De la obligación a querer hacerlo, de la trasmisión a poder charlar genuinamente de algunas cosas, de tener que hacerse cargo a vagar dejando atrás esas tristezas que se vuelven inevitables. No hay mayor gesto amoroso que segundear. Bancar, estar ahí, escuchar, acompañar con el cuerpo lo que las palabras ni dicen. No es solidaridad, no es una simple ayuda, no se enseña. No es un favor, no es darle una mano a alguien, ni amistad política, ni lealtad. Segundear es otra cosa. No se educa, no hay cómo hacerlo, no hay que hacerlo. Se va plegando el propio pensamiento a lo que va pasando, aceptando la incertidumbre, resignificando las secuencias. Segundear es superar la piedad y el miedo. Ni ortibarse, ni conmoverse, ni asistir. Ni maestro, ni corazón abnegado, ni militante, papá garrón o mamá luchona. Se segundea porque sí, porque nace, porque está bien, porque no nos ponemos la gorra. Es una actitud cero vigilante que rechaza esa manija insaciable de juzgar, señalar, calcular. Ya no hay deudas impagables, ni postergaciones, ni aparentes absoluciones, ni juicio ortiba, ni ayuda desde el patrullero. Ya no hay nada a cambio, ni obediencia por favores, ni fidelidad inamovible, ni jerarquías que piden todo y nada dan. Segundear es una fuerza que se construye y se conquista en compañía. Se segundea porque no quedó otra, por puro impulso, porque pegamos onda, porque es la única manera de estar vivos. Porque es lo que hay y solo desde lo que hay es posible que haya otra cosa. Es un tipo de lazo tan fuerte como estar en las que hay que estar. No siempre, no en cualquier momento, no para jugar roles prefijados y aburridos. Se segundea porque porque algo arranca, se activa, se enlaza. Porque es una fuerza imparable capaz de cambiarnos de una vez y para siempre.
Eduque a mi hija para una invasión zombie (fragmento) Red Editorial