Reponer el futuro como respuesta al colapso // Alejo di Risio Olivera

¿Alguien no está re en una? Con los horizontes desdibujados, buscando sobrevivir a corto plazo, intentando que la normalidad no nos lleve al colapso. La percepción social de que nadie terminó de salir de la pandemia ¿es secuela del covid o es resignación ante una realidad que parece no tener salida? Como si ya de antes la esperanza no escaseara, la pandemia dejó impregnado otro síntoma, uno que las vacunas no pudieron prevenir, que la medicina no pudo suavizar: el futuro está cada vez más lejos. Durante las cuarentenas era complicado proyectar a corto plazo, imposible a mediano y directamente inutil a largo. Si el músculo que nos permite futurizar ya venía flojito de papeles, el virus lo ha dejado totalmente atrofiado. 

 

La experiencia de estos dos años todavía está sin entenderse, sin acabar. La pandemia nos sumergió en la noción de que los formatos sociales apocalípticos no son inminentes, sino actuales. El miedo al contagio, a la enfermedad, la distancia social, todavía son marcas que atraviesan los cuerpos. Y ahora que todo simula volver a la normalidad, el contraste lo evidencia. Nos atraviesa una ineludible anhedonia, una recurrente falta de ganas de volver a intentarlo, de no saber hacia dónde ir. Abandonar las viejas formas implica tener que construir nuevas, pero pocas épocas tan hostiles para eso como hoy. A la freelanceada ni cabida y toca doblar la muleada ante la caída de las brújulas morales de antaño.

 

¿Si no qué queda? ¿Volver a la normalidad es volver a la normatividad? ¿A la resignación? Al vivir el colapso como un espectáculo inamovible e inevitable, tan grande en su magnitud, tan abstracto en sus razones, nos aliena de todo tipo de cambio posible. Por más narrativas de colapso o de apocalípsis, todo seguirá de una manera u otra. Y la pérdida de los equilibrios no es sólo algo que le pasa al clima global o a los ecosistemas locales. Ese peso que deja todo al borde de resquebrajarse se siente en el entramado social, en las grupalidades, en los vínculos, en nosotrxs. Nos recluimos cada vez más, sin necesidad de cuarentenas y ASPOs que lo recomienden. 

 

Ante el advenimiento del apocalipsis, nuestra percepción sobre el tiempo finito se achata, se acorta. Nos deja tan apurados por vivir que nos quedamos sin tiempo. Aparecen las manijeadas para evitar el camino hacia la depresión y nos replegamos en nosotrxs mismxs: en los escapes, en los deseos, en el disfrute, en los cuerpos a nuestro paso. En las ficciones, en la música, en la joda, en el desborde, en todos esos espacios etéreos que nos permiten habitar la incertidumbre, que no todo está definido. Surge la capacidad de atravesar el mundo con un hedonismo sin cuidados que destruye todo a su paso; que lastima sin buscarlo, pero sin darle entidad al dolor que puede provocar. Que en nombre del deseo propio rompe afectividades y entramados comunitarios sin medir ni dimensionar las consecuencias. Cada uno arma su propio ranchito y se refugia en su deseo, innegable estrategia de supervivencia ante la falta de esperanza. Antes de sufrir como nunca, gozamos al máximo por última vez. 

 

Dice Horacio Machado Araoz que tal vez una de las mayores estupideces de la Modernidad es el proyecto del hombre como individuo. Que niega no solamente su eco-dependencia en términos de bienes comunes, de los cuales depende para la vida y el bienestar, sino que también niega su interdependencia. Que piensa a la sociedad como un instrumento o herramienta que solamente sirve para facilitarnos la vida y que cobra noción sobre la imposibilidad de pensarse por fuera de una sociedad. El deseo se formatea entonces como la última forma de bienestar posible ante el naufragio de cualquier esperanza.

 

Sin prospectiva de mejores épocas por venir, el formato de deseo que surge en este contexto es el deseo más cercano, más mediatizado. “Esa fantasía de poder vivir eternamente ensimismada en los propios deseos no es más que un sueño neoliberal sin realidad alguna: estamos y vivimos en red” dice Brigitte Vasallo. Un egoísmo consumista que extrae placeres, emociones y experiencias de los cuerpos que deja a su paso. Que deshecha cadáveres emocionales a su paso, y tiene la habilidad de cambiar de color las banderas para encontrar disfraces dentro las estructuras progres. Si quemamos los puentes de la esperanza, el archipiélago de afectividades se convierte en islas en guerra, en vez de flotar sobre una marea de cuidados mutuos. 

 

¿Ese regreso a la normalidad viene seguro loco? Porque por acá sólo parece que a unas cuantas generaciones les inunda más la sensación de que todo sólo puede empeorar, acoplada al desborde hedonista como el mejor lugar para habitar mientras el sueldito lo permita, será el mejor desborde antes de que todo se vuelva inhabitable. La lenta cancelación del futuro deja al presente como la mejor etapa del resto de nuestras vidas, El ocio y el goce como únicos lugares para habitar. Cómo habitar el placer y el éxtasis de la ranchada, pero también habitar el bienestar de lunes a viernes de 9 a 17. Insertar dentro del automatismo cotidiano nuestras ganas de vivir, de pensar en lo que viene, de cambiarlo todo, de cambiarnos todxs. Nuestras ganas, las tuyas, las mías, las de lxs dos. 

 

Los animales salvajes en las ciudades, el silencio, la restauración de los ecosistemas ¿dónde quedaron? No cancelar la experiencia de la pandemia, sino cosechar los frutos de sus revelaciones. Cuando nos refugiamos en escribir y cocinar, el pan y la poesía, como hábitos que podían desestabilizar al colapso alrededor. Entrenar la esperanza por elección, más allá de esperar la victoria. Mi respuesta personal está en la esperanza. En militar un volantazo posible en nuestra aventura por la tierra, para horizontes más justos y liberados. 

 

Volver siempre a nuestras viejas utopías, tan rotas y resquebrajadas por nuestra capacidad de enterarnos de todo. Derruidas y abandonadas por el espectáculo del colapso que nos ofrecen las plataformas digitales y la ventana al caos que la indignación colectiva no para de abrir y viralizar. Sin congelarlas en sus futuros, ni idolatrarlas en sus altares, pero mantendiéndolas cerca para que compongan esa constelación narrativa que nos vuelve a orientar en la noche. Dice Ezequiel Gatto sobre la inventiva posutópica: “Figurar y refigurar y desfigurar una y otra vez porque, en definitiva, no es una cierta imagen de mundo lo que buscamos sino un principio de acción en él que, no obstante, requiere de imágenes.” Ante eventos tan inmanejables como los que estamos expuestos, nuestro músculo de imaginación debe estar cada vez más fuerte, y con más capacidad de exceder por fuera de nuestra pequeña isla. Revertir el achicamiento de los sueños y de los devenires que imaginamos, para recrear los panteones de futuro que necesitamos.

 

Precisamos entrenar nuestras subjetividades, sin ser giles, manteniéndonos pillxs. Porque la extrema derecha también desea, también tiene esperanza, y no anda con vergüenza ni desazón. Prefiero que banquemos la parada donde haga falta; con cariño, garra y sensibilidad. Sin llevarnos puestos a lxs compas para saltar cuando aparece el gil que viene a bardear. Codo a codo, cerca, y pegaditxs para cuidar que no se nos zarpen, que no nos lleven puestxs. Que no nos aniquilen ni la esperanza ni el presente por descuidar el plantarse como forma de habitar espacios, de defenderlos, de cuidarlos. 

 

Por eso, una de las cuestiones más fundamentales es cómo reformatear el deseo, cómo resignificarlo, cómo volver a ajustarlo por fuera del deseo neoliberal y consumista. Cómo el deseo puede volver a formar parte de los proyectos e imágenes de futuro que queremos seguir construyendo para poder hacer frente al espectáculo colapsista. La necesidad de habitar y fundar un deseo que no se manifieste alineado y subyugado a la lógica neoliberal, sino que esté directamente creado para las dinámicas del cuidado y la regeneración afectiva. Que el deseo en la masificación de los nuevos formatos de amores no esté basada en la ausencia de cuidados, para que los nuevos amores sean siempre libres, nunca libertarios. Dice también Vasallo que en el intento de desmontar lo que hoy llamamos monogamia se crean “monogamias seriadas con aires de poliamor que dejan tras de sí incluso más cadáveres emocionales que la infidelidad tradicional”. Si los cuidados reales y las sensibilidades no se ponen más al palo terminamos más progres, pero peor que antes. Policornudos antes que comunitarios. Activar donde se pueda, compartir lo que haya, cuidarnos entre todxs. Volver a focalizar y al hacer cosas ahí donde encontremos las hendijas por las cuales puede asomarse el futuro. La filosofía de las abuelas: ejercer el cariño cotidiano como forma de cuidados, en las cosas básicas, allí donde llega la injerencia y capacidad de cada unx. Enfrentar la violencia para prolongar las potencias que se vislumbraron en el momento de la pandemia donde todo podía cambiar. El cambio raramente llega cuando lo consideramos necesario, pero a veces ni llega.

 

El tiempo como nuestro principal amigo y enemigo. Nuestro gran aliado y nuestro mayor desafío. Si nos dijeron que podíamos cambiarlo todo y todavía estamos duelando esa mentira ¿podemos al menos cambiarnos a nosotrxs? ¿cuánto se puede cambiar cada unx? No creo que se pueda dejar de intentar. Que cada vez sean más, múltiples y posibles nuestros sueños, que le puedan hacer frente a la distopía colapsista hacia la cual la anhedonia nos va a llevar si nos quedamos inmovilizados ante el espectáculo del derrumbe. Recuperar el volante, esgrimir las ganas de cuidar nuestras redes cercanas, de acercarlas, de agitarlas. Dimensionar nuestra potencia puede ser un ejercicio que multiplique las ramificaciones esperanzadoras. Las personales, las colectivas, las barriales. Recorrer los ámbitos, sentires, sentidos y personas que pueden reforestar nuestros sueños; restaurar colectivamente la esperanza y, así liberar el potencial del futuro.

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