Reflexión para artistas escénicos. Preparándonos para convivir con una vida de pantallas // Ramiro Guggiari

Propongo un juego de imaginación. Pensemos en dos escenarios posibles:

  1. Llegan unos marcianos a la tierra y nos tiran un rayo que vuelve ciega a toda la humanidad y su descendencia. Nunca más la humanidad podrá “ver”. Los artistas visuales, preocupadísimos, angustiados, se reúnen en asamblea para decidir el destino de su arte. Algunos plantean seguir haciendo pintura, pero que la misma sea sólo apreciable por el tacto. Otros proponen desarrollar procedimientos sinestésicos de traducción del color en sonido, y organizan un movimiento de “pintura sonora”. Los músicos salen al choque rápidamente y se quejan: “¡eso es la música!”, dicen. En la vereda de enfrente retrucan que la música es otra cosa. Y los músicos les insultan, llamándoles “ignorantes”. El debate es así: los pintores musicales dicen que los músicos han estado trabajando con sonidos pero de acuerdo a ciertos patrones y codificaciones (las escalas, los acordes, reglas de armonía, etc.), y que ellos hacen caso omiso de todas esas codificaciones y que a lo sumo están buscando las propias. Los músicos retrucan que eso no es “toda la música”, que se desconocen las experiencias musicales que no respetan esas reglas… en fin, que restringen el concepto de “música” a sus lenguajes occidentales codificados del renacimiento hasta acá, desestimando gran parte de la historia de la música, y bla bla bla. No es mi intención meterme en este debate… porque además son muy barderos y si te metes en esta discusión seguro salís agredidx por uno de los bandos. Por el momento, digamos que los dos tienen argumentos atendibles. ¿Con qué derecho limitaríamos el concepto de “música”? Tal vez sea hora de que los pintores sonoros admitan una derrota, hagan un duelo… y se acepten como músicos, en todo como un tipo de música llamado “pintura sonora”. ¿Cuán grave puede ser?
  2. Otro escenario. Supongamos en el contexto de cuarentena actual… nos enteramos que alguien, un grupo de artistas escénicos, ha organizado una obra de teatro presencial en un lugar secreto. Han ido ciento cincuenta espectadores. Se grabaron videos, salieron en los medios, alguien presentó una denuncia, etc. El Ministerio de Seguridad está buscando a los responsables. Les esperan penas de prisión por haber violado la cuarentena. Sin embargo, no logran saber quiénes organizaron la movida, o dónde. ¿Cuál sería la reacción de la gente al enterarse de un hecho así? Creo que habría dos bandos. Por un lado, los que salen a pegarle con todo, enarbolando las razones ya sabidas: que irradian el virus, que nos arriesgan a todos, son unos irresponsables, ¡que les caiga todo el peso de la Ley! Y otro bando, minoritario, que los ve como a unos Robin Hood: una banda de teatro ilegal y clandestino. Tienen sus fans, sus procedimientos de seguridad. Son como terroristas sanitarios. No está bien visto defenderlos en público. Incluso casi nadie cree que sus métodos sean buenos en sí mismos: quienes los apoyan lo hacen más enceguecidos por la fuerza de pasión, de la aventura… finalmente, de una convicción extrema. ¿Qué postura tomarías vos? ¿Los denunciarías en las redes? ¿O tratarías de averiguar cómo ir a la próxima, sabiendo que estarías casi yendo a la reunión de criminales?

 

Las artes escénicas han sido definidas en su esencia como un hecho presencial y convivial. Y aunque esta característica histórica es mero capricho, pues su función vital bien podría producirse en otros soportes, esta sola variación ha servido siempre y en toda latitud, para decir que se trata, lisa y llanamente, de otro arte. Lo que el teatro o la danza hacen con los cuerpos en presencia, la música lo hace con los sonidos y el cine con las imágenes reproducidas en soportes audiovisuales y así sucesivamente. Lo que define a un arte del otro es justamente su soporte. El específico del teatro es justamente lo que hoy es peligroso e ilegal.

No hay problema político, ético o epistemológico que no atraviese las artes en su generalidad. No creo en los problemas políticos o epistemológicos propios del teatro: son los del arte en general, que rebotan en todos sus soportes, formas y oficios. Tanto en un arte como en el otro, lo que define que sea arte y no comunicación, es una operación político-epistemológica particular, que no es la de la ciencia, la filosofía, o el periodismo. Sobre esto hay mucho escrito y no es mi vocación trasmitir saberes acá. Sólo diré, muy resumidamente, que el arte cumple la función de contagiar una indeterminación. No estoy definiendo el arte. Eso lo haría en otra ocasión. Sólo estoy describiendo uno de sus efectos, el de provocar una indeterminación (perceptiva, ética, imaginaria, etc.). Piensen que en un mundo sobresaturado de determinaciones, sólo el arte se propone construir máquinas perceptivas de indeterminación.

El problema de la digitación de la vida no es la vida digital. Es la vida sobredeterminada por sus codificaciones. Como sabemos, los logaritmos, los signos, las estructuras prefijadas de transmisión de información que funcionan generalmente con los dispositivos digitales, conllevan una saturación de nuestra respuesta perceptiva y capacidad de interpretación.  Tal vez haya día en que aprendamos a relacionarnos con la vida digital de modo de escapar de sus determinaciones y nos volvamos hackers, y ese sea el nuevo arte digital: no el que simplemente se caracteriza por vivir en sus pantallas, sino el que, en su medio, lucha por escaparse de sus determinaciones perceptivas.

Tal vez un día muera el teatro y nos hagamos hackers. Mientras tanto, el teatro espera. Espera en una especie de coma que lo llena de una potencia oscura, listo para desaparecer o renacer más criminal. Quienes quieren adaptar el teatro a los logaritmos de la vida digital… seguramente ya lo habían entregado antes a las sobresaturaciones del lenguaje representado de la cultura. Hagan lo que quieran, lo que necesiten, lo que necesitemos. Pero por favor no lo hagamos sin una posición crítica respecto las codificaciones de la vida digital, sin descomposición analítica, sin dimensión histórica del conflicto y las tensiones implicadas. Sin crítica no hay arte. Nunca.

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