León Rozitchner y el retorno democrático. Una lectura de la polémica con Emilio de Ípola y Horacio González // León Lewkowicz y Facundo Abramovich

INTRODUCCIÓN

 

Nos toca a nosotros, en este instante histórico fundamental, dar la respuesta que signifique ponerle una bisagra a este tiempo argentino. Vamos hacia el nuevo rumbo, con la nueva marcha, con la nueva lealtad, hacia el futuro de los argentinos.

Raúl Alfonsín, 30 de septiembre de 1983

 

Pareciera que en el tiempo histórico ha habido un segundo donde el pasado nos

ha alcanzado

Raúl Alfonsín, 19 de abril de 1987

 

 

Una palabra también puede llenarse de polvo, quedar insípida. Eso sucede entre nosotros con la palabra derrota. El peso que produce su enunciación contiene una paradoja: por un lado, su innegable carga de verdad; por otro, el que al ser pronunciada damos por sentado su significado. Una verdad cuyo sentido es tan difícil de despejar es una verdad insoportable, vacía.

Revisar el magma de las discusiones que sostuvieron los intelectuales provenientes de las diferentes tendencias de la izquierda en los setentas en la llamada reapertura democrática puede ser útil para despejar la pregunta sobre su significado. En el ocaso de la última dictadura cívico militar (1976-1983) y los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín, el debate sobre aquello que se había cerrado y aquello que se abría, sobre lo viejo y lo nuevo, sobre las continuidades y discontinuidades, sobre la derrota y los triunfos de los proyectos políticos que se habían disputado la hegemonía social desde el Cordobazo, ocupó el asiento principal en revistas culturales como Controversia, Punto de Vista, Unidos, La Ciudad Futura, Revista Crisis, Fin de Siglo y tantas otras. La obra de León Rozitchner navegó por aquellas páginas, sea desde la presencia de su propia pluma o para ser objeto de cuestionamiento o problematización ajena. Pues su filosofía se había animado a asumir tempranamente la profundidad, la eficacia transformadora, de la operación a la que la dictadura abierta en 1976 había sometido al conjunto de la sociedad argentina vía terror. Si vale preguntarse, a la luz de la obra de León Rozitchner y sus contornos, qué es lo derrotado de la derrota es porque, desde su temprano exilio en Venezuela, Rozitchner se ha dedicado de lleno en comprender el significado profundo del significante “derrota”: de allí sus libros Perón: entre la sangre y el tiempo, Malvinas. De la guerra sucia a la guerra limpia, Filosofía y emancipación. Simón Rodríguez: el fracaso de un triunfo ejemplar, Freud y el problema del poder. Si para Rozitchner es una premisa central que “cuando la gente no se mueve, la filosofía no piensa” (López y Sztulwark, septiembre 2000: 91), como ha señalado célebremente, entonces la derrota popular constituye el obstáculo epistémico por antonomasia para su filosofía y, por tanto, se constituye en objeto de conocimiento privilegiado.

Precisamente, en el presente artículo nos proponemos revisar y reponer el modo en que la filosofía de León Rozitchner estuvo inserta en los debates intelectuales desde los años finales de la dictadura hasta los primeros años del gobierno de Alfonsín. Buscaremos atravesar este problema revisando la polémica que Rozitchner sostuvo con Horacio González y Emilio de Ípola al promediar la década del ‘80. En ella se resumen, de modo ejemplar, las posiciones más relevantes sobre el problema coyuntural fundamental del pacto democrático post-derrota, su historia, sus posibilidades y su sentido. Dicho mal y pronto: se trata de una escenificación de las posiciones más interesantes que adquirieron, por un lado, el modelo intelectual alfonsinista (de inspiración socialista) propia del grupo editor de Punto de Vista, y del modelo peronista renovador, del otro lado, de la Revista Unidos.

Podremos observar, así, cómo la posición rozitchneriana se presenta en espejo a ambas posiciones, procurando indagar un más allá de ellas crítico. Intentaremos señalar que León Rozitchner sostuvo una posición diferencial con respecto a los dos grandes núcleos político-intelectuales de los ochentas. Por un lado, nos detendremos en la posición de los intelectuales nucleados en Punto de Vista, quienes enfatizaron la necesidad de fundar un pacto democrático capaz de sostener un conflicto regulado y normado, encabezado por Raúl Alfonsín y cuya virtud radicase, fundamentalmente, en producir un corte absoluto con el tipo de conflicto que se había desarrollado en los años setenta. Del otro lado, revisaremos la posición de la revista Unidos, que señalaba que la naciente democracia sólo podía diferenciarse de la dictadura en la medida en que sea capaz de sostener un compromiso social e incorporar a los sujetos sociales a la dinámica política, o, sucintamente, que no había democracia sin protagonismo peronista.

León Rozitchner cuestionó ambas posiciones: a su entender, en ellas se discutía la naturaleza del pacto —si resultaban primordiales las premisas formales o el contenido social de la democracia— pero, en definitiva, no se interrogaban por sus precondiciones, supuestas y no investigadas: la materialidad de los sujetos firmantes del pacto. ¿Se puede constituir un pacto, un quiebre con el pasado dictatorial, sin investigar no sólo la ineficacia de las izquierdas en el pasado, sino la suma operación de terror que se había hecho sobre y con la sociedad argentina?

 

DIGRESIÓN PRELIMINAR: CONTROVERSIA, LABORATORIO DE LOS ‘80

Sin embargo, la historia siempre empieza antes. Porque los partidos que se enfrentarán en polémica antes no se encontraban partidos, o bien, ya se habían enfrentado. Porque si, como señala Verónica Gago, las polémicas que componen Controversia son “módulos de anticipación” del lenguaje político que colmará el retorno democrático (Gago, 2012: 99), entonces vale la pena tomar nota de que un primer mojón de esta triple polémica –la que aquí nos ocupa, repitamos, alrededor de la derrota y el pacto democrático– ya está adecuadamente situado en esta revista editada por intelectuales argentinos, anteriormente comprometidos con las organizaciones revolucionarias armadas, en el exilio mexicano, aún durante la vigencia del régimen militar, entre 1979 y 1981.

 

Controversia, en tanto proyecto editorial,6 tenía la vocación de constituirse en voz pública para “reflexionar críticamente sobre temas centrales para la reconstitución de una teoría política que pueda dar cuenta de una transformación sustancial de nuestro país”, es decir, pensar una Argentina en la que los proyectos revolucionarios habían sido derrotados no sólo producto de “la superioridad del enemigo, sino de nuestra incapacidad para valorarlo, de la sobrevaloración de nuestras fuerzas, de nuestra manera de entender el país, de nuestra concepción de la política” (Controversia, octubre 1979: 1). El espíritu de Controversia era radicalmente (auto)crítico y refundacional: implicaba dar cuenta críticamente de razones que, invisibles al momento de la acción, motivaron una derrota; razones en las que, en última instancia, se escondía la única posibilidad de constituir una nueva teoría para la izquierda. Para Controversia se trataba no de producir un sincretismo de posiciones y lanzar una nueva política, sino de convocar a una “controversia lúcida, serena, fraternal” (Controversia, octubre 1979: 1) entre la diversidad de aquellos grupos que habían sufrido una derrota que sólo podía caracterizarse como “atroz”.

Nos detenemos en Controversia prolongando la intuición de Javier Trímboli que, reconstruyendo la historia del significante “derrota” en la lengua de la izquierda revolucionaria, no puede sino situar, a la revista, como un epicentro de su irrupción. Es en esta publicación que aparece como punto de partida la “derrota” ya sin adjetivos (sea militar, popular, táctica, estratégica o de la guerrilla) que pudieran mitigarla, darle una temporalidad, sino “categórica, sin atenuantes” (Trímboli, 2017: 34), como pura derrota. La derrota era el nombre inevitable de ese vacío de teoría, de ese fracaso intelectual y político.

Los motivos diversos de esa derrota fueron el objeto de crítica de la publicación, que se aproximó a ellos bajo diversos nombres: sea el “vanguardismo guerrillero” y el “foquismo” (Caletti, octubre 1979: 18), sea la relativización política de la universalidad de los derechos humanos (Schmucler, octubre 1979: 2), sea la confusión entre “lo nacional-popular y los populismos realmente existentes” (Portantiero y de Ípola, agosto 1981: 11), lo cierto es que el diagnóstico al que se dirige el grupo editor de Controversia es a convocar al velorio del proyecto revolucionario, leído en clave de equívoco o de aventura desafortunada; a, en mayor o menor medida, llevar adelante un corte histórico con la biblioteca de la revolución y, finalmente, a pensar cuáles podrían ser los fundamentos de una democracia del futuro. Serán estos fundamentos los que serán objeto de una investigación diferencial, en el retorno al país, entre Punto de Vista y Unidos.

Ahora bien, resulta significativo localizar ya en este punto la disidencia de Rozitchner: conviene situar el infortunio del proyecto revolucionario, dice Rozitchner, antes, en su escrito Psicoanálisis y política. La lección del exilio (febrero 1980). El problema de la derrota del movimiento revolucionario en Argentina no aparece al nivel de una matriz teórica fallida que cabría reemplazar por otra (es decir, la revolución o el foquismo por la democracia) o una sobrevaloración de las propias fuerzas, sino a “nivel político-epistemológico”, alucinaciones y miopías “incluso anteriores a la propia relación de fuerzas ya que refieren al modo mismo de medir y evaluar esa geometría del enfrentamiento”, como señala Verónica Gago (2012: 31). La especificidad del pensamiento de Rozitchner pasa, precisamente, por situar este sintagma (derrota) dentro de una pregunta más amplia, una duración más larga, en la que se vuelve imposible de pensar en términos ontológicos, eterna, intemporal. Y precisamente por eso es que se preguntará por las conclusiones diferentes que pueden extraerse de esta nueva circunstancia afectiva, y qué negaciones y posibles admite.

El exilio (venezolano, en su caso) es tomado por Rozitchner como instancia excepcional desde la que pensar “los vacíos del lleno de la propia patria” que habían sido llenados “con la fantasía y la imaginación” por las organizaciones revolucionarias (Rozitchner, febrero 1980: 8). La distancia con las fuerzas vivas de la nación, entonces, permitirían pensar los errores y las ilusiones que condujeron a la derrota y que, a su vez, subsanados, permitirían ejercer un retorno al país.

Precisamente, para Rozitchner, el hecho del cuerpo argentino fuera de lugar, el exilio, da cuenta de la derrota: es su índice de verificación. Es desde allí que puede constatarse el fracaso, sólo desde allí puede tomarse la distancia suficiente para situar lo sucedido en los años setenta como prolongación de un delirio en lo real, suscitado en el deseo de evitar un enfrentamiento con las formas primigenias del terror. La pregunta es sencilla: “¿las experiencias del fracaso y del exilio han servido para ahondar la comprensión política renovando el instrumento de la teoría, animada ahora por un saber y una evidencia que antes no se tenía, pero que ahora es imposible desconocer?” (Rozitchner, febrero 1980: 6).

Rozitchner se sirve de la figura del psicoanalista como modelo de pensamiento. El psicoanalista toma distancia —o, más bien, sólo puede serlo por el hecho de la distancia. Sólo desde la exterioridad puede observarse el delirio: el pliegue actuado por las organizaciones revolucionarias entre lo imaginario y lo real. O lo que es lo mismo: que el tránsito de la dominación a la constitución de un poder revolucionario fue, en Argentina, fantaseado, convertido en real en un salto imaginario. Pero es también desde esa distancia que se puede percibir una perturbación en lo más íntimo: “Por eso el fracaso político que culmina en el terror impune abre la dimensión social inesperada de lo siniestro. Se abre de pronto, pero lo que se descubre ya estaba allí, lo sabíamos de algún modo con un saber relegado, despreciado, ignorado en su desafío, temido en su amenaza postergada” (Rozitchner, febrero 1980: 7) .

La derrota señala la presencia de un obstáculo que por invisible la provocó: la presencia del terror primigenio en la constitución de cada uno, prolongado en la tierra común que se pretendía realizar, pero para la cual era preciso atravesar un tránsito, enfrentando aquel terror. Porque “lo siniestro es este reencuentro de lo más temido allí donde precisamente deberíamos estar preservados de él: la propia nación y el hogar” (Rozitchner, febrero 1980: 8). Se vuelve visible desde fuera del terror, desde el exilio.

Por eso, este exilio no es sólo el abandono del campo común de verificación con los demás compatriotas, sino que también es pensable como un refugio, una oportunidad débil de situar un nuevo punto de partida para el pensamiento político. ¿Por qué? Porque la ausencia de conexión con aquel campo de verificación común, ese vacío, es pensable como aquella ausencia de verificación que llevó a la izquierda argentina a la derrota. Ese vacío sentido es el que puede motivar pensar una acción posible, una reflexión sobre las condiciones sobre las que se podrá volver al país.

 

PUNTO DE VISTA: LA DEMOCRACIA COMO PREMISA

Entre 1978 y 2008, el mundo intelectual argentino fue atravesado por la preponderancia de la revista Punto de Vista. En los primeros años del alfonsinismo, que son los que aquí nos interesan, constituyeron el núcleo teórico más gravitante de los debates de la postdictadura. Dirigida por Beatriz Sarlo, su consejo editorial absorbió a intelectuales fundamentales de la década anterior como José Aricó o Juan Carlos Portantiero.7 Hija legítima de la experiencia de Controversia, su desafío era proponer una nueva teoría democrática que sostuviera la tensión entre fundar una solidez institucional basada en consensos sociales y políticos que permitan, a la vez, mantener el conflicto social de un modo “no violento”. Se trataba de construir un sistema político capaz de esquivar dos destinos: por un lado, el escenario de una democracia capturada por la guerra, de la confrontación directa y la violencia, sin normas éticas capaces de organizarla —imagen del conflicto desplegado, al menos, entre 1973 y 1976— y, por otro lado, esquivar el drama de una “sociedad extremadamente ordenada e institucionalizada (…) en el cual los estados de anomia tiendan a cero” (Portantiero y de Ípola, agosto 1984: 16). Ni orden absoluto ni guerra, ni anomia ni autoritarismo, sino un sistema político virtuoso capaz de producir e integrar conflictos en sus instituciones a partir del establecimiento de “reglas constitutivas” y “reglas normativas”. Como había sido sugerido en Controversia, para relanzar el conflicto social era necesario producir un quiebre con el mundo teórico de las izquierdas setentistas, demasiado absorbidas por la violencia. Se trataba de repensar la democracia a la luz de las novedosas teorías de Rawls, Habermas y Searle, entre otros nombres.

Uno de los artífices protagónicos de este imaginario en torno a la refundación democrática fue Emilio de Ípola. Fue él quien asumió el ajuste de cuentas con su amigo León Rozitchner y fue protagonista de este emprendimiento teórico-político al punto que su teoría de la democracia, plasmada esencialmente en el artículo “Crisis social y pacto democrático” (Portantiero y de Ípola, agosto 1984) coescrito junto a Juan Carlos Portantiero, acabará en las palabras del propio Raúl Alfonsín en su famoso discurso de Parque Norte (1985).

En 1986, decíamos, escribe de Ípola “León Rozitchner: la especulación filosófica como política sustituta”. El artículo inicia con un elogio a Rozitchner: se lo reconoce por su “obstinada voluntad de coherencia teórica y política” y como el “único filósofo marxista ‘realmente existente’ cuya producción no se ha resignado jamás a parafrasear recetas dogmáticas ni al culto del talmudismo” (de Ípola, noviembre 1986: 9). Por otro lado, se reconoce una deuda argentina frente a la teoría rozitchneriana: realizar un “análisis digno” de ella, que vaya más allá de “lacónicos comentarios”, rompiendo “una arbitraria conspiración del silencio [que] ha afectado injustamente a su obra” (de Ípola, noviembre 1986: 10).

De Ípola sitúa su reflexión, fundamentalmente, en Perón: entre la sangre y el tiempo. ¿Por qué importa Rozitchner? Porque, de algún modo, el pensamiento rozitchneriano cristaliza, de manera original y sofisticada, aquello sobre lo cual hay que ejercer una negatividad para pensar la democracia: la idea que Rozitchner piensa cruzando a Marx, Freud y Clausewitz, que la política y la guerra son dos formas del conflicto social que son teóricamente discernibles pero realmente inseparables. Pues, en el cruce de la guerra y la política, Rozitchner “lleva las huellas visibles de un pensamiento endurecido y aferrado a sus convicciones con una obstinación que roza peligrosamente la intolerancia y la incapacidad de escuchar” (de Ípola, noviembre 1986: 14). En el fondo, dice de Ípola, que la guerra sea un “destino de toda política (…) me parece una conclusión arbitraria y en el fondo falsa”, ya que plantear que la política encubre a una guerra que, en rigor, habría que desarrollar, es “desear [el] aniquilamiento” (de Ípola, noviembre 1986: 14).

En resumidas cuentas, pensar una democracia pluralista, para de Ípola y Punto de Vista, requería reponer la distinción entre violencia y política para, como había dicho Alfonsín durante la campaña que lo llevó a la presidencia, “ponerle una bisagra a este tiempo argentino”. Retomar aquella tradición que se remite, al menos, al pensamiento contractualista, implicaba entonces dejar del otro lado de la puerta aquellos conflictos que no pudieran ser procesados mediante el lenguaje del sistema político. Esto implicaba, en el discurso político del alfonsinismo, dejar atrás todo lo que fuera denominado autoritario, cuya traducción inmediata era ante todo un acuse de recibo de la otra gran tradición política, el peronismo: como señala Garategaray (2018: 57), “las fuerzas políticas opositoras al peronismo le negaban atributos democráticos identificándolo con el autoritarismo y defendiendo las instituciones como el piso para cualquier tipo de convivencia”. Pero también se trataba de dejar en el terreno de lo prepolítico todo orden del conflicto primigenio, insimbolizable, reduciendo la historia reciente al orden del mero enfrentamiento. Rozitchner volvía, entonces, como espectro ineliminable de ese orden negado: volveremos más adelante hasta qué punto.

 

IDENTIDAD Y PLURALISMO: UNIDOS Y UN PERONISMO EN CRISIS

Algo se había quebrado, obvio y cierto era en 1983, y el nombre de Perón —y, por lo tanto, el peronismo— había quedado capturado por una multiplicidad de sentidos irreconciliables: Perón como primer y último representante democrático, como único garante de la democracia o como ejemplo autoritario-populista que operaba de límite de un proyecto realmente democrático, como representante indiscutible de la clase obrera y la mayoría social, como inspirador de la guerrilla o sus perseguidores, como productor del caos social y la violencia setentista, etcétera. Demasiado irreconciliables entre sí, decíamos, todos estos significados de Perón y el peronismo se verían, en 1983, enfrentados a una verdad: el acto electoral que se autoproclamaba como inaugural de la democracia había consagrado al radicalismo, a Alfonsín, como su representante legítimo. El peronismo perdía su primera elección, sin fraude ni proscripción, en la historia. A la derrota que recogían Punto de Vista y Controversia había que anotarle un adjetivo más.

El peronismo, entonces, se enfrentaba a una serie de preguntas infranqueables: ¿cuál era la supervivencia del peronismo, su verdad, luego de la dictadura? ¿Era posible reconstituir las premisas del peronismo sin Perón? ¿Qué significaba un peronismo democrático, post-dictatorial (y post-derrota)? Estas preguntas implicaban, a la vez, revisar los años setenta. La revista Unidos asumió directamente dichas preguntas entre los años 1983 y 1991.8

Este novedoso proyecto intelectual y político se erigía sobre dos premisas a simple vista contradictorias. Por un lado, que el peronismo había sido el único proyecto realmente democrático desde 1945 —es decir, no había democracia sin protagonismo del peronismo por cuanto era el nombre de su fundación—, a la vez que, al ser el peronismo la principal víctima del terrorismo de Estado, era su reverso y negatividad natural. Por otro lado, que el alfonsinismo renovaba las premisas conceptuales de la “democracia” y actualizar el peronismo implicaba dejarse atravesar por el nuevo espíritu radical: la novedosa “cultura democrática”. Parafraseando a Horacio González (2014), se trataba de invertir los términos: en la cultura peronista de la Argentina pre-dictatorial, la “democracia” partía de la producción de una “comunidad organizada”; en la postdictadura, se trataba de partir de la democracia –entendida como un mínimo de reglas y horizontes éticos– como “filosofía primera” para, luego, producir una “comunidad” (González, 2014: 41). Es por eso que, sin ironía, el mismo González apunta a renglón seguido que “Unidos era alfonsinista” (González, 2014: 41).

Dicha encrucijada intelectual tenía como complemento una proximidad con la experiencia política llamada “renovación peronista”, encabezada por Antonio Cafiero. Pues en la renovación encontraban una fuerza capaz de colaborar en la consolidación democrática recuperando las banderas del peronismo:

Decían que el radicalismo encontraría en esta fuerza “la garantía de estabilidad democrática y pluralista real”, que el resultado electoral significaba que la sociedad era políticamente plural y que “rechazaba cualquier identificación que la reduzca a una sola expresión política en clave hegemónica”, y que “nadie tiene la mayoría absoluta ni la mayoría permanente: se acabaron los hegemonismos” (Garategaray, 2018: 51).

Paradójicamente, en este marco de interrogaciones conceptuales, que obligaba a revisar las identidades políticas sólidas en tiempos de “pluralismo” emerge Perón: entre la sangre y el tiempo, de León Rozitchner, como núcleo de interés para interrogar al peronismo. Será sometido a crítica por dos de sus principales intelectuales: Mario Wainfeld y Horacio González. Nos detendremos únicamente en la reseña de este último a propósito de su densidad conceptual.

En Perón y Verón: dos tesis sobre el malentendido, González (diciembre 1986) lanza un puñal al Perón rozitchneriano. Esta doble reseña es una apuesta a la reflexión de qué hacer con el peronismo postdictatorial, de cuáles son sus tareas inmediatas: un peronismo que debía desarmar las míticas teorías de la “conducción” que Perón había establecido para rearmarse en “un sentido posible, el que nos interesa: la lucha de los trabajadores argentinos por la justicia” (González, diciembre 1986: 6). Había que revisar a Perón, sí, para “desreproducirlo” y “ejercer una negatividad sobre él” en tanto —repetimos— sistema de conducción, porque “todo lo que formó parte del habla diferente [de Perón] hay que retraducirlo a otras condiciones sociales e históricas, no para negar nada (…) sino que ya no hay que hablar sobre cómo hablar, sino que hay que hablar nuevamente de un único modo posible: enunciando unívocamente…” (González, diciembre 1986: 6). Dicha tarea de auto revisión crítica había que hacerla “no para dejar de ser de izquierda y peronistas, sino para reponer históricamente y de mejor forma ese dilema, central para la democracia argentina” (González, diciembre 1986: 9). Enfrentarse a Perón o muerte de Sigal y Verón y, también, al libro de Rozitchner, era una necesidad, definitivamente, programática. Se trataba de un doble movimiento: cuestionar la teoría de Perón como un “manipulador” de las masas y de la juventud peronista —es decir, defender un pasado militante en el movimiento—, y, al mismo tiempo, dar por inútil las dogmáticas teorías de la conducción que el peronismo había forjado y que el Perón rozitchneriano cuestionaba profundamente.

Luego de haber participado en la revista Envido, militado en Montoneros y sido parte de la escisión llamada “Lealtad”, en su retorno del exilio, González lee en Rozitchner a un escritor incapaz de tolerar al nombre de Perón como el soporte de una carga de significados ambiguos y, por lo tanto, inscribe a Rozitchner entre aquellos que creen que la izquierda peronista “leyó mal” a Perón. León Rozitchner, dice una y otra vez González, es un “moralista” que pide al sujeto que en cada hecho tenga “toda la autoconciencia” y, por lo tanto, está ”diciéndonos que si un individuo histórico es malo, todos los efectos que lo envuelven serán igualmente malos” (González, diciembre 1986: 7). Y sigue: “Rozitchner no soporta la ambigüedad, como Sebreli” (González, diciembre 1986: 8).

Redoblando la apuesta, define a León Rozitchner como “agrio ensayista de la moral” y continúa afirmando que para Rozitchner “se trata de considerar que hay ‘isomorfismo’ entre la conciencia propia y el sistema de dominación” (González, diciembre 1986: 8), mientras que para González hay “malas lecturas de Perón” porque “todo malentendido es creativo” y porque ”entender ‘mal’ es una forma de izquierda de entender las cosas” (González, 1986: 9). Perón era aquel nombre bajo el cual esa diferencia era posible; era esa la diferencia del propio Perón. Se entendió mal porque se entendió bien, porque era la única manera de entender las cosas. Luego González agrega “no se entiende parmenídicamente nada. Se es lo que no se es, no se es lo que se es” (González, 1986: 9). Se es de izquierda a fuer de ser peronista, se es peronista como el modo legítimo de ser de izquierda.

En definitiva, para Horacio González, no se trataba de enfrentar ese enigmático obstáculo que era la derrota. Para Unidos, de algún modo, se trataba de reponer una continuidad con la última versión de Perón, el “León herbívoro”, en las nuevas condiciones democráticas. Pues, en definitiva, el programa de la revista era el de construir “una mirada en la que Perón no era otro que el de ‘la lucha por la idea’, un Perón desperonizado” (Garategaray, 2018: 34). Se trataba, entonces, de retomar una tarea que Perón había formulado pero no había podido culminar: la de un pacto social —condensado en el abrazo entre Perón y Balbín—. Por eso, en definitiva, se produce una lectura reactiva de la obra de León Rozitchner: él, dicho sintéticamente, descubre en Perón el modelo en el que las clases dominantes y el ejército disciplinan a la clase obrera a través de una relación “mística” con un Conductor que “buscaba instalar su poder afectivo, hacer germinar su modelo humano —su transacción— en el centro mismo del desear de los hombres que se plegaban a él” (Rozitchner, 2012: 272). Modelo donde, finalmente, Perón “utilizaba” a la clase obrera y a la izquierda como exhibición de fuerzas pero no como un nuevo principio de legitimidad al no cuestionar las estructuras objetivas y subjetivas de la dominación burguesa.

 

LEÓN ROZITCHNER Y LA PREGUNTA POR EL SUJETO FIRMANTE DEL PACTO

El lenguaje contractualista nos permite dar cuenta de la operación estratégica de lo que podríamos llamar crítica rozitchneriana. Pues aquello que en su filosofía aparece bajo la categoría de sujeto, tan problematizada por él, no es otra cosa que la interrogación en torno a las condiciones que hacen posible que determinado sujeto se constituya en ciertas transacciones. Tal como señala en una entrevista en 1990 a propósito de la coyuntura que aquí nos ocupa, sus adversarios intelectuales y políticos llevaron adelante una mistificación, una hipóstasis del propio concepto de sujeto, de la materialidad sobre la que se sostiene:

Y prolongando la abstracción tanto el radicalismo como el peronismo plantearon el problema político como un pacto jurídico entre distintos “símbolos” y corporaciones, pero se dejó de mostrar el fundamento material de la fuerza que sostiene todo pacto. Una vez más, lo simbólico ocultaba en lo jurídico el campo de las fuerzas reales (Rozitchner, 2015a: 140-141)

En definitiva, queremos decir, la pregunta sobre el sujeto para León Rozitchner es inseparable de una historización del conflicto que nos hace, por un lado, «aceptar» ciertas relaciones de dominación y, por otro, nos recuerda que sin reponer esa historia conflictiva no es posible desandar la trampa de la dominación misma.

Esta noción de historia será el centro de la crítica al pacto democrático imaginado por los intelectuales alfonsinistas de Punto de Vista. También la revista Unidos llamaba a reponer la historia en la nueva época post dictatorial, en la medida en que un pacto historizado debía realizarse a partir del último pacto realmente democrático que el “pueblo” había hecho con Perón. Sin embargo, no será este el sentido de la noción de historia (digamos, la historia figurada bajo la forma de la “tradición”) a la que recurrirá Rozitchner. La historia para Rozitchner no es sólo la sucesión compilada en esa “tradición de todas las generaciones muertas” de las que el actor político debiera, o bien negar para fundar “lo nuevo”, o bien reivindicar y reelaborar. Antes bien, a esta dimensión “horizontal”, diacrónica, debe agregársele el sentido “del acceso del hombre individual a la historia, la historia vertical, que está presente como un discontinuo, un hiato, un corte represivo en el tránsito de la infancia al adulto, dado por el carácter prematuro del nacimiento humano” (Rozitchner, 2015c: 23).

Repongamos brevemente el sentido de esta distinción en la filosofía de Rozitchner: este hiato es el efecto del enfrentamiento a muerte del hijo con el padre en el complejo de Edipo; complejo que redunda en la introyección de la ley de la cultura vía idealización- identificación. Sin embargo, esta recuperación de Freud para pensar la historia social implica prestar especial atención a la densidad que tendrá este ingreso traumático en la organización del sujeto y el yugo que esta historia le supondrá en adelante:

Freud encuentra (…) que nosotros, en nuestra individualidad, hemos sido organizados como el lugar donde la dominación y el poder exterior, cuya forma extrema es la racionalidad pensante que nos cerca desde adentro y desde afuera, reprime nuestro propio poder, el del cuerpo, que sólo sentirá, pensará y obrará siguiendo las líneas que la represión, la censura y la instancia crítica le han impuesto como única posibilidad de ser: ser “normal” (Rozitchner, 2015b: 96).

Esta dualidad producto del terror primigenio será —resumamos— constitutiva del aparato psíquico. En primer lugar, tendrá la cualidad de ser “congruente con la forma de aparecer de los objetos sociales” (Rozitchner, 2015b: 89), vale decir, produce las formas del deseo que van a ser “confirmadas como adecuadas a la dominación” (Rozitchner, 2015b: 87). Sin embargo, se tratará precisamente de “modelos alienados de participación personal dentro del sistema” (Rozitchner, 2015b: 88). En segundo lugar, pues, si el complejo de Edipo no es un mero tránsito a lo real como inscripción pasiva del niño “natural” en la cultura, sino un enfrentamiento dramático real, dice Rozitchner, entonces la conciencia que emerge de su resolución no puede ser sino conciencia marcada, a la vez, por el enfrentamiento y la angustia.

En su libro Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política (2012), León Rozitchner cuestionó al peronismo en tanto transacción que sometía a la clase obrera a la dominación, impidiéndole una política revolucionaria. En definitiva, la novedad histórica que había introducido Perón “consiste en que para reprimir es preciso satisfacer, y utilizar la satisfacción —el afecto, el amor— para contener” (Rozitchner, 2012: 374). La clase obrera, asumiendo la conducción de Perón, puede satisfacer sus necesidades sin realizar el tránsito exigente que la izquierda le propone: “una lucha penosa y difícil que desde las necesidades inmediatas debe ir más allá de la mera satisfacción puntual” (Rozitchner, 2012: 375). Asumir la satisfacción sin enfrentar la persecución y la muerte implica actualizar una transacción previa: la del complejo de Edipo. En resumen, el pacto que implicaba el peronismo actualiza una derrota previa, aquella que “todos los hombres asumen desde el comienzo mismo de la vida” (Rozitchner, 2012: 376) que consiste en deponer la violencia en el enfrentamiento contra el Padre para interiorizar, vía idealización, la dominación como fundamento de la vida social que luego se prolonga sobre las instituciones. Entonces, como “el cuerpo de cada trabajador está trabajado a su vez por otros pactos desiguales desde niño” (Rozitchner, 2012: 297), Perón condenó, vía amor, a la clase obrera a la repetición, a la sumisión a la burguesía que alguna vez fue sumisión al Padre.

De estas premisas vendrá su profundo cuestionamiento a las teorías democráticas de los ochentas cuyas recepciones repasamos brevemente. Para Rozitchner no era posible pensar a la democracia como un corte con respecto a la dictadura ya que “la guerra y la dictadura son el terror; pero la democracia es una gracia que el poder del terror nos concede como una tregua” (Rozitchner, 2015a: 188). No había, no hay, lo otro de la Dictadura, porque la naturaleza misma de la política contiene, en sí misma, a la guerra como encubierta: es una democracia, un pacto, que nace encubriendo su fundamento violento y conflictivo, y “esta doble polaridad de la política habitualmente nos queda oculta: es el secreto del liberalismo” (Rozitchner, 2015a: 188).

 

ROZITCHNER, ESE ESPEJO TAN TEMIDO: REFLEXIONES FINALES

La obra de León Rozitchner, su filosofía, constituye en sí misma reflexiones políticamente situadas. Tanto en sus obras más densas como en las intervenciones públicas

—entrevistas, artículos en revistas—, el uso de la filosofía, su movimiento conceptual y sus operaciones teóricas, están inscriptas en sincronía con su tiempo histórico. En los primeros años ochenta, años del retorno democrático, su filosofía actúa como impugnación de los dos grandes núcleos teórico-políticos de la Argentina: Punto de Vista —vinculado al alfonsinismo— y Unidos —vinculado al peronismo—. A la inversa, son estas grandes corrientes las que deben enfrentarse con el pensamiento rozitchneriano que llamaba, una y otra vez, a enfrentar en la reflexión la experiencia histórica reciente que había aterrorizado a la sociedad en su conjunto.

En verdad, León Rozitchner nunca responde “directamente” ni a Emilio de Ípola ni a Horacio González. Apenas en una entrevista, Rozitchner señala que de Ípola piensa “por encima del terror” (Rozitchner, 2015a: 355) y, al hacerlo no le permite “poner de relieve este fundamento de fuerzas excluidas de la realidad del pacto” (Rozitchner, 2015a: 356).

Pero tampoco se trata, para Rozitchner, entonces, de llevar adelante una crítica a la Unidos: no se trataba de discutir el contenido social o político del pacto, sino cuestionar que las fuerzas políticas y militares derrotadas no estaban en condiciones de producir un pacto favorable sin cuestionar el doblegamiento que el genocidio había operado sobre ellas. El pacto democrático era meramente la creación de una formalidad política sobre el fondo de unas relaciones de fuerza radicalmente desiguales, impuestas por el terrorismo de estado. La clase obrera y las fuerzas políticas que a ella representaban firmaban el pacto sólo en tanto derrotadas. Pensar la democracia, la postdictadura, entonces, era una operación inseparable de pensar el terror, el sometimiento y la dominación.

Valdría la pena no engañarse, sin embargo, sobre algún tipo de transparencia del concepto de derrota en Rozitchner. El sentido de la derrota es inequívocamente opaco. Es posible afirmar que lo derrotado no es una clase obrera movilizada revolucionariamente, sino una clase obrera incapaz de pensar más allá de los límites del peronismo —sus organizaciones no supieron pensar la guerra ni lograron constituir fuerzas movilizadas de una manera diferente a la que Perón había planteado como dinámica interna de su movimiento, es decir, como dinámica interna de su dominación. Entonces lo derrotado mediante el terrorismo de Estado, a su modo ya estaba derrotado por el peronismo. Derrotado en tanto que el potencial de la movilización popular no hallaba un cauce propio: su derrota ya estaba escrita en la medida en que las fuerzas populares no lograban construir otro tipo de horizonte subjetivo en el quehacer político más allá de las consignas agitadas o el imaginario socialista que impregnó la movilización en la década de los setenta. La “revolución” —sus fuerzas— no fue derrotada, para Rozitchner, sino como parte de la dinámica interna de la Argentina peronista que no logró constituirse como fuerza autónoma en el enfrentamiento político.

6 Controversia fue editada entre los años 1979 y 1981 por un grupo de intelectuales argentinos exiliados en México. Su grupo editorial estaba compuesto, por un lado, por un grupo nucleado en la Mesa de Discusión Socialista — Aricó, Portantiero, Bufano, Tula, Nudelman, Ábalo—, y por aquel nucleado en la Mesa Peronista —Caletti, Schmucler, Casullo (Farías, 2015, p. 357). Como veremos más adelante, la tensión entre estas dos mesas constitutivas del proyecto de Controversia provocará que sus miembros confluyan (como editores o colaboradores habituales) en Punto de Vista y Unidos, respectivamente. Tanto de Ípola —próximo al grupo editorial, colaborador habitual— como Rozitchner —colaborador ocasional— escriben en Controversia.

7 Entre 1978 y 1981, el único nombre público asociado a la revista era el de la propia Sarlo, mientras que el resto de los editores y colaboradores firmaba con seudónimo. A partir del número 12, esto se modificó por un relajamiento de la censura de la dictadura militar. Así, a partir de julio de 1981, sabemos que el “Consejo de redacción en los números 12 al 15 estuvo integrado por: Carlos Altamirano, Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo, Hugo Vezzetti, en el número 16 Piglia abandona Punto de Vista y a partir del número 17 se incorporó Hilda Sábato, desde el número 20, José Aricó y Juan Carlos Portantiero, a partir del 42 Adrián Gorelik y en el 53 un Consejo Asesor integrado por: Raúl Beceyro, Jorge Dotti, Rafael Filippelli, Federico Monjeau y Oscar Terán” (Garategaray, 2013: 58).

8 Unidos era dirigida por Carlos “Chacho” Álvarez e integraban su consejo de redacción, entre otros, Arturo Armada, Horacio González, Vicente Palermo, Mario Wainfeld y Felipe Solá. Colaboraron en ella destacados intelectuales y políticos como José Pablo Feinmann, Álvaro Abós, Nicolás Casullo, Artemio López, Julio Godio o Alcira Argumedo.

Imagen: Voluntad, de Santiago Caruso

 

Fuente de imagen y artículo: Revista Diferencia(s)

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Controversia (octubre 1979), “Editorial” en Controversia, 1, p. 2.

de Ípola, E. (noviembre 1986). “León Rozitchner: La especulación filosófica como política sustituta” en Punto de Vista, 28, pp. 9-14.

de Ípola, E., y Portantiero, J. C. (agosto 1981). “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes” en Controversia, 14, pp. 11-12.

de Ípola, E., y Portantiero, J. C. (agosto 1984). “Crisis social y pacto democrático” en Punto de Vista, 21, pp. 13-21.

Farías, M. (2015). “Un epílogo para los años setenta. Controversia y la crítica a las organizaciones revolucionarias” en L. Prislei, Polémicas intelectuales, debates políticos. Las revistas culturales en el siglo XX, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pp. 355-398.

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Controversia, 1, p. 3.

1 Comment

  1. Gracias, articulazo. Un acercamiento al pensamiento de L Rozitchner que nunca es fácil, y una valoración, más allá de las diferencias que puedan tenerse, de su sana y obstinada radicalidad. Las ideas en la centro izquierda siguen siendo las mismas de hace cuarenta años y en el peronismo, salvo algunas excepciones, estribillos repetitivos.

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