por Roberto Jensen
¿Sientes ansiedad vital en esta sociedad destrozada, en este planeta saturado? No es de extrañar. La vida, tal y como la concebíamos, está a punto de desaparecer. Mientras que la cultura dominante impulsa la negación disfuncional −tómate una pastilla, vete de compras, encuentra la felicidad− existe una estrategia más sensata: acepta la ansiedad, asume la angustia profunda, y ponte apocalíptico.
Nos hallamos ante una cascada de múltiples crisis ecológicas. Lidiamos con instituciones políticas y económicas incapaces de asumir, y mucho menos solucionar, estas amenazas a la familia humana y al mundo natural en su conjunto. Estamos intensificando un asalto sobre los ecosistemas de los que dependemos, mermando la capacidad del mundo natural para sustentar una presencia humana a gran escala en el futuro. Cuando el mundo se oscurece, fijarse en el lado bueno deja de ser virtud para convertirse en señal de irracionalidad.
En semejantes circunstancias, la ansiedad se vuelve racional y la angustia sana. Ya no son señales de debilidad sino de valentía. El dolor profundo por lo que estamos perdiendo −y lo que ya hemos perdido, y quizá jamás recuperemos− es apropiado. En vez de reprimir estas emociones, podemos confrontarlas, no como individuos aislados sino colectivamente, y no sólo por el bien de nuestra salud mental, sino para incrementar la eficacia de nuestra organización a favor de la justicia social y la sostenibilidad ecológica que aún esté a nuestro alcance. Una vez procesadas estas reacciones, podemos volvernos apocalípticos y empezar el trabajo de verdad.
Puede sonar extraño, dado que normalmente se nos recomienda superar nuestros miedos y no ceder a la desesperación. Defender el apocalipticismo puede resultar aún más raro, debido a su asociación con reaccionarios religiosos que se preparan para “el fin de los tiempos” o con pesimistas laicos obsesionados con la supervivencia. Las personas con sensibilidad crítica, los que nos preocupamos por la justicia y la sostenibilidad, nos vemos como realistas y menos propensos a caer en fantasías teológicas o de ciencia ficción.
Muchos asocian la “apocalipsis” con los delirios de rapto derivados de ciertas interpretaciones del Libro de las Revelaciones cristiano (o el Apocalipsis de Juan), pero conviene recordar que el significado original de la palabra no es “fin del mundo”. El significado tanto de “revelación”, del latín, como de “apocalipsis”, del griego, alude al levantamiento del velo, la divulgación de lo oculto y la llegada de la claridad. En este contexto, hablar apocalípticamente puede ahondar en nuestra comprensión de las crisis y ayudarnos a ver a través de la maraña de ilusiones tejida por las personas e instituciones del poder.
Pero hay un final que tenemos que afrontar. Una vez que nos hayamos enfrentado honestamente a las crisis, podremos ocuparnos de aquéllo que está acabando, que no es el mundo entero sino los sistemas que estructuran nuestras vidas en la actualidad. La vida tal y como la conocemos está, indudablemente, llegando a su final.
Empecemos con las ilusiones: Algunas de las historias que nos hemos contado −afirmaciones provenientes de personas blancas, hombres, o ciudadanos estadounidenses que ven la dominación como algo natural y apropiado− son relativamente fáciles de desmentir (aunque aún son muchos los que se aferran a ellas). Otras aseveraciones delirantes, como la aserción de que el capitalismo es compatible con los principios morales básicos, una democracia sólida y la sostenibilidad ecológica, son más difíciles de desmontar (tal vez porque no parece haber alternativa).
Pero quizás la más difícil de desbancar sea la creencia central de la economía extractiva del mundo industrial: que somos capaces de sostener una presencia humana a gran escala indefinidamente manteniendo los niveles actuales de consumo del Primer Mundo. El cometido de aquéllos con sensibilidad social no es sólo resistirse a normas sociales opresivas y a la autoridad ilegítima, sino proclamar una simple verdad que casi nadie quiere admitir: la vida de alta energía/alta tecnología de las sociedades pudientes supone un callejón sin salida. No podemos predecir con precisión los efectos de la competición por recursos o de la degradación ecológica en las décadas venideras, pero tratar al planeta como una mera mina de la que extraemos y un vertedero al que tirar después los desechos es puro ecocidio.
No podemos saber con certeza cuándo va a acabar la fiesta, pero la fiesta se ha acabado.
¿Parece histriónico? ¿Excesivamente alarmista? Fijémonos en cualquier indicador decisivo sobre la salud de la ecosfera que habitamos −agotamiento de aguas subterráneas, pérdida de suelo fértil, contaminación química, incremento de la toxicidad en nuestros propios cuerpos, la cantidad y extensión de “zonas muertas” en los océanos, la aceleración en la extinción de las especies y la reducción de la biodiversidad− y planteémonos una sencilla pregunta: ¿Hacia dónde nos dirigimos?
Tampoco olvidemos que vivimos en un mundo basado en el petróleo que está agotando rápidamente todo el petróleo barato y fácilmente accesible, lo cual significa que nos enfrentamos a una reconfiguración a gran escala de las infraestructuras que soportan nuestra vida cotidiana. Mientras tanto, la desesperación por evitar tal reconfiguración nos ha llevado a una era de “energía extrema” y a la utilización de tecnologías cada vez más peligrosas y destructivas (fracturación hidráulica, extracción en aguas profundas, minería de extracción de cimas de montaña, extracción en arenas de alquitrán).
Ah, ¿se me ha pasado mencionar la indiscutible progresión del calentamiento global/cambio climático/perturbación climática?
Vivimos en una época en la que los científicos hablan de momentos críticos y de fronteras planetarias, sobre cómo la actividad humana está lastrando la Tierra más allá de su capacidad. Hace poco, 22 científicos de prestigio advirtieron que es probable que los humanos estemos forzando una transición crítica y a escala planetaria “con el riesgo de una rápida e irreversible transformación de la Tierra hasta llegar a un estado desconocido en la experiencia humana”, y eso significa que “los recursos biológicos que ahora damos por sentados pueden verse sujetos a transformaciones rápidas e imprevisibles en cuestión de unas pocas generaciones humanas”.
Tal conclusión se deriva de la ciencia y del sentido común, no de creencias sobrenaturales ni de teorías conspiratorias. Las implicaciones sociopolíticas son evidentes: no habrá solución a nuestros problemas mientras insistamos en salvaguardar el estilo de vida de alta energía/alta tecnología predominante en gran parte del mundo industrializado (y que anhelan muchos de los que, en estos momentos, se ven privados del mismo). Hay mucha gente dura de pelar que, aun estando dispuesta a cuestionar otros sistemas opresivos, se agarra férreamente a esta forma de vivir. El crítico Frederic Jameson ha escrito: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”, pero eso sólo es parte del problema. Para algunos es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del aire acondicionado.
Es cierto, vivimos en una especie de fin de los tiempos. No es el fin del mundo −el planeta seguirá existiendo con o sin nosotros− sino el fin de los sistemas humanos que estructuran nuestra política, economía y vida social. “Apocalipsis” no tiene porqué implicar fantasías de rescate celestial ni el culto a la supervivencia del más fuerte; ser apocalíptico significa ver las cosas claras y comprometernos a recuperar los valores fundamentales.
En primer lugar, debemos reiterar el valor de nuestro trabajo en pro de la justicia y la sostenibilidad, aun sin la garantía de poder cambiar la trayectoria desastrosa de la sociedad contemporánea. Asumimos proyectos, incluso sabiendo que pueden fracasar, porque es lo correcto y, al asumirlos, creamos nuevas oportunidades tanto para nosotros mismos como para el mundo. Al igual que, aun siendo conscientes de que todos moriremos algún día, seguimos levantándonos cada mañana, una evaluación honesta de la realidad planetaria no tiene porqué paralizarnos.
Así pues, abandonemos tópicos tan sobados como: “El pueblo americano hará lo correcto si conoce la verdad” o “Los movimientos sociales del pasado demuestran que nada es imposible”.
No hay ninguna evidencia de que ser conscientes de una injusticia incite automáticamente a la ciudadanía estadounidense, o a cualquier otra, a corregirla. Cuando las personas creen que la injusticia es un mal necesario para mantener su comodidad material, algunas aceptan esas condiciones sin rechistar.
Los movimientos sociales centrados en temas raciales, de género y de orientación sexual han conseguido cambiar leyes y prácticas opresivas y, en menor grado, alterar creencias arraigadas. Pero los movimientos que celebramos más a menudo, como la lucha por los derechos civiles tras la Segunda Guerra Mundial, operaban dentro de una cultura que daba por garantizada la continuidad de la expansión económica. Ahora vivimos en una era de contracción permanente −cada vez habrá menos de todo, no más. Presionar a un grupo dominante a renunciar a ciertos privilegios cuando hay expectativas de abundancia ilimitada para todos es un proyecto muy distinto a hacerlo cuando hay una intensa competencia por acumular recursos. Esto no presupone que seamos incapaces de avanzar en nuestro afán de justicia y sostenibilidad, pero tampoco debemos caer en el simplismo de creer en su inevitabilidad.
Otro tópico a desechar: La necesidad es la madre de la invención. Durante la edad industrial, y gracias a la explotación de nuevos suministros de energía concentrada, la humanidad ha generado una cantidad inaudita de innovación tecnológica, y en poco tiempo. Pero esto no es garantía de que exista una solución tecnológica para cada uno de nuestros problemas; vivimos en un sistema con límites físicos y toda la evidencia apunta a que estamos muy cerca de esos límites. El fundamentalismo tecnológico −dícese de esa creencia cuasi-religiosa que mantiene que la aplicación de la tecnología más avanzada siempre es apropiada, y que todo problema provocado por cualquier consecuencia no intencionada se puede remediar mediante más tecnología− es una promesa tan vacía como cualquier otro fundamentalismo.
Si todo esto nos resulta inaguantable, es porque lo es. Nos enfrentamos a nuevos retos, cada vez más expansivos. En ningún momento de la historia de la humanidad nos habíamos enfrentado a tantas catástrofes potenciales a nivel global; jamás nos habíamos visto amenazados por tantas crisis sociales y ecológicas simultáneamente; jamás habíamos tenido tal abundancia de información sobre las amenazas que hemos de asimilar.
Es fácil huir de nuestra incapacidad de enfrentarnos a ello proyectándola sobre los demás. Cuando alguien me dice: “Estoy de acuerdo con tu evaluación pero la gente no puede asimilarlo”, entiendo que lo que esa persona me está diciendo en realidad es: “Yo no puedo asimilarlo.” Pero asimilarlo es, a fin de cuentas, la única opción sensata.
Los políticos establecidos continuarán protegiendo los sistemas de poder existentes, los directivos de empresas seguirán maximizando ganancias sin importarles nada más y la mayoría de la gente continuará evadiendo estos temas. La tarea de aquéllos con sensibilidad crítica −aquéllos que defienden continuamente la justicia y la sostenibilidad, incluso cuando resulta difícil− es no echarse atrás por el simple hecho de que el mundo se ha vuelto más ominoso.
La adopción de este esquema apocalíptico no supone separarse de la sociedad convencional ni dejar de lado proyectos que busquen un mundo más justo dentro de los sistemas existentes. Soy profesor en una universidad que no comparte ni mis valores ni mi análisis pero, aun así, sigo enseñando allí. En mi comunidad, formo parte de un grupo que ayuda a la gente a crear cooperativas que operarán dentro de un sistema capitalista que, a mi modo de ver, es un callejón sin salida. Pertenezco a una parroquia que lucha por radicalizar el Cristianismo sin dejar de formar parte de una confesión religiosa cautelosa y, a menudo, cobarde.
Soy apocalíptico, pero no me interesa una retórica vacía extraída de movimientos revolucionarios de antaño. Sí, necesitamos una revolución, muchas revoluciones, pero la estrategia aún no está clara. Por tanto, mientras trabajamos pacientemente en proyectos reformistas, podemos seguir ofreciendo un análisis radical y experimentando con nuevas formas de trabajar juntos. Podemos contribuir a reforzar las redes e instituciones que pueden servir de base para los cambios radicales que necesitamos sin dejar de implicarnos en la educación y el activismo a nivel local para obtener objetivos modestos e inmediatos. En estos espacios podemos articular, y vivir, a día de hoy los valores de solidaridad e igualdad que siempre serán esenciales.
Adoptar una visión apocalíptica no es abandonar la esperanza sino reafirmar la vida. Como dijo James Baldwin hace varias décadas, debemos recordar “que la vida es el único punto de referencia y que la vida es peligrosa y que, sin la alegre aceptación de tal peligro, nunca habrá seguridad para nadie, jamás y en ningún lugar”. Evitar la dura realidad de nuestro momento histórico no nos garantiza seguridad alguna, tan sólo sirve para erosionar el potencial de las luchas por la justicia y la sostenibilidad.
Tal y como dijo Baldwin de manera tan aguda en ese mismo ensayo de 1962: “No todo a lo que nos enfrentamos puede cambiarse, pero no podemos cambiar nada hasta que nos enfrentemos a ello”.
Es hora de ponernos apocalípticos, o quitarnos de en medio.