La revolución sin nombre consagrado // Horacio González

 

La pasión de Horacio: un texto-homenaje. Bruno Bosteels

Hay obras y figuras del pensamiento contemporáneo que, por más fugaces y esporádicos que sean nuestros encuentros con ellas en la vida real, nos dejan marcados para siempre. Horacio González para mí fue una de estas figuras. Brillante, entrañable, modesto, fue un modelo incansable de integridad comprometida. Tuve el placer de conocerlo por primera vez en 2007, cuando vino a la Universidad de Cornell, en el pequeño pueblo de Ítaca al norte del Estado de Nueva York, para participar en un encuentro sobre “Marx y los marxismos en América Latina”. Allí, pude conocer también a su gran amigo, León Rozitchner, otra figura-relámpago que no ha dejado de acompañarme y con quien Horacio ahora sin duda se ha podido reunir de vuelta. De hecho, otro de mis pocos encuentros personales con Horacio fue justamente en la ocasión de las jornadas conmemorativas que dedicara la Biblioteca Nacional a León, bajo el título general Contra la servidumbre voluntaria—lema que por lo demás podría servir también para caracterizar el compromiso del amigo que entonces fue Director de la Biblioteca Nacional.  Luego, el último encuentro más o menos formal que tuvimos fue en 2017, cuando Horacio junto con Diego Sztulwark fueron tan generosos como para presentar mi libro Marx y Freud en América Latina, publicado por Akal, en el Centro Cultural de la Cooperación. 

El ensayo hasta ahora inédito que publicamos en esta ocasión como un pequeño homenaje al compañero fallecido es el texto de su charla en Cornell. Me acuerdo que ya en aquel entonces, cuando escuché a Horacio hablar de esa figura tan clave pero también tan enigmática para el pensamiento y la política argentinos que es John William Cooke, me pareció absolutamente deslumbrante. Luego me mandó el texto escrito para que fuera incluido en el número especial de la revista estadounidense de teoría crítica, Diacritics, que entonces editaba, pero ese proyecto es de los muchos que se quedaron en el cajón de las buenas intenciones. Hoy, en un esfuerzo para superar la tristeza que comparto con tantos amigos y amigas, he vuelto a leer el texto de Horacio y me parece que no ha perdido nada de su frescura, su brillo, y su incomparable dominio estilístico. Además de interpretar el gesto de la intervención de Cooke desde el interior del legado de Marx y el marxismo, Horacio también se dedica a especular sobre el poder del lenguaje cuando los nombres se vuelven impropios, anómalos o incomprensibles. Y, a través de Gramsci, Lukács y Sartre, ofrece un valiente acercamiento a la teoría de una dialéctica trunca, lejos de la infalibilidad de los nombres y los caminos consagrados, pero fiel a los desvíos y los imprevistos de la historia. “Finalmente”, anota Horacio, como si se tratara de condensar su propio punto de vista en una fórmula característicamente llamativa, “solo la pasión explícita parece más segura para mantener el hilo de la historia, mucha más que la oculta astucia de la razón”. Ésta también, me parece, fue siempre la pasión explícita de Horacio González.

La revolución sin nombre consagrado –  Horacio González

John William Cooke, un argentino de ascendencia irlandesa, de cuerpo obeso y con su nombre asemejándose a un gracioso fonema, escribió un capítulo excepcional del pensamiento marxista de los años 60. Basó sus ideas en una fuerte hipótesis de la discordancia de los nombres con la materia que ellos designarían, como si se pudiera aplicar a las artes revolucionarias las ciencias de la filología. La revolución no tenía nombre consagrado y podía considerarse un acontecimiento sin nombre, una materia ausente de designaciones efectivas. A la vez, los nombres revolucionarios preexistentes, podían traducir un contenido inerte. Cooke había descubierto, como tantos antiguos filósofos, que los nombres no se ajustaban a la cosa y que el drama de ese desajuste era la esencia de la política. Se puede concebir que un nombre nunca dice lo que es. No bastaba con decirse revolucionario en observancia fiel de algún vocablo especialmente reservado para ello. Importaba serlo en la libertad de nombre. Incluso serlo sin nombre. Y esa constancia de la materia bruta de las revoluciones, las hacía un evento histórico extraído de una gran cantera de la inconstancia de los sentidos.

No se trataba de una objetividad salvaje, sin teoría, sin intelecto, sin calificativo. Porque las tesis de Cooke, tomaban a su cargo la herencia marxista de la objetividad de la historia y de la producción inteligible de significados. Pero le cambiaban de nombre para hospedarla en otro, que no correspondía. La revolución pasaba así, en primer lugar, a ser una ruptura en la correspondencia de los nombres. El subterráneo sonido de esa fractura aún se escucha y sus ecos llegan amortiguados a nosotros, casi indescifrables.

Pero no solo los nombres estaban extrapolados. También podía pensarse que el revolucionario lo era por las consecuencias de su acción y no por la heráldica de sus cartillas, la arquitectura de sus explicaciones o el brillo de sus teorías. Decir esto en los años del estructuralismo, sistema que Cooke no conocía enteramente, suponía algún tipo de expectativa sobre los “efectos de la estructura”, concepto decisivo de aquella hora. El concepto de efectos de la estructura llevaba a una imaginación en el vacío, a la sustracción voluntaria de la fuerza del origen y a la vitalidad exclusiva de las consecuencias. Éstas valían a pesar de quedar huérfanas del sello originario, aún si durante un tiempo inagotable debiesen asumir los nombres oscuros, excepcionales o incomprensibles. 

Estar innominado o tener nombres prestados era especialmente importante para certificar que una revolución es una apertura al nombre futuro a partir del nombre trastocado. De este modo, los nombres adecuados podían ser impropios. Y los nombres anómalos, por consiguiente, podían guardar una verdad. Los no portadores de nombre clásico debían juzgarse por sus efectos. Los efectos, eran efectos sin nombre. O con el nombre que diversos populismos le habían reservado. Nombres fugaces, desdeñables por su literalidad, solo apreciados por las consecuencias no enteramente sabidas por ellos. El nombre anómalo podía ser más efectivo que el nombre conveniente. Viejas querellas de la filosofía conducían ante el mismo problema. El nominalismo descartaba el efecto del concepto abstracto y ponía el peso de la actividad en los individuos y en la intuición que se reclamaba para comprenderlos. Cooke fue un nominalista que consideró que ningún nombre estaba realmente operando en el mundo y que la política era una espera desconocida de nombres. Su marxismo suponía poner el legado de El Capital –que él había leído más allá del promedio de lectura corriente en las izquierdas latinoamericanas-, frente al arduo debate de una de las principales corrientes de la retórica antigua, en la que el argumento pierde sustancia ante la apelación “ad hominem”. 

Pero gracias a esa cosecha de nombres propios para designar con individuos históricos los oleajes de identidad social, esas retóricas también apelan al movimiento de la dialéctica como un vasto juego de paradojas. De ahí que igual que en el Protágoras, un contendiente puede asumirse al final del debate como equivalente a los argumentos de su antagonista, al igual que el nombre social del comunismo podría extraviar su sustancia, que sería encontrada en el otro nombre, el que parecía su contrario y extraño. El adversario se debía hacer cargo de la existencia de su propio nombre invertido, de su verdad refutada.  

           En 1967 Cooke escribiría un trabajo destinado a tener larga trascendencia por contener una frase-concepto al cual uniría su nombre: el nombre anómalo es el hecho maldito de la política y su anomalía desarreglaba el mundo burgués. Este dicho era su medallón titilante. Ya se ha dicho muchas veces que en esta sentencia reposaba un programa, una ética y una filosofía de la historia. Cooke daba por madurado el ciclo capitalista del cual no creía que estuviese en un momento de despegue, sino que estaba “decrépito sin haber pasado por la lozanía», fórmula que evoca no demasiado vagamente ciertas expresiones del trotskysmo. Pero tampoco pronuncia ese nombre, salvo para ejemplificar a la luz de la historia transcurrida. Los arquetipos de la historia revolucionario del siglo XX no pasarían de ejemplificaciones, módulos narrativos de la memoria, cartas para jugar en un diálogo o una correspondencia. El pasado solo posee nombres consagrados. El presente no los tiene. Se era contemporáneo de la revolución solo si había trastocamiento o burla en las cartas del nombre. Solo si lo consagrado quedaba en disponibilidad, perdía los óleos y buscaba para reencarnarse incluso una anomalía, un perjurio.

 

El hecho maldito es la expresión por la que hoy unos pocos recuerdan a Cooke. Había nacido en la ciudad de La Plata, en 1920, y al promediar la década del 40 había sido diputado. En ese entonces, simpatizaba con el nacionalismo, estudiaba el sistema económico de List y hacía rápidos cruzamientos con el bagaje del ensayismo argentino de sazón caracterológica. Ya a fines de los años 50 madura casi completo su fino instrumento de análisis y reflexión: los efectos de la estructura podían ser considerados con el concepto de maldición. Esta palabra del acervo de las religiones, del fraseo popular y de la poesía simbolista francesa del siglo XIX –de esto último lugar al parecer la toma Cooke-,  era una fuerte intromisión en el lenguaje de las izquierdas. Se trataba de una inesperada metáfora por la cual se postulaba una dialéctica trunca, irresuelta, sorprendida en su tensa vacilación. Por su intermedio se aliviaban los trazados de una improbable ley de la historia y se impedía que se constituya el Orden. Había que agregar que no alcanzaba para superarlo, por lo que la realidad en la que se pensaba era permanentemente caótica. En ese caos había que comparecer con la luz de la razón, pero debía ser una razón que se dispusiese, en un recodo de sus largos avatares, a proceder como si fuera parte de un mito. La razón debía ser también un festejo aventuresco del agente anómalo.

 

Pero tal agente anómalo, con ser propicio, no estaba en condiciones de encarnar la totalidad, ni de conocerse a sí mismo. Por su parte, el agente clásico, el agente preparado por el canon, no era competente. Estaba ligado a la totalidad inerte, aunque poseyera poderes bibliográficos, archivísticos y ejemplificatorios. Por eso Cooke laboraba con una fisura innominada o con nombre impropio, que era el equivalente del “lado malo” de la historia. Ese lado dejaba a la realidad en estado de desesperación e inminencia, atrapada en una subjetividad enajenada y en constante inestabilidad. Así lo sintió Cooke, como intelectual de cuerpo obeso, que sin embargo pudo fugar de cárceles de alta seguridad- como la de Ushuaia, en 1956, soportar escenas de fusilamiento en simulacro e inscribirse en las fuerzas que resistieron a la invasión en Bahía de los Cochinos hacia comienzos de los años sesenta. Los trazos de una biografía surgen también de los descubrimientos de su escritura. Es un escritor a la manera de los hermanos Irazusta –que eran nacionalistas-, con la mordacidad de un Oscar Masotta, que era existencialista.  Y con recursos autocríticos a la manera de Lukács, que como marxista hegeliano llamó autocrítica a su propia maldición. Su testamento es irónico y a la altura del suicidio de Leandro Alem y de Lugones. Pide tirar sus cenizas al Río de la Plata o en cualquier laguna. Toda gloria era irrisoria. Mejor era ser pesimista. Pero también escribió que al final del recorrido de la historia, todos los hechos indeterminados y vagos serían redimidos. Había llegado a conclusiones de alcance mesiánico desde su marxismo que flotaba sin los nombres previamente adjudicados.  

 

Este movimiento de la dialéctica trunca, sostenida en la maldición sartreana, quebraba la línea de la normalidad histórica –incluso la normalidad de la izquierda clásica- y dejaba a la realidad en el umbral de un gran cambio aunque no se supiese cómo concretarlo. El hecho maldito, ese saber sin saber, impedía que se desplegase la potencialidad burguesa. Pero él mismo, ese hecho que aludía sin más al aura peronista, era burgués, representando un antagonismo inevitable aunque en el seno de la misma escena cultural: hablaba de revolución para impedir la revolución; impedía la revolución, pero re-creando al mismo tiempo sus motivos principales. ¿Por qué valdría la pensar así y no de una manera que permitiera encontrar un léxico completo en la antigua saga de los nombres propiciatorios? La revolución se hacía sin saberes especiales y quienes los poseían debían desvestirlos de nombres y también sufrir con los nombres cambiados. Nunca el marxismo latinoamericano –ni siquiera con Mariátegui-, llegó tan hondo en su refundación moral. La teoría se mantenía de pie, pero había que darle otros nombres, tal como cuatro décadas antes Lukács había esbozado que el peso del marxismo recaía en el método y no en tales o cuales conclusiones ya embanderadas.  

 

El «hecho maldito» contemplaba así lo social como una totalidad singular en transe, en la que había que buscar el «punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión». Esta frase la había escrito el raro narrador Osvaldo Lamborghini en El Fiord, texto que experimentaba con cierto sadismo lingüístico y político para recrear un vacío absurdo y utópico en la realidad de la experiencia histórica. Ocurría en los mismos años en que Cooke sugería el concepto del hecho maldito como desencuadre del orden burgués. Había un intenso paralelismo entre El Fiord y el “hecho maldito”. Ambos pueden resumir adecuadamente las incógnitas del pensamiento político argentino «de la época de Cooke». Hecho Maldito, el Fiord y la idea sartreana del Mal como autoconciencia bastarda de la historia introducen los mojones familiares bajo los que podemos pensar aquellos momentos que inauguraba la década del sesenta, hoy irrepetibles pero no siempre bien estudiados, si es que hay que seguir estudiándolos.

 

El malditismo parecería lo contrario de la dialéctica unánime. Cooke hizo descansar la fuerza de sus palabras y de su vida en un énfasis de la maldición como “lado áspero de la historia”, el único que valía la pena recorrer. Pero el camino regio a la negatividad clásica no contemplaba los nombres execrados. Sin embargo, había que sostenerlos porque allí habitaban aquellos que hacían lo que era necesario, sin saber explicar bien lo que hacían, según la cifra clásica. Pero en esos conocimientos blasfemos no vió alienación sino un estado real de la conciencia ingenua o mitológica, muchas veces muy madura en su desarrollo. Cooke no fue un intelectual de la nación o de un proyecto jacobino estatal, sino un intelectual clásico en un foro extraordinario de infieles. Pero estaba allí como pedagogo encubierto, soportando y acaso gozando de la imposibilidad de darles nombres correctos a las cosas. Creía que había que educar a los que hacían sin saber, pero quedaba siempre una cuota de conocimientos irreductibles en todo discurso y toda conciencia, que había que respetar, como a los mitos, dejándolos en pie, y aprendiendo de ellos.  Cooke es un intelectual de exilios, vive desestatizado y sin lengua específica. Su lengua es la del sujeto agonal revolucionario, aunque siempre se declaró marxista. Su estilo de acción está ligado a las mentalidades clandestinas y conspirativas. Aunque por momentos, su diccionario político se vuelve habitual. El concepto de lucha de clases refulge indemne. Pero su postulación del hecho maldito, que parece un concepto entre pragmático y teológico, consiste en una acción que es secretamente portadora de su propia refutación, como una dialéctica que persevera en su ser inacabado y no puede avanzar. Por cierto, había que hacerla avanzar con una organización en el interior de las fuerzas que eran revolucionarias sin saberlo, que afectaban la estabilidad de las cosas pero no concebían qué hacer con ello. 

Era, pues, un organizador de vanguardias. Y como tal, era un leninista trágico y pródigo, dentro del sentimiento oceánico de lo que en aquel tiempo se conoció como tercermundismo. Bien lo demostraría en Cuba como orador de la Tricontinental. La palabra política, para él, no encarnaba el destino pasional de los jefes sino una relación de conocimiento dialéctico con la historia y las clases sociales. Con esta serena convicción de su marxismo latinoamericanista, emprende la dramática Correspondencia que sostiene con el más importante político de la época en la Argentina, ese que la marcara con su resabido timbre. Casi había llegado a neutralizar a esa otra voz, quizás sin proponérselo, en un socrático diálogo sobre el alcance de las autorizaciones revolucionarias. Otra forma de discutir el desencaje de los nombres. Si había alguien que autorizaba, y esta autorización provenía del nombre general que bañaba la época, el autorizado debía ser uno solo y debía además ser un hombre libre. Estar en un nombre pensando en otros nombres era una obra de la espera clandestina y del respeto por las raras literaturas de la vida social, quizás mucho más atento a ellas que lo que resultaba de la crítica de Marx al socialismo utópico. 

En los papeles de época se recogen estas discusiones sobre la autorización, el nombre, la carta, el plagio y el trastocamiento de la experiencia con su probado nombre egregio vertida hacia la experiencia de nombre oscuro. Esos papeles no son desconocidos pero hoy no se sabría bien cómo rememorarlos. Entre esos papeles luce como volumen mayor el titulado como Correspondencia. Es una correspondencia sustraída, correspondencia anunciada de un modo que no funciona, pero con las razones del no funcionamiento meditadas por los mismos correspondientes. Uno es Cooke. El otro es un general exilado, que ha probado de ungir a un heredero que íntimamente sabe que podría ser su rival. En esa Correspondencia Cooke hace las veces de Lenin, mientras el notorio político con el que cruza lances de acciones y minutas revolucionarias lo había considerado un Napoleón. Cooke escribe planes de acción política en la Argentina, hacia 1959, que toman su inspiración, probablemente, del Plan de Operaciones atribuido a Mariano Moreno en 1810, pero que muy posiblemente sea apócrifo. El político mayor con quien define esos planes, que le lleva más de treinta años y se halla exilado primero en Panamá y luego en Caracas, le recordará un episodio de las campañas napoléonicas, que él bien conoce. La Convención Francesa habría exclamado al leer los audaces papeles del joven militar corso: “El que imaginó este Plan de Operaciones, tráiganlo y que lo lleve a cabo”. Ejemplifica con esa frase para decir que ahora sería lo mismo, había que traer a Cooke y autorizarlo para llevar a cabo el plan. El Plan de Cooke, plan insurreccional para la Argentina de fines de los años 50, debe ejecutarlo él. No como si fuera el maduro Lenin, sino un joven Napoléon de los frigoríficos y fábricas textiles de la zona sur y el conurbano de la ciudad.   

¿Era posible que las izquierdas de la época aceptaran este marxismo con toques de timbal a lo Baudelaire y hablando con un personaje que el mismo Cooke había denominado como “premarxista”? Algo semejante pero inverso pensaban quienes frente al peronismo, como el líder trotskista Nahuel Moreno, diseñaban el llamado “entrismo” en el peronsimo, que suponía el reverso del hecho maldito. En un caso se partía del mito y se redimía a un marxismo que surgía de ese vientre anómalo y en el otro caso, el marxismo estaba probado y solo precisaba investigar con su lógica superior el interior irreflexivo del movimiento de masas. El llamado “entrismo” era como el hecho maldito sin la idea de incerteza en la acción y sin el acompañamiento del mito. Respecto al mito como fórmula secreta de la praxis –y es probable que Cooke conociera parcialmente a Sorel aunque sin duda estaba informado del pensamiento de Mariátegui-,  se suponía que condensaba formas imprevistas de la energía social, que aglutinarían las memorias colectivas gracias a un nombre afortunado y excéntrico. A los efectos de su cualidad movilizante, estas energías se rescataban con el concepto de mito. De mito propiciador. 

¿Por qué el mito? Cooke había leído rápidamente pero no sin profunda comprensión a Gramsci, Lukács y Sartre. Con este último había conversado en Viena en 1952. En todos estos autores había ya una idea de la pérdida del nombre, en Gramsci con el ensayo de sustituir el propio nombre del marxismo por el de filosofía de la praxis, en Lukács en el intento de formular tempranamente una ética de izquierda desde herencias culturales universales y en Sartre en la idea de un lenguaje no cosificado que recuperara la crítica dialéctica.     

Precisamente en la Crítica de la razón dialéctica , Sartre decía que la rareza es “la necesidad para la sociedad de elegir a sus muertos y a sus subalimentados”. 

La rareza introduce un principio práctico de no-humanidad en lo humano. Puede explicarse por el propio crecimiento de las fuerzas productivas y la contradicción que le es inherente. Sartre no es original cuando dice que la rareza se produce ante la contradicción de las fuerzas productivas con las relaciones de producción. Pero lo orginal es que mantenga ese nombre, rareza. Y es necesario mantenerlo, pues la rareza no es absorbible incluso si ocurriese una revolución que liquide la contradicción entre ambas esferas. 

¿Acaso la sociedad socialista, en lucha contra la rareza, no vió que era difícil y exigía esfuerzos desconocidos vencerla? Es que siempre la materia es escasa, siempre la naturaleza y las cosas son irrisorias, insuficientes. La negatividad ante la materia escasa es la nota antropológica esencial del género humano en la historia. Por otro lado, la rareza puede verse también como lo propio del “hombre el que hace morir a los Otros o que los Otros hacen morir”. Es la definición de rareza, el otro como enemigo, como forma del mal, como inhumanidad perpetua. El otro es un contra-hombre, según la creencia que anida en la urdimbre de las relaciones de producción, establecidas sobre horizontes productivos que siempre son escasos respecto a las necesidades colectivas. La práctica humana comienza cuando se interioriza la objetividad de la escasez.

  Lo otro puede ser la inercia de una humanización fallida, donde las partes son recíprocamente exteriores y donde la materia se torna un obstáculo al deseo de los hombres. La inercia, por su parte, no es alteridad pero se confunde con ella. Es acción negativa, una materia que adquiere “vida propia” instalando la rareza para juzgar a los hombres, que se tornan “material humano” o “recursos humanos”. La materia será sinónima del ser inerte, pero de todas maneras compone significaciones.  La vida se hace opaca, el trabajo para cambiarla es también, en primer lugar, una práctica inerte, que significa que si el hombre se hace cosa, las cosas vuelven al hombre que les da una noción de tiempo, les dona un porvenir. 

Lo práctico inerte impone un destino común a los hombres que se ignoran. Pero si lo humano es incluso la conversión en materia apática de la propia vida, es porque puede reponerse concibiéndose la unidad de todos los acontecimientos exteriores como una moneda acuñada que une a los hombres aunque al mismo tiempo no les permite conjugarse en común. Pero si el hombre es material es porque la materia puede redimirse por la acción humana materializada. 

De ahí que lo práctico inerte es una forma de la rareza: la sociedad elige sus muertos, a los que envía al cadalso, a los que mata de hambre, y de allí mismo surge la crítica práctica a lo inerte, de donde surge una acción que puede ser una simple serialidad que impide que los pasajeros que esperan el autobús se aniquilen entre sí. De alguna manera Sartre concluye aquí su obra, pero se puede decir que el discurso opera de cierta forma como síntoma de liberación.

 

 Recordamos sucintamente a Sartre porque Cooke traduce estas páginas intuitivamente para la política argentina de los años 60. El hecho maldito es la rareza, lo que ni la lucha ni las relaciones de producción pueden diluir de la conciencia colectiva. Era la dialéctica de la superación que tenía momentos de suspensión, de atrancamiento. Otros pensadores contemporáneos quisieron ver en esta pausa misteriosa que se tomaba el andar dialéctico la resolución de un trajín repleto de incidentes aleatorios, vacíos y oscuros. Se trataba de pensamientos de desvío respecto al imaginado cauce principal de los hechos. Cooke, con sus propios utensilios de trabajo, no demoró en ponerle los nombres que consideraba adecuados a esa vasta revisión de la dialéctica y del historicismo radical que tenía lugar en la filosofía europea de la época, cuyos vagos ecos había captado con su poderosa intuición raciocinante.  

Eran fórmulas de inusual exquisitez que recorrieron la imaginación política de la época y que en Cooke eran apenas absorbidas al compás sobresaltado de la aventura revolucionaria, entre cárceles difíciles, resonantes fugas y aquellas milicias costeras de Playa Girón. En medio de estos avatares, se colaba la crítica sartreana al marxismo de «verdades fundamentales pero abstractas». Involuntariamente también la de Lukács, sobretodo sus autocríticas que más que creíbles, son en realidad la base secreta de un nuevo pensamiento marxista capaz de recoger la totalidad de la cultura transcurrida. No es imposible ver como encubiertamente positiva la idea de Lukács respecto a que no era posible hacer convivir una ética de izquierda con una epistemología conservadora. Al revés, era posible hacerlo (era necesario) y esa podría ser la salvación del marxismo.

 

Pero en su apariencia, la idea de hecho maldito se corresponde mucho más con el concepto de contradicción sobredeterminada, que el diccionario de la época había privilegiado y que en el Fiord de Osvaldo Lamborghini se mostraba invisiblemente productivo. Con ella se considera la esfera de autonomía relativa de la política, como una poética de lo impensado antes que como un previsto carril para los acontecimientos. Pero Cooke no habla como un filósofo de École, sino como un sensible lector filosófico atrapado en las mallas de acero de la política argentina. En su estudio sobre Baudelaire, Sartre decía que el poeta de Las Flores del Mal, «emplea su voluntad para negar el orden establecido y al mismo tiempo conserva ese orden y lo afirma cuanto puede»

Nada diferente quería sugerir Cooke, que seguramente ha leído estas páginas. Para Cooke la historia produce sus nombres particulares al margen de las «caligrafías oficiales», por lo que hay que encontrar sus efectos en el albur dispersivo y errabundo de cada forma cultural. Estas siempre se caracterizan por una discordancia entre sus emblemas de creencia y los resultados objetivos que produce su existencia social. De ahí que el peronismo «es la expresión de la crisis general del sistema burgués argentino, pues expresa a las clases sociales cuyas reivindicaciones no pueden lograrse en el marco del institucionalismo actual». No podría tener conclusión más nítida la idea de que la lucha de clases se inscribe en el cuadro institucional, poniéndolo en estado de desmoronamiento permanente sin atinar a avizorar una salida. 

El peronismo no puede ser contenido por las instituciones burguesas, pero sus propias contradicciones no logran configurar los actos para superarlas. Esta situación tiene una rigurosa facticidad. Las contradicciones son objetivas. No obstante, este objetivismo no daba cuenta específica de la forma del desajuste que Cooke descubre en la realidad: las tareas de unos (la de los objetivistas), involuntariamente las hacen otros (los subjetivistas). Esa paradoja anima la historia, la hace oscura y difícil, la torna “maldita”, y obliga a que el análisis político sea al mismo tiempo un montaje filigranado de paradojas. Esto es, el desajuste es también un hecho discursivo, y a veces, principalmente un hecho discursivo.  

En el pensamiento de Cooke no debe haber presuposiciones previas de la superación dialéctica anticipadamente demostradas. Al contrario, la masa viva de la historia se detiene siempre en la tensión previa en donde se juega el drama de una realidad crispada, invertebrada y ciega. De ahí que, mostrando que sus lecturas dispersas -en este caso de Gramsci- producían un resultado inmediato en su reflexión política sobre la escena argentina, y en contra del «cientificismo de geómetras», Cooke afirmará una doctrina contingencialista que supera la relación «infaliblemente rígida» entre la esfera política y los flujos productivos de la economía. Aludirá entonces a factores imprevistos y subjetivos de la acción política, desde «el porcentaje de azar que encierra cada acontecimiento, hasta las pasiones e intereses inmediatos de sus ocasionales protagonistas» Estos párrafos recuerdan muy directamente los comentarios de Gramsci al tema del error tal como Croce lo había considerado, no solo el error de las clases dominantes sino la relaciones entre el error y la pasión. Finalmente, solo la pasión explícita parece más segura para mantener el hilo de la historia, mucha más que la oculta astucia de la razón.

 Por otro lado, como ya insinuamos, está la cuestión esencial del mito. Cooke indicará que ciertos mitos sociales no son “una torpe idolatría de las masas sino un síntoma de rasgos positivos, porque los trabajadores no son imbéciles (…) y los nuevos mitos que han de ir surgiendo en la vivencia del pueblo se darán desde un plano donde no es necesario que entren en colisión” con mitos anteriores, que nunca serán un obstáculo.  Marxismo soreliano, sin duda, que indica por un lado que Cooke es un lector urgente pero poroso de los temas gramscianos que hacía no mucho tiempo recorrían los grupos más intranquilos de la izquierda argentina, y por otro lado, introduce -como ya se ha notado- un fuerte ámbito de compatibilidad con la anterior teorización de José Carlos Mariátegui en relación a que “el hombre contemporáneo siente la perentoria necesidad del mito…»  

Pero lo que para el peruano es una consideración ligada al vitalismo e intuicionismo bergsonianos, e inspirada con fuertes atisbos de fidelidad a la discusión filosófica sobre el origen de la praxis, en Cooke se atiene a las reglas prácticas de su lectura, despojada de prosa aderezada y de los paramentos de la cita. Se pone en una escritura que nunca pierde su extraña e imaginativa elegancia albergando los nombres estrepitosos de mitos que el pensamiento normal de las izquierdas había condenado o tomaba con recelos. John W. Cooke es un profesional de la agitación y la clandestinidad. Su marxismo es finalmente el de los «Manuscritos de 1844» y su destreza teórica ostensible consiste en basarse en la tesis del error-pasión en la esfera cultural, por la cual la verdad de la lucha de clases debe trabajar en los enigmáticos dominios de la memoria y el lenguaje. No es lo mismo Mariátegui, cuyas composiciones pertenecen a un arte de la fundición de metales. Mariategui labora con varias lavas calientes, hierros líquidos al rojo blanco, buscando el enlace entre la napa moderna con nombre artístico europeo (modernismo simbolista, formalismo simeliano, mitopoética soreliana) y la napa americana del indigenismo cuyos nombres tienen la «dulzura de maíz tierno». 

Cooke es apenas simbolista en sus metáforas y se concibe como escritor urgente, casi sin influencias. Dice que el nombre de la revolución sin nombre reposa en el movimiento social de ese enjambre argentino que «es formidable en la rebeldía, la resistencia, la protesta”, pero que no puede ir más allá. ¿Por qué? Porque es “un gigante invertebrado y miope». Aunque por otra parte, «está vivo, y no será suplantado porque le disguste a los soñadores de la revolución perfecta, con escuadra y tiralíneas”. Cuando desaparezca la vieja forma invertebrada, no será por sustitución sino mediante “superación dialéctica, es decir, no negándoselo, sino integrándolo en una nueva síntesis». Aquí el hecho maldito encontraba la justificación final de la razón dialéctica. 

 

Por todos lados Cooke dejó cartas, panfletos, planes de operaciones, minutas de acción gremial, versiones desgrabadas de sus conferencias revolucionarias y documentos internos de su grupo político. Eran las evidencias de una concepción clasista de la historia pero cribada por el desencaje de los nombres y los contenidos. Ese era el gran tema de la lingüística del siglo veinte, que él apenas sospechaba. Alternó en su vida matices novelescos, fervores clandestinos y una inusual jerarquía intelectual.

 Al conseguir escribir el estado larval de aquellas sospechas, vaga en él la sombra de un gran ensayista sobrio e imaginativo, que aglomera fórmulas ingeniosas y el verbo clásico de aquellos revolucionarios que son secretos novelistas del rumor conjurado de la historia, cual un Danton, Moreno, Lenin, Alem, Martí o Sandino. Con regusto secreto, postulaba, como vimos, que la revolución no llevaba aún su propio nombre y que el nombre debía luchar por conseguir un cuerpo a su altura. Siempre, las confusas sombras de la historia estarían ceñidas por la marcha de la dialéctica, mientras que la figura que mantenía en su poder las palabras propiciatorias –el marxismo- debía pugnar por hacerlas efectivas en un terreno esquivo o inesperado. No había marxismo sin pre marxismo o sin palabras que no fueran ninguna otra cosa que ellas mismas en su individualidad irreductible. El marxismo debía contener una vasta dinastía de palabras no marxistas, como el suicidio, la derrota, la salvación por el sacrificio o el olvido de los héroes. Esta paradoja consiste en la maldición, entendida como gradación menor de la dialéctica, momento de bullicio y desesperación en la historia. Justamente, Cooke es un revolucionario que camina por la cornisa de la desesperación y el sarcasmo. 

Nunca es alegórico. Es mitopoético como decisión táctica y se inspira en la literatura clásica de la alienación, como decisión crítica. Como vástago de las fuerzas nacional-populares deberá hacer la operación maldita de pensar ese caudal desde un marxismo humanista y con una teoría existencialista-decisionista de la deseparación política. Era un marxista en el premarxismo. Pero no había marxismo sin acción en el seno del premarxismo. Pero ambas esferas no eran etapas consecutivas, sino hechos que se entrelazaban en una extraña hermenéutica. El premarxismo no era un obstáculo para el marxismo sino su condición de posibilidad.   

Ya muchos hablaron de la Correspondencia. ¿Es posible agregar algo más? Uno de sus temas es el del plagio y del apócrifo, el las autorizaciones escritas, el odio, la venganza, la violencia, la muerte, la delegación de la palabra, la imposibilidad de dejar de ser uno, de ser este sujeto que escribe y que lucha por descifrar y a la vez encubrir sus propios cálculos abismales.  

Así ocurren las cosas en esta enmarañada teoría de la conciencia escrita entre dos hombres en discordancia radical pero unidos por el nombre del primero –que en este trabajo quizás no hemos pronunciado-. Sacudida por las pasiones escritas e imaginadas, la Correspondencia nos pone frente a la máxima incógnita de la estrategia. ¿Como forma eximia de la retórica, está el saber estratégico destinado a convencer al mundo de que nuestra presencia es imprescindible pues sin ella sufre la verdad? ¿O tan solo es la puesta, en un sistema de enunciados con apariencia de precepto, de que existen formas y figuras sombrías del espíritu? 

Las teorías del colapso, del caos, del desorden, de la catástrofe o del laberinto, cuando son presentadas en el interior de las grandes doctrinas políticas, producen el inquieto revuelo de convertirse en las representantes del destino de la intriga dentro de teorías que normalmente dicen repudiarla. Pero para Cooke estaba el tema del apócrifo, esto es, de la validez del nombre y del texto, cuando se invocaba una palabra que mantiene un origen impropio o que alguien viene a introducir como confusión deliberada. El apócrifo, introduciendo una supuesta legitimidad de los nombres, desea horadarlos por dentro. A su manera, el apócrifo es carnavalesco, sostiene el orden como único efecto de la fuerza de su creencia en el acto de ley de los nombres. Es el Estado visto al revés, forma necesaria de la afirmación de la palabra legítima.

Un nombre exilado, y que ocasionalmente pensaba en la muerte, había propuesto una delegación. ¿Se puede delegar un nombre? Cooke emerge de esa pregunta tremenda y la responde con su idea de la maldición. El nombre maldice y también hay que maldecirlo. Esa es la raíz de la vida histórica, y mejor la cuentan los políticos revolucionarios que los sacerdotes.  Pero esa verdad concluyente que apuntaba sus flechas ineluctables hacia el problema de la sucesión y la herencia era diluída permanentemente por un sinfín de comunicaciones emanadas de fuentes imprecisas, múltiples y hasta cierto punto justificables por la distancia y la voluntad brumosa con que era sabido que el exilado sin nombre exponía sus orientaciones. Las brumas permitían ser enfático y al mismo tiempo incierto.   

Cooke no cree en estos modismos velados del lenguaje. Al incorporar el mito como foco de la acción, tampoco desea oscurecer la inteligibilidad. Sabe expresar con modo categórico las situaciones de lucha; ahí los nombres no están desplazados. “Estamos preparando un plan que, sin perjuicios de continuar con los empeños actuales, tendrá objetivos definitivos: paralizar el suministro de petróleo al Gran Buenos Aires y paralización del Puerto. Es difícil pero confío en que pueda cumplirse. (…) Hemos conseguido un químico muy bueno (…), actualmente estamos fabricando 30 bombas reloj, que aproximadamente dentro de 15 días serán utilizadas». Estas cartas de Cooke precisaban –ahora y antes-, un encuadre histórico y emocional que las justifique: pero son palabras. Implican el dilema de la palabra “perro”, que no muerde la cola, según estudiaron hasta la saciedad los lingüistas contemporáneos. La palabra bomba no nos deja escuchar un estallido, pero está en un nivel del lenguaje donde se hallan las directivas, la ruta de la acción, las performances. Está al nivel de la palabra Sartre o de la palabra mito. Son la rareza. El hecho maldito es una escritura terrible y la escucha imaginaria de sus efectos retumbantes. Por esta dificultad de las palabras –son y no son la espesura real-, nos impide saber de antemano donde ponerlas, donde oírla sin horror personal ni miedo histórico, donde situarlas para ahorrarnos el cierre de todo flujo sensitivo.  

 

En la Correspondencia la contorsión máxima parece ser la conversión de lo falso en verdadero y de lo verdadero en apócrifo. Quizás sea ésta una síntesis de la política en épocas de extrema convulsión y violencia. Cooke en algún momento le exigirá al exilado con el que se cartea, que cuide de una literalidad mayor en la correspondencia, pero eso era interceptar su multiplicidad expositiva y la difusa significación de sus emisiones. Por eso estas cartas tratan en última instancia sobre la facultad de juzgar y las pasiones que introducen la necesaria resquebrajadura en el natural tráfico ideológico de la política. 

Para Cooke las ideologías tienen realidad de textura, las pasiones tienen capacidad de embestida y la realidad hay que interpretarla como un enigma, en la medida que está repleta de cosas sin nombre y de nombres falsos. El mito es el nombre provisorio para desentrañar esos trastornos de la alienación de la historia.

Observamos entonces en la Correspondencia la máxima formulación de la idea de praxis como una acción que parte de una terrible escisión entre el empeño del presente y la escasez esencial de resguardos reales para todo esfuerzo humano-político. Si en Gramsci debe haber mito, pero no solo impulsivo y antiplanificador, sino constructivo y partidario, en Cooke el mito debe admitir siempre la anomalía en los actos de correspondencia entre los nombres de la cosa y las acciones desnudas de referencia visible. La política es en sí misma un mito de no correspondencia que busca el ajuste final de forma y contenido como máxima esperanza de los desesperanzados.  Pero los nombres son prácticas porque también están sometidos a un juego de sustracción, desplazamiento y pérdida. 

Se arrebatan porque la designación nunca podrá ser igual a la cosa designada. De este modo, no era Cooke quién justamente sobrevaloraría la crítica llamada a resguardar las fuerzas sociales del arrebato o del robo de su nombre, al que se veía oscurecido por los lenguaraces del indefectible ensayismo argentino. El movimiento populista súbito e invertebrado, como un ciempiés, era para Cooke ese ensayismo, ese revoltillo de nombres que esquivaba, con el arte de la demora –y ese esquive necesitaba intérpretes adecuados-, el momento vital de encarrilarse hacia su destino social efectivo. De ahí que la demora en la coincidencia entre enunciados de identidad y el efecto real de las acciones, podía ser para Cooke el inicio de un acto revolucionario. 

 

El vastísimo trayecto temático que van recorriendo las mencionadas cartas, permiten leer por parte de ambos corresponsales unas meditaciones cáusticas sobre la muerte del político; el vellocino de la juventud; la dialéctica del nombre que ya no es “suyo” sino que es el nombre que alguien “pone”; una idea de despojamiento personal de cuño clásico, pues señala al político desterrado como aquel que se halla desencarnado de bienes; una defensa del caos y la autodestrucción como umbral que señalaba el momento de la toma del poder luego de la resistencia; una reflexión sobre el éxito como contrafigura del caos; definiciones académicas o empíricas del concepto de resistencia con énfasis que se asumen inexorables (aunque no faltan los pigmentos coloquiales); introspecciones sobre la forja de las pasiones públicas en la conciencia del político; juicios de fuerte implicación sobre la historia venidera bajo bocetos geo-ideológicos y escatológico-evolucionistas; interpretaciones sobre el proceso de las revoluciones mundiales vistas desde la tempestuosa colina donde arropa sus pensamientos un «general geopolítico» o el gabinete de un oficial del estado mayor.

Además, encontramos unos documentos extrañamente ofrecidos indicando la delegación del mando a Cooke que no hacen sino sugerir un sibilino meta-poder que mantendrá el propio ofertante; una teoría de la temporalidad mentando lo permanente y lo contingente en la historia, quizás en compás con lo que en poco tiempo más Cooke denominará «hecho maldito»; unos dramáticos acercamientos a la visión de la historia escrita en términos de odio, venganza y terror pero sin dejar de darle a esta misma interpretación cierto giro evangélico; una consideración sobre los solitarios afanes del político que escribe a borrosos y remotos partisanos que son sombras diluidas, apenas entrevistas.

 Por su parte, Cooke repasa en sus largos informes a los militantes un conjunto de temas que deberían figurar en el libro de horas del insurgente clandestino de todos los tiempos. En la Correspondencia se pasan revista a los inconvenientes de las tácticas insurreccionales cuando son las mismas personas las que hacen simultáneamente tareas públicas y tareas clandestinas; a la naturaleza de las tácticas insurreccionales con su utópica y sigilosa cotidianeidad; a las ironías permanentes sobre el lenguaje político, en el cual el léxico de una capa anterior de la memoria estratégica se dejaría reescribir de un modo más adecuado por las exigencias de otro momento histórico.

No faltan las consideraciones sobre las menciones del gobierno respecto a su supuesta filiación comunista y trotskista, que Cooke hace objeto de una reflexión que acaba situándose en el corazón de su teoría del «hecho maldito»; las luchas por el reconocimiento entre los distintos componentes de la compleja red de emisarios del exilio y la definición de la insurrección como una obra de arte. Siembre son descarnados los juicios en tono de enjuto informe sobre las ineluctables circunstancias que atraviesan de los hombres en lucha.

Se lee también un reclamo para que se abandonen las «cuestiones caballerescas» que llevarían al peligro de que se reten a duelo personas involucradas en comunes ámbitos de lucha (lo que no deja de llamar la atención en un cuasi duelista como Cooke); se llama a la toma de distancia respecto a los afamados publicistas como Jauretche y se ilustra sobre las técnicas de los nombres en clave y la infiltración en los servicios de informaciones oficiales. ¿Alguien cree en los tractatus de ciencia política, de teología política, de fenomenología política o del partisano? Aquí los leemos al trasluz, en su forma incompleta y deshilvanada, pero en la firmeza retrospectiva de esas cartas que aún agrupadas, solo pueden subsistir como piezas que se envían a un abismo por el ángel de la historia. Es el tratado de las pasiones del emigrado, del perseguido.  

Encontramos aquí los momentos de una reflexión completa sobre la expresión pasional, su imperfecta autoconciencia y su consumado grado de disimulo. De ambas formas, estamos dentro de la forma clásica de las pasiones, sea porque nunca se puede llegar a inteligirlas completamente, sea porque cuando se lo hace, no es posible dudar de que la conciencia (y la escritura) enfría las pasiones al actuar en nombre de ellas. Es imposible no nombrarlas, pero al hacerlo se diluyen, pierden su nervio y su carácter.

Son las cartas, así, el más adecuado instrumento de una catarsis. El tiempo de Cooke quizás es el último tramo político argentino que floreció en la época de la epistolografía, modalidad literaria que demoró muchos siglos en extinguirse bajo su forma conocida. Es un urgido escritor; mirémoslo ahora, que garabatea, tacha, ensobra, envía, imagina al destinatario abriendo el sobre con portaplumas, escucha sobre el papel el rasguido con el que se escribe un nombre, personas, países, estampillas humedecidas a contralengua, todo lo cual presupone, la institución del correo, que muchos consideraron – como Kautsky, Bebel-, la primera instancia estatal moderna con motivaciones y connotaciones socialistas.  No son así los tiempos que corren ni hay porqué desearlos así. Solo interesa el punto al que llegara un alma revolucionaria que se propuso conservar todos los nombres válidos en su memoria lectora e imaginó que en un acto de nominalismo radical, la vitalidad originaria se expandía en los individuos más extraños. Era la rareza de los nombres, infinita democracia ciega de la política, ejercicio de búsqueda de lo bueno y lo noble en los lugares más sobresaltados. Allí donde no hay correspondencia entre actos y vocablos.  

 

                                   

 

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