A propósito de “Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa”. Conversaciones de Diego Sztulwark con León Rozitchner
El ninguneo
León Rozitchner solía quejarse de la indiferencia que sentía de los ámbitos políticos, culturales y filosóficos respecto a su obra. Pero esa queja, que escuchamos más de una vez (“A nadie le importa un carajo lo que escribo”; “uno se rompe el culo pensando y escribiendo para que nadie te de bola”), no era un lamento autocomplaciente ni un acto de consolación. Tampoco un narcisismo desencantado. Se trataba de una constatación. Su pesar se manifestaba ante la falta de interlocuciones con las que poder cotejar y compartir un pensamiento que no se restringía sencillamente a aquello que decía, sino que era parte de una maquinaria compleja que pensaba la persistencia del terror y la humillación en todas sus manifestaciones posibles. El asunto no era impartir conceptos ni teorías. Eran modos de ser históricos, formas de percibir, que precisaban encontrarse con otros y otras para “verificar su coherencia”, pero también para transmitir a los que vendrán esos dilemas que no cesan y a los que el filósofo dedicó su obra y su obsesión. Es cierto, a León no era fácil digerirlo. Ni desde las izquierdas, a las que acusó de espejar la racionalidad abstracta de sus adversarios; ni desde el peronismo al que confrontó mil veces marcando el sistema de transacciones que su “modelo humano” imponía; ni desde la academia a la que reprochaba su encierro en esquemas categoriales formales y autosuficientes. Tampoco desde las religiones (señaló con minuciosidad y elocuencia la correspondencia entre la forma mercancía y la mitología corporal del cristianismo. También la geopolítica asesina que el Estado de Israel asumía, al identificarse con la violencia de los opresores de Occidente, olvidando la tradición resistente judía). Qué decir del psicoanálisis: su lectura de Freud antagonizaba con el modelo lacaniano y los esquemas del estructuralismo filosófico que hacían del sujeto un soporte pasivo de determinaciones exteriores antes que el verificador concreto de las relaciones sociales. León, entonces, un caso difícil.
Su amigo Horacio González, que sí leyó a León y para quien su obra era esencial para recrear las perspectivas de un humanismo emancipatorio (como lo trata en su tremendo libro Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres), trazó una “fenomenología del ninguneo” -como el mismo Rozitchner consideraba el desinterés sobre su obra en la valoración de sus contemporáneos-, para revisar la trama de problemas a los que aludía en los pliegues de ese desdén al que puede considerárselo como un modo de la insensibilidad muy parecida al desprecio. A León, en la polvareda que levantaban las escasas repercusiones de sus libros (su Perón y el Malvinas son las evidencias más notables de este fenómeno, aunque no las únicas), se le achacaba la incomprensión de los fenómenos colectivos y sus dramáticas resoluciones. Pero no era así para González, pues, como sostuvo, “León actuó como la sombra doliente de lo popular”. Muchas veces me detuve ante esa frase. Tengo la impresión de que revela una aprehensión tan honda del proyecto de Rozitchner que revierte la idea misma de ninguneo. Porque, ¿qué tipo de predisposición es la que puede alojar la dimensión sensible de la obra leonina? Tal vez, el ninguneo se trate más de una imposibilidad de asumir las consecuencias de la filosofía de Rozitchner que de una deliberada indiferencia; ignorar al otro por no poder verlo, por no tener la apertura y las fuerzas necesarias para percibir los problemas en los que se adentra su escritura, en la que la afectividad personal se involucra de manera decisiva para enfrentar aquello que se erige como obstáculo para el pensamiento y para la vida.
Cierta vez, en una tarde primaveral, entrevistamos en su estudio a León junto a Diego Sztulwark. Promediando la charla, el filósofo soltó un enunciado que dio título a la entrevista: “El ser se devela hablando en castellano”. Esta frase, surgida de la consulta que le formuláramos acerca de sus viajes en busca de su pasado familiar y migratorio, venía a sintetizar la idea de que “el origen está en todas partes”, allí donde “la vida derrama o uno la está gastando”. La materialidad de la filosofía se juega en ese punto en el que todo cobra sentido a partir de la experiencia situada en la que uno piensa y se inscribe. El habla en el propio idioma prepara las condiciones para la conversación, requisito indispensable para medirse con los demás y compartir esa angustia por la que atraviesa todo aquel o aquella que se confronta con la distancia entre las categorías teóricas y la experiencia personal y colectiva. El ninguneo, entonces, no es solo una queja que emerge de su voz potente y de la determinación de su escritura. De allí también surge un llamado, un grito, una invitación desesperada a la conversación. Así lo ha interpretado Diego Sztulwark, quien se propuso a través de un minucioso trabajo arqueológico sobre su obra, recorrer las condiciones de una vida que ha producido los textos más relevantes de la filosofía argentina, para detenerse en esa tensa articulación -entre obra y vida- que funda una experiencia. La felicidad que se refleja en el rostro de León, que en modo alguno rehúye a la angustia o a la tensión de un diálogo desafiante, prueba que, al fin, hay una escucha para su voz, para su estilo singular y para los problemas que asumió y enfrentó. Esas horas infinitas de charla, brillantemente editadas, nos revelan una experiencia inédita de comunicación que no se restringe al orden conceptual, sino que atraviesa como un rayo la sensibilidad de dos generaciones tan diferentes entre sí.
La conversación
Episodio 1: Bricoleur.
León habla pausado hasta que engarza con velocidad afirmaciones contundentes. Se remonta a sus orígenes intelectuales contando cómo su experiencia en Francia fue determinante para encontrar un estilo. No se trata de una lección de determinado profesor resonante (“A los tipos que consideraba importantes me parecía indigno acercarme para reverenciarlos sin tener nada que decirles”), sino de haber encontrado un signo que se ofrecía como revelación. Su aprendizaje se producía en los pliegues de la vida estudiantil: la pensión y las mujeres. “Aprendí de sobrecama”, dice con picardía.
León se proclama bricoleur. ¿Quién es bricoleur? El que trabaja con los restos, con los disponible en la propia situación. Al menos así puede interpretarse caseramente a Lévi Strauss. “De las cosas que arreglás, no se tira nada. Todo forma parte de una especie de fondo de reserva primitiva, una acumulación primitiva. Y cuando necesitás algo, te ponés a buscar y ensamblas cosas que te sirven para la siguiente. Eso es fundamental. Los pensadores europeos no son bricoleurs. Ellos van recorriendo prolijamente toda la historia, entresacando los elementos que eso le da… Todo está hecho de máquinas organizadas. Comprenden, analizan y critican cada arquitectónica del pensamiento filosófico. Eso lleva mucho tiempo. Van desarmando y conocen todo sobre la cosa ya hecha. Yo en el campo de la filosofía me he movido como un bricoleur. Un bricoleur que no tenía mucha guita, no podía comprarme todo Hegel y meterme adentro. Además, me aburría. La filosofía es como el bricoleur. Cuando uno necesita… Porque uno está metido, pero al mismo tiempo está haciendo otras cosas que son más divertidas…. ¡Lo que estos tipos han tenido que tragarse!… Yo los admiro. Es admirable. Y el esfuerzo que hacen después para desembarazarse de todo eso y poder pensar luego… Es increíble”. Hay algo de porteño reo en León. El que va al centro y desafía. El que desarregla la consistencia de los grandes aparatos académicos. Es una ética y una estética. Porteño con insistencias vitalistas. La vida, la experiencia y la sensualidad como el contra-modelo de la academia. Ser autodidacta en el corazón académico del mundo, la Francia de mediados del siglo XX, es un imperativo del que desafía la sacralidad haciéndose un lugar.
Diego interviene marcando la afirmación que requiere esa posición, una “fuerza de autorización”.
“Autorizarme a mí mismo a ser arbitrario. Lo primero que yo aprendí en Francia (yo era bricoleur de aquellas cosas rotas) fue al leer una frase de Valéry: `Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa´. Me lo puse allí (en mi cuarto), porque me pareció una maravilla. Porque quiere decir que yo estoy autorizado, yo soy arbitrario porque no le doy pelota a este cuando lo correcto sería dársela, no me estoy tragando todos estos libros, no estoy sabiendo esto a fondo, me interesan ciertas cosas y otras las dejo de lado. Es una arbitrariedad completa frente a la organización de las facultades. Me sentí autorizado. Eso para mí fue importante. Es difícil porque al mismo tiempo tenés que hacer un ocultamiento. No decís que sabés mucho ni que no sabés nada, porque algo sabés. No mentís, pero tampoco revelás. Después uno va picando en la medida en que necesita…”.
León habla con calma y orgullo. Trae una camisa negra con grandes tramas rayadas verticales blancas. Su ropa parece algo anacrónica, pero de calidad (recuerdo la gracia y la ternura que me produjo cuando Horacio González, que había asumido el cargo de director de la Biblioteca Nacional, sin disponer de la ropa adecuada para el ejercicio que dicha función suponía, contó que su amigo León lo pasó a buscar para llevarlo a comprar unos sacos y camisas a la tienda de Zara, en la Avenida Santa Fe). León escucha achinando sus ojos. Presta atención a Diego. Remueve con sus utensilios su Pipa agonizante, testigo silencioso e inerte de la conversación, para reavivar sus restos antes de una nueva bocanada. La conversación va en serio. Hay concentración y sentido del humor.
Episodio 2: Moral burguesa y revolución.
León repasa su historia en cuba. Cuando tenía 35 años, Risieri Frondizi que era Rector de la Universidad de Buenos Aires, y tenía un gran aprecio por León, lo invita a Cuba para impartir clases de filosofía en la Universidad de La Habana, extendiéndole una invitación que le habían hecho al propio Frondizi. León daba la materia Ética. Pero disponía de unos manuales soviéticos, escritos por Rosental, que se dedicó a combatir. No estaba cómodo con la bibliografía y expuso a sus alumnos los límites que estos libros tenían para comprender la propia experiencia que los cubanos vivían en la isla. Con cierta osadía, el argentino desvió el curso. Al ver los tomos que recogían los testimonios de los invasores norteamericanos de Playa Girón, en sus discusiones con los periodistas revolucionarios, les propuso a los alumnos trabajar sobre eso. En cada uno de esos testimonios, León iba desgranando el tipo de subejtividad individualizada que cada uno de los declarantes asumía como parte de la desagregación de la totalidad. Eran arquetipos de la división social de trabajo capitalista que venían a implantar en la isla. “La verdad del grupo está en el asesino”. (frase que se desplegó como placa tipográfica en la película Memorias del subdesarrollo, del cineasta Tomás Gutiérrez Alea), concluye Rozitchner. Éste es el que expresa la totalidad del sentido que la dispersión y el recorte individualizado de la experiencia impiden ver.
Uno no está al pedo en un lugar. Allí, donde uno está, hay algo que hacer y pensar. Siempre hay un desafío. Esa era la tarea. No se trataba de estar con los grandes (Fidel o el Che), “porque eso implicaba hacer todo el acercamiento, la sumisión y yo no quería pasar por esa humillación. No quería ponerme en esa posición. Seguramente un poco de orgullo también. Todo está en el principio. La coherencia es una insistencia. No es que yo tuviera algo especial. Estaba haciendo en ese momento lo que podía estar haciendo. Al Che lo vi, peor podía haberlo conocido mejor. Pero esa noche que teníamos una reunión con él, me había invitado el Gordo Cooke, y en eso llega Diana Guerrero de México… ¡Y qué mierda!”. (Interrumpe el teléfono y era una vieja amiga de Diana. León ríe con ganas: “¿viste que se dan cosas? Continúa León: “Había llegado. Estaba con una boina muy linda. Estábamos en un jardín, me acuerdo de un gran árbol. No fui a verlo al Che ni nada, evidentemente… (ríen los dos con ganas). Pero no me arrepiento, ¿te das cuenta? Porque se lo merecía ella….
Episodio 3: Combatir para comprender.
Todo ocurre en la casa de Diego. León luce muy prolijo: camisa a cuadros y un chaleco grisáceo, sin mangas, encima. El pelo más corto que lo habitual. En esta escena, sobre el fondo de una extensa biblioteca, aparece Diego. Rulos equivalentes a los de León, pero algo más largos. Remera verde y camisa gris por encima de ella, con las mangas arremangadas, un gesto que le era característico. Arriba de la mesa, una taza de té, un libro y un cuaderno con algunos apuntes. La imagen es perfecta. Retrata con nitidez el espíritu del proyecto: dos generaciones conversando. En este caso, sobre la crítica de Marx al idealismo y a la religión.
Luego, la imagen vuelve al estudio de León, a su pipa y a la camisa a rayas. “Lo que pasa es que todos mis libros son de pelea”, dice. (Scheler, Perón, Freud y después San Agustín y lo que le siguió). “Yo no creo que el pensamiento pueda surgir de una especie de cinta que se va desenrollando y que surge como de un capullo y vos sencillamente lo que hacés es simplemente mostrarlo para ver cuántos kilómetros abarca” (hace un gesto con los brazos y manos como si estirara ese pensamiento). “Yo no hice nunca nada que no creía que tenía que hacer para tratar de comprender las cosas. Combatir para comprender es asumir un riesgo. Porque vos tenés que exponerte a decirlo. Los libros míos son libros que no tienen citas. Voy hablando con lo que tengo yo. Y esa es una exposición. En el libro de Scheler lo digo: `toda elección, toda escritura, es un desafío al otro. Es un desafío a la coherencia del otro´. La verdad histórica se elabora en el sujeto que es el lugar donde se pone en juego la coherencia en relación con la realidad en la cual está incluido”. Lo que se escribe está ligado a la persona que lo escribe. La historia de un tipo que escribe va a tener que estar acompañando el texto para poder comprenderlo adecuadamente. Ese es León en estado puro. No hay un pensamiento general sino una interrogación que es existencial y situada. Cómo el mundo se le revela a uno para poder pensar lo que hay que pensar. No son sistemas, son fragmentos que se cotejan con lo que uno vive.
Episodio 4: Se puede seguir siendo judío.
Vuelve esa escena en la casa de Diego. “¿Te vas a largar con todo hoy?”, le pregunta León a Diego. Diego le muestra las notas que tomó para la reunión y León le responde: “¡Qué barbaridad! ¡Qué laburo te tomaste! Tendría que decirte: `no me lo merezco´” (risas). Diego le extiende un libro bastante viejo a León. Se trata de la segunda edición de Ser judío, que pertenecía a su viejo, y que Diego robó de su biblioteca. León se arquea, achina un poco los ojos y lee: “Pablo Sztulwark” (convirtiendo la Sz en Y; ytulwark). “¡Mirá vos!” Otra vez las generaciones. El libro robado de la biblioteca de su padre ahora estaba en el centro de la conversación. “Esto es del 67”, dice León, frunciendo la nariz en un gesto raro que denotaba sorpresa y cierto asombro por el tiempo transcurrido. “¡41 años!”. “¡Qué lo parió! Era un pendejo…” El libro fue escrito en cuatro meses, en circunstancias muy precisas, cuando parecía que se desencadenaba el exterminio y la exclusión definitiva de los judíos en Palestina. Asunto que era apoyado por las izquierdas revolucionarias de la época, de acuerdo a los posicionamientos trazados en la Tricontinental. León cuestionaba esa política porque si bien se podía prever lo que luego ocurrió con el Estado de Israel, una política de integración más inteligente, tal vez hubiera desactivado ese desenlace. Para León esa posición de izquierda, como judío, le resultaba insoportable. ¿Se puede seguir siendo judío y ser de izquierda? Esa izquierda, que tiene un legado judío en su constitución, debe preguntarse cada vez, frente a distintos hechos, si se puede seguir siendo judío, piensa León. Y a la vez, el judaísmo y su concepción bíblica que lo coloca como “pueblo elegido”, vuelve sobre los hechos de manera análoga a la que la historia les planteó a ellos. Pensar es un dilema. La escritura surge de esa materia descarnada.
Diego señala: “Vos hablás por ahí de una forma judía para un contenido argentino…”. Responde León “El problema era que la izquierda negaba el derecho a una territorialidad para reencontrar las condiciones de toda historicidad. La idea de exclusión radical negaba también la posibilidad de un desenlace de la lucha de clases en los mismos términos en los que se planteaba en todos los demás pueblos”. En la homologación del judaísmo a lo burgués, se negaba un tránsito de lo judío hacia la izquierda que, según León, era su desembocadura natural. “Mientras subsista el antijudaísmo en la izquierda, esa izquierda no es izquierda”, dice León. “Ser judío es el extremo límite de lo inhumano en lo humano”, una negación más profunda y radical que la negación racial o nacional. Diego le recuerda que, para penetrar en el misterio del judaísmo, León tuvo que revisitar su historia personal. “Verificar eso que uno lee en la propia experiencia personal desde sus orígenes”, dirá León.
Episodio 5: La calle judía.
León ojea un libro de fotos de Deleuze que estaba en la biblioteca. Diego dice: “eran todos franceses”. “Era un tipo que estaba bastante enfermo [Deleuze], a pesar de la apariencia. Y León contesta: “Tenía poco pelo…” Ese, podríamos decir, era un típico comentario leonino. León prestaba mucha atención a las personas, a sus biografías, al tono de la voz y a su aspecto. Tenía indicadores (índices, diría él) que poco frecuentes para evaluar las cosas. Incluso, tal vez incorrectos de acuerdo a lo permitido y lo posible en una época. No se movía en el terreno de los conceptos abstractos, sino que hurgaba en lugares inesperados. Desde el precio de las cosas en el supermercado, cuando iba a abastecerse de frutas y cosas para su estudio en el que pasaba largas horas pensando y trabajando, hasta fotos y cosas que le llamaban la atención. León mira a la mujer de Deleuze, Fanny. “Ella sí parece que venía de arriba”. Un comentario que parece más propio de la feria que del análisis filosófico, pero que permite un campo de comprensión al que la asepsia de las “historias del pensamiento” no accede. ¿Cómo era ella? Flaca. Y exclama León: “¡Qué finita es ella! ¡No tenías dónde agarrarte! ¡Qué delgada, qué barbaridad! ¡Qué increíble! No era nada ¿eh?” Así funcionaba la máquina leonina.
León habla de la calle judía, el barrio Once; gueto, “judería completa”, con sus negocios, cines y espacios culturales y religiosos de los judíos. Dice: “Uno se preguntaba qué tenía que ver con la calle judía…” y se responde: “Yo no tenía un carajo que ver con la calle judía”. “Yo era un chico de la calle porteña…” “Había una diferencia en este sentirse judío: los judíos que pertenecían a la calle judía y los que transitábamos por todas las calles…”. Bebe un mate y piensa: “aquellos seguramente añoraban Israel, pero uno se había apropiado de la calle porteña. Pero, así y todo, tampoco era cierto. Porque uno vivía la diferencia”. Así piensa el filósofo. Anclado en la experiencia personal. Narra su forma de vivir, la distancia y la discriminación que sufrió, pero sin victimizarse. La marca es esa extrañeza: “sentir propio un país que al mismo tiempo era distante”. Esa forma de percibir la situación está en el fondo de la justificación de su viaje a Europa: “volver al origen, a aquello de donde venían sus propios padres. Pero ese origen no era sólo geográfico. Era un origen ligado a la cultura europea. Fundamentalmente a la cultura francesa que había inundado la escena cultural y literaria porteña a partir de la revista Sur”. Pero son muchos niveles, dice León: “Uno se va del país porque no aguantaba el peronismo, suponete. No poder pasear del brazo con una muchacha”. León usa la misma imagen que empleó David Viñas, su viejo compañero, en la presentación de la revista Contorno, para escenificar la represión moral de la época y que dio lugar al nucleamiento de ese grupo que los tenía como protagonistas. “No poder franelear en una plaza”, índice de un clima represivo inadmisible. El cine, la plaza, todos espacios dónde se dirimía la moral pública bajo el celo del ojo custodio peronista. “Para un adolescente era imposible vivir eso”, dice León. La conversación vuelve otra vez. Judaísmo, migración y origen; la imposibilidad de la izquierda de comprender su propio fundamento judío revolucionario.
Vuelven las imágenes del libro de Deleuze: “Era feo este, la puta… ¡Era horrible!” Habla de Foucault. Diego le pregunta si lo conoció: “yo lo conocí en las clases” [se refiere a sus propios estudios en Francia]. Diego pregunta curioso qué curso había tomado con Foucault, y León responde que no se acuerda, como minimizando el hecho. Otra actitud de su propia afirmación, no definirse por quienes ha conocido, ni babearse con los jetones de le época.
Episodio 6: Materialismo ensoñado.
Otra vez en el estudio, en torno a una mesa. León luce un pullover que le hemos conocido. Azul oscuro, escote en V y unas líneas rojas en el cuello y en los puños. Lo vimos varias veces. Diego un saquito marrón, tipo cárdigan, con los botones desabrochados y una remera blanca que surge desde el fondo. Hay facturas en la mesa. León se pregunta si falta algo y descubre que no tiene la pipa. Pero dice: “No voy a salir en la cámara fumando la pipa”, cosa que sí ha hecho en los primeros capítulos. Entonces se levanta y se va a preparar un mate. En la escena siguiente aparece León de espaldas maniobrando una pava para llenar un termo.
Diego arranca y la tira al fleje. Pregunta a León si él cree que el materialismo te condena a la soledad. El ejemplo de Baruj Spinoza, filósofo muy sensible para ambos interlocutores, aparece a la mano y evidente. León dice que, cuando iba a sacar su libro Materialismo ensoñado, pensaba que le iban a decir de todo: “Desde pelotudo hasta romántico incurable. Porque, claro, el materialismo ensoñado es exactamente lo opuesto al materialismo del empirismo”. La dificultad de unir ambos términos, materialismo y ensoñación, es una tarea que requiere cierto tipo de sensibilidad. “Se trata de darle mayor densidad a la materia recurriendo al campo mismo de donde surge, esa inmanencia ensoñada donde la forma humana, esculpida por la Ley patriarcal, aún no esculpió sus limitaciones históricas”. “Es como si uno dijera: `materialismo maricón´” Ríen ambos con ganas. “Considerar la cualidad sensible de la materia nunca estuvo bien visto en ciertas izquierdas o corrientes filosóficas”. Diego asiente mientras denota una preocupación en su rostro. Como si la máquina estuviera incubando una intervención mientras León culmina su reflexión sobre el carácter patriarcal del materialismo habitual. Diego le pregunta a León si no reconoce una tradición que buscó pensar este carácter ensoñado de la materia. A lo que León responde que eso hay que buscarlo fuera del campo de la filosofía, puesto que “el lenguaje filosófico es muy duro” para albergar una concepción así. Achina un poco los ojos, León, y piensa. “Hegel tal vez lo haya logrado por momentos, porque tiene un nivel poético. Pero es muy difícil”, nos dice. “Porque toda la estructura argumental y el rigor necesario en la filosofía para pensar y comunicar su lógica requiere excluir la dimensión sensible para entenderse con los demás”. “Si vos introducís una pizca de afecto, disturbás la racionalidad”. Luego de esa reflexión, León realiza un gesto que le es característico. La cámara lo toma en un primer plano. Cierra los labios con cierta fuerza, como indicándonos que algo queda por decir pero que es muy difícil explicitar. Tal vez porque no tiene solución. Un hoyuelo se dibuja en su mejilla y la terminal de un rulo, que se desprende de su frente, se funde con su ceja. Vuelve a hacer un ademán. Como si masticara dos o tres veces. Es disconformidad. No con lo que se dice, sino con las dificultades que hay que pensar.
Pregunta Diego: “En eso, Spinoza, como racionalista, ¿se traicionó?” “Lo que pasa es que Spinoza -dice León-, era un racionalista judío”. Sonríe. Él parte de otro lado. En la Ética habla de los celos, preguntándose por la causa de semejante afecto tan profundo. “¿Te imaginás a los señores lectores de la obra de Spinoza? Él tan fino, tan sutil, de pronto ¡Pum! [hace un gesto con el dedo índice hacia adelante] habla de… [lanza una carcajada]. Y él que parecería no haber tenido grandes amores, recurrir a eso… Tal vez tuvo un amor único que lo paralizó cuando tuvo que pensar eso…”. “Cómo pensar que este tipo, que tiene tanta sensibilidad para mover con el afecto los conceptos, se haya quedado tan inmovilizado…”.
Episodio 7: A Nietzche cómo te lo cojés.
La escena vuelve a la mesa del estudio de León. El filósofo habla de las desventuras amorosas de Nietzsche con un lenguaje coloquial. Ambos, Diego y León, ríen a carcajadas. Retoman a Spinoza. La idea que surge de un afecto corporal que está en su origen y el modo en que las ideas que suceden precisan, cada vez, recordar ese anclaje primero para no fugar hacia la abstracción en un encadenamiento de ideas que forman una serie. León habla con ganas y gesticula con las manos, revoleando de aquí para allá la pipa, a la que trata de acomodar cada tanto removiendo el tabaco. Suena el teléfono. Otra vez. León se fastidia por la interrupción. La filosofía y el psicoanálisis abandonan el punto de su constitución, el cuerpo que engendra la primera idea, en la infinita producción de ideas que ya no lo tienen presente como premisa y que testimonian el desarraigo del lenguaje. El materialismo ensoñado es esa experiencia que funda la idea primera y a donde hay que retornar cada vez para no soslayar la materia sensible, el acontecimiento que funda la idea, que es el fondo del que está hecho el pensar.
León reivindica a Freud y hostiga a Lacan. El primero habla con la lengua del sufriente, tomando de este las palabras. Lacan encadena un sistema lógico de ideas. León se enoja. “Cómo la gente pierde tanto tiempo para seguir leyendo y entendiendo, dedicando toda la vida a cosas que no tienen absolutamente ningún tipo de resonancia en la vida personal. ¡Se van a pasar la vida acumulando eso!”. Habla apasionado. Bambolea los brazos con energía. Diego asiente con la cabeza. Es su modo de procesar lo que está diciendo León. “Hay una especie de resguardo personal que tenés que mantener en todos los órdenes de la vida”, dice León. “Una cierta dignidad que es la de no dejar de ser vos el índice de lo que estás viviendo”. Para el filósofo todo se remite a la materialidad de la palabra, al movimiento del cuerpo que la funda y que se perdió en algún sitio. Lo más propio es lo que resulta más ajeno en la mediatización de la vida cotidiana. Como si se perdiera “cierta impregnación del cuerpo por las cosas y de las cosas por el cuerpo”. “La tozudez de uno es querer mantener eso sin perderte el atractivo que te proporciona el triunfalismo de lo otro”. “Pero el tiempo se está agotando. La prueba de la crisis de la razón y de la escritura filosófica llegó a su término, me parece. No pasa nada, ya no pasa nada”. “El problema de la filosofía es aprender a leer. Si vos no tomás al texto como un enigma nunca vas a entender nada”. León puro. Angustia y pasión. Afirmación de sí y de un estilo de trabajo con los textos y conceptos que nunca deben olvidar la fuente de constitución subjetiva.
Capítulo 8: La filosofía y su Contorno
Aparece un aula universitaria desvaída. Posiblemente Facultad de Psicología. Detrás de una mesa, micrófono en mano, la psicoanalista Ana Fernández hace uso de la palabra. A su izquierda, León, revolcado en una silla, escuchando en silencio. A su lado, Horacio González, sentado con menos grandilocuencia y con su mirada hacia arriba, gesto muy característico, que se detiene en el tiempo. Luego, otra vez en el estudio. León cuenta la entretela del grupo Contorno. Su funcionamiento, su distribución de tareas. Por ejemplo, David Viñas le dijo: “Vos ocupate de Mallea”. León se caga de risa. “Yo no conocía a Mallea. Qué mierda me iba a importar Mallea. Agarré a Mallea y me puse a escribir sobre Mallea”. Contorno funcionaba así, sobre la base de un acuerdo de fondo. Sobre la realidad, sobre ciertas formas de sentir y percibir la situación, y sobre ciertas vivencias comunes. “No éramos resentidos ni pospuestos. Sentíamos que lo que estaba presente y dominando no nos interesaba o nos repelía un poco, y que había un espacio que no teníamos y nosotros queríamos abrirlo”. “Nos sacábamos las ganas de decir lo que queríamos en un momento en el que había que hacer buena letra para cualquier cosa”. Pero Contorno interviene fuerte en las discusiones. Sobre la lengua y la literatura, (por ejemplo, el uso del voceo que era una diferencia radical que definía un campo), y frente a la política: el peronismo y la Libertadora. Independencia crítica y no dejarse tomar por los términos del enfrentamiento: ni peronistas ni antiperonistas. León revuelve la pipa mientras habla de Perón, de su astucia estratégica y del modo en que fue adaptando un modelo que ya venía hecho a la realidad nacional. Vuelve el aula universitaria. Ahora es León quien habla enfáticamente, movilizando su cuerpo con el micrófono en la mano, acerca de la construcción del Sujeto histórico. Horacio rotó su silla para mirarlo cuando habla (en León no se podía separar el discurso de su movimiento corporal), y mientras lo hace, se come las uñas. Una mirada cautivada, ojos brillosos y llenos de afecto hacia León. Del otro lado, Ana Fernández hace lo propio. Ana y Horacio se miran y sonríen entre ellos. Se tientan moderadamente con lo que a diciendo León. Hasta que el filósofo remata: “Y termino con esto. Yo lo que quería decirles es ¡avívense! (estallan todos en una carcajada inagotable) ¡No sigan más tratando de analizar a través del mito griego!”. Horacio se pone las manos en la cara y se agarra la cabeza sin poder dejar de reir con descostilladamente. “El mito nuestro es el mito cristiano”, remata el filósofo.
Episodio 9: Pertenencia terrenal
León viaja a Chivilcoy, lugar donde vivió durante su infancia. Nunca había vuelto allí. Entrando con el auto (viaja en el lugar del acompañante) mira por la ventana. “¿A ver cómo son las minas de acá?” (Rie). “Yo no reconozco nada acá…”.
La imagen vuelve al estudio. Diego retoma la cuestión del grupo Contorno. Ni peronistas ni antiperonistas. ¿Cuál es el lugar de Contorno? “Me interesa tratar de entender: no somos nacionales ni dejamos de serlo…”, dice Diego. León diferencia su concepción de la nación respecto a la que proclama el nacionalismo. Insiste en que el concepto de nación tiene que ser recuperado por la izquierda. “Debe ser recuperado desde un lugar diferente: elemental y materialista; la relación de los cuerpos y la naturaleza. Una nación de Marx y Spinoza. La relación con la tierra que es diferente al concepto del nacionalismo burgués o del marxismo vulgar. Hay un fundamento comunista de la nación, la pertenencia común a una geografía, que sería el fundamento de la `argentinidad´ si es que ese nombre nos abarcara a todos”. Dice León que Marx dice que la naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre. Es el espacio colectivo, común, que nos pertenece a todos. Hay que comprender por qué somos comunistas en los formal y después somos despojados de esa terrenalidad común. “Hemos sido despojados de un cuerpo común”, enuncia León con su voz intensa mientras se va engranando conforme avanza en la exposición. “¿Por qué me he quedado sin cuerpo en mi relación con los otros?”, dice León. “Si el cuerpo se define por la relación con los otros cuerpos y por la relación con la naturaleza nos afanaron la tierra”, asevera. “Lo planteé en Ser Judío. Pero no lo desarrollé porque me parece tan obvio que casi me da vergüenza hablar de eso”. Nación formal, jurídica, y nación real, comunidad de la tierra. Despojo y propiedad…
Vuelve la escena chivilcoyana. León y Diego hablan con un transeúnte en el centro. León le dice al hombre: “yo nací en esta cuadra. Había una mueblería que se llamaba `La gran fama´”. Se acercan un par de transeúntes. Uno dice: “estaban las perchas. En mi casa había unas perchas que decían `La gran fama´”. “¿A sí?”. León se sorprende y se emociona un poco. “Eran unas perchas de madera”, aclara el hombre. Y León dice “Calle Pellegrini número 75”. Allí funcionaba la mueblería de su padre. “Ahora es de un cura”, dice otro de los transeúntes. Ríen León y Diego. Vaya ironía del destino. “¿Hace mucho que vivió aquí?”. Habían pasado ya más de 70 años. “¿Cómo es el apellido?”, pregunta clave en los pueblos. El apellido da linaje. “Rozitchner”, trata de repetir con mucha dificultad el tipo. “¿Y hace cuánto que no viene a Chivilcoy?”. “Yo no vine nunca, desde los cuatro años”. “¿Nunca?”, se sorprenden. “Cambió bastante”, agrega otro diciendo una obviedad con tono de compenetración. Después León cuenta que su padre había mudado su mueblería a un local más chico en la calle Villarino. “¿Cuál es?”, pregunta León. Él y los tres hombres que lo rodean, ante la mirada de Diego, giran hacia la cámara y señalan la avenida que está del otro lado de la plaza. Uno le pregunta a León si continúo en el ramo. León le dice: “No, no. Yo me dediqué a otra cosa. Ahora vendo ideas”. (ríe con ganas).
Episodio 10: Nada de sagrado
“¡León!” “¡Eh, León!”, grita Diego desde el jardín de la entrada. León sale al balcón y arroja las llaves. Luego hace un gesto cariñoso de saludo. Ya sentados en el estudio no se sabe de qué ríen. Pero se divierten. Diego sorbe un mate y León su pipa. León está algo despeinado. Dice: “¿De qué vamos a hablar? Estoy aburrido de mí mismo” (ríe). Diego le propone hablar sobre su renuncia a la invitación que le extendieron a un congreso de filosofía que se hizo en San Juan, de algún modo recordando aquél célebre congreso de 1949 que se celebró durante el peronismo. León había declinado la invitación a través de un gran texto publicado en el diario Página 12 que se llamaba “justificado por no ir a un congreso”. León contesta: “mientras hablabas, yo pensaba por qué uno no soporta a las mujeres frígidas” (ríe). “Por la misma razón que uno no soporta a los tipos que `hacen filosofía´ (y vuelven a reir los dos). Su respuesta había sido espontánea. “Yo con esta gente no tengo nada que ver”, dice León. “Y la atracción de ir a un sitio oficial… No porque estuviera la presidenta sino porque estaba toda la mersa escrituraria filosófica de la cual uno está distante”. “Me salió mojarles la oreja a los filósofos”, ríe León con satisfacción por la travesura emprendida. “Se me ocurrió esta ironía, un poco juguetona y poética, para enfrentar en un lenguaje distinto a toda esa cosa que se había dado cita allí”. “La filosofía tiene un carácter frígido. Tiene, como decimos siempre, un cuerpo de palabra”. Es en esos pequeños actos de soberbia juguetona donde yo me reafirmo”. “El lugar del divertimento, que me permite seguir gozando de lo que uno hace, burlonamente, porque frente a la soledad del ninguneo, tengo un lugar consagrado unido a ese fundamento que uno defiende. Pero esto, que se apoya en un acto aparentemente irreverencial, es al mismo tiempo muy serio. Estoy harto de toda esa inflación de palabras que se ha producido en el campo de la filosofía como en otras partes; lo mismo”. “Creo que hay que dejar de leer, aún si se pierden muchas cosas en el camino, para no perder el tiempo”.
Diego interviene. Observa un cambio en el lenguaje poético de León de los últimos tiempos. Una concreción y maduración de la idea de que el pensamiento no tiene que autonomizarse con respecto al cuerpo. Los últimos textos de León, piensa Diego, mostrarían esta preocupación. Pero León nunca acepta con facilidad lo que alguien le dice: “No hay evolución ni prolijidad. Yo siento que estoy descubriendo cosas… A la edad que yo tengo estoy descubriendo cosas que no había visto del todo. Había puntas, pero es como si se me concretizara y todo se cerrara”. En el fondo, la lucidez siempre aparece en su forma última al final. “Es como una varita mágica. Las cosas de repente sacan chispas”. Todo se ilumina de una nueva manera cuando la mirada ulterior las percibe, descubriendo un placer inusitado. Volver a ver todo con nuevos ojos. “Estaré equivocado, estaré meando fuera del tarro. Pero estoy meando fuera del tarro con una meada que es mía. Y el placer de mear no me lo saca nadie” (ríe animadamente). “¿Viste cuando uno no prepara las frases, las frases te salen solas?”. “Son los momentos en los que todo se concilia y aparece el placer de decir lo que uno tiene ganas… Creo que ahí uno se resume y se sintetiza en lo que hace. Es un placer orgánico, no es un placer del alma. Es un placer donde todo está fundido”. Los filósofos están tristes. Buscan el honor que es una forma de consagración. León, nos dice, está en otra.
Episodio 11: Piglia va
Viene a conversar, de visita, Ricardo Piglia. Entra al hall y queda suspendido unos segundos, pues otra persona, de otro piso, bajó a abrirle a alguien con quien se saluda, interrumpiendo el abrazo que luego Piglia y León se dan. Dos amigos de muchos años. “Qué tal, ¿cómo te va?” Todo el tiempo ríe León. Está contento. Van a preparar un mate a la cocina mientras charlan. En la escena se recortan las dos figuras frente a la mesada. Hermosa postal de los dos. Hablan de un editor, de hacerle un homenaje en la Biblioteca Nacional. León ríe. Recuerda que ese editor se había enojado con La cosa y la cruz, pero que de todos modos lo publicó.
Arranca ya la conversación. Piglia propone tratar una cuestión, muy cara a sus reflexiones, que es “cómo lee León”. Hay una continuidad, según Ricardo Piglia, entre su primer libro sobre Scheler y la actualidad. León lee los textos (Scheler, Perón, San Agustín, etc.), para confrontar. Descifrar un texto sobre la base de ir en contra del libro. Lo dijimos: León nunca acepta fácilmente el lugar que los otros le atribuyen. “Yo me siento extrañado, porque tengo que tratar de leerme desde donde vos lo viste. Es mi modo de leer y no me doy cuenta”. “El texto para mí es un laburo, una especie de cantera que tiene un enigma que hay que descifrar”. Mate y medialunas, también sándwiches de miga en la mesa. León explica cómo es el enfrentamiento. Para que este ocurra, “hay una experiencia primera de hacerse lo que el otro es”. Hay que comprender la racionalidad del otro. Apasionarse con lo que se lee no para emular sino para saber que ahí hay un desafío para la propia coherencia. No hay un plan. Hay signos. San Agustín, cuenta León, aparece en una cita marginal de Merleau Ponty. Desde entonces, el filósofo argentino no pudo dejar de pensar en esa cita. No se lo propuso, pero algo lo tomó. “Vos podés apasionarte cuando leés a un tipo de cierta manera. Sino es como si resbalara”. “La lectura es un laburo chino. Por eso yo no soy un gran lector de muchos textos”. Piglia contesta. “Vos decís que la lectura es un trabajo chino, pero podrías decir la lectura ´es un trabajo judío´ [ríen todos], porque es la gran tradición de la lectura talmúdica”. “Touché”, contesta León.
Episodio 12: Piglia viene
Diego y Piglia conversan parados alrededor de la mesa. Los dos tienen rulos, como León. Diego mastica con insistencia una medialuna mientras hablan de la posibilidad de editar la Obra de León, quien, para ese entonces, debe estar trabajando en la preparación del mate. Ya sentados, Piglia toma la palabra. Su tono es suave y pausado. Algo afectado por la cadencia con la que piensa. Introduce la cuestión de los márgenes en la filosofía, su productividad respecto al centro en el que el pensamiento se valida a partir de la aceptación de ciertas reglas. Topografía que denota lugar y también determinación respecto a las instituciones. Qué es ser un filósofo en Argentina y qué es ser un filósofo fuera de la universidad. León, como siempre, no termina de aceptar enteramente lo que se dice. Siempre pone su cucharada: “Te diría que la palabra filósofo tampoco me cae… Yo no podría decir que soy un filósofo. Soy un tipo que trata de pensar ciertas cosas, como podrían pensarlo los otros. Hay un espacio común”. En la literatura, dice León, está tolerada la marginalidad. “La filosofía aparece como un núcleo más cerrado, mucho más jodido, mucho más represivo”. Piglia rescata algo que dice León. La filosofía no se autodesigna. Tiene la práctica de pensar algo y después ve cómo se llama. Al menos en esta “tradición” marginal, que no se define tanto por los temas sino por la posición del sujeto de enunciación. Contesta León: “El reproche que se me ha hecho es, justamente, que uno tomara ciertos acontecimientos (el peronismo, la invasión a Cuba, Freud, Malvinas, etc.) como lugar de reflexión donde el pensamiento, los conceptos, también se elaboran y emerge algo diferente. Eso no es reconocido como filosofía porque [la filosofía] tiene que ser teoría pura…”. Piglia disiente: se trata de un reconocimiento diferente. León dice: “¡No jodamos! Si bien uno escribe para sí, quiere ser querido. Uno tiene amores, amistades, a partir de lo que escribe. Somos seductores”. Piglia contesta: “no me incluyas ahí”. Y León devuelve: “Todos somos seductores excluyendo a Ricardo”. Estalla una carcajada. Piglia dice: “No soy seductor. Sólo me dedico a seducir”. Y ríen con ganas nuevamente. La posición “marginal”, según Piglia, refiere a un pensamiento que no se rige por reglas y rituales como el saber académico, sino que incluye los temas de la vida y la experiencia. Es lo que León llama, dice Ricardo, poner el cuerpo como índice de aquello que se piensa. Para León la clave es “no negarse a nada de lo que uno siente como lo más propio que es lo que aparece cuando uno escribe. Porque la escritura es algo muy particular. De pronto se te va la mano en la escritura, y comenzás a escribir cosas. Y eso es lo que aparece. Por eso hablo de la señal de angustia, que es una especie de índice fundamental…” La conversación se pierde y regresa. León habla: “Esto forma parte de lo que yo llamo la humillación de la erudición. Nuestra cultura está en gran parte hecha de eso. Si vos agarrás los textos que se están escribiendo ahora, que no hay una gran producción filosófica, son textos sobre textos”. “Uno asume el margen no porque uno quisiera sino porque no podés hacer otra cosa”. Gran explicitación de un estilo de pensamiento y escritura. Muy propio de cierta tradición vitalista y autodidacta en la que nada de lo humano merece ser atrapado en la formalidad de los cánones y el reconocimiento institucional.
Episodio 13: Los muchachos se entretienen.
Se rehace la conversación entre los tres. Una escena un poco tierna y un poco cómica. Se puede percibir la corriente de afecto que circula en la palabra, pero también en las miradas y los gestos. León habla acerca de su propia historia con la lectura. El pensamiento está atravesado por hitos. No por obras monumentales que uno ha leído, sino por signos. De repente alguien dijo algo que te abrió un tejido sensible que antes te resultada inaprensible. Insiste León: una obra no puede comprenderse sin una biografía de su autor. El fondo del que emerge esa obra es la propia vida que la anima y que forma parte del sistema filosófico que propone esa obra. El lugar del Sujeto en la filosofía. Piglia, gran pescador de oportunidades, interviene con sagacidad: “¿Y si alguien lee así tus textos, confrontando [con la propia vida de León], te parece legítimo?”. Es el problema del malentendido freudiano. Uno capta cosas en un texto que de pronto no han sido dichas. Pero se comprende o deducen de esos textos por interpretar cómo funciona eso en contextos diferentes y que producen un efecto de verdad. Así razona Piglia. “¿Qué quiere decir comprender si no es un acto que se restringe a la razón?”. “Claro, dice León. Lo cual no quiere decir que [la comprensión] no parta necesariamente de la razón, pero ahí no se debate el asunto. Ahí es el comienzo del debate. Por eso pienso que la crítica tendría que terminar en una relación de amistad. Para un reconocimiento, que más allá de todas las inscripciones que tienen los poderes esparcidos por el mundo desde que nacimos hasta ahora, para encontrar un lugar desde el cual podamos hablar en serio”. Se trataría de comprender la experiencia que tiene todo pensamiento por detrás, el revés de la trama, diría Viñas. Y al comprender esa diferencia de contexto no habría una enemistad o un juicio de exclusión. Uno piensa lo que piensa dentro de las posibilidades que le ofrece su experiencia, con el afán de expandirla y llevarla a su propio límite. “Allí dejaríamos de ser absolutos como verdad y seríamos absolutos – relativos, sin dejar de ser absolutos en la propia mismidad, si vos querés”.
León vuelve al lugar de lo subjetivo en la elaboración del pensamiento. Toma el caso de Descartes. EL filósofo dijo: “Yo nací cuando murió mi madre. El nacimiento de él fue el acto de la muerte de la madre”. Y, sin embargo, todos los investigadores de la obra de Descartes coinciden en señalar que la madre murió cuando él tenía un año. Para León está bien dicho, porque “algo de él murió con la madre”, pero se trata de un índice muy significativo que habría que tomar como punto de partida para analizar toda la obra de Descartes. ¿Se fundó el racionalismo moderno sobre este punto enigmático? ¿Será la negación del cuerpo materno, o, mejor dicho, la experiencia de la ensoñación del cuerpo materno, desde el nacimiento de Descartes hasta la muerte de su madre, lo que explica que la racionalidad occidental separe el pensamiento del cuerpo afectivo al que da lugar? ¿Ante qué tipo de índice estamos? La lectura sintomática, que puede rastrearse en Freud y Marx, aparece en esta pincelada con toda su contundencia y osadía teórica. Es la capacidad intuitiva de descubrir núcleos de sentido.
Piglia y León se despiden con un afectuoso abrazo y quedan abrazados mirando a Diego. “No seas tan querido”, balbucean bromas y ríen. Una escena bellísima. Murmuran ironías y siguen riendo hasta que Piglia desaparece por la puerta mientras Diego baja a abrirle la puerta.
Episodio 14: Mujeres
De una manera extraña, Diego y León se encuentran sentados en una mesa. Charlan sobre mujeres. León hace unos comentarios iniciales que difícilmente sean posibles asimilar en esta época. Pero, cuando se pone a hablar en serio, sostiene que hace falta replantear las relaciones entre el hombre y la mujer. Que primeramente el hombre tiene que descubrir qué hay de femenino en él; “qué hay de hembra marcado en su cuerpo”. Hay dos extremos de mujer: la Virgen María que está presente en todos los cuarteles militares y las Madres de Plaza de Mayo. Su crítica a Evita es la devoción que profesaba a Perón y no permitía salir del círculo patriarcal. Un tipo de endiosamiento al General que lo convertía en causa de todo lo noble de la humanidad, reparación y heteronomía. Por las razones que fueran, Evita no tuvo hijos, lo que mitológicamente la convierte en una mujer Virgen, profesando hacia el final de su corta vida un ascetismo casi religioso, dice León. “Evita, aún en el límite del desborde, no rompía la estructura de la servilidad al hombre. En cambio, las Madres eran otra cosa. Donde no quedaba nadie para dar la cara frente al terror, para defender a sus propios hijos, salieron desde su propia condición sufriente a poner un límite”.
León practica un tipo de feminismo muy diferente que el feminismo contemporáneo. Su obsesión por lo materno como fuente de sentido no suena en los mismos acordes que las reivindicaciones y planteos feministas. Como siempre, elabora sus concepciones desde su propia experiencia, bajo la arbitrariedad de aquello que va sintiendo y sin rendir culto a nada de lo establecido.
Episodio 15: Odisea 2001
El estudio de León está en un extraño edificio en el Bajo Belgrano. Es un complejo de edificios bajos, estilo vivienda popular, pero muy bellos, con ventanas a los bosques de Palermo. Diego atraviesa la cerca, vestido con un saco de lana azul con botones marrones, que también se lo hemos visto en otras ocasiones. Camina a paso firme. Va a ver a su amigo León, el gran filósofo, para conversar. El tema, esta vez, lo moviliza a fondo: 2001. Toca timbre y hace unos pasos para atrás. Levanta su cabeza, encogiendo su nuca, y mira hacia el balcón del primer piso esperando que León le tire las llaves. Sale León y lo mira con una sonrisa cariñosa. Se lo ve feliz de recibir a Diego. Saluda entusiastamente haciendo un gesto con la mano que involucra, para denotar mayor intensidad, a su brazo. Tira las llaves que Diego atrapa dirigiéndose a la cerradura. Forcejea un poco con la reja y sube.
Conversan. Diego dice que se puede reconocer muy claramente la angustia que nos suscita el modo en que se dan las cosas, pero que, a la vez, nos falta la fuerza necesaria para plantearlas de otra manera. León piensa que la impotencia del contexto repercute también en nosotros. “La gente está comiendo vidrio profundamente. Y, al mismo tiempo, está el terror que repercute en cada uno de nosotros. Nadie está a salvo de ello”. “El problema -piensa León-, es que no hay apoyatura para imaginar una salida. No hay dónde sostenerse para hacer otra cosa. No se siente el deseo o la resistencia de los otros, o al menos de alguien que esté empujando para apoyar otra cosa”. León critica a los amigos. No le gusta su compromiso con el presente. El tipo de apuesta político-existencial en la que están. “Si están metidos en la mierda en la que están”. Termina la frase y se vuelca hacia atrás haciendo un gesto característico suyo, que se marca nítidamente en su pómulo, formando un hoyuelo. Es un gesto de fastidio. León queda en silencio, angustiado por eso que dijo. No era una mera constatación de un panorama. Era un dolor que trasmitía, una tristeza. Diego insiste. Vuelve sobre su propia historia política personal y colectiva. Hay movimientos sociales, situaciones de lucha, que no son mera aceptación y sometimiento a lo existente. “¿Qué formas de la amistad con esas experiencias, por más débiles que sean, pueden darnos otras perspectivas que nos quiten de la impotencia general?”. A lo largo de estas conversaciones, vimos a León intentando trasmitir un legado, pasar su propia experiencia al otro. Ahora es Diego quien le cuenta a León algo que él mismo vivió. “Yo no sé qué experiencia tenés vos, yo no tengo evidentemente la relación directa con grupos diferentes”, contesta León. “Pero también allí -piensa-, la capacidad de movimiento está muy limitada”. “El Golpe en Honduras no genera la resistencia que sí hubo en Bolivia”, agrega León. Y Diego dice, “¿Pero por qué nos angustia más lo que pasa en Honduras que lo que nos alegra de Bolivia?” Y León señala que ve con mayor atención Honduras porque nuestra población ha sufrido una miserabilización más parecida a la de ese país que a la que resiste en Bolivia. “Yo no creo acá en la capacidad de resistencia de la gente” inquiere León, luego de enumerar los distintos sucesos que configuraron el mapa del terror, desde la dictadura para acá, y que siguen vigentes. Pero, ¿desde dónde escribe León? Porque su escritura no parece la de un derrotado o alguien que acepta mansamente la relación de fuerzas adversa. “Uno tiene su propio lugar de resistencia”, explica León. “Hay resistencias, amigos, gente de movimientos que está relacionada con prácticas. Pero, [se queja el filósofo] tampoco ahí entra lo que uno piensa”. Vuelve el fantasma del ninguneo. “Desde nuestros propios amigos hay una resistencia a pensar más a fondo para suscitar una especie de eficacia política”. Estas palabras de León son calmas, pero están zurcidas por el dolor de una comprobación. “¿De dónde sacan las ganas los amigos?” Si no se va a fondo en el pensamiento y la práctica política, si uno queda confinado al espacio de las aporías del presente, ¿dónde encontrar la fuerza para resistir? León se amarga pensando en sus amigos. No entiende por qué hacen lo que hacen. Pone cara de fastidio. Lamenta su soledad. León se dirige respetuosamente a Diego diciéndole que él no tiene la expectativa que su interlocutor tuvo en los acontecimientos de 2001. No cree León que allí haya habido un levantamiento popular tan fuerte como el que sí cree Diego que hubo (a pesar de que en el libro 19 y 20. Apuntes para un nuevo protagonismo social, editado por el Colectivo Situaciones, del que Diego formaba parte, Rozitchner sostiene que se trató de la primera experiencia de constitución de un cuerpo colectivo de la posdictadura capaz de vencer el terror que te confina en la propia individualidad sufriente). Para León, esa fuerza resistente no tenía la magnitud que se le asignaba. La resistencia quedó congelada en grupos que se seguían moviendo, perdiendo su capacidad de afectación del campo social. Pero Diego insiste. “¿Los movimientos de 2001, tal vez reducidos o minimizados con el paso del tiempo, no persisten de otro modo?” Más aún: “¿No hay que comprender lo sucedido en los primeros años kirchneristas bajo la clave de los sucesos colectivos que los precedieron?” León se friega la nariz mientras escucha. Exclama con virulencia: “¡Pero sólo produjeron una frase, el Que se vayan todos!”. La limitación de la represión, la prohibición de la palabra “ajuste”, la política de los derechos humanos, la interlocución con América Latina y con los movimientos sociales, ¿no son efectos del gran movimiento de 2001?, piensa Diego. Y León, lo dijimos, que no acepta nada así nomás, razona: “¿Y no mete miedo eso? ¿Estarían los argentinos dispuestos a hacer como los bolivianos? ¿Resistirían caminando tres días, sin tener nada que morfar, como hicieron los bolivianos? Esto tiene tanto de atracción como de temor…. El horizonte en el que uno está inscripto, demuestra que tampoco hay que exagerar los efectos de algo…”, suelta León como indicando algo que podría ser una enseñanza histórica.
El video cierra con todo. La musicalización, en alto volumen, satura la escena con el tema “Los métodos piqueteros”, del grupo Las Manos de Filippi: “¡Los mejores, los únicos, los métodos piqueteros… Corte de ruta y asamblea! ¡Que en todos lados se vea el poder de la clase obrera!”. Y allí se difumina la escena con la imagen de León, vestido con su pullover azul, contorneado por línea roja en el escote en V, en los puños y en su parte inferior, del que apenas emerge alguna pelotita, señal inevitable del paso del tiempo. Alguna vez, en una entrevista para el libro Conversaciones en el impasse, editado también por el Colectivo Situaciones, León dijo dos cosas muy importantes. La primera es que “cuando un pueblo no lucha, la filosofía no piensa”. Luego, contó una escena de la época de los piqueteros de Gral. Mosconi, en la que, luego de una violenta represión, uno de los piqueteros lloraba desconsoladamente al borde de la ruta. Y, frente a la pregunta del periodista acerca de la causa del llanto, si era porque le habían pegado, el piquetero dijo: “No, no lloro porque la Gendarmería nos pegara; lloro por estos hijos de puta del pueblo que nos dejaron solos”. En esa escena, León pensaba que se resumía la imposibilidad de constituir una fuerza colectiva para enfrentar al poder.
¿Qué hay en este episodio tan tenso y tan perturbador? ¿Se trata de la confrontación entre un optimismo voluntarista y un pesimismo histórico; o más bien estamos ante una diferencia perceptiva generacional? ¿Son estas diferencias las que marcan una cesura entre épocas o ellas mismas la materia que todo diálogo precisa?
Precursores
Cuenta la mitología que, cuando Diego fue a proponerle este ciclo de conversaciones a León (proyecto que terminó con la edición de su Obra en la editorial de la Biblioteca Nacional), hubo un hecho singular que tal vez haya marcado la relación. Cuando León abrió la puerta del edificio, Diego subió desenfrenadamente la escalera (cosa que hacía siempre que subía escaleras). León, según parece, intentó seguirlo y sufrió un percance traumatológico. El ímpetu y la fragilidad, simbolizadas en este infortunio, ¿no expresan la naturaleza de esta relación?
Diego trabaja como un artesano benjaminiano. Sabe que algo fundamental para la vida se juega en la relación entre generaciones que no es una obediencia santificada ni la creación de una “escuela”. Es una labor productiva que requiere, a lo León, ponerse en el lugar del otro para saber desde qué punto de vista es posible pensar ciertas cosas, cuál es el contexto desde el algo es dicho y cómo se traduce el sentido entre épocas tan diferentes; entre circunstancias y estilos que, a priori no parecen tener elementos comunes. Es un trabajo arduo y necesario para “que la crítica termine en una amistad”. ¿Hay, acaso, alguna posibilidad de fundar una amistad (política y filosófica) que no parta de esta capacidad del hablante de traducir y contra – traducir? ¿Hay un método posible para ello que no sea la conversación? Ese ejercicio de dilucidación, muchas veces reducido a la lengua, parte de la confrontación de cuerpos, gestos y deseos. Sin ellos, la traducción es apenas mera adaptación. No deja nada. No hay resto en la olla. Solo discurso. Pero eso, lo intraducible, tan misterioso como indescifrable, depende de mirarse a los ojos y confirmar, en la sonrisa del otro, que algo común se teje en esa palabra recorrida por el afecto.
Si es cierto, como alguna vez leímos o escuchamos, que Walter Benjamin planteaba que hay una cita secreta entre las generaciones que ya han sido y la nuestra (cita llamada por el amor y la conspiración), no menos cierto es que ella se produce cuando la urgencia de la efervescencia política la activa. Pero, ¿qué pasa en esas épocas donde no parece constatarse un movimiento político capaz de citarse con el pasado? (“cuando un pueblo no lucha, la filosofía no piensa”).
Ese tiempo, el que ocurre entre acontecimientos y generaciones, es el de los precursores. Como en la química, los precursores son los que agitan la materia. Anticipan el movimiento no porque moldeen su forma sino porque escuchan el latido de su historicidad. Los precursores son los artífices que, con la paciencia de los orfebres y la imaginación de los artistas, preparan las condiciones de la cita entre generaciones. Una reunión de la historia que siempre es compleja, que requiere de un olfato intuitivo y de una escucha aguda. Aún, cuando el grito de la lucha es inaudible y no se vislumbra inminente, el precursor reúne y ofrenda; trabaja sobre esa materia esquiva que se escapa del enunciado, el fondo de lo inenarrable que rodea con su misterio la política, preparando el terreno de un diálogo que sucede entre la admiración y la profanación. Diego, el persistente precursor, nos ha regalado este hermoso capítulo de una historia abierta que ocurre entre la desazón, la insistencia y el susurro de una rebelión.
Genialidad esa noción de una filosofía bricoleur, tan necesaria para nuestra situación histórica…