Respuesta urgente
Bombardeo de pálidas, indignación catártica y fuerzas efectivas.
Por Agustín Valle en conversación con Verónica Cetrángolo, Ana Paula Gerez, Lucía Scrimini y Juan del Bene.
- Los modos de dominación son muchos y diversos, si entendemos por ellos toda operación o dispositivo que separe a las vidas comunes de sus potencias inmediatas -su capacidad de hacerse sentir en lo más hondo lo que les hace bien y mal, y de accionar según ello-. Todo lo que entristece, domina.
- Vivimos una ofensiva de las clases dominantes pocas veces vista. Los despojos y vejaciones que realizan tienen a la dominación como condición necesaria, sí: pero la difusión mediática incesante de los despojos y vejaciones acaso sea en sí misma un vector de dominación. La cadena del desánimo, como la bautizó Pablo Katchadjan.
Los actos de vaciamientos, abusos, gigantescos negociados, violencias insensibles, desde este punto de vista, producen no solo cada uno su negocio particular, sino que también el conjunto, en cuanto tal, difundido como viento sostenido, produce un estado psicopolítico propiamente dominado. “Estoy cansada, agotada, cansada de indignarme”, decía una compañera. Ese cansancio es el botín; ese cansancio es el producto: su ánimo, su salud es el botín.
- El diluvio semiótico permanente es condición general mediática. Pero esa condición general -de enajenación atencional- deviene herramienta política de un gobierno que usa la estrategia de atacar por once, doce o trece frentes a la vez (como explicitó el saliente ministro de Educación que hacían para “sacudir el sistema educativo”…). Y que, además, monta actos represivos menos para reprimir una fuerza materialmente amenazante, que para difundir las imágenes ejemplares de la represión; las imágenes de represión son una fuente más que nutre al permanente bombardeo de tristezas, dolores: insumos para el sostenimiento del estado de constante indignación.
Los amplios sectores de la población con sensibilidad empática o igualitarista (más o menos difusa, más o menos inocente, más o menos endeble, más o menos fundante…), quedan, como efecto del bombardeo de pálidas, en un desborde anímico; más aún, en un estado de respuesta urgente, un alerta insomne, un estrés político.
- Un compañero estuvo días ausente de su lugar de trabajo; se había enfermado. Al volver, contestó los “qué te pasó” de rigor, con su parte sanitario: “Todo me enfermó”. Vale decir, lo enfermó el todo, lo todo. No meramente las cosas sumadas, en su contenido (específico, cualitativo, semántico) sino la escala del conjunto; el exceso cuantitativo.
Otro amigo, que se dedica a sostener y ensanchar una mirada sobre -o de- la salud, encontróse en un bar expuesto a la luz y ruido televisivos; emitían información de uno de los múltiples dolores y fuentes de odio crispado. Él no recordaba bien el caso, e inmediatamente estaba agarrando el celular -quizá lo tenía agarrado ya- para buscar… Pero frenó pensando: “no puedo estar en todo”. Una idea simple, elemental. Elemento que sin embargo suele quedar despojado de los cuerpos, traccionados por -a- lo todo. Cuerpos que caen, que enferman una y otra vez por el estrés crispado de sostener una constante respuesta de indignación catártica.
- La catarsis era el climax del arte en tiempos de grandes formas fijas, dice Bifo: cuando el patrón es la monotonía repetitiva, cuando la dominación moldea formas subjetivas duraderas y largoplacistas, la explosión catártica es un vector de subjetivación liberadora, donde lo perimido aflora… Para nosotros, en cambio, la catarsis no es un accidente en un medio constante y fijo, sino la condición normal del medio. Es, la catarsis, condición de imposibilidad de ligadura: donde hay catarsis, no se arma nada. Solo descarga; descarga que es un momento partícipe del esquema de la saturación, y no su ruptura.
Más allá de que, ciertamente, la catarsis puede en algunos casos ser modulada por gestos o dispositivos que hagan que sí sirva para armar algo, en principio la reacción catártica expresa no más que un exceso de afecciones recibidas respecto de las posibilidades de procesamiento. Como un rebote, o una devolución bulímica de las cataratas de whatsapp, comentarios, titulares, flyers convocantes ya no se sabe a qué, a dónde, pero que no nos quede ninguna causa desatendida, ningún mal sin denunciar… Agotamiento; o mejor, crispación extenuante.
La urgencia de lo actual no es de cuño político; es de cuño mediático. Nada te ata a leer la novedad. Cuando Luca decía eso nos estaba invitando; es decir, en realidad señalaba que la novedad sí te estaba atando, aunque con una atadura virtual, no del todo real, o que al encararse, al declararse falsa, devenía irreal… (“cómo es que estás atado si nada te ata…”).
La atadura impide libertad de ligaduras. Las traba.
Algo de la agenda del bien (agenda de los buenos o brevemente buenista), entonces, tiene como efecto un distanciamiento del sujeto (de cada sujeto: individual, colectivo, etcétera) respecto de sus potencias de movilización política (es decir, de operaciones que fuercen un movimiento en el diagrama de fuerzas dado, sea en una rama de la industria, en una esquina, en un aula, en la literatura, en el sistema bancario o en el uso de los minerales subterráneos de la cordillera…).
Las ligaduras activantes (se liga como mínimo una cosa que podemos hacer con una circunstancia…) quedan atrofiadas por la indignación permanente, indignación sometida -pegoteada- a una renovación constante de su foco atencional.
Organizarnos en configuraciones -prácticas, lazos, hábitos…- que aumentan lo que podemos, es políticamente más vital que el sostenimiento -denuncista, chillón y adherente, quejoso al fin- de la extensa agenda del bien.
La importancia intrínseca de los asuntos no determina su centralidad en un mapa político, sino sus efectos inmediatos en la vida: en qué consiste concretamente la implicación -moviente- con las cosas.
Hay también una discusión implícita (una discusión operada más por los modos de vida que por discursos) sobre cuáles son nuestros problemas, tus problemas, mis problemas, etcétera. Para una política -o una politicidad- todista, nuestro problema es todo lo que esté mal.
Para una política de indiferencia, nuestros problemas no existen, solo hay mis problemas. Mi interés, mi vida, mis problemas; y el problema de cuando algo o alguien se cruza en mi camino: indignante (“sheriff, sheriff…”). Que nada moleste la propia vida y su frágil orden. Vida definida, que ya sabe sus límites -que castró la aventurilla de no saber aún todo lo que puede-.
Es cierto: darle cauce a las modestas pero sensibles operaciones que abren una zona de fuerza nueva, desordena la “propia vida”. Ejemplo básico e ínfimo: cuántos programas agendados de las “vidas propias” son desplazados para que una movilización callejera sea efectivamente multitudinal.
Para una politicidad de las potencias situadas, los problemas se definen por la capacidad de intervención. Es problema en la medida en que es umbral de exploración de alguna potencia. Es problema si podemos probar en él una fuerza.
- Quizá por eso hayan sido tan distintas las marchas que hubo en Capital por la desaparición de Santiago Maldonado; sobre todo la primera respecto de la segunda. El día once de agosto hubo en la plaza de Mayo una concentración extraña, de baja intensidad, incluso triste. No tanto por haber sido poca gente; era un problema más cualitativo, del tipo de presencia: parecía un gran acto de presencia. Es decir, una respuesta automática. Hacemos lo que ya sabemos, que es una marcha, que es como ya sabemos…
La segunda marcha, por el mes de la desaparición de Santiago Maldonado, fue distinta. Más que acto de presencia, presencia efectiva. No solo porque esa movilización forzó al Gobierno a cambiar su estrategia para el caso Maldonado. Ese corrimiento, vale pensar, no fue tanto por la cantidad, enorme, de gente reunida, sino por el tono de esa reunión. Un tono que delataba que la reunión expresaba unas ondas que la excedían largamente. Un tono festivo. El tono de una presencia que reunía por un dolor pero no reunía en el dolor; no una reunión de indignados. (Acaso lo que “re”une es la indignación, pero una vez consumada la unión, aquella causa no es ya su esencia). La presencia misma convertía el espanto en alegría de ser muchos y lograr esa fuerza -que confronta a una gran serie de actores y tecnologías políticas del estatu quo-.
Una movilización así, que opera una conversión anímico-política semejante (dolor en rabia y rabia en alegría), ejerce una autonomía anímica, una autonomía de sentido.
Fue contra ese ánimo, contra esa potencia de movilización reunida, que se arrojó el teatro del terror, la farsa actual. Como se había arrojado a la marcha de las mujeres meses atrás; también una movilización que opera gigantescas conversiones anímico-políticas[1]. Y que no tiene tanto una agenda programática, una propuesta alternativa, como una serie de intolerancias y exigencias vitales (movilizaciones que señalan lo intolerable de una época). Como señala Diego Skliar, son movilizaciones que (hay que sumar acaso la marcha de los trabajadores de la economía informal reprimida en la 9 de julio), al tener modos de implicación tan vitales, abiertos (exploración de las potencias situadas…), al no limitarse a reivindicaciones programáticas (como la de la CGT o la Federal Educativa) y demás, no se sabe a dónde terminan. Su derrame es imprevisible. Son movilizaciones menos “definidas” -en el doble sentido de que no están prefigurados sus fines: ni su límite ni su última finalidad. (Pero a la vez son movilizaciones con un sentido coordinado multitudinariamente, a diferencia de las pequeñas movilizaciones que arrebatan peleítas cotidianas con los poderes de la realidad sin tampoco borde ni finalidad.)
Antes de esa marcha descomunal, en las semanas previas, la campaña de publicar mensajes diciendo “yo estoy tomando mate y leyendo el diario, ¿dónde está Santiago Maldonado?” podía causar escozor. Podía verse ahí, en ese acto realizado por ¿cientos de miles, millones de personas?, una escenificación más del sujeto espectacularizado. La autoproducción imaginal del yo; el yo esclavo y cafiolo… Pero ahí un gesto que suele participar de un sentido, participa de otro. Una operación que normalmente constituye la subjetividad “enredada”, pasa a formar parte de una configuración que vuelve posible una fuerza que no se sabía. La politización convierte en herramienta -herramentaliza- un tic masivo. El tic sirvió para multiplicar un problema –ponerlo en común- que para el orden -orden del miedo y la debilidad crispada- no era común sino propiedad de la identidad progresista. (Por otra parte: ¿fue sólo en las redes sociales donde tuvo lugar la pregunta insistente? No, la oímos en salas de espera, en los subtes, en las aulas –incluyendo, claro está, los 0-800 que, al mejor estilo Revista Para Ti en plena Dictadura, se ocuparon de denunciar la intromisión de esa “pregunta urgente” para velar por la salud “antipolítica”de los niños en las escuelas.)
El acto político tiene base intuitiva, y se propaga por copia mutua[2], no consiste en acciones de otra vida; no pasa por abandonar las tonterías o las cadenas, en pos de lo que verdaderamente hay que hacer. Más bien la politización es un viraje de tono o de sentido, leve pero altamente significativo, en las prácticas que constituyen la vida como es -como es en sus líneas de ensanchamiento.
- Actos que por ejemplo logran liberarse de las amarras de un bombardeo de tristeza política. Un bombardeo con problemas que sitúan la atención en un campo remoto a las propias potencias (la ofensiva general de las elites), y es en sí mismo un dispositivo de dominación. La reacción prefigurada por el bombardeo, la respuesta constante, la indignación permanente, reproducen la compulsión hiperexpresiva. La reacción es isomorfa al bombardeo. Reproduce su ritmo, su frecuencia corporal. Cambiando el contenido del mensaje, prolonga la crispación permanente con centro en cosas que son más fuertes que nosotros, y, en su conjunto, ajenas a nosotros.
Atender al escenario, al medio ambiente (o ambiente mediático) indignante, es inevitable salvo si decidimos la indiferencia (y bancar la precariedad creciente de la vida), o bien si logramos atender a las profundizaciones de las potencias presentes. El cuerpo que decide que no puede estar en todo ni responder a todo es el cuerpo que está atento a los sitios donde sí puede hacer una fuerza efectiva (cortar la chorrada interminable de la pantallita y atravesar la ciudad para acoplarse a una marcha de estudiantes secundarios que se agrandan por sí solos; o sostener, dentro de una institución donde rigen directivas de no hablar del caso Maldonado, abierta la pregunta por lo que pasó y por las líneas de conexión del caso con las vidas de cualquiera).
El cuerpo todista es ansioso: rompe el aquí. El cuerpo indiferente, por su parte, ya da por completamente definida su vida -terminada, aunque falte vivenciarla…-.
El cuerpo que decide no poder todo (un vital nopodermiento, como quería Gombrowicz), queda más sano para lo que sí puede; exento de la respuesta automática puede probar sus fuerzas -y esos pequeños poderes, si les ponemos la lupa, si miramos desde ellos, desmienten el absolutismo general de la tristeza.
[1] Quizá las condiciones materiales sean la causa de la política, pero no son la política.
[2] Hay una facultad humana consistente en copiarse. Es un recurso, es un vicio, es un placer, es un vaso comunicador de información de la especie. Y la publicidad juega sucio, precisamente, ahí, en la facultad -y el placer- de copiarse.