Sacrificio’s // Agustín J. Valle

“Somos Argentina, tenemos que sufrir”, decían los jugadores de la selección durante el Mundial, una y otra vez lo repitieron. Se decía en la calle también. Algo, se ve, ya estaba en el aire. Tenemos que sufrir. No es raro que una criatura tome lo repetido como destino. Pero en aquellos días de gloria -qué lejos quedaron- terminamos festejando juntos todas y todos. La calle era de la fraternidad nacional, cualquier cruce era bajo presunción de semejanza. Alegrados por lo mismo. Sintómaticos días, a la vez, de un deseo que se ve que existe en algún lugar del presente, pero sepultado por el orden actual. Festivos días que mostraron -al revés que Jeckyl y Hyde- un lado B de fiesta igualitarista, oculto y dormido tras la oficial faz normal de la vida mercantil y sus pasiones tristes, la vida «real» en la selva -donde, claro, es natural elegir a un león. El bruxismo cotidiano pega, al menos, un rugido de alivio. Sueña con no ser presa y predar.

Los modos del sacrificio quizá puedan vertebrar una narración de la historia humana. Cuanto más idealista el bicho sapiens, acaso, más sacrificial. Porque las metas trascendentales, abstractas, son ideales -precisamente- para justificar el dolor actual. Incluso para requerirlo. “En nombre de” se realizan las mayores atrocidades. Porque la lógica sacrifical hace a la eficacia actual y materialista del idealismo: como el ideal no llega, hoy se organiza la economía de intensidades libidinales con el goce que da la crueldad.

Ayer en el Congreso lo que más fervor causaba eran los cantitos de odio a enemigos compartidos; las enemistades eran el principal vector cohesivo. Había poca gente, muy poca para ser la recepción de un gobierno triunfante; nadie comparado con la inconmensurable movilización que recibió, justo cuatro años atrás, al gobierno de les Fernández, coronando la victoria de la resistencia al macrismo. El problema fue que esa fuerza coronara emergentes fuera de sí, de su vitalidad autónoma. Al empobrecimiento y la entrega propios del gobierno de Fernández hay que poner a la par, como saldo dramático, la desactivación del movimiento social, que fue el origen histórico de la fuerza del kirchnerismo, y es el único que puede hacer fuerza efectiva contra el statu-quo. Es más, el empobrecimiento -que no es sino el enriquecimiento de sectores privilegiados locales y foráneos- es efecto de la desactivación de la movilización social.

Una tragedia: el kirchnerismo como gobierno crispó a las fuerzas reactivas más ocuras de la sociedad, pinchó al monstruo, y terminó desarmando a las fuerzas capaces de resistirlo, de plantar otros deseos en la sociedad. El desarme, vía delegación del estado de ánimo, fue una fetichización idolátrica según la cual el pueblo fue empoderado por el Estado, cuando la clave fue al revés.

Desarmada la movilización y, además, quemada su agenda. Porque si alguna intención igualitarista hubo en el gobierno saliente, no pateó al arco jamás, no trabó fuerte una vez, y las banderas progresistas quedaron impugnadas por enarbolarse mientras se agudizaba el mal vivir de la gente. “Estado”, “derechos”, incluso “democracia” y “patria”, etcétera, pegadas a una política de ajuste, hambre y entrega, pasan a ser mentiras.

En cambio, si se vive mal, si vivís sufriendo, que alguien venga y diga, precisamente, “sufrimiento, dolor, y más allá la salvación”, resulta más adecuado. Sinceramiento de la economía afectiva. Vivimos mal y al menos por los próximos dieciocho meses (?) vamos a seguir viviendo mal: ¿no es de lo más verosímil y sincero que se dijo en el teatro político últimamente? ¿No tiene sentido querer que, al menos, este dolor sea antesala de un orden nuevo y luminoso? Y es pueril burlarse de una matriz racional añeja al menos como Occidente.

Ahora bien, ese dolor se tramita con una dosis de crueldad. Milei encarna la racionalidad pura del capital; un idealismo del capital. El paraíso prometido es de competencia y desigualdad. Tal su horizonte salvífico. Sacrificarse, ajustarse, sufrir, se tolera más fácil si hay algunos que encarnan un destino cualitativamente peor: no ya perdedores en la desigualdad, sino sujetos negados en su condición de semejante. Destituidos de su humanidad, orcos. No gente a la que le pasan cosas malas, pobres; sino gente mala, cuyo destino correcto es el escarnio. Un castigo que no busca restituir castidad, un castigo supresivo, donde el espectáculo de la crueldad devuelve alivio al ánimo de los integrados. La destitución de la semejanza es una operación necesaria como trasfondo que normaliza el sentido la desigualdad (de allí la relevancia de apoyar a Israel para el pathos neoliberal). Una verdadera tecnología política donde el dolor propio se justifica por la presunta salvación por venir, y el tránsito mientras tanto se tolera mejor con una buena cuota de sangre ajena.

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