Hay veces que uno puede elegir, no siempre. Y no me atrevo a afirmar que sean las ocasiones en que experimentemos
En la novela La carretera, de Cormac Macarthy, un padre huye con su hijo pequeño hacia el sur para evitar que el invierno vuelva a agarrarlos sin chances de sobrevivir en circunstancias extremas: la catastrófica destrucción de la civilización, y de la naturaleza que le es consubstancia. Vagando entre seres y paisajes en ruina, el padre extrema su instinto de sobrevivencia mientras el niño le exige, hasta el final, “ser buenos”, ser “de los buenos”. Pero ¿qué cosa es ser de los buenos cuando todo proyecto colectivo se ha disuelto? Si el hombre busca salvar al niño del hambre y el frío, el niño exige que esa salvación tenga la forma de una interrogación abierta.
Sucede que existen buenas razones, verdaderamente buenas, para la servidumbre y hasta para morir. Este es el asunto, creo, al que remite la salvación. Sea que la utilicen los evangelistas para congregar, que refiera a alguien que hizo fortuna fácil, o constituya una estructura interna de ciertos usos laicos de la promesa, suponemos –con el padre y el hijo en la carretera- la existencia de una suerte de salvación atea.
Para esta variante atea podríamos utilizar la expresión de rescate. Tan útil para describir una resistencia a las adicciones más pesadas (a las drogas, al alcohol, a las pastillas), o bien al destino de miseria, del choreo, o del laburo y de la banalidad. Si la adicción posee la estructura de la esclavitud (un objeto ajeno me da la norma de vida), el destino social encubre el peso de una condena certificada por las instituciones colectivas. Existen, como no, términos más finos como “emancipación”, pero los dejamos de lado por su (in)voluntaria remisión utópico-política.
Esos seres paradojales -resistentes ateos en busca de su salvación- no hablan de rescate en cualquier sentido, sino de un rescata/se: desdoblamiento del yo por el cual “uno” mismo puede salvar-“se”, o rescatar ese poder impersonal abismado.
Retornado de la perdición misma, y hecha con sus mismos materiales, la operación atea del rescate no parte de un sujeto fuerte o de ideales eternos, sin organizarse a partir de una activación esencial de una diferencia efectiva, cualquiera sea: se rescata el que aprende a dar (nuevo) curso a su resistencia.
Cuando lo político no incorpora esta dimensión salvífica, la palabra social desafectada forma parte de la condena misma, o de aquello a lo que es necesario aprender a resistir. Conatus en guerra: cuando tales resistencias aspiran a formas colectivas, ¿de qué clase de representaciones precisan? ¿Sólo la literatura nos apremia?
Gloria Ivanna Choa