Ruido en el pasillo // Pedro Yagüe

Una curadora de arte define los criterios de la próxima muestra de su galería: una lesbiana, un chino, un negro. Agarra una libreta y escribe: una sexualidad disidente, un asiático, un afrodescendiente.

Una madre lleva a su hijo a una marcha. Le da un cartel, le saca una foto y la sube a Facebook.

Un cuadro medio de la Editorial Planeta decide publicar el libro de cuentos de una joven escritora. No se toma el trabajo de leerlo, cuando lo hojea no le gusta lo que ve. A la noche, en una cena con amigos, se burla de ella y de todas las que se le parecen.

Escritores profesionales emiten una declaración pública a favor de la justicia climática.

El gerente de marketing toma decisiones.

Una piba recibe un mensaje de Whatsapp en el que le avisan sobre las declaraciones de un rockero de los noventa. Entra a Twitter y se divierte con los comentarios.

Un progresista critica a un progresista y se dice a sí mismo que no lo es.

Obligado por una resolución del decanato, un profesor de la facultad busca el modo de darle una perspectiva de género a su materia.

Un militante devenido en funcionario le pone el nombre de un desaparecido a un centro cultural.

Alguien es víctima y se valoriza.

Alguien es víctima y se viraliza.

Cinismo

La moral de época, el mercado y las redes sociales gobiernan de manera casi absoluta la lógica de la producción cultural. Hay un consenso homogéneo, aplastante, que amenaza con el ostracismo a quien amague a desafiarlo. Por lo bajo se escuchan los susurros, las conversaciones de a dos, las risitas, el alivio, el secreto a voces. Pero en público no. Se tiene miedo a la sanción, al destierro, a la soledad. Se calla. Toda moral opera a través del terror, también las que se sostienen a partir de una retórica inclusiva. Entonces pasa lo de siempre: se cae en el amiguismo, en la ausencia de riesgo, en el consenso, en la pérdida de la historicidad, en el silencio interno, en la repetición infinita de lo mismo.

Pensamiento crítico

El pensamiento crítico es la cosa mejor repartida en el mundo: cada quien piensa que posee tan buena provisión de él, que aún los más ambiciosos no suelen desear más del que ya tienen. ¿Por qué dedicarle un apartado a esto? En primer lugar, por el efecto que produce: el llamado pensamiento crítico arma comunidad de indignados. Existe entre nosotros la idea de que indignarse por las cosas es un índice de lucidez y filo intelectual. Esta creencia produce una gran masa de lectores en busca de noticias y declaraciones con las que escandalizarse. Asistimos hoy a múltiples comunidades virtuales de indignados, sordos, incapaces de escuchar un punto de vista diferente, que se complacen en su confirmada lucidez.

Una segunda razón para hablar de este asunto es la necesidad de señalar una diferencia: el autoproclamado pensamiento crítico es lo contrario exacto de la crítica como operación teórica y política. A diferencia del primero, que confirma relaciones preexistentes, que se acaba en sí mismo y que es del orden de la retórica, la crítica realiza un movimiento contrario: denuncia los efectos del poder creando un horizonte de experiencia pensable y de teoría posible. El pensamiento crítico insiste en lo que ya sabe, se confirma en una certeza moral y cegadora. Esto pudo verse de forma evidente con la pandemia: infinidad de filósofos, sociólogos y cientistas políticos salieron orgullosos a mostrar cómo el acontecimiento era, de alguna manera, la confirmación de sus teorías. La crítica hace otra cosa. Mueve, abre. Es una operación sobre la historicidad de los cuerpos y su percepción. Un poco de aire para no quedar asfixiados en el es así, que cierra y satura.

 

Frente a la moral “progresista” de estos tiempos, la derecha se muestra como la única alternativa aparentemente vital, capaz de romper con la abstracción hipócrita y el cinismo de los valores de época. Es un fenómeno mundial, cuya máxima expresión aparece en los Estados Unidos con la figura de Donald Trump. Entonces quedamos en una falsa disyuntiva: o aceptamos el juego cínico de susurros y silencios o nos entregamos a las derechas pasionales que crecen y avanzan por el mundo. Al regalarle a la derecha la crítica legítima de la moral de época, se resigna también la posibilidad de asumir activamente el odio y la contra-violencia que son fundamentales para cualquier acción. Con esto me refiero a lo social y económico, pero también a lo cultural y literario.

Democracia y redes

Edgardo Cozarinsky decía que con el comienzo de la democracia se produjo un desplazamiento sutil: pasamos de la conspiración del silencio a la conspiración del ruido. Hoy, más que nunca, esto se muestra verdadero. Las redes sociales no terminaron siendo la gran polis con la que alguna vez soñamos. Se parecen más a una conversación de borrachos en la que alguno se pone un poco violento y a otro se le escapa una frase de la que al minuto se arrepiente. El algoritmo contribuye a este efecto de borrachera: estamos embriagados de nosotros mismos, solo se escucha a los que piensan como uno y buscamos callar, eliminar, bloquear, a los que no. No se toleran los puntos de vista, se goza con la humillación pública del otro.

Imagen y cancelación

Otra consecuencia del cinismo de época es el modo en que el campo cultural transformó el texto y la imagen pública del autor en una misma cosa. De esta operación se desprenden múltiples consecuencias, dentro de las cuales se destacan dos: la escritura como medio para la construcción de una imagen personal y la lectura como medio para reafirmar la propia imagen. Un tercer efecto de esta lógica, aparece en la llamada cultura de la cancelación. Se deja de leer un libro, de escuchar a un músico o de ver una película por las conductas privadas o las opiniones del artista. Tal como señala Florencia Abadi en relación con el mito de Narciso, en todos estos casos se sacrifica el cuerpo a la imagen. Y cuando la literatura queda reducida a la producción y a la confirmación de una imagen pública, desaparece la pregunta por la escritura, aquella que se interroga por lo que puede un cuerpo en el lenguaje.

Literatura del yo

Entro al blog de Eterna Cadencia y miro los diez libros más vendidos de esta semana. Después voy a la semana anterior, a la anterior, a la anterior. Hay una llamativa coincidencia ideológica entre las editoriales, algo que se parece mucho, muchísimo, al tipo de coincidencias que se dan en el mercado. Predomina el realismo autorreferencial, la justificación de una obra a partir de la imagen pública del que escribe. Son también narrativas del punto seguido. Correctas, breves. Probable efecto del temor a equivocarse.

No se trata tanto de la disputa por el reconocimiento o de la pelea por ver quién manda en el terreno de la aprobación, sino de señalar un tipo de escritura que se relaciona de manera silenciosa con el tridente moral de época-mercado-redes sociales. Hoy en día, muchos se oponen a la famosa Literatura del yo, pero no siempre queda claro por qué. No alcanza con decir “no me gusta”, “se simboliza mejor desde lo fantástico”, “carece de imaginación”. Mi rechazo se funda en el hecho de ver a esta forma literaria como el colmo de la referencia a la propia imagen, efecto de la incapacidad de asumir un punto de vista diferente, lo cual deriva en la insistencia de la anécdota de la anécdota de la anécdota (todo muy parecido a lo que pasa en la borrachera de las redes). No es cuestión de primera o tercera persona, sino del punto de vista y de la voz que se explora al momento de escribir. Falta riesgo, desafío, desatino, experimentación, proyecto, pensamiento. Cuando la política aparece, lo hace como panfleto o referencia. Es una literatura pulida, lustrada, empaquetada, lista para figurar en una góndola de supermercado.

Ocupar un lugar, hacerse un lugar

Pero no hay afuera del mercado. Tampoco de las redes. No lo hay. De modo que a nosotros, los que escribimos literatura y queremos publicarla, nos quedan dos opciones: o asumir como propio el espacio ofrecido por el mercado o encontrar el modo de hacernos un lugar. Para lo segundo, habrá que perder el miedo al error, al desliz, a la soledad. Habrá que denunciar las formas encorsetadas de la escritura, los talleres literarios como trampolines, las solicitadas de escritores como forma de valorización personal. Esto no puede hacerse desde un púlpito abstracto, a la distancia. Habrá que salir a escribir, a mostrar la diferencia, a mojarse bajo la lluvia.

 

Pienso que están dadas las condiciones para una articulación entre redes sociales y mercado que se oponga a la moral de época, sin por eso caer en los vitalismos de derecha. Somos muchos los que nos sentimos rechazados por lo “nuevo”, por las jóvenes promesas de nuestra generación. Es la amarga alegría de la que hablaba Gombrowicz: alejarme de lo que se aleja de mí. No sé si habrá algo así como una voz propia, lo que sé es que existen voces diferentes a las que propone el mercado. Y mientras digo esto pienso en dos: La No Sufras, una novela inédita de Diego Valeriano y Sanmierto de Emilio Jurado Naón. Estas dos novelas, con estilos que no podrían ser más opuestos, tienen algo en común: la asunción de un riesgo, de un juego, de una estética diferente a la mercantil.

Hay un malestar entre nosotros. Algo se volvió murmullo y reclama voz. Algo se saturó y ya no funciona. Si no hay afuera del mercado y de las redes habrá que inventar un nuevo modo de relacionarlos. Contra la época y para un tiempo. La palabra no quiere reducirse a la función instrumental, a los roles, a las tareas asignadas por las instituciones. Habrá que seguir escribiendo porque sí y contra, como un modo de afirmar una sensibilidad, una percepción y un sentido en la literatura.

Panamá Revista

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