estado como ente autónomo, desconociendo su imbricación de fondo respecto el mercado mundial. A su vez, hay que subrayar la veloz reorientación que esas políticas pueden tener desde el parlamento (y no solo por decreto presidencial), como lo mostró recientemente la cuestión emblemática del endeudamiento externo y otras medidas que este gobierno logró impulsar en alianza con la mayoría del sistema político, incluyendo buena parte del Frente para la Victoria. Por eso, esto no es la “retirada” del Estado sino una relación entre el Estado y la población que podríamos nombrar, parafraseando a Foucault, como un “pacto de seguridad”: un estado que extrae su legitimidad de un intervencionismo a través del manejo de la excepción y el riesgo y ya no prometiendo garantías.
Hay un punto más que me parece importante: que esta nueva “voluntad de normalización” -como se nombra en el libro- sea tan extendida revela que en el período anterior se practicó también un modo de la normalización de las fuerzas de la crisis del 2001. Este es un punto clave de continuidad profunda. El kirchnerismo conjugó una voluntad de inclusión inseparable de una voluntad de normalización de la crisis, subestimando y/o encuadrando a las organizaciones sociales, y ese punto no se puede omitir para entender la voluntad reaccionaria de orden que el macrismo expresa hoy. Los modos de construir autoridad política sólo reconocidos desde arriba y en función de la obediencia y el encuadramiento con que se dijo se salió de la crisis de 2001 desde el gobierno, consolidó la idea de que el sistema de la decisión política, como modo de relaciones de conducción, es el nudo intocable de la estabilidad democrática. Por eso se trató a todo impulso autónomo -social, popular, intelectual- como “antipolítica”. Esto tiene efectos perdurables que se conectan con la segunda parte de tu pregunta sobre la organización del deseo colectivo: es lo que hacen hoy todos los dispositivos de comunicación y percepción que están en nuestro cotidiano. Tal vez la pregunta podría reformularse hacia el desorden, hacia la desnormalización pero ahí es más difícil tener una “estrategia” a la que, sin embargo, no renunciamos.
Precisamente ahí apuntaba mi pregunta: ante ese secuestro del deseo colectivo, cómo pensar la relación entre imaginación política y formas de organización otra del deseo, toda vez que es al deseo y a la necesidad de organizarse a lo que no se puede renunciar…
Mi impresión es que hay definir blancos, puntos de ataque, conspiraciones, sin subestimar el consenso construido largamente sobre la normalización. Sorprenderse hoy de que no haya resistencia o que los movimientos sociales no aparezcan como por un pase de magia, me parece el modo más ingenuo y necio de pensar las mutaciones de los últimos largos años. En ese sentido, más que “dirigir” la imaginación política hacia ciertos lugares, tal vez sea posible abrir espacios de investigación militante y de verificación práctica donde se pueda detectar dónde esa normalización de la existencia está siempre en tensión con otras fuerzas, que la arruinan o la disputan, que experimentan formas de lidiar con la violencia de un modo no securitista, que muestran ciertos territorios como paisajes no pacificados ni aceptables, experiencias donde hay una percepción de lo intolerable, y que dan espacio, aire, a afectividades que desbordan o jaquean a la lógica neoliberal como sentido total. Eso sí: lo hacen casi siempre de maneras que no concuerdan con imaginaciones políticas previas. De ahí la imagen de lo runfla que también aparece en algunos textos, como un modo no reglado, no prescriptivo, de la imaginación política y, sobre todo, de las estrategias de fuga.
La razón neoliberal nos pone el desafío de pasar de la analítica a la perspectiva de las luchas, especialmente cuando estas no son evidentes ni fuertes ni sostenidas. No podemos caer en un tipo de politización voluntarista que subestima una y otra vez las dificultades y obstáculos en la formación de las fuerzas populares y que subestima a las micropolíticas como verdadero laboratorio de fuerzas. Una clave es apostar a una nueva imaginación que sea capaz de asumir con realismo las variaciones de lo comunitario, de lo común, sus posibilidades de composición y las chances que tienen de convertirse en afirmaciones concretas en la actual disputa por los modos de vida y contra su creciente explotación.