Ser travesti es una fiesta, mi amor // Camila Sosa Villada

Angie Desireé era la travesti más linda del parque. No volví a ver a una travesti tan bella como ella en mi vida. Delgada, alta, siempre vibrando, siempre en movimiento como un hermoso árbol que jamás está quieto. No supe nunca su edad, era de esas travestis en las que calcular una edad es casi imposible. Una belleza joven la auspiciaba pero tenía una sabiduría de vieja que la precedía como un aura.

Cuando la conocí no tenía cirugías. Se depilaba mucho las cejas, finitas, como en los años ochenta. Tenía el pelo corto y contaba con mucha gracia que los hombres le decían Araceli González y era cierto porque era así de bonita. Había que ser muy bonita para ser travesti y andar con el pelo corto por ahí, mientras todas invertían en pelucas y extensiones, ella llevaba el pelo muy corto y mal teñido de rubio. Pero esto, lejos de afearla, la volvía más salvaje, más dañina incluso.

Andaba siempre con su primo, un maricón de 16 años que por las noches aprovechaba y se montaba entre los árboles del parque. En realidad, su travestismo consistía en soltarse el pelo negro y lacio como de indio que tenía, atarse la remera con un nudo que le dejaba toda la panza al aire, chata y lustrosa, se tiraba unas gotitas de perfume de Avon, un poco de brillo de labios y salía a cazar como una amazona de mucho más allá de la Circunvalación.

Tenía muchísimo éxito debido a su juventud el primo y se había elegido un nombre conforme a su ascendencia aborigen: Aylén. A veces el primo de Angie tomaba como un triunfo el hecho de no ser travesti y hacer más dinero que varias de nosotras juntas. Agarraba los billetes todos pegados y te daba cachetaditas y te decía y ahora nos vamos a tomar un helado y nos invitaba a su prima y a mí a tomar helado a una heladería al frente de la Plaza España. Todos nos miraban entonces y nosotras hacíamos la comedia de lamer el heladito como si estuviéramos felando a Marlon Brando, hasta que alguien nos insultaba y la cosa se ponía amarga. Y es que éramos chicas con poca paciencia.

Vivían ambas en Alta Gracia y cada noche se tomaban el colectivo para venir al parque y por la mañana, cuando el cielo se ponía rojo volvían juntas, Angie Desireé muy apresurada porque tenía que hacerle el desayuno al novio que era albañil y entraba muy temprano a trabajar.

Con ellas nos habíamos conocido en las escalinatas del parque, una noche en la que me había ido a llorar en soledad, como solía llorar en ese entonces. Ahí con alguna pena de amor supongo, empecé a oír carcajadas de travestis que ocupaban el parque como un grito. Se reían con todo ese cuerpo flaco que tenían y bajaban las escaleras sin mirar los escalones, tal como cuando veía por la televisión a las modelos que desfilaban en Donna Sotto L’Estele. Cuando me vieron sola, a la madrugada, en las escalinatas, supieron que podían seguir divirtiéndose. Ese fue el bautismo para una larga y tierna amistad. Las palabras que bautizaron esa amistad entre Angie Desireé, su primo transformista llamado Aylén y yo fue la letanía que siempre repetería Angie Desireé hasta el cansancio: “Yo me hice travesti porque ser travesti es una fiesta”.

Entonces para toda enfermedad ella lanzaba ese antídoto: ser travesti es una fiesta. Y ella lo vivía así, supongo que había nacido así. Como una flor carnosa y anaranjada brillando en medio de un aburrido desierto. “Pero no mi vida, no llorés por ese tipo que no te da nada, ser travesti es una fiesta mi vida, disfrutalo”.

Y aplicaba su filosofía al pie de la letra. Siempre sonriendo, siempre generosa, siempre llena de caramelitos en los bolsillos. Ella me pegó la costumbre de comer caramelitos durante el trabajo, porque suavizaban el aliento que venía regado de marihuana, alcohol y tabaco y también porque decía que practicarle sexo oral a un tipo con un caramelo de menta fuerte en la boca hacía que ellos te amaran más.

Tenía un novio que era albañil que aceptaba sin dramatismos la profesión de su novia y vivían juntos en Alta Gracia en una casita que había levantado él con sus propias manos y en la que Angie Desireé dejaba todo su sueldo. Nos invitaron a comer en algunas ocasiones, lástima que el talento que tenían para el amor y la vida no lo tenían para la cocina. Angie Desireé trabajaba mucho y ahorraba mucho también. Estaba dispuesta a tener todas las comodidades a su favor y había empezado por ponerse de novia con el minotauro más lindo que había podido comprar con el aleteo de sus pestañas y el veneno de su cariño.

Su chongo era el hombre más guapo que habían visto nuestros transexuales ojos. Era un moreno de ojos grises que parecía construido con ladrillos. Lo cierto es que no era objeto de deseo sólo por eso. Había salido con otras trans antes y se lo habían disputado a muerte más de una vez con navajas incluidas. Se decía que era dotado como un mulo y dulce como la miel. Yo intuía que esos dos estaban muy enamorados. Verdaderamente enamorados el uno del otro. Y ella que era una fiesta literalmente, por hermosa, por feliz, por imprevisible, era una cosita imposible de no adorar. En el parque había una reina. Y era ella.

Se reía y movía la cola orgullosa, porque en esa tierra de desposeídas ella tenía la más valiosa posesión: alguien que la esperaba en su casa con el corazón sobre la mesa. Una ternura como esa la he vivido muy pocas veces y ya de grande, algún amor de verano me acarició el rostro como el chongo de Angie Desireé tocaba el suyo y entendí por qué meneaba la cola como una perra contenta. En este mundo donde todo hueco se debe llenar con algo, una caricia viene a ponerlo todo plano, como una playa pacífica cuando baja la marea y no hay huecos que llenar sino una inmensa llanura donde dormirse al sol.

Un día con su prima Aylén tuvimos que intervenir en una pelea en la que ella iba perdiendo evidentemente porque se había enterado que tal travesti le había estado mandando mensajes a su hombre y la había ido a ajusticiar y a exigirle una satisfacción. No contaba con que la otra travesti era enorme y forzuda como un fenómeno de circo y que al primer revés de la zurda la tumbaría y le haría golpearse la cabeza con la raíz de un árbol. Ahí en el piso la había agarrado a patadas y nosotras que oímos los gritos nos fuimos a separarlas y yo a usar todo el poder de mi retórica para calmarla. Cuando finalmente la furia se disipó la travesti infiel le dio una sentencia: “No te hagás tanto la loca, amiga, porque no sabés qué clase de loca te podés cruzar en la calle”.

A mí no me gustó verla a Angie Desireé golpeada y asustada y mucho menos acompañarla al Hospital de Urgencias porque el golpe con la raíz había sido bravo y le sangraba un poco la sien. Era un poco traumático ver vulnerable a una heroína que una creía invencible. De todos modos, en parte porque vivíamos drogadas y al whisky lo tomábamos con clonazepam, ella se iba riendo y estaba segura de que su chongo jamás se acostaría con una travesti que tuviera tan feos bigotes.

Sólo una vez la ví llorar. No soportaba llorar ni que lloren y eso era un problema porque en ese tiempo las travestis éramos muy lloronas. Cuando alguna de nosotras estaba triste por algo, ella te invitaba a comer a Mc Donalds y te decía que ser travesti era una fiesta mi amor, sino mirá todas ellas que nos miran así (y señalaba a las chicas espantadas en la calle que nos miraban como si nosotras fuéramos extraterrestres) ya quisieran dar el placer que nosotras damos, mi vida, si ser travesti es una fiesta. Nosotras damos amor mi vida, les decía en la cara, y a mí el corazón se me hacía chiquitito como una pasa de uva porque admiraba la determinación con la que vivía y la simpleza con que auspiciaba sus razones.

Una noche, dos chicos muy bonitos, de esos chicos bonitos de los que siempre hay que desconfiar porque nadie tan bello puede tener un corazón bueno, nos invitaron a subir a su Kangoo, a hacer una fiesta con ellos. A mí las fiestas no me gustaban porque me ponía incómoda tener a otra travesti desnuda al lado, pero como a las cosas las había arreglado Angie, sabía que había buen dinero y que la fiesta no era tal, que cada una hacía su trabajo por su lado. Eran como las cuatro de la mañana de un sábado y nosotras sabíamos que era una hora peligrosa porque los muchachos empezaban a salir de los bailes y de los boliches y andaban muy borrachos y con muchas ganas de cruzar límites, con muchas ganas de ser los más rápidos del oeste, con muchas ganas de hacer daño, de vengarse. Era una hora peligrosa, pero también era una hora en que llegaban los mejores especímenes de chongos habidos y por haber. Los solitarios. Y nosotras nunca queríamos perdernos a los solitarios. Con los solitarios siempre todo iba bien, como si existiera la buena suerte y como si eso que decía Jesús de que los últimos serán los primeros, se estuviera cumpliendo en ese momento.

Madrugada. Nosotras duras como la estatua del Dante y heladas, sintiendo un frío que nos hacía doler la espalda, nos subimos a esa camioneta tentadas con estos hombrecitos tan bellos. Sabíamos que ese tipo de chicos pasan muy de cuando en cuando y los quisimos aprovechar. Dos principitos dorados un poco borrachos, bien vestidos y perfumados y con dinero en los bolsillos. Pero nos aprovecharon ellos, porque cuando nos subimos a la parte de atrás de la Kangoo y ellos vinieron con nosotras, se dejaron coger bien cogidos y luego, a la hora de pagar, nos dijeron que ellos por travestis no pagaban.

Angie Desireé se lo tomó como un insulto y dijo con su voz de travesti más desafinada que obvio mi amor que nos iban a pagar porque nosotras no les habíamos mentido y ellos dijeron que sí, que los habíamos embaucado porque no les habíamos aclarado que éramos putos y entonces yo quise mediar con mi retórica pero uno de los chicos le pegó en la boca a Angie y el otro chico me agarró del cuello y me empezó a pegar en la cabeza y empezamos a gritar y pedir auxilio y se armó un verdadero tole tole en el que Angie Desireé intentaba encontrar su navajita en el bolsillo de su jean y yo gritaba por favor auxilio y sentía que de ahí no íbamos a salir vivas y entre que nos pegaban en la panza y en la cara y en los huevos veo que la puerta de la Kangoo se corre y el cielo del parque entra por ahí, donde nos estaban haciendo conocer la fiesta que era ser travesti y aparece Cleopatra que era una travesti de un metro ochenta subida a unos tacos de diez centímetros y saca de la pierna al que me estaba pegando a mí y lo tira al suelo y empieza a darle piñas y patadas y a decirle que le iba a curar la malacostumbre de pegarle a una trava y en ese momento de confusión Angie Desireé encuentra su navaja y le corta la cintura al otro chico y me doy vuelta y la encuentro a ella con la cara ensangrentada y al chico lloriqueando como una nena de mamá agarrándose la panza y Cleopatra que nos grita “Salgan pelotudas” y vemos a una horda de travestis que vienen en nuestro rescate y lo sacan de adentro de la Kangoo y todas descargan su furia. La larga furia travesti acumulada por años y años. Los niños dorados esa noche aprendieron una lección y yo también.

Angie Desireé tenía una navaja muy especial que se había hecho ella misma y que consistía en un jaboncito de hotel con una hoja de Gillette agarrada con una gomita para el pelo. La podías llevar en la manga, en la cartera, en el bolsillo. Una noche me regaló una y me dijo “Ay amiga…” y me dio una navajita casera hecha con un jaboncito que olía a coco. Con esa navajita le dejó una cicatriz en la cintura al chonguito que nos había pegado en el parque sin muchas explicaciones. Me gusta pensar que como El Zorro con su espada dibujaba una z en cualquier camisa, ella le había escrito Angie Desireé con ese navajazo inesperado a nuestro agresor.

Esa noche Angie Desireé, mientras nos tirábamos agua mineral helada en los golpes me miró a los ojos y me dijo ay amiga y lloró. No se bien qué habrá pasado por su cabeza que se le acabó la fiesta de ser travesti, pero me miró a los ojos con los dientes manchados de sangre como quien se mancha con lápiz de labios y se tapó la boca mientras decía ay amiga y yo la acompañé a tomarse el colectivo a la terminal y ella me dijo gracias amiga y me dijo que me iba a invitar a comer a su casa la semana que viene, que su novio iba a hacer un asado.

Angie Desireé murió de SIDA y muchas de nosotras la vimos morir. Fue muy rápido, se puso flaca y verde y un día desapareció del parque. Su primo transformista me contó la desgracia con cierta indolencia que no me gustó nada y me dijo que no la veía desde hacía bastante pero que la tenían internada en el Rawson.

Cuenta la leyenda que murió tomada de la mano de su novio que no se separó de ella ni un minuto. A veces la iba a visitar antes de irme a la facultad y me lo encontraba sentado en las escaleras del Rawson llorando como un nene. Era muy joven, creo que tenía 19 años y estaba a dos pasos de convertirse en viudo. Un día me pidió plata para pagar el cable porque como no podían ir a trabajar estaban en la pampa y la vía y se la presté pensando que le estaba dando algo que llevarse a la muerte que era irse de este mundo sin deudas.

A mí me ponía el ánimo muy por el piso y a veces tenía que hacer grupos de estudio en la facultad y las niñas bonitas con las que me juntaba a estudiar tenían problemas que hubiera adorado tener. A los veintitantos años no es justo que una amiga se te muera por el bicho.

También cuenta la leyenda que su novio se casó con una chica y tuvo hijos. Las travestis dejaron de desearlo porque sospechaban que Angie Desireé le había pegado el bicho y entonces dejó de ser el sex symbol que nos ponía los pelos de punta para estar marcado como un portador indeseable. Era muy injusto, lo cierto es que nunca más lo vi.

Admiraba el amor que se tenían y no era cuento que me hayan contado. Era cierto el amor y era cierto que se daban la mano durante las horas de visita y era cierto el niño hermoso llorando y secándose las lágrimas con las manos cuarteadas por la cal. Creía que eran hermosos y que se cuidaban y que su corta vida había sido una fiesta y que él la había amado como merecen amarse ciertas cosas sagradas del mundo. Como ella, que era libre y sagrada.

Su primo no apareció más por el parque. Se lo tragó la tierra, decían algunas.

Cuando Angie murió me fui del parque. No era lo mismo sin ella. Nosotras, siempre con la petaca en la mano, peleando por los clientes, peleando por el dinero, discutiendo entre nosotras sobre De la Rúa y los patacones, queriendo siempre tener la pija más grande que la otra, nos habíamos olvidado de lo importante: que ser travesti era una fiesta y mi querida amiga Angie Desireé, la travesti más bella que vieron estos ojos, ya no estaba ahí para recordárnoslo.

Parallax

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