por Máximo Badaró
Entre las numerosas interpretaciones de los violentos hechos que sacudieron a la Argentina en la segunda semana de diciembre de 2013, la que más me dejó pensado fue la que hizo un amigo que vive en Concordia, la ciudad donde yo nací y me crié, cuando el lunes pasado lo llamé por skype para saber si el panorama desolador que el noticiero de TN mostraba en su pantalla reflejaba lo que ocurría en esa ciudad.
Mi amigo estaba sentado en la galería de su casa. “Acá estoy, esperando”, me dijo, mientras enfocaba con su celular la escopeta que tenía arriba de la mesa junto al termo, el mate y un cenicero repleto de colillas de cigarrillos. Se la había prestado un vecino. “Estamos todos armados”.
“Las esquinas de los barrios están llenas de gente en motitos, están esperando la noche para volver a robar”, agregó, mientras se escuchaba el ladrido de sus perros y la televisión encendida en el mismo programa de TN que yo estaba mirando en Buenos Aires.
Mi amigo temía que la violencia contra los negocios se extendiera a las casas de familia. “En Córdoba se metieron en las casas”. Por eso se armaba. En Concordia, como en otras ciudades que tienen un fuerte vínculo con la caza, la pesca y el campo, muchas personas tienen armas en sus casas.
Ese día él había visto cómo alguien repelía con una pistola desde dentro de un automóvil a decenas de personas que llegaban en motitos a un supermercado presumiblemente, según me dijo, para saquearlo. Mi amigo estaba en la vereda del supermercado y los balazos le pasaron cerca. La noche anterior él había visto negocios saqueados, gente transportando colchones y televisores arriba de motitos y algunas camionetas.
A la hora de explicar lo que estaba pasando, mi amigo no descartó la idea de la organización: “Yo vi a un tipo que entró, compró una leche y salió, y después lo ví hablando por celular en la esquina antes de que lleguen las motos”. Pero no asoció la organización con la policía, a la cual reconocía la legitimidad de su reclamo. Para él la organización venía del lado de quienes estaban manejando a “los pobres” para aprovecharse de la situación creada por la huelga policial.
Entonces mi amigo formuló la primera hipótesis que llamó mi atención: los pobres saquean y se llevan electrodomésticos porque el dinero que reciben de los planes sociales los “ceba” al consumo.
Mi amigo sugería una representación de los sectores populares que está muy presente en muchos sectores medios y altos de la Argentina , y que los define desde su dependencia del estado, como actores que en cierta medida representan al estado: los pobres son el estado.
Pero esa no fue su única interpretación. Además de atemorizado, mi amigo tenía una indignación moral por lo que había visto en las calles de Concordia: “No roban porque tienen hambre, lo hacen de malditos y de dañinos, sólo para hacer daño”.
Así, mi amigo deslizaba dos interpretaciones llamativas: los pobres son el estado y roban a la sociedad para hacerle daño.
El comentario de mi amigo dejaba entrever que para muchos sectores de la Argentina la ampliación de la capacidad de consumo de los sectores populares que el estado ha fomentado en los últimos años, y que en buena medida les permitió mezclarse con algunos sectores medios, un proceso que en las ciudades chicas tiene una expresión espacial muy fuerte, era una de las causas centrales de los males que los saqueos encarnaban con crudeza: los pobres hacen daño porque quieren seguir consumiendo.
Las motitos con las que se desplazaban muchos de los saqueadores, y a las que los sectores populares pueden acceder con relativa facilidad –al precio del endeudarse a altísimas tasas de interés– son percibidas como el emblema de consumo de los pobres.
En muchos comentarios de los saqueos aparecía la imagen de la motito asociada a la figura de la “banda”: bandas de motitos conducidas por cientos de pobres que se desplazan aleatoriamente por la ciudad sin respetar normas de tránsito, molestando con los chillidos de caños de escape mal silenciados, y amenazando con saquear negocios o golpear a los transeúntes. La motito permite un recorrido nómade, liviano, veloz, ruidoso e indeterminado del espacio urbano. Y también permite escapar rápidamente.
Lejos estamos del recorrido regulado y de los traslados de punto a punto que impone el transporte público o del recorrido pesado, costoso y con escasa capacidad de reacción y maniobra que permiten los automóviles.
Todavía está por hacerse el estudio que explore cómo el acceso de los sectores populares a motos baratas de baja cilindrada está reconfigurando sus modos de transitar y habitar el espacio urbano y de relacionarse con los sectores medios y altos en ciudades medianas y pequeñas de la Argentina. En muchos países de África, por ejemplo, el ingreso masivo de motitos baratas fabricadas en China está modificando la vida económica, política y social de las poblaciones más pobres, y transformando radicalmente las configuraciones del paisaje urbano y rural.
No voy a apelar a la corrección política para emitir juicios de valor sobre las apreciaciones de mi amigo. Lo que me interesa, en cambio, son las diferentes aristas que contienen sus comentarios. El antropólogo francés Pierre Clastres acuñó la expresión “la sociedad contra el estado” para referirse a las sociedades indígenas que intentan conjurar la formación del poder estatal y su intromisión en la vida social. En los conflictos de Concordia y de otras ciudades de la Argentina asistimos a otras variantes de este proceso.
Por un lado, los saqueos, que a primera vista aparecen como un conflicto de clase – sociedad contra la sociedad– también se revelan como un conflicto del “estado contra la sociedad”, con la particularidad de que en este caso el estado aparece representado por una parte de la sociedad: “los pobres”. Por otro lado, las palabras de mi amigo traslucen la figura del consumo como destrucción. Y sugieren una variante: el consumo destructivo de los pobres como revelador de una faceta auto-destructiva del estado: “el estado contra el estado”.
Paradójicamente, fueron los policías, que forman parte del estado, quienes a través del apoyo de sus familiares, amigos y diferentes sectores sociales, encarnaron la fórmula de “la sociedad contra el estado”. Los conflictos violentos que se generaron a partir de la huelga policial pusieron en evidencia muchas problemáticas, entre las cuales me interesa destacar las que insinuaban los comentarios de mi amigo: las paradojas y ambigüedades del consumo como mecanismo de igualación social y de la capacidad del estado para lidiar con las fuerzas auto-destructivas propias y ajenas.