Anarquía Coronada

Reseña de Vida de Perro // Oscar Cuervo

Fuente: La Otra
Dice Diego Sztulwark en la introducción a Vida de Perro, el libro de conversaciones con Horacio Verbitsky que acaba de publicar: «Verbitsky es un escritor austero que se halla inmerso en el conflicto político que atraviesa a la Argentina. (…) Militancia, periodismo y derechos humanos son momentos de una participación decidida y poco convencional en la política, sobre todo si se toma en cuenta que su poder de influencia no proviene de cargos públicos. Verbitsky maneja información. La obtiene, la interpreta y la usa». Es un modo de aproximación preliminar a la figura de su entrevistado.
Cuando se habla de Verbitsky, es inevitable tratar de determinar con precisión bajo qué categoría se lo piensa. Decir que es el mejor periodista de Argentina parece cierto pero no suficiente. Con eso hablamos de una superioridad profesional, pero la cuestión con el Perro no es una diferencia de grado, de mayor calidad, sino una distinción cualitativa. Si Verbitsky es un periodista, lo que lo distingue es que es también otra cosa. Lleva a cabo una praxis que no tiene en el presente otros practicantes.
De acuerdo: es un escritor. Ok: forma parte de un conflicto político del cual no es un mero analista ni un teorizador. No describe, o no solo describe; por sobre todas las cosas él interviene. La clave consiste en precisar cuál es su modo de intervención. No es la mera opinión ni la simple información. Tampoco es un operador al servicio de determinados poderes fácticos, alguien que dice lo que a otro le conviene que se diga. Quizás lo más interesante de Vida de Perro, de los extensos y pormenorizados repasos de muchos años y situaciones que tuvieron a Verbitsky como testigo, como participante y a veces hasta como protagonista, de las diferencias políticas que a veces asoman entre los interlocutores, sea que el libro incita a cuestionar la naturalización de la práctica del periodismo, requiere pensar en todo lo que hay por debajo, por encima y por los costados de esa profesión con tanta resonancia. Porque es por esos márgenes poco o nada explorados que Verbitsky se ha venido moviendo con una persistencia a lo largo de décadas, lo que lleva a sospechar que hay un pensamiento tácito en su praxis.
Único ejemplar de su especie, parece que Diego Sztulwark advierte esta singularidad, tanto como la necesidad de que algo de ese saber moverse por los intersticios de la lucha política en la Argentina cruenta de los años 60, 70, 80, 90, del 2000 y del presente valga la pena transferirse a las nuevas generaciones: de periodistas y de luchadores políticos.  Verbitsky sabe algo que está implícito en su trabajo: su escritura, en libros, revistas, diarios y últimamente en publicaciones digitales. Es un maestro en el estilo de comunicación indirecta. Deslumbra también por sus silencios. Eso que él sabe lo lleva a intervenir en la disputa política. También a la inversa: por intervenir en esa disputa es que ha aprendido. Y su modo de intervención es gravitante no para un sector político, sino para una diversidad de sectores -eso que a falta de un nombre mejor podríamos llamar «el campo popular», aunque la izquierda clásica no se sienta cómoda con esta categoría- a los que a veces les cuesta sentarse a discutir, si acaso lo logran.
Verbitsky cuando publica sus notas instala un diálogo tenso con diversos actores políticos: con dirigentes de ese campo popular, con el movimiento de los Derechos Humanos (que lo cuenta desde hace varias décadas como uno de sus principales actores), con el peronsimo, el kirchnerismo, la izquierda, las organizaciones sociales, los medios, otros periodistas y muchísimos militantes que esperan sus notas incluso para discutirlas. Su singularidad puede constatarse cuando se percibe la diferencia de la edición dominical de Página/12 antes y después de su salida: el diario puede seguir siendo bueno e interesante, pero perdió algo de la tensión que él le infundía. Quizás haya que buscar por este lado: su escritura no solo describe sino que también crea tensiones con actores concretos.
En este sentido, la conversación con Diego Sztulwark es interesante porque los dos son distintos: Diego es dos generaciones más joven, responde a un perfil más clásico de la izquierda y por ende se encuentra distante del apoyo que Verbitsky manifestó en los años kirchneristas. Si ellos se ponen a discutir, eso significa varias cosas: que Verbitsky y la izquierda clásica no son lo mismo, que ese diálogo es posible y necesario para ambas posiciones y, finalmente, que todavía no se logró hacer, al menos de manera pública.
Sztulwark declara que se propuso entrevistar a Verbitsky para desentrañar su método, por una necesidad histórica: Verbitsky acumuló en estos años un tipo de experticia que ahora hace falta transferir a las nuevas generaciones. Pero leyendo el libro se advierte que no se inquiere por un método en el sentido técnico, sino más bien por una praxis. No cómo hacer, sino qué hacer.
El Perro es reacio a teorizar sobre lo que hace y, en general, a teorizar en cualquier sentido. Su filosofía está implícita en sus movimientos y sobre todo en las cosas que Verbitsky nunca hace, en eso que lo diferencia de otros. Por ejemplo: la categoría de «periodismo militante», a la que no queremos desdeñar, no lo describe bien. Por eso, Verbitsky nunca fue a 678. No porque él desprecie la función o la utilidad política que pudo tener un programa así, sino porque su propia práctica es incompatible con ese tipo de intervenciones. Algo de eso es lo que Sztulwark quiere caracterizar cuando dice que Verbitsky es austero.
También podría decirse que su vinculación con la teoría política es de un pragmatismo escéptico, lo cual no implica que sea políticamente escéptico. Su escepticismo radica en que desconfía de la capacidad de las teorías para apresar las tensiones reales de la política. Quizás ese mismo escepticismo lo haya llevado a distanciarse de las posiciones de la izquierda clásica, a la que durante muchos años llamó «la paleoizquierda». Sztulwark le hace notar su disgusto con esa terminología y Verbitsky, en sus conversaciones, aclara que ya no usa más ese concepto, porque piensa que a partir de la emergencia de nuevos dirigentes como Myriam Bregman o Nicolás del Caño esa caracterización ya no es justa. Sin embargo, la tensión con la –ya no paleo– izquierda subsiste. Cuando en el libro se habla de la cercanía de Verbitsky con el kirchnerismo y también de sus manifiestas diferencias, cuando Verbitsky explica su visión del peronismo y el momento en que decide dejar de ser peronista -1973-, cuando marca el desencuentro de la izquierda trosquista con los procesos políticos populares, en todos esos pasajes también él parece guardar un escepticismo hacia el exceso de teoría que frena prácticamente a la izquierda clásica y la confina a no poder desbordar un límite social.
No lo dice así, pero es lo que yo creo intepretar. Sería algo por el estilo: «la izquierda quiere operar sobre la realidad desde un lugar de claridad teórica que no existe, las contradicciones son reales, también la de aquellos procesos con los que Verbitsky simpatizó o apoyó; él mismo los percibe, pero no está dispuesto a refugiarse en una posición de no contradicción que lo ponga a salvo de atravesar esas tensiones». O como diría Pasolini, en una frase que quizá Verbitsky nunca haya tenido en cuenta, pero es posible que haya encarnado como nadie: «las contradiccciones no hay que resolverlas, hay que vivirlas». La distancia de Verbitsky hacia la izquierda parece provenir de su escepticismo acerca de la existencia de un lugar de enunciación no contradictorio desde el cual ejercer la crítica de las relaciones reales de poder. Si se quiere intervenir en las disputas reales de poder, hay que tener menos resguardos teóricos y asumir la necesidad de que las contradicciones se hagan carne en uno mismo. Verbitsky dice: «Que yo no sea peronista no me hace ignorar la centralidad que aún tiene el peronismo y que puede tener en el futuro”.
Diego Sztulwark reconoce «la necesidad de aprovechar a fondo la mirada sistemática y documentada que Verbitsky establece con el presente político, el ejercicio analítico con que nutre semana a semana a sus lectores desde hace décadas, la perspectiva histórica de algunos de sus trabajos (de modo ejemplar, sus cuatro tomos sobre la Iglesia argentina) y la vocación de intervención en la actualidad, no sólo a través del periodismo sino también a través de dispositivos prácticos de gran alcance, como el CELS».
Un solo ejemplo de cómo en Vida de Perro se transitan estas tensiones. Dice Verbitsky:
– El día que mataron a Mariano, yo comí en Olivos con Néstor y Cristina, de casualidad, no por eso. Lo habíamos combinado antes. (…) Néstor era consciente de la gravedad de la situación. Cristina estaba con el mismo reflejo que el día que discutió conmigo por Milani, el de las provocaciones de la izquierda. Y contaba que el día anterior habían intentado quemar la puerta en una manifestación frente al palacio Pizzurno. Néstor estaba más preocupado por la muerte del pibe y por la patota que por la política de la izquierda. Esa fue la última vez que lo vi. Murió una semana después. Estaba cansado, se lo veía desmejorado, se fue a dormir temprano. Me llamó por teléfono uno o dos días después, exultante porque había logrado identificar a uno de los de la patota y había contado cómo había sido todo.
DS: ¿El CELS ya había definido tomar el caso Ferreyra?
HV: En ese momento aún no había causa. Yo siempre pensé que el CELS tiene que estar en ese tipo de conflictos fundamentales. En este caso, hubo un cruce de muchos trabajos nuestros: el litigio, el adecentamiento de la justicia, la violencia institucional, la precarización del empleo.
DS: ¿Por qué el adecentamiento de la justicia?
HV: Porque en el transcurso de la investigación se detectaron los sobornos y la intervención de la Side para beneficiar a Pedraza y lograr su impunidad. Denunciamos todo eso y promovimos una causa penal y el juicio político contra un juez de la Cámara de Casación, Eduardo Riggi. (…)
DS: ¿Cuál es tu balance del juicio?
HV: Del juicio a Pedraza, extraordinario. Muchas veces las patotas sindicales atacaron a militantes y opositores, como el caso de Blajaquis y Zalazar. Pero esta fue la primera vez en la historia argentina que un burócrata sindical fue condenado por el accionar de una patota. El kirchnerismo tuvo mucho que ver con eso. La izquierda dice: “Pedraza era el dirigente sindical del kirchnerismo” y muestra la foto con Cristina y con Néstor. Sí, es cierto, pero cuando mataron al pibe, el kirchnerismo se puso de punta contra Pedraza, y a pesar de todos esos nexos que evidentemente existían, no hizo nada para defenderlo sino todo lo contrario. En cambio, no tuvimos éxito con las denuncias contra Riggi, que fue protegido por la corporación judicial. Hubo críticas al juicio e incluso al CELS desde algunas posiciones liberales o de izquierda por no haber ido más arriba de los policías, hacia las responsabilidades políticas, particularmente contra Aníbal Fernández. Algunas personas lo dicen de buena fe y otras no. No es que el CELS no fue contra Aníbal Fernández, sino que no encontramos elementos para ir en contra de él. De hecho, hubo un juicio público transparente, que duró meses, y nadie aportó ningún elemento que mostrara algún involucramiento de Aníbal, más allá de las declaraciones estúpidas que hizo bancando la versión judicial. Ni la estupidez ni las posiciones políticas cuestionables son delito. Eso vale para un reproche político, pero no penal. El saldo de ese juicio ha sido muy importante y muy positivo. Puso en evidencia en la persona de Pedraza la parábola de la burocracia sindical. Yo lo conocí a Pedraza de joven en la CGT de los Argentinos (CGTA). No venía del peronismo sino de alguna de las orgas marxistas que confluyeron en la CGTA, enfrentadas con la burocracia sindical vandorista. Y décadas después termina siendo el responsable del asesinato de un pibe como él. Han pasado cuarenta años y él es el asesino de su propia juventud, impresionante.
DS: Fue un acontecimiento terrible que muestra algo más: un contraste entre tipos de militancia juvenil. Reconozco a la militancia como la de Mariano Ferreyra el hecho de meterse de lleno en el conflicto obrero, en el problema de los tercerizados, contra los componentes fascistas que contribuyen a gobernar las fuerzas del trabajo y que otras militancias no cuestionan.
HV: Es lo que te decía yo con respecto a la subordinación de la lucha gremial al partido político. Es lo mismo que sucede en Lear, con los cortes en la Panamericana. No cortan los laburantes, son los centros de estudiantes, es el partido.
DS: No sé, creo que no nos entendimos.
HV: Yo creo que sí. Sólo que acentuamos cosas distintas.
DS: Lo que quiero decir es que la patota de Pedraza, al tratar de sacar a los pibes que acompañan esas luchas por “rojos”, termina de confirmar –por contraste– que hay militancias que no acompañan esas luchas ni hablan de esos poderes fascistas. Me refiero concretamente a cierta militancia juvenil kirchnerista, que en estos años se ha planteado más como “soldados” de Néstor y Cristina que como una fuerza autónoma capaz de intervenir en conflictos como este que estamos señalando. Desde ahí me parece muy problemático que se silencie ese tipo de militancias como la de Ferreyra.
HV: En ambos casos son fuerzas subordinadas a un proyecto político. La Cámpora, al de Néstor y Cristina; los pibes de izquierda, al PO u otros partidos de izquierda. No me parece que difieran en eso. Yo no puedo dejar de ver que en el gran cuadro general uno es una fuerza progresista y el otro es una fuerza reaccionaria. Yo creo que el PO es una fuerza reaccionaria. Sus opciones políticas en la escena nacional jugaron en aquellos años del lado de la derecha y las del kirchnerismo, no. Esto no califica la militancia respectiva. A mí me resulta mucho más simpático Nicolás del Caño que Insfrán.
DS: ¿Dirías que un tipo como Insfrán, en Formosa, por el marco en el que estuvo inserto, terminó por fortalecer una política progresista incluso a pesar suyo?
HV: Sí, pero eso dura lo que dura el Gobierno nacional; cuando se acaba el gobierno, Insfrán vuelve a ser lo que es. Ahora los procesos en los territorios que controlan esos gobernadores quedan liberados a su propia influencia. Nosotros defendemos a Félix Díaz en Formosa, a la comunidad Qom. Y no dejamos de ver lo difícil de la situación en la que Insfrán tuvo apoyo. Es una mierda que haya sido así. Al mismo tiempo, no son pocos quienes viajan a la provincia y cuentan que en torno a Insfrán hay mafia, narco. En el contexto nacional, lo que hacemos desde el CELS es defender a La Primavera y enfrentar a Insfrán. Con toda la dificultad que tiene eso en un contexto como el que se dio en la década pasada.
[Fin de la cita]
En este notable pasaje aparecen todas las tensiones que mencioné al principio de este post: las que subsisten entre el apoyo crítico de Verbitsky al kirchnerismo y la distancia de la izquierda clásica, mejor representada por Sztulwark. El rol de Verbitsky como dirigente de una organización de Derechos Humanos. Sus discusiones con Néstor y Cristina y sus momentos de encuentro en causas que Verbitsky considera reivindicables. Su objeción hacia la falta de perspicacia de la izquierda para involucrarse en las luchas donde se disputa el poder real. Las tensiones entre su rol de investigador y su rol de luchador político, en las que ninguno de los dos roles anula al otro.
¿Qué es Verbitisky? parece preguntarse el libro Vida de Perro. No ¿quién es?, como si lo importante fuera algo del ámbito de su intimidad o su psicología particular. Qué es significa: qué tipo de práctica encarna, cómo hay que pensarla, que fertilidad permite esta práctica y que obstáculos encuentra. En un pasaje, Sztulwark dice que Verbitsky es un investigador político. La fórmula es atractiva, siempre que el «político» no sea solamente el adjetivo de «investigador». Puede pensarse también invirtiendo los términos: político investigador. La investigación del poder como una modalidad de la intervención política, que exige hallar un punto preciso en el que se reserva grados de autonomía que un militante típico no posee, pero no se sacrifica por eso un compromiso efectivo, el apoyo a determinados procesos en los que el poder real está en disputa, aun cuando estos procesos tengan aspectos contradictorios. O mejor: precisamente porque estos procesos son contradictorios hace falta involucrarse en ellos.

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