Soy judío, húngaro, amante de la filosofía, de los locos, los indígenas, simpatizante de los zapatistas, de las feministas, de los movimientos sociales y sus ocupaciones, de los disidentes de todo tipo, y por, sobre todo, un antifascista acérrimo. Por suerte, no vivo ni en Hungría ni en Israel, aunque ya he obtenido –y renunciado– a los pasaportes de ambos países, cuya escalada xenófoba y fundamentalista (cristiana o judía) es para mí una fuente de perturbación y desvelos, así como el reciente giro político en Brasil es una fuente de alivio y regocijo cotidiano.
Nada me parece más abyecto que el fascismo en sus diversas formas, ya sean históricas o actuales. En el pasado, sus víctimas fueron los judíos, los gitanos, los homosexuales, los izquierdistas, las locas y los locos, los artistas, los científicos, los intelectuales y los desviantes. Desde la izquierda pensábamos que era un capítulo enterrado de nuestra historia, pero nos ha sorprendido verlo reaparecer bajo nuevas formas en pleno siglo XXI.
Hubo un tiempo en el que ser judío era, en parte, una condición existencial minoritaria. En simultáneo a la persecución, existían los sueños revolucionarios. Frente a la violencia selectiva, la salvación del mundo. Pertenecer a la colectividad significaba ir más allá de la comunidad y abrazar el mundo. Un cierto mesianismo se manifestaba en utopías nada religiosas. Incluso cuando no era el caso, una inmensa generosidad ética caracterizaba a esa constelación: Spinoza, Marx, Freud, Rosa Luxemburgo, Kafka, Benjamin, Hannah Arendt, Paul Celan, Gertrude Stein, Lévi-Strauss, y más recientemente Judith Butler y tantos otros.
Es célebre la imagen del judío errante. Pero la connotación de esta figura es mayoritariamente negativa. Para el antisemita, el judío errante es el eterno extranjero: infiltrado, parásito y traidor cuyo objetivo es corromper la cultura y degenerar la raza. Siempre sospechoso de algún complot, ya sea como agente del comunismo internacional o maquinando los destinos del mundo, ya que forma también parte de la plutocracia financiera.
Omnipresente e insidioso, el judío representa el mayor peligro para la civilización occidental, desde los Protocolos de los sabios de Sión hasta Mein Kampf. El polo opuesto a esta imagen es el judío como nómade, aquel que no carece de una tierra, ya que hace del desplazamiento incesante su propia morada. Por definición, vive al margen del Imperio, en el desierto, en la dispersión, en el exilio, expuesto a todos los vientos y acontecimientos. Ajeno al Estado y sus poderes, es un tránsfuga, subvierte todos los códigos y mezcla todas pertinencias trazando una línea transversal y/o de fuga. De allí la idea de un “pensamiento nómade”, tal como lo denominó Gilles Deleuze, el cual atraviesa fronteras y hace del movimiento su territorio existencial. Nietzsche o Kafka serían algunos de los ejemplos significativos de ello.
En este último sentido, una posible definición de judío sería: aquel que es capaz de devenir-otra-cosa-que-no-es-judío. Pero no el Zelig de Woody Allen, que se limita tan solo a imitar. Ni el judío–no judío de Isaac Deutscher, con su doble vida. Se trataría de algo más sutil: una cierta potencia de metamorfosis, de reinvención de sí mismo en la vecindad con la alteridad. En una bellísima película, Nuestra música, de Jean-Luc Godard, una periodista israelí entrevista al poeta palestino Darwish, que, privado de su tierra, hizo de las palabras su patria. Ella comenta: “¡estás empezando a sonar como un judío!”. El devenir-judío del palestino, el devenir-palestino del judío.
Pero volvamos a Brasil. Sabemos que nuestra historia ha estado signada por la presencia judía desde sus comienzos, con los cristianos nuevos y todo el juego del escondite ante las persecuciones de la Inquisición. Curiosamente, la primera sinagoga de América se construyó en la ciudad de Recife durante la ocupación holandesa (1630-1654), por iniciativa de judíos sefardíes de origen portugués refugiados en los Países Bajos. Si se escarba un poco, siempre se acabará encontrando a un tatarabuelo descendiente de un criptojudío.
Pero fue en el siglo XX cuando se formó una gran colectividad judía, con la llegada masiva de inmigrantes de Europa Oriental que huían de los pogromos y después, del nazismo. En general, encontraron aquí una acogida favorable. Más allá del alineamiento pasajero del Estado Novo con los países del Eje y la consiguiente subordinación relativa a algunos dictámenes discriminatorios, tales como la restricción temporal de la inmigración judía y de la infame deportación de Olga Benário, no hay constancia de antisemitismo sistemático por parte del Estado o de la población en general –salvo por aquel cultivado por el integralismo– a diferencia del caso argentino.
El hecho es que, en general, la comunidad judía ha disfrutado de extraordinarias oportunidades económicas, sociales, académicas y culturales en Brasil, así como de absoluta libertad de culto, de asociación y comunitaria. Un judío no puede quejarse de un país que tanto le ha dado. Pero la historia hace sus jugarretas. Tomemos como ejemplo el barrio de Bom Retiro de São Paulo. Antaño fue el centro de la vida judía en Brasil, o al menos en São Paulo: sinagogas, centros culturales, organizaciones de asistencia social, venta ambulante, confección de ropa, hijos en la universidad, escuelas con una perspectiva abierta (Scholem Aleijem), movimientos juveniles vinculados a diferentes corrientes de pensamiento, a veces más comunistas, a veces más sionistas, a veces más tradicionales. Asimismo, gozaban de actividad el Teatro de Arte Israelita Brasileño (Taib), la prensa en yidis, el Instituto Cultural Israelita Brasileño (Icib – actual Casa del Pueblo), sin olvidar Ezra, Ofidas, la Policlínica, la Cooperativa de Crédito Bom Retiro, Chevra Kadisha y entidades de otros barrios, como el Hogar de Ancianos, la Federación Israelita y la Confederación Israelita de Brasil.
Con el ascenso social de sus miembros, la mayoría de la comunidad se trasladó a los barrios de Higienópolis, Jardins y alrededores. La nueva generación, formada en su mayoría por profesionales liberales, médicos, ingenieros, docentes, psicólogos, periodistas, editores o gente ligada al comercio o a las finanzas, cuando no empresarios o banqueros, ya no se vivía la vida de shtetl que todavía prevalecía en el barrio de Bom Retiro. Aun así, se conservaron las redes de apoyo, como el Hogar de Niños, fundado por judíos alemanes, o la Unión Brasileño-Israelita de Bienestar Social – Unibes, que desde hace mucho tiempo se dedica a asistir a las personas en estado de vulnerabilidad, o los clubes (Hebraica y Macabi).
Sin embargo, al margen de algunos centros más religiosos, con sus sinagogas en ocasiones escandalosamente ostentosas y protegidas por muros fortificados o rodeadas de guardias de seguridad, en general los lazos comunitarios tendieron a aflojarse. En cambio, se reforzó la identificación con el Estado judío. Se puede entender esta actitud de los sobrevivientes de la Shoah dispersos por el mundo en el tiempo de la posguerra, quienes anhelaban de una referencia protectora.
No obstante, con el aburguesamiento paulatino de la comunidad, podemos aventurar la hipótesis de que el Estado de Israel –y ya no una tierra prometida de paz y justicia– terminó por prevalecer en la vida judía. En lugar del horizonte espiritual, primó la adaptación geopolítica concreta. Pues bien, como desde el año 1977, con la elección de Menajem Beguin, la política israelí ha venido dando un viraje derechista, la diáspora no podía permanecer indiferente a esta inflexión.
Cuán lejos estamos hoy en día del perfil que solíamos bosquejar del judío errante o nómade. La fundación del Estado de Israel como hogar nacional de los judíos, al ofrecerles un territorio, también los reterritorializó subjetivamente. Los israelíes tenían que ser duros, fuertes y ganadores, y despegarse todo lo posible de la imagen del judío diaspórico, frágil, vulnerable y apátrida. No faltaron intelectuales israelíes que cuestionaron esta imagen: los escritores Amos Oz y David Grossman, la poeta Lea Goldberg, el cineasta Amos Gitai, el filósofo y biólogo religioso Yeshayu Leibowitz (quien, al referirse a la ocupación de Cisjordania, acuñó una expresión intolerable para un israelí: ¡nazisionismo!), el activista y periodista Uri Avnery… son solamente algunos de una inmensa lista.
Sin embargo, la Guerra de los Seis Días, o la conquista de los territorios palestinos, los mecanismos cada vez más perversos de gestión de la población sometida, la creciente veneración del Estado, la supremacía del Ejército, el espejismo de una Tierra Santa y el derecho bíblico del “pueblo elegido” a ella, como así también el alineamiento incondicional con Estados Unidos, han desembocado en lo que vemos actualmente: la alianza más siniestra entre la extrema derecha nacionalista y colonialista y el fundamentalismo religioso.
Lo peor de todo, si arriesgáramos una reflexión más amplia, es que el Estado de Israel revindica el derecho exclusivo a representar al judaísmo mundial y a heredar su legado. Es así como dicta su forma nacional y su color político. Se trata de un secuestro de la multiplicidad que antes componía la memoria histórica de la diáspora.
Es sabido que un importante asesor de marketing político estadounidense, Arthur Finkelstein, invitado por Bibi Nethanyahu para colaborar en una campaña especialmente difícil tras el asesinato de Rabin, tenía una aguda lectura del escenario israelí y una diabólica sugerencia. Su diagnóstico era que la derecha se identificaba más como “judía” y la izquierda más como “israelí”. Para alterar el derrotero político del país era necesario contaminar el ambiente con un discurso “judío”: extraña paradoja para una nación que quiso deshacerse de su imagen diaspórica.
Y eso fue es lo que sucedió. Ni hablar de que ese mismo consultor, también judío, fue el que le sugirió al primer ministro húngaro Viktor Orbán que convirtiera al megainversor multimillonario judío-húngaro George Soros, fundador de la Open Society, en el enemigo público número uno del país, ¡aumentando la fuerza de la derecha húngara y su dimensión antisemita!
El precio que paga un país por 55 años de dominación sobre millones de palestinos no es pequeño. Hablamos de los israelíes muertos en combate para perpetuar la ocupación, pero sobre todo de la insensibilidad que va junto a la inversión histórica de los lugares. El gobierno actual, que se considera heredero de las víctimas del nazismo, no se da cuenta de hasta qué punto desempeña actualmente el papel de verdugo.
Un blindaje sensorial en el discurso y en la práctica, en los medios de comunicación y en la gestión de la población que ha llevado a naturalizar la violencia micro y macropolítica. Estado de excepción, dice Giorgio Agamben; necropolítica, dice Mbembe. La amenaza iraní, que es real, solamente encubre y refuerza la negación de la ocupación de los territorios: un tema tabú, siempre relegado a un segundo plano, aunque esté en las noticias a diario. Es la ley del más fuerte rediseñando la geopolítica y sus prioridades.
¿Y qué efecto tuvo esto sobre los judíos brasileños? Esto es lo que vimos: el acercamiento de una parte de la comunidad al candidato presidencial que nunca ocultó sus simpatías por los regímenes autoritarios. Su gobierno resucitó lo que parecía superado: improntas de supremacismo blanco, desprecio por las poblaciones originarias o precarizadas, propaganda inspirada en Goebbels, valorización de la fuerza militar o paramilitar-parapolicial, belicismo explícito, ataque sistemático a las instituciones y a la cultura y el genocidio.
En resumen, una agenda de extrema derecha alineada con lo más regresivo que se pueda imaginar. Sumado a ello, la adhesión irrestricta de la extrema derecha brasileña a la política israelí estaba visible: la bandera israelí pasó a formar parte de la campaña bolsonarista, ¡e incluso apareció en la invasión golpista de los palacios de la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia el 8 de enero de 2023! En otras palabras, para muchos judíos no existía una contradicción entre las posturas fascistas o protonazis y el alineamiento incondicional con Israel. Todo se encajaba.
El bolsonarismo logró la adhesión de una parte de los judíos brasileños no a pesar de su faceta fascista, sino precisamente por ella. Por ende, es necesario preguntarse qué pasó con una parte de esta comunidad desde el punto de vista ético o político, que de constituir una minoría perseguida o refugiada pasó a ocupar un estamento de clase media alta y a adherir a ideologías totalitarias.
Las risas y los aplausos que el humor racista de Jair Bolsonaro arrancó del público durante una conferencia en la sede de Hebraica de Río de Janeiro durante su campaña presidencial de 2018 fue tan solo una muestra de ello. La participación de un tal Weintraub en el Ministerio de Educación fue otra; he allí adónde fuimos a parar: un analfabeto que cita con orgullo al famoso escritor judío llamado “Kafta”.
Se hace difícil no poner estos aspectos en la balanza cuando se cuestiona el grado de pertinencia, participación e implicación de un judío o de una judía en el contexto brasileño. Es obvio que a mucha gente le repugna la complicidad activa de una parte de la comunidad con una agenda que, décadas antes, había sido la causa de la desgracia para los judíos europeos. Que en la mira estén ahora los negros o los indígenas, los gais o los pobres, los presos y los indefensos de toda índole, solamente atestigua el profundo cambio de inclinación y de sensibilidad de una parte de la comunidad judía, dada su recomposición de clase, su identificación con las elites de un país tan desigual, con el consiguiente conformismo frente al racismo atávico (estructural) del que, por cierto, también ella, como parte de la fracción blanca de la población, se benefició en abundancia.
A las elites blancas de Brasil les resulta extremadamente difícil reconocer la “blancura” sobre la que descansan sus privilegios. Lo propio sucede con los judíos, por mucho que se escuden en la historia de las persecuciones de las cuales fueron víctimas. La falta de empatía con los descendientes de tragedias horrendas como las de los afrodescendientes o las de los pueblos indígenas plantea cuestiones cáusticas sobre la dialéctica de la dominación, la identificación con los agresores, la negación, la dificultad para elaborar el trauma y la repetición histórica.
Ahora bien, ¿cómo se puede cambiar esto? No creo que haya una solución rápida, como tampoco la hay para el fascismo. La lucha es la misma, el desafío es el mismo. Incluso si se pudieran llevar a cabo iniciativas específicas en los cada vez más escasos espacios comunitarios, no creo que sean eficaces si permanecen desvinculadas de su entorno más amplio.
La Casa del Pueblo antes mencionada constituye un buen ejemplo en tal sentido, con su línea de actuación al mismo tiempo local e global, singular y universal, histórica y actual. Refugio de perseguidos durante la dictadura militar, en la actualidad conviven allí, juntos, el coro yidis, festejos judíos, ensayos y presentaciones de grupos artísticos guaraníes, bolivianos y transexuales, debates sobre las Jornadas de Junio de 2013 en Brasil y ensayos de la compañía teatral Ueinzz. En esta confluencia entre mundos distintos se vislumbra alguna salida.
Otra vía que se me ocurre en el mismo sentido es la de los libros. Jacó Guinsburg nos enseñó qué puede una editorial en un país como Brasil. Junto a Scholem, Buber, Agnón y los más grandes nombres de la literatura judía mundial, el más audaz catálogo del pensamiento universal, desde Platón hasta Nietzsche, desde las obras completas de Spinoza hasta Hannah Arendt, y eso sin hacer mención a los ensayos clásicos y modernos de estética, teatro y semiótica: la lista es infinita. Lo que Brasil le debe a ese proyecto editorial aún está por escribirse.
La pequeña editorial que fundamos hace diez años sigue la estela de ese espíritu. Títulos como Crítica da razão negra (Mbembe), Corpos que importam (Butler), Metafísicas canibais (Viveiros de Castro), Cosmopolítica dos animais (J. Fausto), Manifesto contrassexual (Preciado), O reino e o jardim (Agamben) y O enigma da revolta (Foucault) constituyen una pequeña muestra de los diversos mundos convocados por n-1 edições. Esparsas, un libro de memoria familiar de Georges Didi-Huberman sobre el Levantamiento del Gueto de Varsovia, que se presentó durante la semana del aniversario en la Casa del Pueblo, tiende un puente más directo con el mundo judío.
Pero es necesario decir una última palabra sobre los exponentes de la cultura de origen judío que se han entregado en cuerpo y alma al contexto brasileño. Clarice Lispector, Paulo Rónai, Maurício Tragtemberg, Mira Schendel, Vladimir Herzog, Jorge Mautner y Boris Schnaiderman: la lista también en este caso es inmensa.
Así y todo, quiero poner de relieve a una de las figuras más conmovedoras desde el punto de vista del encuentro con la alteridad. Claudia Andujar nació en Suiza y pasó su infancia en Transilvania, en ese entonces bajo la dominación húngara. Con la invasión nazi, toda su familia paterna fue deportada a Auschwitz. Ya siendo adulta llegó a Brasil, en donde trabajó como fotógrafa y se interesó especialmente por los yanomamis.
Toda su obra artística −que es la vida− estuvo dedicada a la defensa de esta etnia. En 1977, fundó la Comisión Pro-Yanomamis (CCPY). Aliada al chamán Davi Kopenawa y al misionero Carlo Zacquini, emprendió una campaña internacional de gran envergadura en favor de la demarcación de su territorio, cuyo resultado fue la homologación en el año 1992 de la Tierra Indígena Yanomami. Recientemente, en medio de la revelación del genocidio en aquella área, que coincidió con una gran exposición de sus obras en Nueva York, Andujar reiteró en cadena nacional de comunicación la conexión entre ambas puntas de su vida: habiendo perdido a su familia en el Holocausto, abrazó la causa yanomami y la hizo suya para evitar que también ellos fuesen exterminados. ¿Habría algún ejemplo más digno del encuentro y del entrelazamiento de mundos distintos? ¿No existe algo profundamente judío en esa ética de la alianza y de la solidaridad?
Quizá sea esto lo que más falta hace en Brasil entre las llamadas minorías: que se lleve a cabo la tarea que le incumbe al chamán en el universo indígena, que es la de la negociación entre mundos. Un chamán se ofrece como diplomático “cosmopolítico”, entre los vivos y los muertos, los animales y los humanos, el pasado y el presente. Salvando las distancias, en la inmensa diversidad que compone este país, tal vez lo más importante sea favorecer la coexistencia entre la pluralidad de mundos, sin que ninguno de ellos pretenda la exclusividad, a diferencia de lo que intentó hacer el gobierno anterior con su proyecto de refundar Brasil sobre bases evangélicas y supremacistas.
Una coexistencia no significa que cada uno se encierre en su gueto cultivando su identidad esencialista, en un multiculturalismo superficial. Es necesario que estos mundos puedan afectarse entre sí, contagiarse y sensibilizarse mutuamente. En ocasiones, de esto pueden incluso nacer nuevos pueblos y otras formas de poblar el planeta.
Pero, ¿cómo podemos estar a la altura de semejante reto? ¿No podríamos soñar con una “internacional cosmopolítica”? ¿Es tal aspiración una alternativa al mesianismo judío eurocéntrico, otrora de gran pregnancia y tan fructífero, y ahora cada vez más desvaído e inoperante?
*Peter Pál Pelbart es profesor titular de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo – PUC-SP. Es autor de O avesso do niilismo: cartografias do esgotamento (n-1 edições), entre otros libros.
Traducción: Paula Cobo–Guevara y Damian Kraus.