por Christian Ferrer
Este libro de meditaciones trata sobre las ciudades, los oficios incumbidos, y también sobre la enseñanza, súbita incógnita sin desenlace previsible. Es un libro de preguntas entonces, y un llamado a la imaginación y la inventiva de quienes construyen la casa del hombre, lo que es decir la vida de todos los días, puesto que cada persona es la ciudad en sí misma. Es inevitable portar su dinámica, como un cobijo, un aliento o una cruz, y de ello se desprende que las ciudades han de ser juzgadas por las posibilidades existenciales que habilitan y fomentan, o por las que obturan, las que ofuscan y las que malogran. Las consecuencias para los afectados pueden ser incalculables, por no decir definitivas. La cuestión es primordial y concierne al calado del alma y la carne del habitante. Hay ciertas artes que nos son asequibles, habitualmente, en recintos cerrados, sean salas, museos o galerías, pero los saberes y profesiones que se ocupan de la Arquitectura, el Diseño y el Urbanismo son ineludibles para toda la población: son domos envolventes, a la vista. De modo que una ciudad responde al ansia de encuentro o de salvación de sus habitantes o responde a esquemas circulatorios y protocolos administrativos. En ambos casos, responde.
Siendo un libro reflexivo –fruto de la propia experiencia–, lo es también de intranquilidades: un aplomado y paulatino socavamiento de supuestos y certezas. Eso supone valentía, pues hay que tenerla para pensar contra los cimientos ya asentados –las ideas aceptadas–, y por lo tanto contra uno mismo. No suele ser un ítem curricular. Lo habitual es el automatismo, en el que siempre es seguro y hasta cómodo insertarse, y acatarlo, y proseguirlo, sobre todo si parece funcionar. Pero si una persona que se dedica a la enseñanza no se propone alguna vez desasirse de lo ya sabido y consabido, arriesga convertirse en transmisor, sin darse cuenta que tan necesario es aprender como lo es desaprender, una misión bastante más ardua. Es lo que el autor llama “desnaturalización”: dejar lo ya asimilado en estado de suspensión, o de suspicacia. Diríase que, de la incapacidad de poner en cuestión lo procurado desde siempre, como si de un bien raíz se tratara, se deriva la instalación de hábitats factibles –la vida, en esas condiciones, se hace posible– pero penosos y deformantes, que terminan por hacer de hombres y mujeres muñones o esperpentos de lo que pudieron haber sido. Significa privarlos de mundo y por eso es mucho lo que está en juego en ese espacio al que llamamos aula o taller o seminario. Pablo Sztulwark los considera lugares de reinvención, de alumnos, de profesores, de la Universidad en sí misma, y de lo que llamamos “conocimiento”. Y si bien suelen ser espacios pequeños y acotados, el autor nos transfiere la sensación de que pueden alcanzar estatura de titánica y precipitada creatividad.
¿Qué es enseñar? Si nos atenemos al reglamento estipulado y la habilidad retórica macerada, la pregunta no es perturbadora, pero lo es, y mucho, si ingresamos en estados de apertura con respecto a lo que hacemos, o si nos apremia una larga disconformidad. ¿Qué es aprender? No se sabe, sin duda no lo sabe quien ocupa el sitial de la enunciación. Tampoco el alumno: la herida –la mutación del ser– no se evidencia hasta mucho después. “¿Cómo se enseña algo que no se sabe?”. Esta paradoja –puerta giratoria de la percepción– puede instalarnos en una encrucijada, incluso a la intemperie, pero también ante la posibilidad de un reinicio desligado de enajenaciones y correas de transmisión, una chance que es ofrecida pocas veces en la vida. En verdad, un profesor, en sus clases, solo puede establecer un predio de indicios, de estímulos, y un palimpsesto de escepticismos retroactivos. Ya eso supone un principio de desorden fértil. Cuando se aplican “recetas de manual”, claves de adecuación, se compendia la complejidad de una situación –su riqueza, su demasía– y eventualmente se termina deformándosela, sino destruyéndosela, por imposición de “fetiches de la totalización”, de los que es aconsejable huir. Quizás en el mundo no haya universales, solo acontecimientos singulares, y cuando un concepto, que alguna vez, en su origen, pudo estar vivo, recién concebido, se magnifica y erige en teoría, sistema o monopolio, las eventualidades de la creación se angostan, y entonces a los problemas se les sustrae su condición de molestia, de tormento, o bien de desafío. Las clases se vuelven mortecinas, quizás porque el saber allí ratificado ha perdido poder de captación de situaciones inéditas, sea por exceso de virtuosismo en su ejecución o bien por reiteración competente de lo inapelablemente archisabido por razones de autoridad u otras. De modo que es mejor que las ideas que dan forma a un proyecto –y proyectar es actividad intrínseca a los seres humanos– sean operativas y frescas y osadas, no osificaciones.
Nos dice Pablo Sztulwark que la ciudad no es exclusivamente “un problema de los arquitectos”. Se barrunta que tampoco la política o la técnica incumbirían primeramente a funcionarios, entendidos o tecnócratas. Siendo la urbe –y la vida– una ficción verdadera, hay zonas cruciales y lugares de cruce que pueden estar vedados a los expertos, sobre quienes este libro tiene mucho para decir. En verdad, la anímica cultural de una ciudad trasciende y escapa a las intenciones de sus constructores, y no es fácil saber en cuál intersección de saberes, símbolos y tradiciones la “casa del hombre” puede devenir en espacio habitable, en lugar que no mienta al cuerpo ni arrase con sus esperanzas. Lo sabría un plan –un planificador– que tratara al hombre como engranaje o minicomponente orgánico de una máquina impasible, pero ningún ser humano es un autómata, una pieza o una isla, y la vida está hecha de hilaturas y entretejidos de otra suerte, así como de sugestiones sin sentido unívoco, como los sueños. No siendo inconcebible hacer de la ciudad algo distinto de un mecanismo regularizado y sobreexcitado, demasiados intereses e instituciones se interponen, comenzando por el conocimiento ya instalado, cuyas periódicas actualizaciones no necesariamente anulan la reincidencia, porque novedades, temas predominantes y estilos de época, cuando no encarnan en la experiencia de construir un problema sin regencia de antecedentes, pueden tender al círculo vicioso.
Dado que el autor no cree que las prescripciones y soluciones hayan de ser previas a la singularidad de los problemas considerados, asume que las ciudades se engendran a sí mismas, como incesantes parturientas. Así como un cuerpo es ante todo conmovida materia en vilo, las ciudades no son algo sólido. Son magmas inquietos, trémulos sotobosques de signos, ritmos y relatos. También de pasadizos furtivos, pues junto a tanta coordinación, señalización y sincronización de tiempos, espacios y redes existe un mundo reservado de afectos y llamamientos que buscan la bienvenida en sus propias leyes. Son voces trenzadas, innumerables, que sin plan ni dirección narran y evocan y fraguan, urdiendo memorias, altas mareas algunas de ellas y otras dichas en tono de susurro, y otras aun que provienen de ultratumba, pues los muertos también erigen a las ciudades. Es la saga de la existencia anónima y verdadera, lacrada por presiones innúmeras, pero nunca del todo ni para siempre. Así como los balances del alma no se cierran con los mismos números de una partida de contabilidad, tampoco las singularidades personales –y sus conjunciones siempre anómalas con los semejantes– son subsumibles en la figura reiterativa de las celdillas de un panal. Habitar es, entonces, vivencia, no inquilinato.
De su propia experiencia de cátedra el autor extrae una convicción inesperada: no hay alguien que sabe y otro que ignora. Todos aprendemos a un mismo tiempo, componiendo problemas en conjunto, en situaciones a las que puede llamárseles “encuentros”. Y esto es válido para cualquier otro ámbito. Mucha generosidad y apertura son imprescindibles para que este acontecimiento sea convocado, intentado, siquiera concebido. Un maestro ha de ser alguien en tensión consigo mismo, con lo que sabe o cree saber, con su propia biografía, y no solo la intelectual. Alguna vez termina por barruntar que un foso de incertidumbres le oficia de sostén, y es el momento, sin prevención posible, en que principia la donación. A su vez, el alumno tarde o temprano llega a intuir que no siempre hay respuestas decisivas o indiscutibles, aunque sí invocación interrogativa, en el mejor de los casos proferida en grupos de afinidad, que pueden potenciar su capacidad de invención. Nos hallamos en un orbe abierto y la imagen que nos deja este libro es la del vivac, personas meditando juntas, en igualdad de condiciones y con voluntad de ayuda mutua, sin garantías, aunque orientándose hacia un acto de metamorfosis, de mutua transformación. Nos deja, asimismo, la imagen del arco voltaico que crepita entre alumnos y profesores y en el recinto entero del aula, que ni siquiera tiene porqué tener paredes, ni puertas ni procedimientos de evaluación, que devienen secundarios.
Quizás los muchos interrogantes que Pablo Sztulwark nos propone en este libro no lo sean del todo, sino llamadas terapéuticas, gestos de limpieza que procuran hacer lugar a la esencia conjetural e irrestricta del conocimiento, lo que quiere decir superflua, necesaria, inútil, irrenunciable. ¿Cómo se dice –se narra– un saber para que su escucha no redunde únicamente en registro y reproducción? ¿Cuál es el eros pedagógico que posibilita a la enseñanza trascender el sistema, la jerga, la simplificación de lo real? ¿Cómo sería un problema proyectual desprendido –en lo posible– de suministros metodológicos ya legislados y sin vía de salida trazada? ¿Cómo hacer comprender que “técnica” es una de las palabras más complejas de la cultura? ¿Cómo estar receptivo a las cualidades múltiples y contradictorias del saber? ¿Cómo no cuadrarse al campo de maniobras de la eficacia y la rentabilidad que nos apremia en todos los ámbitos de la vida, también en la Universidad? Son preguntas que ninguna enciclopedia puede contestar. Las siento como si fueran sondas, o más bien amarras de las que podemos aferrarnos todos aquellos que no nos sentimos “en casa” en este mundo tal como es.
Atisbos de resolución se imantan hacia un asidero convincente, el de que proyectar es “componer”, conectar saber y problema, aunque no haya receta para hacerlo, incluso cuando la conexión sea provisoria, intermitente o extraña, y eso solo puede suceder en contextos de incierta expectativa, de intensa espera, de animada reciprocidad, de invocación a lo que ya se sabe pero está en cuestión y a lo que no se sabe aún pero puja por manifestarse. Nada está garantizado: solo la posibilidad de un oasis de la imaginación proyectual, en donde la técnica no esté desligada del producto artesanal, donde las personas no tengan la muerte pegada a la piel desde tan temprano, ni las ciudades sean el pálido reflejo del amor que se quisiera sentir por todos los habitantes de la Tierra. Es una petición de justicia: pueden algunos hombres vivir en rascacielos y otros en cuevas, algunos en terrazas con jardín y otros en el sótano, pero lo cierto es que a fin de cuentas todos los seres humanos nacen y mueren a la misma distancia del cielo. La casa del hombre debería ser proporcional a esta verdad.
* El presente texto es el prefacio de Componerse con el mundo. Modos de pensamiento proyectual, de Pablo Sztulwark (Sociedad Central de Arquitectos, 2015)