Nadie necesita autorización para realizar una acción revolucionaria
Carlos Marighella
Seamos ingobernables
El mundo dejó de ser gobernable. Por todos lados explota la revuelta silenciosa contra el empobrecimiento y la impotencia de la soberanía popular para hacerse oír por aquellos que nos despojan, que ahogan nuestros cuerpos en un lodo tóxico mientras vuelven a sus hogares con los bolsillos llenos y la certeza de continuar preservando los lucros criminales de sus accionistas. Esta revuelta apenas comienza. Todos los gobiernos que se levantan pueden caer con la rapidez de la frustración y de la rabia. Los únicos que se sostienen son aquellos que ya no fingen gobernar nada, pero que usan el poder simplemente para proporcionar a sectores de la población el sabor narcotizado de la autorización de la violencia contra los más vulnerables.
Desde 2011, cuando el primer cuerpo de un trabajador fue auto inmolado en Túnez, explotando la secuencia de revueltas conocida como la “primavera árabe” contra esa combinación insoportable de miseria y de impotencia, el mundo nunca más volvió a sus ilusiones de seguir un cauce tranquilo. Ya no volverá. El mundo en el que crecimos, en el que aprendimos a desear, a caminar y circular, ese mundo se acabó. Lo que queda de él es apenas una fantasmagoría. No hay camino de retorno, no hay derechos para preservar o democracia para defender. Nuestra democracia no está en el pasado, ella no puede estar donde nunca existió. Ella está delante de nosotros, como invención radicalmente colectiva que surgirá cuando derrotemos la apatía que el poder quiere imponernos y a la cual nos vinculamos con placer inconfesado.
Sepan que, contra ese deseo de hacer colapsar el mundo, veremos cómo todas las fuerzas se levantan. El fascismo siempre fue una reacción desesperada contra la fuerza de una revolución inminente en el horizonte. Si justamente volvió ahora es porque el piso tiembla, porque las grietas están por todos lados. Oigan cómo tiembla el suelo, cómo hay algo que quiere atravesarlo. No nos dejemos engañar de nuevo, vivimos una contrarrevolución preventiva que no teme usar todo tipo de violencia para acallarnos, que echará mano de todos los disfraces para actuar con más libertad. En este momento podemos estar perdiendo, pero es tan solo porque estamos sin armas. Perdimos el coraje de levantar nuestras armas, de rechazar pactos y conciliaciones que apenas sirven para preservar la violencia contra nosotros mismos. Como animales acostumbrados a un paisaje invariable, preferimos creer que la tempestad va a pasar. Pero la tempestad solo terminará cuando rasguemos las nubes negras que fueron clavadas sobre nuestras cabezas. Y necesitamos de todo tipo de armas para esto. Ahora todo es necesario, desde que tengamos la consciencia del no retorno, desde que tengamos el deseo de ser ingobernables.
El momento es mucho más decisivo de lo que algunos quieren creer. Solo los gobiernos débiles son violentos. Ellos tienen que vigilar cada poro, pues bien saben que su fin puede venir de cualquier parte. Los gobiernos fuertes son magnánimos, porque tranquilamente vislumbran su perpetuación. Lo que se contrapone a nosotros en este momento es débil y desesperado. Caerá. Es hora de hacerlo caer.
La insubordinación de la naturaleza
Para algunos puede parecer extraño que uno de los flancos privilegiados del nuevo fascismo sea la naturaleza, pues todo nos llevaba a creer que el capitalismo estaba ensayando nuevos colores, intentando presentarse ahora como “capitalismo verde”, aliado a las exigencias de “consumo responsable” y “desarrollo sustentable”. Sin embargo, lo que hemos observado y, literalmente, sentido en la piel es radicalmente lo opuesto. La asociación entre el neoliberalismo y las formas primitivas de acumulación del capital alimentó la mercantilización de la naturaleza, desde los materiales genéticos de la flora y la fauna hasta las reservas ecológicas.
En Brasil, la instigación al ataque de la naturaleza puede verse en la liberación de 239 sustancias agrotóxicas durante los primeros seis meses del gobierno de Bolsonaro. La deforestación de la Amazonía sigue avanzando. Datos del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales muestran que la deforestación en la región aumentó 36% durante el periodo electoral. Los que defienden apasionadamente “a los que producen” no dudaron en arrasar de una vez a los pueblos de la selva. Esa postura, evidentemente, no es de ahora. Basta recordar las lamentables posturas de sectores de izquierda, bien resumidas en la infame carta sobre la Farsa Ambiental, del entonces relator del proyecto de ley del nuevo Código Forestal, Aldo Rebelo. En esa ocasión, el diputado se ubicaba al lado de figuras como la ruralista Kátia Abreu, denunciando el hecho de que “el llamado movimiento ambientalista internacional no es –en su esencia geopolítica– más que la cabeza de lanza del imperialismo.” En nombre de los mismos intereses vemos hoy a Bolsonaro decir que nuestro país es blanco de una “psicosis ambientalista”.
En la actual crisis del capital, que se desdobló en una nueva fase autoritaria, las fuerzas económicas y políticas autorizan la explotación predatoria de aquello que sobró. En términos de imaginarios, tenemos la reactualización del western hollywoodense. El Brasil del bang-bang solo podría ser el país de la “selva-virgen”, inhabitada, lista para ser explotada. En las películas, la hostilidad de la naturaleza (rocosa, árida, monumental) es un elemento necesario para que el héroe pueda mostrar su plena fuerza de superación, representada, invariablemente, en escenas de brutalización sanguinaria. En el momento actual, en el que el individuo está más quebrantado de lo que nunca estuvo, las armas y las sierras eléctricas adquieren, lado a lado, el estatuto de objetos de fetiche.
Sin embargo, hay algo en la relación no exploratoria con la naturaleza que libera. Es esa fuerza de libertad que espanta la que necesita ser destruida. Ciertamente no se trata de un llamado al “retorno a los orígenes”, que nos proporcionaría territorialidad y ancestralidad, como un pretendido contrapunto a los movimientos del capital. Después de décadas coqueteando con los más absurdos ajustes productivistas del capitalismo monopolista, una consciencia ecológica de enfrentamiento y ruptura está emergiendo. Pero, una vez más de forma preventiva, el fascismo se vuelca contra ella.
En un país como Brasil, donde el pretendido desarrollo fue impulsado por el fantasma de la tabula rasa, del espacio vacío que debe ser conquistado, los indígenas son borrados del mapa y la naturaleza es rediseñada por los nuevos ajustes de los monopolios. Esos axiomas imperan incluso en sectores de izquierda, que seden a los delirios productivistas. Lo que no debería asombrar a nadie. Para quien cree que la “autonomía” es ser el legislador de sí mismo, “administrarse” a sí mismo o a aquello que, al final, se acomodará a los límites del campo de nuestra actuación, todo lo que no se somete a las formas del “sí mismo”, todo lo que guarda una heteronomía radical, será visto solo como lo que merece sentir las ruedas del tractor y de la trilladora sobre sus espaldas. Quebrar la solidaridad entre razón y dominación es más difícil de lo que parece.
Hay varias maneras de dominar la naturaleza, y todas ellas son una historia que conoce solo un fin, a saber, lo que me era extraño ahora es de mi posesión. O del grupo del cual formo parte o del cuerpo colectivo que también me pertenece. Propiedad privada, propiedad comunal, propiedad colectiva, propiedad estatal. Al final, son las mismas formas de relación. Como si el destino de la naturaleza fuese ser “mía”, independientemente de las formas que ese “mía” pueda tomar. Como si su destino fuese ser una “cosa” lista para ser usada, y no un proceso libre que recuerda, a la vida social, cómo ella constituye aún el espacio de la servidumbre.
Una sociedad emancipada es una sociedad donde no solo los “sujetos” son libres, sino también donde las “cosas” son libres, porque ya no hay “cosas”, ya no corre ese dogma metafísico que separa “personas” (seres dotados de agencia libre) y “cosas” (que son solo la ocasión para el ejercicio del dominio de las personas). Porque las “cosas” actúan, ellas son inapropiables. Porque el dogma teológico de la voluntad como garantía de la diferencia entre la libertad humana y el mundo natural se terminó.
En este sentido, la batalla fascista contra la naturaleza no es solo una parte explícita del deseo de expandir los procesos de acumulación primitiva hacia horizontes que la mano humana aun no ha tocado. Hay algo más aquí. Pues Brasil es uno de los pocos lugares en el mundo donde todavía podemos relacionarnos con vastas áreas inapropiadas y que, por lo tanto, harían efectiva, en parte, esa libertad radical que posee la naturaleza de producir perenenmente sus propias normas. Esto no podría dejar de resonar en la experiencia social de quien vive aquí.
La batalla fascista por la abolición de esa necesidad de relacionarse con lo que no se deja poseer, con lo que promete a la vida social la posibilidad de nuevas formas, con lo que la libra de esa ilusión disciplinar de autonomía que solo esconde el deseo inconfeso de una mayor dominación y distinción entre lo humano y lo animal, entre la construcción del espacio social y la potencia biológica de la vida.
En este sentido, nada peor que equivocarnos de flanco y creer que nuestra respuesta pasa por nuevas formas de apropiación. Nuestra respuesta pasa por extender la noción de “sujetos” hacia aquello que parecía ser apenas el obstáculo a vencer, el “vacío” a ser llenado o transpuesto. Como ya se ha dicho, se trata de una batalla de formas de vida. La naturaleza no es ni idilio ni depósito listo para ser usado. Si ella es uno de los principales flancos del fascismo, es porque nuevas formas de relaciones con la naturaleza implican cambios económicos y políticos profundos. Pues ella produce metabolismos que pueden deponer las formas de la dominación. La dominación de los humanos es indisociable del deseo de dominación de las cosas. No querer dominar las cosas, descubrir la humanidad de las “cosas”, es el paso fundamental para librarnos de la dominación de los humanos. Por eso, emancipados eran los indios bororos, que decían: “Yo soy una guacamaya [arara]”. Nunca fue tan evidente la incompatibilidad radical entre el capitalismo y la vida.
Es solo arte…
Nadie conoce mejor nuestra verdadera fuerza que aquellos que luchan contra nosotros. Alguien podría extrañarse por la inusitada importancia que han ganado las cuestiones culturales y artísticas en los últimos años. No solo las representaciones teatrales, las performances y las exposiciones han sido duramente atacadas, perseguidas y censuradas, sino que también ha vuelto a escena un debate latente desde que Goebbels gritaba consignas de orden contra los artistas y contra el “marxismo cultural”.
A simple vista, puede parecer que se trata de cierto entretenimiento, la vieja táctica de desviar el foco de las brutalidades evidentes, desplazándolo hacia otros terrenos en disputa, como las políticas de identidad, las costumbres, la sexualidad, la religión, es decir, estimulando una supuesta guerra cultural. En este sentido, uno podría creer lo que dijo el estratega de extrema derecha Steve Bannon: “Mientras más hablen [las izquierdas] de políticas identitarias, más me favorecen”. Si hemos perdido tanto en los últimos años no es porque la fuerza de los ejes de la dominación que pasan por la raza, el género y la sexualidad hayan pasado a primer plano. Ha sido porque la falsa creencia en que tales luchas eran identitarias tiende a confundir a algunos. Si solo es posible una vida libre fuera de las amarras del poder del Estado, entonces hacer colapsar al Estado exigirá alianzas inesperadas e inauditas, requerirá sujetos que asuman múltiples formas y hagan que sus voces tengan eco a través de múltiples voces. Es el capitalismo el que denomina tales luchas como “identitarias”, pues quiere reducirlas al enfrentamiento de una identidad con otra, no a una humanidad libre contra una vida mutilada.
Por lo tanto, esta línea de combate no es un desvío. Es el centro. Se trata de destruir toda emergencia de otras sensibilidades, de formas de relaciones imposibles, de percepciones no colonizadas, de visibilidades de lo que hasta ahora ha sido invisible. De esto también se trata el arte. Por eso, el poder necesita silenciarlo.
Y él ya ha sido silenciado de muchas maneras. La inteligencia fascista actual consiste en luchar preventivamente contra lo que emergerá. Una forma de silenciar el arte ha sido mediante su captura por fundaciones privadas mantenidas por corporaciones financieras. La polémica en relación a la muestra del Queer Museum está relacionada con la Fundación Santander, que financió el evento mediante la exención de impuestos. Antes del episodio de Porto Alegre, San Pablo había vivido otra polémica cultural, la utilización de blackface en un montaje teatral. En ese momento el debate fue capturado por el brazo cultural de otro poderosos banco (Itaú), que apareció desprevenido como un auténtico, legítimo y valiente defensor de la causa negra. El debate organizado en la sede de Itaú Cultural en la Avenida Paulista fue un paso más hacia la consolidación del embuste de la democracia racial, reforzando la visión de que los posibles deslizamientos no tienen nada que ver con un supuesto racismo estructural y crónico, que es lo que nos caracteriza como nación, resultado de tres siglos y medio de esclavitud oficial.
Incluso la ley Rouanet, tan debatida como poco conocida, ocupó el centro de esta nueva arena de conflictos. Este mecanismo representa un hallazgo genial de los sectores dominantes de Brasil (la expresión aquí designa tanto al poeta José Arney como al intelectual y especialista de la Secretaría de Cultura –el MinC se había extinguido–, que dio nombre a la ley durante la administración Collor) y es el ejemplo perfecto de la vanguardia del atraso que ha caracterizado a buena parte de las políticas públicas culturales en el país. Pues bien, la ley no fue criticada por la escandalosa promoción de la transferencia de recursos (a través de la exención de impuestos) y las competencias (planificación estratégica y poder decisivo en la toma de decisiones, por ejemplo) de la esfera pública a la esfera privada, preferencialmente a la del gran capital. Tampoco ha sido criticada por la larga lista de distorsiones que la acompañaron desde el inicio: concentración regional en el Sudeste, desvíos de los fondos, crecimiento exponencial de intermediarios, etc. En lugar de este debate, ¿qué quedaba? La charlatanería circunscrita a los clichés, tales como “artistas mamando de las tetas del estado”. Sobre el poder de los departamentos de marketing para definir una parte crucial de la cultura nacional, se ha escuchado muy poco.
Esto solo muestra que la lucha del arte contra el fascismo no puede hacerse recuperando algo de los procesos de producción y autocomprensión que hasta ahora han estado vigentes. Esta lucha exige un arte revolucionario. La pregunta ya no puede ocultarse: ¿qué es hoy un arte revolucionario? A muchos hacer esta pregunta les parece un despropósito, lo que muestra hasta dónde hemos llegado. Pero es este el despropósito que nos espera.
Que ella sea enunciada entonces en Brasil. Pues, en Brasil, el colonialismo hiper violento es reactualizado día tras días sin escatimar ninguna dimensión de la vida social. El teatro jesuita en el siglo XVI estableció el patrón que articula violencia real y simbólica. Nuestro primer teatro de matriz europea fue claramente politizado, cruel, violento, falsificado y… seductor, incluyendo, como carnada, elementos de la cultura indígena en los textos y en las escenificaciones, con fines de proselitismo y aniquilación de la alteridad.
Es una obviedad –una obviedad que vale la pena repetir siempre– el que las clases dominantes se esfuerzan por transformar sus intereses particulares en universales. No solo sus intereses, sino también sus formas. No solo los contenidos expresados en las producciones culturales y artísticas reflejan la ideología hegemónica, sino también la forma y las relaciones sociales de producción consolidan sus formas de vida. La figura del héroe es emblemática a este respecto, especialmente en un país en el que los sectores progresistas han retrocedido al populismo, en el que experimentamos una regresión peronista de la política. No importa si el héroe es de izquierda o de derecha, lo que importa es que sigue siendo un héroe, y la existencia del “sistema de héroes” permite la transferencia simbólica (aunque con consecuencias reales) de responsabilidades desde el plano colectivo hacia el plano individual. Va de lo común (simple) a lo excepcional, de lo común (compartido) a lo particular. Entonces, la idea poderosa e inspiradora de la emancipación pierde fuerza con este “sistema de héroes” que entabla el régimen burgués (recuperándolo de tradiciones anteriores), ya que la posibilidad de cambio, impulsada por una acción conjunta y organizada, es confiscada y anulada al ser transferida fuera de la esfera colectiva. El héroe es el avatar perfecto de la visión metafísica que supone un creador o protector apartado de la vida cotidiana y de la historia.
Según la leyenda, el rey Midas transformaba en oro todo lo que tocaba y ello le impidió alimentarse. La generalización de la mercantilización actualiza este viejo mito. Como regla general, en la última década las acciones culturales –del Ministerio de Cultura y sus socios en el sector privado– fueron sometidas a las reglas de la economía creativa, de la creación de renta, del emprendimiento cultural, del pragmatismo y de las artimañas publicitarias. El resultado fue la proliferación de subproductos oriundos de los nuevos modelos de negocio, tan apreciados por los negocios culturales en tiempos de entretenimiento globalizado. La tímida democratización de la producción cultural a través de los fondos concursables se esterilizó gracias a la mantención de la estructura comercial de circulación de los productos artísticos. Por lo tanto, lo que se ha visto en los últimos años es la explotación continua e intensa de los trabajadores de la cultura, la mayoría de los cuales se enfrentan a una verdadera “guerra por la supervivencia”, que se especializan en diseñar proyectos para adaptarse mejor a las condiciones de la nueva economía creativa.
La política cultural petista/lulista nunca excedió los límites del tibio consenso del proyecto más amplio que la originó. La simpatía del ministro Gilberto Gil no logró ocultar la gelatina general que reunía una especie de tropicalismo redivivo –siempre tan rebelde como integrado al mercado–, y el viejo “modo petista de gobernar”, en abierta degeneración burocrática y acomodación al establishment. El discurso fue parcialmente renovado, pero el ideario liberal se mantuvo presente, con su universalismo de pacotilla, la aceptación tácita de la competencia y de la meritocracia y una convivencia pacífica con las reglas del mercado. Si los gobiernos de Lula y Dilma no produjeron cartillas que declararan que “la cultura es un buen negocio”, como lo hizo en 1995 Francisco Weffort, fundador de PT y Ministro de Cultura de Fernando Henrique Cardoso, fueron ellos los que allanaron el camino para nuevos modelos de negocios culturales, para el soft power y la falsa panacea de la economía creativa. De hecho, el cabildero João Doria innovó en 2019 al agregar precisamente la expresión “economía creativa” al nombre de la Secretaría de Cultura del Estado de San Pablo.
Una de las razones de esta relativa estabilidad del modelo cultural dominante en Brasil, e incluso su profundización, fue la aproximación de las concepciones de arte y cultura asumidas por los principales actores políticos de las últimas décadas. La cuasi anulación de las diferencias (una vez que la idea de ruptura se convirtió en anatema) ocurrió en la esfera política general, centrándose a su vez en la cultura y sus políticas específicas.
En todo este horizonte, queda claro la rendición de la zona de conflicto entre el arte y la lógica económica de la mercancía con sus dimensiones fascinantes. No por azar, incluso la idea de la crítica de la cultura salió del radar de los gestores de la integración y de la producción mercantil de “nuevos espacios de afirmación cultural”. Esto está a punto de confundir más espacios de la industria cultural con la emancipación. Esta miseria que pasa por crítica puede llevarnos a creer que los productos de la industria cultural son la forma exitosa de la emancipación. Como si las luchas por la emancipación negra y femenina tuvieran lugar naturalmente en el nuevo video de Beyoncé y Anitta, en una celebración macabra de la fuerza integradora del capitalismo en su punto más fascinante.
El arte siempre será necesariamente antisistémico. Se trata de lo que sacude las formas. Se trata de la creación y del disfrute de bienes simbólicos inapropiables y no de la producción industrial y el consumo de bienes culturales. Por eso, la lucha no puede limitarse solamente a lo que llamamos contenido o temas, sino que debe incluir necesariamente el pasaje de la lógica del objeto/mercancía a la lógica de la relación/proceso. Esta visión del arte crítico y creativo –antiburocrático y anticapitalista–, es la antítesis perfecta de las concepciones y prácticas gestadas, nacidas y sostenidas por la forma mercancía. Sin embargo, en las últimas décadas, el escenario se ha complicado por la aparición de discursos y acciones que utilizan vocabulario y ciertas prácticas de las izquierdas, como la creación compartida y los modelos en red. Así, surge un movimiento aparentemente horizontal y democrático, pos-resentimiento (sic) –en general relacionado con pautas identitarias legítimas y a temas apreciados por la juventud–, todo mezclado con una agenda económicamente conservadora y falsamente libertaria que obviamente no dice su nombre. La hábil manipulación del jesuita José de Anchieta renace en terra brasilis. Aparentemente fuera de eje, los negocios culturales prosperan. En el arte/cultura, pero también en la comunicación, ya no hay vergüenza en el uso de términos como emprendimiento, economía creativa, soft power, monetización, creación de renta.
Evidentemente, es posible tener una perspectiva anticapitalista consecuente y vivir del arte en un mundo hegemonizado por la forma mercancía. Lo que está en juego aquí es la necesidad de revelar la contradicción radical entre arte y cultura plena y capitalismo. En los días que corren, la contradicción es aún más visible, porque no es una novedad que el fascismo odie la cultura. Nuestro desafío, entonces, es mostrar la incompatibilidad de la plena creación artística y la plena expresión cultural en el entorno utilitario, vulgar y cercenador del capital. El desafío radica en la invención que une la audacia política y la investigación de nuevas formas. También radica en denunciar la cultura oportunista que se integra al capitalismo supuestamente separado, rápido, cool, superconectado e hipercontemporáneo, vendido como una alternativa a la vida dañada.
Ahora más que nunca, la imaginación política depende de y necesita estimular la imaginación poética. Y viceversa. La ausencia de una de ellas mutila gravemente a la otra.
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*Ediciones Mimesis y el Grupo de estudios brasileños se une al urgente llamado a la acción que desde Brasil realiza n-1 ediciones y el Colectivo Centelha. Su libro Ruptura (São Paulo: n-1 edições, agosto 2019) se publicará por entregas en el blog de Mimesis. He aquí la primera.
Imagen: fragmento de la fotografía que acompaña cada acápite de Ruptura.