“Hay gente que ríe, hay gente que llora, hay gente que vive buscando la gloria; hay gente que muere pidiendo lo justo y hay gente que vive a costa de lo injusto.
Prefiero morirme por los que han callado, a manos siniestras que paga el Estado, al buitre asesino que mata mi tierra y al hombre que gana haciendo la guerra”,
Daniela Millaleo, Trafun.
Los pactos de la transición son desafiados y pese a todo se resisten a claudicar. Son aquellos pactos los que forjaron el consenso ideológico de la elite que logró hacer del mercado un lugar común, organizando por varias décadas una forma de vida que hoy se desfonda frente al estallido social chileno que, como un susurro subyacente devenido estruendoso alarido, reclama con vehemencia lo que le fue expropiado por el economicismo paroxístico del modelo neoliberal: la inapropiable vida. Esta verdadera Dialéctica de la Transición (parafraseando un viejo motivo frankfurteano) logró que la obra gruesa de la dictadura se desarrollara a través de una gubernamentalidad democrática, que consolidó la persistencia del autoritarismo y el culto al dinero en las lógicas del poder institucional posdictatorial con sus ramificaciones en la vida cotidiana.
Quizá como a la Ilustración, también le corresponde a la Transición ser interrogada en el plano conceptual, puesto que “el retorno de la democracia” en Chile, con sus alegorías televisivas y su episteme prescriptiva, la hacía renacer bajo el signo del dominio, sintetizado en una innovadora noción de orden que se ajustaba a las disposiciones anómicas que hacían de la excepcionalidad, la condición de funcionamiento efectivo del mercado. De ahí que la pregunta por la democracia resulte tan incómoda en estos días, cuando se le utiliza como motivo para condenar los actos de violencia acontecidos en las calles.
Acudiendo al desgastado pero eficiente tópico de la delincuencia común, estrategia político-mediática de la Transición democrática para gestionar el miedo y reforzar el deseo autoritario por el orden, se repudia el vandalismo que ha saqueado e incendiado la ciudad, y que ahora es puesto como la piedra de tope para avanzar en los acuerdos institucionales que presuntamente responderán a las demandas del país, aporéticamente dirigidos por aquellos que han sido apuntados como parte del problema.
La llamada fuerza pública, que se escuda en el cumplimiento estricto de “protocolos”, evidencia que el “uso racional” de la fuerza, es decir una violencia no letal aplicada con proporcionalidad, no es menos dañino y menos traumático, cuando su finalidad disuasiva es precisamente suministrar dolor en dosis soportables. En ese ámbito, una crítica de la razón requiere pensar las secuelas y constricciones que todo orden propaga en el existir potencial. Si la racionalidad instrumental volvía todo vínculo humano en una oportunidad de beneficio individual, la racionalidad inmunitaria (en el sentido de Esposito) establece un nexo consustancial entre aquello que protege la vida y aquello que la pone en peligro.
Los pactos constitucionales están siempre condicionados por los pactos simbólicos que les anteceden y determinan. Es así que en medio de esta contienda que conmociona y agiliza se nos exija abrir espacio al pensar imprudente, sabiendo que la temporalidad de la reflexión crítica también ha sido desafiada por el vértigo intempestivo de la revuelta popular, entonces no puede más que dejarse arrastrar por los únicos diagnósticos posibles –fragmentarios, imprecisos, pasionales– que permite este instante.
La crítica del neoliberalismo y su democracia corporativa, forma parte de la devastación que ha disparado el andar de su vorágine. Como la violencia contingente del despreciado vandalismo, que ha estado a la altura de la vocación homicida del poder económico que ha arrasado con ciudades, bosques, ríos, océanos y glaciares, animales y humanos, también la crítica debe resistirse cognitivamente a los oportunismos siempre dialogantes de los que han diseñado, ejecutado y sido cómplices de esta catástrofe institucionalizada. Por eso que la nominalización afectiva de la movilización social resulte tan curiosa en algunos pasajes, cuando se le designa como “alegre”, “pacífica”, “festiva”, “carnavalesca”, y otros epítetos que no hacen más que ridiculizar a quienes los enuncian, y agigantar la brecha social que los separa de quienes marchan y pelean.
Lo que deambula por las calles de Chile es una desatada melancolía (¡por fin!, a saber, con propósito), provisoriamente articulada, es un suicidio colectivo contenido en la barricada –subversión terapéutica–, del que la política debiese al menos sonrojarse ante la precariedad del cuerpo dispuesto a inmolarse por reclamar el más primigenio de esos <<derechos>> que no cabe en ninguna Constitución: el de forjar una vida y su sentido existencial. La ontología de nuestro presente es una urgencia para el pensamiento social, del que los análisis jurídicos y económicos no pueden obtener rendimientos satisfactorios ni ofrecer respuestas eficientes, porque es un terreno, un lenguaje, un sentir, que excede los formalismos legislativos.
¿Por qué la emoción no legisla? ¿Qué dicen las constituciones acerca de los afectos? ¿A cuál vida están apuntando cuando piensan que en la razón se ha consumado la plenitud de su expansión? Lejos de elogiar una irracionalidad pulsional, se trata de librar a la Transición de su simbolismo que la vuelve dispositivo del orden, para hacerla el umbral que nos conduzca a una vida otra, impensada, que disipe lentamente ese imperativo obsesivo y obsceno de la modernidad por el dominio de todo lo que somos, y restaure la imprevisible inquietud de una vida trágica que quiere siempre ir más allá de si misma.
Antes de que la juventud escolar saltara el torniquete del Metro –tecnología del cobro–, hubo otros y otras que también saltaron. Un salto, desde la cuerda atada bajo el mentón o emprendido al vacío concreto, que les costó la vida. Cansancio de la indiferencia que daña la ternura, de esta razón gris que aprisiona el deseo fluorescente, de la política que no se conmueve con el llanto, de la rutina que habla sin escuchar (se) y ve sin observar (se), desafiaron la soberanía bioeconómica, la gubernamentalidad democrática de las emociones, tomaron a su cargo la vida y fueron ofrenda para siempre en el sucio y baldío suelo de la normalidad caótica de ese Chile que hemos padecido los que, hasta antes de octubre, no nos atrevimos nunca a saltar.
Es el suicidio que nos despierta y nos sacude, que nos ha de conducir a una nueva relación –posthobbesiana– con la muerte.