La semana venía caldeada. Varios grupos piqueteros de la zona sur se habían agolpado frente a los grandes hipermercados de la avenida Calchaquí, en Quilmes. La situación no daba para más. Se venían las fiestas de fin de año y no había un mango en la calle. El ministro de Economía Domingo Cavallo —otrora menemista y luego aliancista, artífice de la estatización de la deuda privada en la dictadura— había decretado el “corralito”, como se llamó al brutal cepo que impedía retirar dinero de los bancos. Los planes de estabilización del FMI (Blindaje y Megacanje) solo eran préstamos para pagar la deuda. Argentina entraba en bancarrota y todo era una olla a presión. Las aglomeraciones en las puertas de los supermercados se habían replicado en el interior. Entre Ríos, Santa Fe y otras tantas provincias. Se reclamaban alimentos para pasar la Navidad y el Año Nuevo. El Conurbano era un polvorín y el aire se cortaba con cuchillo.
Esa mañana me levanté y fui de muy buen humor al trabajo, algo que no era habitual en mí. Apenas saliera de allí, tenía todo organizado para irme a un escrache en Villa Urquiza. Hacía meses que sus organizadores estaban preparando una visita, junto a vecinos y vecinas, a las casas del cardenal Aramburu, quien desde el Arzobispado de Buenos Aires había liderado la política clerical de connivencia y justificación de la dictadura, y de Roberto Alemann, ministro de Economía del último tramo del gobierno de facto. Ambos vivían en el coqueto barrio de Belgrano R, lindero a Villa Urquiza. Nos juntábamos a las cinco de la tarde en la esquina de Pampa y Triunvirato. La energía que circulaba en los escraches era muy particular. El motivo de la lucha era terrible porque señalaba lo intolerable de una sociedad: la convivencia con los asesinos. Pero la resistencia había logrado convertir la tristeza en una fiesta. Los cantitos, junto con la particular estética apoyada en la creatividad del Grupo de Arte Callejero, convertían la lucha en una gozosa experiencia, en un bellísimo acto de exorcización colectiva, un modo de procesar la angustia y de expulsar los malos sentimientos. Claro que siempre había que estar atentos y cautos respecto a las provocaciones y las represiones. Pero la inteligencia despierta y precavida, en esas acciones, no le quitaba un ápice del gusto por lo festivo.
Esa noche también había una actividad en el centro. Se presentaba, en la librería Ghandi, el libro Isidro Velázquez y las formas prerrevolucionarias de la violencia, del gran sociólogo desaparecido Roberto Carri. Horacio González le había hecho un estudio preliminar muy hermoso y estaría en la presentación. Tenía muchas ganas de asistir, pero puesto a escoger, me decidí por el escrache. Por la intensidad que allí siempre se ponía en juego, por su importancia política y por el componente generacional que nos abarcaba e interpelaba. Habíamos arreglado para encontrarnos con Nadia Mansilla, Valentina Balbo y Antonio Fonseca. Ya eran las cuatro de la tarde y me dirigía al reloj de fichaje a poner el dedo para irme. (La tecnología de reconocimiento dactilar que inventó Juan Vucetich, el cana insignia, cuyo nombre preside el instituto de formación policial, ahora era utilizada, de manera digital, para controlar el ingreso y egreso del personal). Cuando me iba contento a tomar el colectivo 108, en la avenida Las Heras, me interceptó, con cara demudada, una vieja compañera de trabajo, Ornella Armella. Me dijo: “Vienen pobres del Conurbano a saquear la Capital”. Tenía los ojos llorosos y temblaba de pavura.
El entonces intendente de Moreno, como no podía contener el conflicto en su territorio, liberó la tranquera para ir a Capital (otra vez la línea Quilmes-Moreno: lo que empezó en el sur, tenía su desembocadura en el oeste). También se prendieron de otros distritos. Esa noticia, lejos de amedrentarme, redoblaba mi entusiasmo. Ser joven y protagonista de la ciudad es temer más a la policía que a los pibes y a los pobres. Esa es una diferencia con el pensamiento progresista, que resuelve a nivel retórico e imaginario su relación con los pobres (a los que dice defender) y con la policía (a la que dice repudiar), pero cuando hay un conflicto concreto desarrolla espontáneamente más afinidad con el cana de la esquina (sintiéndose el progre más seguro) que con el pobre (a quien teme, aun si no puede asumirlo). De ahí extrae la derecha su fuerza y su eficacia: de su pasión jerárquica y del miedo generalizado. Como hay que defender las estructuras, y el lugar que cada uno ocupa en ellas, la derecha no duda en vociferar su racismo y en explicitar su alianza natural con la policía. Pero cuando sos protagonista de la ciudad, cuando la estás tejiendo con tantos otros, la turba del Conurbano no te amedrenta. Al menos era así en ese tiempo, o así lo vivíamos. El peligro mayor era el gatillo fácil, la represión policial y todas las formas del terror heredadas de la dictadura que se actualizaban en la gorra y el bastón.
Cuando llegué a la esquina de la cita, había un nerviosismo muy particular. Las caras no eran de alegría, típicas del escrache, sino más bien de preocupación. ¿Qué ocurría? Habían llamado a la sede de H.I.J.O.S., como hacían siempre antes de empezar, para chequear la seguridad y todos los detalles (no había teléfonos móviles), y desde allí alertaron diciendo que se rumoreaba que el gobierno de Fernando de la Rúa iba a declarar el estado de sitio. Los pobres temían el hambre y saqueaban. Los no tan pobres temían a los pobres y el Estado les temía a todos. Declaraba la norma de excepción para que todos volvieran a temerle a él. Un claro momento hobbesiano, pero en un país tremendamente azotado. La situación era muy grave. Un par de los más activos se subieron a un cartel que señalizaba las calles e improvisaron una espontánea asamblea donde debíamos decidir qué hacer. La racionalidad militante impuso, con sus saberes y reflejos, la idea de suspender la actividad. Yo no estaba muy de acuerdo, pero me parecía la posición más sensata y la terminé considerando la más lógica. Quizá me dejaba llevar más por las ganas que por la prudencia y la responsabilidad. Sentía una cosa y razonaba otra distinta.
Volví a casa mascullando cierta desazón, me preparé un mate y prendí la tele para informarme. Unos enormes carteles rojos anunciaban que hablaría el presidente, mientras que, en una pantalla partida, mostraban imágenes de movilizaciones y saqueos. Cuando empezó a hablar De la Rúa, apareció un leve e insistente sonido agudo. Yo pensé que era la murga del barrio que, en esa época del año, se juntaba todas las tardecitas a ensayar. Las murgas no eran parte de mis opciones estéticas preferenciales. Más bien, las maldecía en soledad, dado que, como eran una acción colectiva que rescataba a los pibes y pibas de “la vagancia”, y que formaban parte de una festividad popular que había sido prohibida por la dictadura, me la tenía que morfar sin chistar. A medida que proseguía el discurso del impresentable presidente, el ruido de fondo se intensificaba. Seguía pensando que eran los de la murga. Y razonaba: “Se está incendiando el país y estos boludos con la percusión”. Hasta que me llamó por teléfono el Polaquito: “¿Viste lo que está pasando?”. “No, ¿qué pasa?, ¿lo de De la Rúa?”, respondí. “No seas pelotudo, bajá a la calle que se está armando un quilombo bárbaro. Después hablamos”. Bajé sin muchas expectativas, en ojotas. Pensaba que era una huevada más que el entusiasmo militante ponderaba con su clásico optimismo y que luego se iba a disipar. De la Rúa declaró el estado de sitio y la gente, en lugar de quedarse en su casa, salió a la calle. No era la murga sino las cacerolas.
Me sentí un poco desorientado. Había algo que escapaba a nuestra capacidad de reconocer el conflicto y las luchas. Seguía escéptico, pero expectante. Más si Normita, la ferretera de mitad de cuadra, guiaba el proceso. Ella era una tipa muy querida en el barrio. Siempre andaba con una boina. Pero, hay que decirlo, era un poco facha, como todo buen vecino. No solo porque pedía “bala para los chorros”, algo que estaba muy en boga en la época y desde entonces nunca dejó de estarlo, sino porque, además, para ir a comprar un tornillo de tres cuartos, había que pasar toda clase de cerrojos y cámaras de seguridad y declarar los propósitos por los que uno se acercaba al local antes de que te abriera la puerta. Era una incomodidad a la que el barrio ya se había habituado. Y Normita dirigía. Todos habían bajado con sus cacerolas y las golpeaban hasta abollarlas. Yo no tenía nada, bajé con lo puesto. De repente, agarré un palo y empecé a golpear tímidamente, sin mucha convicción, una columna de la luz. No es que me hubiera entregado así nomás a esta extraña forma de manifestarse, pero si no golpeabas nada te miraban medio torcido. La presión del medio se hacía sentir. Estábamos ahí, en la esquina de Colodrero e Iberá, y Normita dio la orden: “¡A Congreso!”. No se refería al Congreso de la Nación, sino a la avenida Congreso, a dos cuadras de donde estábamos. De repente, la indescifrable Normita, la ferretera, pasó de vecina paranoica a cuadro leninista con la misma determinación de siempre. Y la seguimos sin chistar. De Colodrero y Congreso a la avenida Triunvirato. Y ahí fue algo impresionante. Una marea de gente que venía del fondo, de los barrios de Saavedra y Villa Martelli hacia Villa Urquiza. En el encuentro con ese gentío, el papel de nuestra dirigente, Normita, se difuminó. Ya no era necesario. Porque el torrente mismo era el que te llevaba. Era un hormigueo imparable. Nunca había visto algo así.
De repente, recordé las reflexiones de Bruno Potager, para quien había que mirar más a las hormigas que a los movimientos políticos para pensar la organización. Estos diminutos bichitos podían hacer multitud, liberando y expandiendo sus recorridos, para buscar los materiales con los que construir esas ciudades subterráneas, los hormigueros, como verdaderas comunidades sin trascendencias. No estaban guiados por la conciencia sino por sus glándulas olfativas. Lo que solía pensarse como la sumatoria del olfato individual de cada hormiga era en realidad una glándula colectiva, una capacidad olfativa común que organizaba el peregrinar de las infinitas hormigas y su ubicación. Eran las cosas raras de Potager. A ningún militante le gustaría ser tratado como algo inferior a las hormigas, pero en cierto modo tenía razón, aunque parecía difícil decirle a un trotskista que debía aprender de los himenópteros, que no dividían sus fuerzas ni la organizaban alrededor de maximalismos programáticos.
Ya no seguíamos a Normita. Ahora había que dejarse llevar. Llegamos a la plaza Echeverría, en Bauness y Pedro Ignacio Rivera. Frente al mástil, nos detuvimos a cantar el Himno Nacional. Me sentí un poco extraño entonando esas estrofas que, para mí, solo tenían valor en los mundiales de fútbol. ¿Había un resurgimiento del nacionalismo o más bien era la comprobación y el temor por la ruina misma de la nación? Lo bueno es que la muchedumbre me llevó a un estado imperceptible en el que podía disimular mi propio pudor. ¿Por qué alguien como yo, que me movía como pez en el agua en las movilizaciones, en este indescifrable evento me sentía tan extraño e incómodo? ¿Era algo de naturaleza diferente? Como si todas las certezas y saberes, elaborados en tantos años de manifestaciones, se hubieran desvanecido. Había perdido la capacidad de orientación, esa que las hormigas resuelven con el olfato. Ese anonimato me hizo sentir que ya no era observado, y que no importaba si golpeaba o no algún objeto, lo que me permitió descartar el palo que había arrastrado durante varias cuadras.
Luego, la imprecisa pero ultraorganizada columna partió, sin que nadie diera una orden concreta, hacia Triunvirato y Olazábal, donde convergió con gente que venía de Villa Pueyrredón y, en menor medida, de Belgrano R. Allí se cantó contra el ministro Cavallo y contra el estado de excepción (“Qué boludos, qué boludos, el estado de sitio se lo meten en el culo”). ¿Había alguna expresión más cabal de la impotencia del Estado para reglar los comportamientos colectivos? En el momento en que declaraba que teníamos que encerrarnos en nuestras casas, todo el mundo salió a la calle. Fue impactante. Hasta la temerosa Mara Figo, una vacilante compañera de trabajo, del área de infraestructura, y vecina del barrio de La Siberia (ese misterioso cuadrante perdido entre Congreso, Triunvirato, Crisólogo Larralde y Constituyentes), gritaba desaforada, con los ojos húmedos de bronca y emoción.
El enjambre humano siguió su camino. Paró en Pampa y Triunvirato rumbo a Villa Ortúzar y se unió con otros filamentos desperdigados. En esa esquina, unas horas antes, se había suspendido el escrache porque iban a declarar el estado de sitio. Y ahora estábamos todos ahí, cantando bajo el hechizo de una fuerza nunca prevista ni calculada. ¿Quiénes éramos los que nos habíamos congregado allí? Uno tenía la sensación de estar frente a unas personas que no había cruzado nunca en una movilización. Tal vez podías reconocer a alguien, pero seguramente su rostro lo habías visto entre las góndolas del supermercado chino de la cuadra (los que en el Conurbano fueron saqueados sin piedad) y no en alguna manifestación de lucha. Había transcurrido mucho tiempo ya. Recordé que habíamos quedado en hablarnos con el Polaquito Soiler, Claudio Morqueta y Valentina Balbo para ver qué hacíamos. Ya había sido arrastrado, primero por la ferretera y luego por la multitud anónima, como unas treinta y cinco cuadras. Pero una experiencia como esta no podía vivirse sin los amigos, sin aquellos con quienes nos confabulamos para hacer vivir el mundo de cierta manera, para interpretar el presente, para elaborar el sentido de las cosas e imaginar alternativas de vida. Volví a casa y llamé por teléfono. La ciudad era un caos, un hermoso y sublime caos.
(*) Fragmento del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política, Tinta limón y Cordero ediciones