Rosa Luxemburgo. Escenas de lectura // Pierina Ferretti

Una biblioteca es una biografía material escrita con palabras de otros

Paul B. Preciado

La escena inaugural

Una noche de septiembre de 1904, Rosa Luxemburgo, prisionera en la cárcel de Zwickau por delitos de lesa majestad, le escribe una larga carta a su amiga Luisa Kautsky:

«Anochece; una brisa suave entra por el tragaluz de mi celda, agita dulcemente mi pantalla verde y hojea delicadamente el tomo abierto de Schiller […] Esta brisa traidora, me llama de nuevo a lo lejos –ni yo misma sé dónde–. La vida juega conmigo a un eterno escondite. Siempre me parece que no está en mí, ni donde yo estoy, sino en algún sitio lejano. En otro tiempo, allá en casa, me deslizaba al amanecer hasta la ventana –¡oh!, nos estaba severamente prohibido levantarnos antes que nuestro padre–, la abría despacito y miraba hacia afuera, hacia el gran patio. Seguramente que no había gran cosa que ver allí. Todo dormía aún; un gato cruzaba el patio con su paso aterciopelado, dos gorriones se peleaban chillando descaradamente, y el corpulento Antoni, metido en su zamarra corta, que usaba lo mismo en verano que en invierno, estaba plantado junto a la bomba, con las dos manos y la barbilla apoyadas en el mango de la escoba, y un profundo aire de meditación en su cara adormecida y sin lavar. Porque aquel Antoni era hombre de tendencias elevadas. Todas las noches, después de cerrar la puerta cochera, se acomodaba en el banco del vestíbulo que le servía de lecho, y deletreaba en voz alta, a la luz incierta del farol, la Gaceta de Policía, publicación oficial, y su voz resonaba por toda la casa como una letanía ininteligible. En aquellas lecturas sólo le movía un amor desinteresado por la literatura; no entendía ni una jota de lo que leía, pero le gustaban las letras como tales letras y nada más. Lo cual no quiere decir que fuera hombre fácil de contentar. Cuando un día le presté, a su instancia, Los orígenes de la civilización, de Lubbock, que acababa yo de empezar a leer con ardiente fervor, pues era mi primer libro «serio» –me lo devolvió al cabo de dos días diciendo que aquel libro «no valía nada»–. Yo necesité muchos años para comprender cuánta razón tenía Antoni. […] Era también aquel el más hermoso instante del día, antes de despertarse la vida oscura, estrepitosa, ruda, machacona, de la gran casa de vecindad. La augusta calma de la hora matinal se derramaba sobre la vulgaridad del suelo; arriba, en los cristales, chispeaban los primeros oros del sol naciente y, más arriba aún, flotaban nubecillas vaporosas, sonrosadas, antes de disolverse en el cielo gris de la ciudad. Por entonces, yo creía firmemente que la «vida», la «verdadera» vida estaba en algún sitio muy apartado, no sabía dónde, lejos, del otro lado de los tejados. Desde entonces, no he cesado de buscarla. Pero no logro darle alcance, pues siempre se esconde detrás de algún nuevo tejado. En fin de cuentas, todo fue una burla cruel para conmigo, ya que la verdadera vida se quedó precisamente allí, en aquel patio en que, por vez primera, leí con Antoni Los orígenes de la civilización».

 

            La descripción, realizada con minuciosidad fotográfica, reconstruye el recuerdo de su primera «lectura seria». No es un recuerdo cualquiera. En la vida de toda persona que tiene con los libros una relación afectiva, y Rosa Luxemburgo es un modelo ejemplar de esa especie, pervive la imagen de una escena inaugural. Ricardo Piglia, otro integrante de aquella familia de lectores, en una conferencia que tituló «Los libros de mi vida. Ensayo de una autobiografía futura»[1] reflexiona largamente sobre esto.

Mi primer recuerdo –dice allí– es la imagen de mi abuelo Emilio sentado en un sillón de cuero, aislado, ausente, con un libro en la mano; parecía dormido con los ojos abiertos. Yo estoy parado ahí, en la zona más secreta de la casa, sin saber qué hacer. Tengo tres años.

Esa tarde, sin que nadie me vea, me trepo a una silla, y bajo de una de las estanterías de la biblioteca un libro azul. Después, salgo a la calle y me siento en el umbral con el libro abierto sobre las rodillas.

Yo estaba ahí, como si leyera, cuando de pronto una larga sombra se inclinó sobre mí y me susurró que tenía el libro al revés. Pienso que debe haber sido Borges, que solía pasar los veranos en el Hotel Las Delicias de Adrogué, porque a quién sino a él, se le puede ocurrir hacerle esa maliciosa advertencia a un chico de 4 años, que no sabe leer.

            Un escritor ya consagrado recuerda sus inicios en la lectura. Una mujer, una revolucionaria encarcelada, realiza el mismo ejercicio. No interesa la veracidad del recuerdo, sino, como agrega Piglia, «la intensidad inolvidable de la imagen que se refleja en la memoria como una cicatriz». Y una cicatriz, no lo pasemos por alto, es también la marca que deja una herida, el recuerdo de una pérdida.

            Ciertamente, la pérdida es un componente predominante en todo recuerdo. Se recuerda una ausencia. También este elemento tiñe el recuerdo de la «primera lectura». Es imposible retornar a esa vida en la que leímos por primera vez el libro que se grabó en nuestra memoria y aunque volvamos a leerlo, nunca será igual. «La primera lectura –para continuar con Piglia– es inolvidable porque es irrepetible y es única. La vez primera que leemos a Roberto Arlt, la primera vez que leemos Absalom, Absalom de Faulkner, la emoción persiste con el aura del descubrimiento».  Para describir la lectura de su primer libro «serio», Rosa Luxemburgo utiliza la expresión «ardiente fervor». En su caso, el centro del recuerdo está en la fuerza afectiva del acto de leer más que en el libro. Es la experiencia de leer con «ardiente fervor» lo que se graba en su memoria. Podemos agregar nosotros que ese modo de leer permanecerá hasta convertirse en un rasgo de su personalidad.

            Por otro lado, el cuadro que compone hace aparecer otras pérdidas. La memoria de la casa de su infancia incluye la evocación de sus padres, cuyas muertes, como recordaría con pesar en otras cartas, la encontraron ocupada en sus tareas políticas. El libro de Schiller en la mesa de la celda refuerza la presencia de estas figuras. Schiller era, junto con la Biblia, la lectura preferida de su madre Lina Löwenstein, una culta mujer judía que la inició en la práctica de la lectura. Luisa Kausty, la destinataria de la carta que estamos comentando, recuerda esta circunstancia: «Rosa tenía una extraña aversión a Schiller, que ella atribuyó al motivo aún más extraño de que su madre estaba encantada con él y, por lo tanto, ella no podía soportarlo debido a un espíritu infantil de oposición; además, le resultaba demasiado «anticuado» para ella». De hecho, el libro de Schiller que Rosa tenía esa noche en su celda podría haber sido de Luisa, o al menos, Rosa la señalaba o como la dueña material del volumen o como la responsable de empujarla a su lectura. «Me traje para leer durante las horas libres «tu» Schiller, tomos 7 a 9: Historia de la insurrección de los Países Bajos», le había escrito en una carta anterior.

            ¿Qué efectos pudo provocar la lectura en la biografía de Rosa Luxemburgo? No es difícil imaginarla esa noche pensando en el momento en que su vida tomó el giro que la alejaría del destino predeterminado para las mujeres de su época y de su clase: el matrimonio, los hijos, las comodidades de la vida burguesa. Ciertamente, las lecturas tuvieron un papel central en las decisiones que dieron a su vida el rumbo definitivo. Sabemos que en la década del 80 del siglo xix se produjo un renacimiento de organizaciones políticas que conspiraban contra el imperio de los zares. Ya se habían producido revueltas, atentados y olas represivas de envergadura. Rosa Luxemburgo, a los dieciséis años, estaba enrolada en el Partido Socialista Revolucionario Proletariat, heredero de una organización previa que había sido diezmada. En ese espacio, con toda seguridad, tomó contacto con la literatura socialista que circulaba entre los militantes revolucionarios del imperio ruso a una velocidad sorprendente –recordemos que la primera traducción de El Capital de Marx se realizó en Rusia en 1872.

            La escena de lectura que Rosa recuerda da cuenta del inicio de sus años de formación, de su pasaje a la adultez lectora y política. La elección personal de los libros convierte a la lectura en un espacio de autonomía, autoformación y, en definitiva, de libertad. Rosa Luxemburgo evoca un punto de no retorno marcado por la militancia juvenil y por la lectura como parte fundamental de esa militancia. Puede ser visto también como una experiencia de conversión. La lectura como práctica que cambia el rumbo de la vida del lector.

            Al mismo tiempo, la figura idealizada de Antoni, el sirviente iletrado al que espía al amanecer, es otro elemento sugerente del recuerdo. Una joven de familia burguesa es encantada por la fascinación de un hombre humilde por la lectura. «En aquellas lecturas –comenta como si todavía se sorprendiera– sólo le movía un amor desinteresado por la literatura». Más adelante, cuando comience su militancia en Proletariat, los trabajadores ilustrados serán sus primeros maestros en la cultura socialista. Pero Antoni, que le mostró el amor desinteresado por la literatura, era en cambio un hombre rústico y semianalfabeto que se deleitaba con una publicación oficial.  

            Esta escena inaugural nos abre la puerta para recorrer otros momentos en los que aparecen dimensiones de la intensa relación de Rosa Luxemburgo con la lectura. Para este ejercicio, sus cartas son un material invaluable. En ellas la vemos comentando largamente obras y autores, pidiendo y recomendando libros y reflexionando sobre los efectos que le provocaba el contacto con la poesía y con sus escritores predilectos. Se podría reconstruir su biblioteca personal, sus series de lectura, su canon privado, sus juicios literarios. Se podría escribir una biografía siguiendo el curso de sus lecturas, porque como ha dicho Paul B. Preciado: «una biblioteca es una biografía material escrita con palabras de otros, formada por la acumulación y el orden de los diferentes libros que alguien ha leído a lo largo de su vida». Ciertamente, nuestro objetivo acá es menos ambicioso. Nos proponemos simplemente visitar algunas escenas de lectura que, como la que acabamos de comentar, nos permitan acercarnos a Rosa Luxemburgo como lectora.

 

Desviaciones literarias

Anota Ricardo Piglia en El último lector que detrás de muchas figuras del movimiento revolucionario se esconden escritores frustrados. Se detiene largamente en la figura de Ernesto Guevara, lector voraz, que caminaba con una alforja de libros acuestas por la Sierra Maestra, El Congo y Bolivia y que se definía a sí mismo como un poeta frustrado. Le parecía a Piglia el ejemplo por antonomasia del político que triunfa donde fracasa el escritor.

            No obstante, esta condición no ha sido exclusiva de Guevara. Late en muchos revolucionarios una pulsión literaria que alimenta y que a la vez choca con la acción política. Trotsky desde niño había soñado con ser escritor. Marx, de joven, coqueteó con la poesía y, como el Che, fracasó. Sin embargo, se convirtió en una máquina de trabajo y de lecturas cuya amplitud resulta apabullante viniendo de alguien que se consagró a la crítica de la economía política y a la organización de la clase trabajadora con la intensidad que él lo hizo. Una carta que le envía a Engels el 3 de mayo de 1854 da una imagen elocuente del tipo de lector que era:

Ahora practico español en las horas libres. Comencé con Calderón, de cuyo Mágico prodigioso –el Fausto católico– Goethe no solo usó pasajes particulares, sino referencias de escenas completas en su Fausto. Luego, horribile dictu, leo en español lo que hubiera sido imposible en francés, Atala y René de Chateaubriand y algunas cosas de St. Bernardin de Pierre. Ahora estoy en medio de Don Quijote.

 

            Podríamos oponerlo a Borges, que primero leyó El Quijote en inglés y consideró al original como una mala traducción. Marx, en cambio, desestimó las traducciones y se dio a la tarea de aprender español. Hay en ese gesto una particular relación con la lengua.

            Rosa Luxemburgo pertenece a esta clase de lectores. Maneja varios idiomas. Sus lecturas son amplias. Todo el tiempo está leyendo. Una serie tiene que ver con el material relacionado con sus responsabilidades políticas de articulista en los medios del movimiento obrero, profesora de la escuela del partido, agitadora y oradora pública. Cotidianamente lee la prensa obrera y «burguesa», informes económicos, volúmenes de historia, economía política y filosofía. Acude a las bibliotecas, encarga los libros que no consigue, se suscribe a periódicos. Cuando narra su día a día, la lectura y la escritura abarcan la mayor parte de sus ocupaciones.

            Sin embargo, existe también una serie «privada», resguardada de todo criterio de utilidad y de corrección política. Son sus lecturas literarias y científicas, porque en el último periodo de su vida la vemos leyendo sobre pájaros, geología y astronomía con el entusiasmo de quien descubre un nuevo continente. De sus lecturas «libres» nos informan sus cartas, así como de los momentos en los que se entregaba a esta desinteresada actividad. Lee en la cama al terminar el día, en sus paseos por los parques o en el campo, en los trayectos del tren, en compañía de alguno de sus amantes con quienes tenía la costumbre de leer en voz alta y, sobre todo, lee constantemente en la cárcel, porque, al igual que para otros revolucionarios –pensemos en Gramsci o, para poner un ejemplo de estas latitudes, en Raquel Gutiérrez Aguilar–, la prisión fue para Rosa Luxemburgo una ventana de tiempo para la lectura y la elaboración intelectual. En la cárcel, además de leer como posesa, escribe La crisis de la socialdemocracia (más conocida como el Folleto Junius), las Cartas de Espartaco, La revolución rusa y traduce la autobiografía del escritor ruso Vládimir Korolénko.

            Sin embargo, la lectura desinteresada es siempre una interrupción de otra actividad más útil. Para una militante de la estatura de Rosa Luxemburgo, que alcanzó un lugar de conducción en el partido obrero más grande de Europa, el tiempo «libre» era un bien escaso. A través de sus cartas se puede seguir la tensión permanente entre sus obligaciones y sus deseos personales, la experiencia cotidiana del imposible equilibrio entre lo personal y lo político, que incluía, por cierto, sus vínculos amorosos. Esta incomodidad la acompañará toda su vida.

            El 25 de marzo de 1894, a los 23 años, le escribe a Leo Jogiches, su compañero sentimental de entonces:

Cuando me senté a descansar por un momento, tan exhausta que estaba lista para abandonar el trabajo constante por la causa, dejé que mis pensamientos divagaran y tuve la sensación de que no tenía un rincón propio en ninguna parte, y que en ningún lugar existo y vivo por mí misma.

 

            Cuatro años después, en mayo de 1898 desde en Berlín, donde se había instalado para intensificar su trabajo en la capital de la Segunda Internacional, vuelve a escribirle:

Anoche en la cama, en un apartamento extraño, en una ciudad extraña, me di el gusto y en el fondo jugué con un pensamiento: ¿No sería mejor acabar con esta vida de huida y vivir, los dos solos, en la tranquilidad y la felicidad, en algún lugar de Suiza, aprovechando nuestra juventud y disfrutando el uno del otro?

 

            Al año siguiente, en marzo de 1899, agradeciéndole la carta enviada por su cumpleaños, escribe en esta misma dirección:

la mayor alegría que me diste fue cuando escribiste que aún somos jóvenes y podremos organizar nuestra vida personal. ¡Oh, mi Dziodzio adorado, si pudieras cumplir esa promesa! Nuestro pequeño departamento, nuestros pequeños muebles, nuestra propia biblioteca, trabajo tranquilo y continuo, trabajando juntos, y de vez en cuando, la ópera y un círculo muy pequeño de conocidos a los que uno puede invitar a cenar, ir de viaje al campo durante un mes cada año, pero sin ningún tipo de trabajo. (Y tal vez un pequeño Bobo, uno muy, absolutamente pequeño). ¿Acaso se nos permitirá? ¿Nunca?

 

            El deseo de una vida tranquila, de una familia, de un hijo. Una parte de Rosa Luxemburgo se rebela contra las privaciones que debe enfrentar por la vida militante que ha elegido. Varios años después, en 1907, carteándose esta vez con Kostia Zetkin, con quien mantuvo una relación de cinco años, sigue lamentando lo mismo:

¿Por qué? ¿Por qué debo sufrir en la vida estas fuertes, penetrantes y lacerantes conmociones, cuando en mi interior siempre llora un anhelo de armonía y paz? ¿Por qué vuelvo a sumergirme en peligros, en nuevas y aterradoras situaciones en las que sé con seguridad que me perderé? ¿Por qué no se puede hacer nada para superar el mundo exterior?

 

            La oposición entre interior y exterior. El anhelo de paz y la realidad vertiginosa de la actividad política. Esto fue una tensión permanente y, a pesar de sus quejas, Rosa Luxemburgo siempre decidió por la acción política. Sin embargo se esforzó por crear ese rincón propio que anhelaba cultivando un conjunto de actividades que le causaban placer y alegría. «Tengo un maldito anhelo de felicidad y estoy dispuesta a regatear por mi porción diaria con la terquedad de una mula» le había escrito a Leo desde la prisión de Zwickau en 1904. Y así, con la terquedad de una mula, se entregó a la botánica, incursionó en la pintura, en la geología, en la ornitología y, por supuesto, en la literatura.

            Sus gustos literarios han llamado la atención de sus biógrafos. J. P. Nettl, autor de una de las primeras biografías de Luxemburgo, afirma que «sus gustos eran conservadores y clásicos. Le gustaba la misma música que a cualquier ciudadano culto de fin de siglo de Berlín o, mejor, de Viena. No tenía ni el desprecio pionero por las convenciones de un aristócrata ni las certezas autocomplacientes y más bien escuetas del realismo de la clase obrera». Dana Mills, autora de un trabajo reciente, opone «su visión política radical e internacionalista» a sus gustos culturales «eurocéntricos y algo conservadores».  

            Ciertamente, las lecturas predilectas de Rosa Luxemburgo eran clásicas. «Siento verdadera sed de literatura clásica; verdaderamente es una reacción, después de tanta economía política como he tenido que tragar», le escribía a Luisa Kaustky en 1913. Por lo que leemos en las cartas, sus inclinaciones llamaron la atención de algunos de sus cercanos. La propia Kautsky le había reclamado su desprecio a Schiller, considerado un «poeta revolucionario» y su amiga Sonja Leibchnekt le había hecho notar su desinterés por la literatura contemporánea, a lo que Rosa respondió de manera ambivalente: «Se equivoca usted –le contesta en una carta del 24 de noviembre de 1917– al decir que siento prevención por los poetas modernos. Hace quince años leí a Dehmel con entusiasmo –de su prosa (una escena sobre el lecho mortuorio de una mujer amada) conservo un recuerdo confuso, aunque admirativo–. Todavía me sé de memoria el Phantasus, de Arno Hotz. La Primavera, de Johann Schlaf, de la misma época, me transportó al entusiasmo», pero agrega inmediatamente: «Después dejé esos poetas y volví a Goethe y a Mörike».

            Las preferencias literarias de Rosa Luxemburgo son claras. En la cumbre de la lista Goethe y Möricke, luego un conjunto que incluye, por mencionar solamente algunos nombres, a Sófocles, Calderón, Cervantes, Shakespeare, Mickiewicz, Conrad Ferdinand Meyer, Gerhart Hauptmann, Oscar Wilde, Bernard Shaw, y, por cierto, los rusos: Tolstoi, Dotstoievsky, Gorki y Korolénko, de quien, como mencionamos, tradujo su autobiografía mientras estuvo en la cárcel.

            El carácter conservador de los autores era un tema que la tenía sin cuidado. Le importaba la energía que los movía a escribir y lo que su escritura era capaz de despertar. Este fragmento de la introducción que escribió para su traducción de Korolénko es una síntesis magistral de sus criterios literarios y estéticos.

Nada sería más erróneo, desde luego, que considerar la literatura rusa un arte tendencioso en un sentido grosero, ni pintar a todos los poetas rusos como revolucionarios, o siquiera progresistas. Los esquemas tales como «revolucionario» y «progresista» tienen poco significado en el terreno del arte.

Dostoievski, sobre todo en sus escritos posteriores, es un reaccionario confeso, un místico que odia a los socialistas. Sus descripciones de los revolucionarios rusos son malévolas caricaturas. Las doctrinas místicas de Tolstoi reflejan también tendencias reaccionarias. Pero los escritos de ambos nos despiertan, inspiran y liberan. Y eso es porque su punto de partida no es reaccionario, sus pensamientos y emociones no obedecen al deseo de aferrarse al statu quo, ni los inspiran el resentimiento social, la estrechez mental ni el egoísmo de casta. Por el contrario, reflejan un gran amor por la humanidad, y una profunda reacción ante la injusticia. Así Dostoievski, el reaccionario, se convierte en agente literario de los «insultados e injuriados», como él los llama en sus trabajos. Sólo las conclusiones que él y Tolstoi han sacado, cada uno a su manera, sólo la salida del laberinto social que ellos creen haber encontrado, los conduce a las sendas del misticismo y el ascetismo. Pero en el verdadero artista la fórmula social que propone tiene una importancia secundaria; la fuente de su arte, el espíritu que lo anima: eso es lo decisivo.

 

 

Ejercicios espirituales

¿Qué busca Rosa Luxemburgo en sus lecturas literarias? ¿Su inclinación tan marcada hacia los clásicos responde sólo a un concepto elitista de cultura acentuado tal vez por su origen «periférico» de polaca? ¿Por qué Goethe ocupaba un lugar tan importante en su canon personal?

            El filósofo francés Pierre Hadot en su libro No te olvides de vivir. Goethe y la tradición de los ejercicios espirituales, ofrece elementos para pensar en la predilección de Rosa Luxemburgo por este clásico alemán más allá de la absorción acrítica de la alta cultura burguesa o de cierta pose ilustrada.

            Hadot se aproxima a Goethe como un cultor moderno de lo que en varios trabajos ha llamado «ejercicios espirituales», expresión con la que se refiere a aquellos «actos del intelecto, o de la imaginación, o de la voluntad» por medio de los cuales «el individuo se esfuerza en transformar su manera de ver el mundo, con el fin de transformarse a sí mismo». «No se trata –agrega– de informarse, sino de formarse». Estos ejercicios, como va mostrando Hadot en sus investigaciones, tienen su origen en la antigüedad, pero son retomados largamente en la filosofía occidental.

            En Goethe, particularmente, resalta tres modalidades de esta práctica: la concentración en el instante presente, el ejercicio de «mirar desde lo alto» buscando una perspectiva de conjunto ante las vicisitudes y el constante maravillamiento ante la vida.

            Podríamos decir que todas estas disposiciones anímicas fueron practicadas Rosa Luxemburgo. Quizás haya encontrado en Goethe un modelo de estas actitudes. Lo que es claro es que el poeta alemán fue un fundamento que eligió para construir su visión de mundo y su actitud ante la vida. El 10 de octubre de 1905 le escribía a Leo Jogiches en estos términos:

Por cierto, en general, Goethe tiene un efecto inusualmente tranquilizador: es un verdadero «olímpico», y me siento muy unida a su cosmovisión. Por desgracia, carezco de la férrea capacidad de trabajo [Arbeitsamkeit] que tenía Goethe, a pesar de [compartir su] cosmovisión (aunque no su genio, por supuesto). ¡Son bastante sorprendentes los intereses intelectuales universales que tenía este hombre! Y eso que era «suabo». Alguien me tiene que explicar esto [Das soll mir einer erklären].

 

            Doce años después, el 20 de julio de julio de 1917 desde la cárcel, le escribe a su amiga Sonja Liebknecht acerca de este mismo efecto a propósito de una poesía:

Hoy, mientras paseaba, observando y meditando sobre todo esto, un verso de Goethe danzaba, obstinado, en mi memoria: El anciano Merlín en su tumba luminosa, donde le hablé cuando era joven… Ya conoce usted los versos que siguen. Huelga decir que el poema no tiene relación alguna con lo que yo sentía y pensaba en aquel momento; era la cadencia de las palabras y el encanto misterioso del poema lo que me seducía, envolviendo en calma mi espíritu. No sabría explicar por qué una bella poesía, de Goethe sobre todo, obra tan poderosamente sobre mí cuando me siento agitada o estremecida. La sensación que experimento en tales ocasiones es casi fisiológica, algo así como si, teniendo los labios resecos, bebiera un delicioso licor que refrescara todo mi ser, devolviendo la salud a mi alma y a mi cuerpo.

 

            La lectura como elemento reconstituyente del ánimo es una de las figuras recurrentes en las confesiones que Rosa hace a su círculo íntimo de amigas y de amantes. Leer como acto reconfortante, placentero y consolador. «¡Lee algo bonito! –le insistía a Luisa Kautsky desde la prisión– ¿Tienes buenos libros? Dime, te lo ruego, qué lees; quizá me fuera posible mandarte, o por lo menos aconsejarte, algo bello que te confortase».

            La lectura de Goethe la consolaba al tiempo que se convertía en un ejemplo para trabajar sobre su propia disposición ante la vida y construir su ética personal. Nuevamente a Luisa Kautsky le propone mirar a Goethe como modelo para hacer frente a la adversidad en una carta del 26 de enero de 1917.

cuando el mundo entero se sale de quicio, lo único que me preocupa es saber el qué y el por qué de lo que ocurre, y desde el momento en que sé que he hecho lo que tenía que hacer, recobro la tranquilidad y el buen humor. Ultra posse nemo obligatur [nadie está obligado a más de lo que puede]. Además, todavía me queda todo cuanto hasta hace poco era para mí motivo de satisfacción: la música y la pintura, las nubes, y la herborización en primavera, y los buenos libros, y Mimí, y tú, y muchas otras cosas más; en fin, que soy tan rica como Creso y confío serlo hasta el último instante de mi vida. Este hundimiento total en medio de la miseria cotidiana es incomprensible e insoportable para mí. Observa, por ejemplo, la fría serenidad con que un Goethe se sobreponía a los acontecimientos. Y piensa por todo lo que hubo de pasar durante su vida: la gran Revolución francesa, que, vista de cerca, debía de producir el efecto de una mascarada sangrienta y sin finalidad alguna; luego, de 1793 a 1815, una serie de guerras que se suceden sin interrupción y que vuelven a dar al mundo la apariencia de un manicomio suelto. ¡Y con qué tranquilidad, con qué equilibrio intelectual proseguía él, entretanto, sus estudios sobre la metamorfosis de las plantas, sobre la teoría de los colores, sobre mil cosas diversas! Yo no te pido que hagas versos, como Goethe, pero su modo de concebir la vida –el universalismo de los intereses, la armonía interior– está al alcance de cualquiera, o, por lo menos, todos pueden pugnar por alcanzarla. Y si me dices que Goethe no era un político militante, te replicaré que el político de acción es quien debe sobreponerse a los acontecimientos, si no quiere naufragar, estrellándose contra el primer escollo que se presente.

 

            La 1iteratura como escuela ética y estética al alcance de todos quienes estén dispuestos a trabajar sobre su propia existencia. La vida como una materia moldeable, como resultado un trabajo conciente, como una obra de arte, son tópicos de un ideario del que Goethe era uno de los representantes mayores. En él, y en otros poetas, escritores y artistas, Rosa Luxemburgo encontró los elementos para trabajar su concepción del mundo, su universo sensible y su modelo humano.

            Solo como ejemplo, el ejercicio de mirar desde lo alto que Hadot resalta en Goethe, parece ser una de las actitudes más recurrentes de Rosa Luxemburgo ante la adversidad. A la referencia que acabamos de citar, que puede leerse también en esta clave, queremos añadir el fragmento de una carta que le escribe a Hans Diefenbach –su último compañero sentimental y con quien tuvo una relación básicamente epistolar–, una vez que la guerra se había desatado con el apoyo de los parlamentarios de la Socialdemocracia alemana:

 Antes que todo, te dejo el pequeño informe que querías sobre mí. Bueno, mi estado inicial de desesperación ya se ha vuelto bastante diferente. No es que juzgue la situación con mayor optimismo o que tenga alguna razón para alegrarme, para nada. Pero la severidad del primer golpe se ha desvanecido, y desde entonces los golpes se han convertido en algo cotidiano. Que el Partido y la Internacional se hayan quebrado, completamente quebrado, no está abierto a ninguna duda. Las dimensiones crecientes del desastre, sin embargo, lo han convertido en un drama histórico mundial, y en este sentido el significado histórico objetivo se vuelve evidente y la sensación personal de querer arrancarse el pelo se ha desvanecido. Por supuesto que el  dolor a veces sigue ahí, apenas soportable, porque los antiguos amigos cometen nuevas villerías y fechorías, y además la prensa pasa por un proceso de inaudita degradación. Sin embargo, y para contrarrestar esto, hoy más que nunca tengo la convicción de que, si el hecho es que las cosas no pueden ir de otra manera, puedo encontrar todavía un encantador consuelo para mis modestas necesidades personales: un buen libro, un paseo por los prados de Südende en el hermoso clima otoñal, como en algún momento caminé contigo, Hannesle, por el rastrojo. ¡Y, por último, hay música también! ¡Ah, la música! ¡Cómo la anhelo, y qué doloroso es que nos la priven! Hasta ahora no he podido proporcionarme de ella.

 

            La conciencia de la envergadura mundial en la que se ubican las desgracias personales, las rupturas con amigos, el quiebre político de la organización más importante del proletariado en Europa, le ayuda a Rosa Luxemburgo a recobrar la calma y continuar. Busca consuelo en las actividades que le brindan placer y recompone sus fuerzas para proseguir su tarea.

            Ahora bien, cuando hablamos de la formación de una ética personal, conviene aclarar que no se halla en Rosa Luxemburgo ninguna apología del ascetismo, de las privaciones materiales, ni nada en esa dirección en que puede ser entendido el concepto de «ética». Al contrario, una de las mejores conocedoras de su correspondencia amorosa, Elzbieta Ettinger, destaca que la persistente disposición de Rosa Luxemburgo a la búsqueda de la felicidad personal y al placer fue uno de los puntos de discordia con Leo Jogiches que consideraba esos deseos como desviaciones pequeño burguesas. Jogiches pertenecía a una familia rica de la burguesía lituana y debió ser como esos rebeldes que para romper con sus orígenes de clase exageran al punto de convertirse en moralistas laicos de una radicalidad rayana en la enfermedad. En esta carta del 4 de septiembre de 1904, desde la prisión de Zwickau, Rosa Luxemburgo le reclama:

Que lleves una vida tan solitaria es una locura y una anormalidad, y lo veo con muy malos ojos. Mi estado de ánimo actual me hace odiar más que nunca ese «ascetismo». Aquí sigo agarrando con avidez cada chispa de vida, cada rayo de luz, cada matiz en los feuilletons [folletines] y las críticas de teatro del Berliner Tageblatt. Me prometo vivir la vida al máximo en cuanto sea libre, y tú, tú te sientas ahí desbordado de riquezas y, como San Antonio en el desierto, vives de miel silvestre y langostas. Te convertirás en una bárbara, mi querida niña, y cuando salga de la cárcel tu incontinencia nazarena chocará violentamente con mi sangre helénica.

 

            En varios pasajes de su correspondencia la leemos recordando momentos de diversión junto a sus amigos que pueden darnos una idea de cómo era su inclinación a «gozar la vida». Una carta del 26 de enero de 1917 enviada a Luisa Kautsky desde la cárcel, ofrece la magnífica escena de una «orgía de champange socialdemocrático» que Rosa Luxemburgo evoca con alegría, a pesar de que uno de los amigos mencionados, el pianista Hugo Fassist, ya había muerto en la guerra.

Conservo el recuerdo muy agradable de nuestra última «orgía». Fue en el verano pasado, cuando estaba yo en la Selva Negra. Un día se presentó [Hugo Fassist] trepando desde Wildbad con Costia[Zetkin]; era un día espléndido; después de comer, nos sentamos al aire libre, en torno a una pequeña batería de botellas de Mumm, gozando del sol y muy contentos. El que más bebía era, naturalmente, «el generoso donante» en persona. Volvía a vivir, un vez más, «una hora inolvidable», reía, gesticulaba, gritaba y uno tras otro iba vaciando en su robusto gaznate de suabo los vasos espumeantes. […] los filisteos, como puede suponerse, se sentían muy edificados ante aquella «orgía de champagne socialdemocrático».

 

            Este gozar la vida, además de ser una disposición «natural» de Rosa Luxemburgo, también es parte de la visión de mundo que subyace la obra de Goethe. Pierre Hadot destaca «el extraordinario amor a la vida» que se puede observar en su obra y que se condensa en la traducción que hace del precepto Memento vivire [acuérdate de vivir] en el pasaje de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister en que el joven héroe recibe este mensaje de la historia:

Frente a la puerta, en un espléndido sarcófago, se veía la estatua en mármol de un hombre venerable apoyado sobre un almohadón. En la mano tenía un rollo que parecía contemplar con serena atención. El rollo estaba colocado en forma que pudieran leerse fácilmente las palabras grabadas en él: «Acuérdate de que tienes que vivir».

 

            «Acuérdate de que tienes que vivir», una máxima opuesta al precepto cristiano Memento mori [recuerda que morirás] y que ha sido interpretada como el centro de la filosofía de Goethe. Para Hadot es el llamado a una existencia conciente, a «gozar plenamente de los placeres de la vida» y a «descubrir el gozo en la existencia misma, en lo que tiene de maravilloso en la actividad del cuerpo y del espíritu».

            Todo esto nos parece acorde con el concepto de vida que podemos hallar en Rosa Luxemburgo. Su inclinación a los placeres sensibles y, también, su permanente maravillamiento ante la vida, sobre todo ante la naturaleza, pueden leerse en esa clave. Los pasajes para ofrecer una muestra de esta dimensión de su visión de mundo son numerosos, porque sus cartas están repletas de apologías a la existencia. «Como quiera que sea, la vida es buena» había escrito Goethe en su poema «El novio» y de muchas formas Rosa Luxemburgo exclama lo mismo en reiteradas ocasiones hablando de los pájaros que la visitan en la cárcel, de las flores que descubre en los jardines, de la primavera y de sus experiencias felices con amigos y amantes. El fragmento que reproducimos a continuación, escrito a mediados de diciembre de 1917 desde la cárcel de Breslau a Sonja Liebchnekt, nos pareció, de todos modos, el más expresivo de ese aspecto de su sensibilidad.

Es la tercera Navidad que paso entre rejas. Pero no se preocupe usted demasiado. Estoy más tranquila y alegre que nunca. Esta noche estuve largo rato despierta –no acierto a quedarme nunca dormida antes de la una de la madrugada, y, como nos obligan a acostarnos a las diez, hay tiempo para pensar en la oscuridad en muchas cosas. He aquí mis pensamientos: ¡qué extraña es, me decía, esta especie de alegre embriaguez en que constantemente me hallo, sin razón alguna! Estoy tendida en una celda oscura, sobre un colchón duro como una piedra. A mi alrededor reina en toda la casa un mortal silencio, que hace pensar que se halla una en un sepulcro. La luz del farol que arde toda la noche frente a la cárcel se refleja en el techo. De vez en cuando se oye pasar un tren lejano, y de rato en rato, muy cerca, al pie de la ventana, al centinela que tose y da algunos pasos lentos y pesados para desentumecer sus piernas. La arena cruje tan desesperadamente bajo sus botas que parece que en ella clama en la oscuridad sombría y húmeda toda la desolación y toda la desesperanza que hay en la existencia. Aquí estoy tendida, sola, envuelta en los pliegues oscuros de la noche, del hastío, del cautiverio, del invierno, y no obstante, mi corazón palpita con un incomprensible gozo interior, con una alegría nueva para mí, como si me paseara por una pradera florida bajo un sol radiante. Y, en las tinieblas de mi calabozo, sonrío a la vida, como si poseyera algún mágico talismán cuya virtud transformara todo lo feo y triste en claridad y dicha. Yo misma busco el por qué de esta alegría, pero no doy con él y no tengo más remedio que reírme otra vez de mí misma. El secreto no está seguramente más que en la vida, tal como es; las tinieblas espesas de la noche, bellas y suaves como el terciopelo, si una sabe mirarlas. Y en el crujir de la arena húmeda, bajo los pasos lentos y pesados del centinela, canta la vida, para quien sepa escucharla. En esos momentos pienso en usted, y ¡con cuánto gusto le prestaría este talismán, para que también usted pudiera exprimir de todas las situaciones lo que la vida tiene de hermoso y alegre, para que también usted viviese fuera bajo su encanto, y marchara por la vida como por una pradera toda llena de flores. Pero no crea que pretendo brindarle goces numéricos, cantando las ventajas del ascetismo. No, yo deseo para usted gozos reales y sensibles. Únicamente quería hacerle compartir mi inagotable alegría interna para poder sentirme tranquila en lo que a usted respecta, y para que usted pudiera cruzar la vida envuelta en un manto bordado de estrellas, que la protegiera contra todo lo mezquino, todo lo vulgar y angustioso.

 

Goethe v/s Lenin

La lectura como desvío, la lectura como ejercicio espiritual, la lectura como gozo, son algunos de los modos de leer de Rosa Luxemburgo. Pero hay otro uso de la lectura que podríamos seguir. La intromisión de la literatura en sus textos políticos. En esto hay también una larga tradición en el campo revolucionario. El prólogo a la primera edición de El Capital se cierra con el «Segui il tuo corso, e lascia dir le genti!» de Dante. Los ejemplos podrían multiplicarse. En la escritura de Rosa Luxemburgo hay un caso que resulta particularmente interesante, porque revela algo más que una muestra de cultura literaria.

            Desde temprano fue considerada una experta en cuestiones rusas y polacas al interior de la Segunda Internacional. En ese rol fue invitada por la revista Iskra escribir un análisis acerca de la ruptura entre mencheviques y bolcheviques que se había producido en el seno del partido socialdemócrata ruso en 1903. La revista, por cierto, era de tendencia menchevique.

            En el centro de la polémica entre uno y otro sector, se escondían distintas concepciones del partido. Lenin, líder del bolchevismo, defendía un partido centralizado mientras que Martov, de los mencheviques, uno que permitiera mayor autonomía a los órganos locales. La disputa motivó que Lenin escribiera Un paso adelante, dos pasos atrás. (Una crisis en nuestro partido), para defender sus tesis. El artículo de Rosa planteará una crítica frontal a las posiciones de Lenin. Se publicó en Iskra con el título «Centralismo y democracia» y en alemán con el de «Problemas de organización de la socialdemocracia rusa» en la Die Neue Zeit, principal órgano de la Segunda Internacional, dirigido por Karl Kautsky.

            Sintetizando exageradamente, Rosa Luxemburgo critica el excesivo centralismo de la concepción del partido que propone Lenin. Lo hace con argumentos que se apoyan en su lectura del proceso histórico y en el lugar que le otorga a la acción espontánea de los trabajadores como fuerza motriz de los procesos sociales y elemento determinante de las decisiones tácticas de los destacamentos concientes de la clase organizados en el partido. La polaridad espontaneidad de las masas y dirección conciente que recorre el texto, se sustenta en lo que podríamos llamar, al menos tentativamente, un vitalismo de la acción que pareciera organizar el sistema con el que Rosa Luxemburgo lee los acontecimientos que le son contemporáneos.

Qué observamos, sin embargo –argumenta Luxemburgo–, en la evolución que ha tenido hasta ahora el movimiento ruso? Sus transformaciones tácticas más pronunciadas, durante los últimos diez años no son «descubrimientos» de dirigentes concretos del movimiento y mucho menos de organizaciones directrices, sino que, en cada momento, fueron el producto espontáneo del propio movimiento en marcha. Así fue la primera etapa del movimiento proletario en Rusia, que se abrió con la huelga gigante de San Petersburgo […] El siguiente cambio esencial en la táctica, que abrió a esta horizontes nuevos, fue la huelga de masas que se declaró «sola» en Rostov del Don, con su agitación callejera improvisada, las asambleas populares al aire libre y las arengas públicas, con todo lo cual no se hubiera atrevido a soñar algunos años antes el más esforzado de los luchadores socialdemócratas, considerándolo como una fantasía. En todos estos casos, al comienzo fue la «acción». La iniciativa y la dirección consciente de las organizaciones socialdemócratas tuvieron una función muy reducida. (Las cursivas son nuestras)

 

            Así, en medio de su polémica con Lenin, echa mano al emblemático lema que corona la escena, igual de emblemática, del Fausto:

Pues bien escrito está: «En el principio era la ‘palabra’» / ¡Ya aquí tropiezo! ¿Quién me ayudará a seguir? /Me resulta imposible darle un valor tan alto a la «palabra», / he de traducirlo de otro modo, /
si es que por el espíritu estoy bien iluminado. / Escrito está: «En el principio era la ‘idea’». / Piensa muy bien este primer renglón, / ¡no vaya a precipitarse tu pluma! / ¿Es la idea lo que todo ocasiona y crea? / Debiera, pues, decir: «¡En el principio era la ‘fuerza’!» / Empero, también mientras esto transcribo, / algo me advierte que no restaré en ello. / ¡El espíritu me ayuda!, de repente veo el consejo / y sin miedo escribo: «¡En el principio era la ‘acción’!».

 

            Rosa Luxemburgo, después los ejemplos de la historia reciente del movimiento obrero en Rusia que demuestran la primacía de la iniciativa espontánea de la clase, remata con una invocación a esta escena. La fuerza «que todo ocasiona y crea», no es la palabra, no es la idea, es la «acción». La oposición palabra / acción generalmente alude la rencilla entre intelectuales y políticos prácticos. Sin embargo, difícilmente se podría encasillar a Lenin como un intelectual. En esta época, además, las grandes figuras intelectuales del movimiento obrero eran a la vez políticos prácticos. Rosa Luxemburgo y Lenin son en esto dos casos ejemplares. La «palabra» que Rosa Luxemburgo opone a la «acción» puede ser entendida aquí como el esquema preconcebido por el revolucionario profesional acerca cómo las cosas deben realizarse desatendiendo el movimiento real de la historia. Rosa Luxemburgo opone a la rigidez de la «palabra» de Lenin, la plasticidad de su criterio apoyado en la «acción». Eterno debate en las izquierdas.

            No es el lugar para discutir la justeza de las críticas de Rosa Luxemburgo a Lenin. Él mismo se vio compelido a responder en un texto que tituló «Un paso adelante, dos pasos atrás. Respuesta a Rosa Luxemburgo». Lo que nos interesa aquí es la intromisión de la literatura en la política, no como estrategia de estilo, sino como marca de una visión de mundo. La «acción» de la clase trabajadora, imprevisible, espontánea, muchas veces caótica y contradictoria, era el centro gravitatorio de la concepción política de Rosa Luxemburgo. Era, en su concepto, la única fuerza capaz de abrir la historia. Para afirmarlo, no se apoyó en Marx [que había escrito las «Tesis sobre Feuerbach»], sino en Goethe.

                       

La escena final

Entre 1949 y 1950 el novelista alemán Alfred Döblin, ya célebre por su Berlin Alexanderplatz, publicó Noviembre 1918, una obra monumental sobre la revolución alemana en cuatro tomos. El último, titulado Karl y Rosa, está dedicado a los revolucionarios espartaquistas asesinados el 15 de enero de 1919 por los paramilitares que le hacían el trabajo sucio al gobierno socialdemócrata de Friedrich Ebert. En más de quinientas páginas, Döblin compone una narración que transita entre la novela histórica rigurosamente documentada y el más puro expresionismo: se ve, por ejemplo, a Rosa Luxemburgo conversando frecuentemente con el fantasma de Hans Diefenbach, con el que, además, contrae matrimonio y tiene una suerte de encuentro sexual.

            Nos interesa el momento en que el novelista narra extensamente la escena previa a la detención de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que se encontraban en la misma casa de seguridad. Es, sorprendentemente, una escena de lectura en la que Liebknecht ocupa el rol del sujeto que, asediado y perseguido, se aferra a un libro significativo y lee con la sensibilidad exaltada de quien se sabe en peligro de muerte. Rosa, en cambio, aparece irónica y burlona ante los arranques literarios de su amigo.

En el salón [de la casa en la que se encontraban escondidos], Rosa encontró pensativo a Karl. Miraba a menudo al oscuro patio que había debajo. Estaba furioso por su encierro, y por las noches siempre empeoraba. Esperó a que se tranquilizara. Y así fue, como siempre le ocurría, de golpe. Se dio la vuelta y se detuvo junto a la cómoda, cogió un libro y se dirigió con él a Rosa:

—Me lo envió Sonja ayer. ¿Lo conoces? Es uno de los primeros regalos que le hice al salir de la cárcel. Se lo había prometido desde la celda. El paraíso perdido, de Milton.

Rosa estaba sorprendida:

—Conozco el título, pero no he leído el libro.

[…]

Karl paseó por la estancia con el libro abierto en la mano:

—Una obra espléndida, Rosa, una de las piezas fundamentales de la literatura inglesa. El centro de la obra lo ocupa Satán. Es una obra de fantasía. Pero, al fin y al cabo… ¿qué significa la palabra fantasía para un verdadero poeta? Lo que un verdadero poeta inventa no son invenciones, sino revelaciones, lo quiera o no.

—¿Qué revela? ¿A quién lo revela? ¿A sí mismo?

—Naturalmente también a sí mismo, de alguna manera, pero no se trata de eso. Revela algo que está dentro de todos los humanos, al transformarlo en personajes que pueden tomarse como símbolos. Milton presenta aquí a Satán de forma que entusiasma, que enamora. Podemos aprender de él cómo hay que comportarse en la derrota.

[…]

Rosa seguía mostrándose monosilábica, y estaba claro que no compartía su arrobo. Él describía con dramatismo la magia y la belleza y la fuerza de Satán.

[…]

—Di mejor, Karl: ¿qué te gusta a ti en él?

Karl:

—Su constante protesta. Nada conmueve a Satán. No lo ablanda que le priven de participar de las maravillas de este mundo. Ningún castigo lo hace cambiar. La ira del Señor contra él no cesa. Pero tampoco el No de Satán termina.

Rosa:

—Un destructor.

Karl:

—A pesar de toda la violencia, mantenerse y jamás doblegarse. El Señor mismo está de algún modo enamorado de él, a pesar de todo. Podría erradicarlo de la Creación, pero no lo hace, ¿por qué no? Le deja, lo mira y constata: la Creación entera es buena, y también Satán es obra de su mano. Me recuerda, Rosa, al Espartaco de la antigua Roma. Las hordas de esclavos se habían sacudido sus cadenas y avanzaban incontenibles, Roma tuvo que defenderse, fue un enfrentamiento de poder a poder.

Entonces Rosa no pudo contenerse y rompió en una estruendosa carcajada:

—Entonces, dejemos de llamarnos espartaquistas y pasemos a llamarnos satanistas.

Él, tranquilo:

—¿Por qué no? Con eso le daríamos un susto a esa chusma burguesa. Me gustaría. Quizá al pueblo le gustase menos.

Rosa seguía riéndose (él pensaba que histéricamente):

—También yo, Karl, creo que es mejor que nos quedemos con «espartaquistas».

Él agitó, ligeramente ofendido, su libro (su reencuentro con Sonja se había visto perturbado):

—Siempre hay algo que arrastra en este Satán, se le puede tomar como ejemplo.

Aquello había superado la capacidad de atención de ella. Se retorcía de risa. Él tuvo miedo. ¿Iba a volver a pasarle algo? Entre golpe y golpe de risa, ella logró decir:

—Sí, Karl, así es. Podemos tomar ejemplo de él.

Y abrió los brazos, echó la cabeza hacia atrás (histeria grave, pensó él preocupado) y exclamó, feliz:

—Se lo diré cuando lo vea… Karl, el satanista.

Él se sentó a la mesa y dijo, encogiéndose de hombros, mientras volvía a ensimismarse en su querido libro:

—No tienes ningún sentido de la literatura, Rosa.

Karl estaba en su punto culminante. Cuando se levantó, dobló el brazo derecho como para mostrar el bíceps y volvió a recitar:

—A pesar de toda la violencia, mantenerse.

 

            Es la escena de la última lectura de Karl Liebknecht. Una lectura apasionada, febril, cargada de significados que trenzaban lo político y lo más íntimo: Espartaco, el esclavo tracio líder de una sublevación contra los romanos de quien habían tomado el nombre para bautizar la organización que él y Rosa conducían; la evocación de Sonja, su esposa a quien a penas había podido ver en el mes y medio que llevaba libre; la mujer a la que le había prometido el libro que tenía ahora entre sus manos y estaba leyendo, sin saberlo, por última vez. Karl Liebknecht, líder espartaquista, es retratado como un hombre de una sensibilidad exquisita. Sin embargo, la escena que imagina Döblin no hace justicia ni a la relación vital que Rosa Luxemburgo tenía con la literatura, ni a los hechos que se conocieron varios años después de la publicación de esta novela.

            El relato viene esta vez de la boca del enemigo. En 1966 Waldemar Pabst, jefe de los paramilitares que asesinaron a Rosa Luxemburgo y a Karl Liebkchnet la noche del 15 de enero de 1919, fue entrevistado por el periodista alemán Dieter Ertel. En la ocasión, Pabst entrega detalles del doble asesinato, sus móviles y la cadena de encubrimientos e impunidad en que grandes empresarios, grupos armados ultraderechistas y la dirección de la Socialdemocracia en el poder, se tramaron sin aspavientos. El entrevistado reafirma que los asesinatos fueron correctos. No muestra compasión ni arrepentimiento. Sin embargo, un fragmento de su narración nos descubre una escena desconocida, ocurrida en el momento en que Rosa Luxemburgo es interrogada por él en una habitación del Hotel Edén, a la sazón cuartel general de un comando de freikorps, como se llamaban esos grupos paramilitares. El fragmento a continuación corresponde a una memoria de la conversación que sostuvo con Ertel el 28 de enero de 1966.

Cuando se le pidió una caracterización de sus prisioneros, Pabst dijo: ‘Liebknecht era un cobarde’. Como ‘prueba’ citó el hecho de que el líder comunista había negado ser Liebknecht. Un oficial de la marina […] abrió su abrigo y lo identificó por el monograma de su camisa. En cambio, la descripción que hace de Rosa Luxemburgo es muy distinta: ¿Es usted Frau Luxemburg? Ella respondió: Por favor, decida usted mismo. Entonces le dije que, según esta foto, debe ser usted. A lo que ella contestó: ¡Si usted lo dice! […] Delante de Pabst, en su oficina, se arregló el dobladillo de la falda que se había estropeado durante el viaje y leyó un poco del Fausto de Goethe.

 

            El enemigo victorioso, frente a su trofeo de guerra –recordemos que Rosa Luxemburgo era una figura de primer orden–, la observa leer. Una interrupción, que quizás duró sólo unos minutos, se produjo en esa oficina. Mirar a alguien leer tiene un dejo de indiscreción, de transgresión de cierto límite, de intromisión en la intimidad del otro que lee. Pero en esta escena las fronteras de la transgresión ya están trastocadas. Una prisionera no dispone libremente de nada, es propiedad de sus captores y está a merced de los límites que ellos impongan a su propia crueldad. Sin embargo, Rosa Luxemburgo lee y Pabst la mira, no sabemos cuánto, pero la mira lo suficiente como para percatarse de que se trataba del Fausto de Goethe. Quizás la impresión que le causó la entereza de Rosa Luxemburgo le provocó un respeto fugaz o a lo mejor la dejó leer como quien le concede un último deseo a una condenada muerte. Como sea, esa escena se grabó en su memoria y gracias a él -responsable de su asesinato-, llegó hasta nosotros.

            La sola imagen de Rosa Luxemburgo leyendo a minutos de ser asesinada es sobrecogedora, pero que su última lectura haya sido el Fausto de Goethe es todavía más conmovedor conociendo la relación vital que mantuvo con el poeta alemán durante toda su vida.

            Volviendo a El último lector, Ricardo Piglia narra una de las escenas de mayor dramatismo en la vida del Che. En diciembre de 1956 se produce el desembarco del Granma y Guevara es herido. Ante la inminencia de la muerte busca en la literatura un modelo para afrontar su final. Piglia transcribe sus palabras: «Inmediatamente –anota en Pasajes de la guerra revolucionaria– me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska». El recuerdo lo visita como una lección de entereza y soberanía ante una muerte inevitable. La literatura, que le había servido de modelo para vivir, ahora le prestaba las herramientas morales para morir con templanza. Pero, como sabemos, no murió allí, sino once años después en Bolivia, donde transcurre otra de las escenas que recuenta Piglia. Ya capturado y mantenido como prisionero en la escuelita de La Higuera, Guevara es visitado por una profesora del pueblo que le lleva algo de comer. Con las pocas fuerzas que le quedan, el Che le indica que falta un acento en la oración que está escrita en la pizarra. La oración es: Yo sé leer. «Que sea esa la frase, que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con la lectura, es como un oráculo, como una cristalización casi perfecta».

            Para Piglia, Guevara es una figura bisagra entre dos formas de vida que colisionan: la lectura y la política; por eso lo llama «el último lector». «Es el último lector porque ya estamos frente al hombre práctico en estado puro, frente al hombre de acción» y porque a la vez «la relación que mantiene con la lectura lo acompaña toda su vida». Rosa Luxemburgo puede ser considerada también como una «última lectora», como una mujer que encarna una forma extrema de leer y de vivir, condensada en esa escena final en que la vemos digna, desafiando a sus captores y leyendo.

            Nunca sabremos qué fue exactamente lo que leyó antes de que un culatazo la dejara inconciente, un disparo le atravesara la sien y su cuerpo fuera arrojado a un canal. Solo nos queda imaginar que los versos de Goethe, que tantas veces invocó en la adversidad, la sostuvieron esa noche en su último gesto libertario.

—–

Una primera versión de este texto se publicó en la revista Hoja Filosófica de la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional de Costa Rica

 

 

[1]      La conferencia se encuentra en https://www.youtube.com/watch?v=TChFlheKBl4

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