El circo de la eliminación
“Está mirando el país entero”, dice Marley antes de anunciar que último el ganador de La voz argentina recibió “unos dos millones de votos”. Dentro de la cuesta descendente que sufre el rating de la televisión abierta en lo que va del siglo (de 34 a 19 puntos cayó el encendido entre 2000 y 2020), la importada nueva generación de reallity shows parecen resultar un bastión de resistencia, que no solo capta y sostiene audiencia, sino que, además, logra producir una corriente de atención más allá del tiempo en que les espectadores miran la tele. Tele que genera tele, programas que hablan de otros programas, tele que genera posteos, comentarios y discusiones. Las noticias y análisis y debates sobre los acontecimientos grabados en un estudio se instalan como parte de la Actualidad -esa agenda de asuntos productores inquietud, ansiedad, expectativa o alarma con la que, según Peter Sloterdijk, los medios reproducen un lazo social estresado.
“Me encanta la publicidad porque me encantan las mentiras; yo sé que el producto no me hará feliz cuando lo tenga, sé que no es cierto lo que muestran, pero me encanta ser feliz por esos treinta segundos en que todo se ve perfecto”, bromeó Jerry Seinfeld cuando le dieron un premio Clio honorario. La intensidad tersa y plena que ofrecen las pantallas no necesita que se les crea. Por eso los “shows de realidad” implementan el falso vivo. Funciona, y no importa. Las plataformas de streaming acaparan por lejos las ficciones puras; la tele abierta se queda el espectáculo sacrificial. El deseo de saber que motorizan las series (propio de sujetos infómanos, como dice Chul-Han) puede organizarse personalizadamente, con cuidado del pecado spoiler: cada cual mira la serie cuando quiera. En cambio, el deseo de saber quién es eliminadx, quién es humilladx, y quién pasa a la siguiente pantalla, necesitamos verlo en vivo, porque la suerte de alguien real está en juego. Y porque luego quién gana y quién pierde será noticia. Es algo que está pasando.
¿Qué es lo que pasa en un cuerpo social? Una lectura muy básica señala que, del conjunto de lo real, se produce un recorte que separa lo visible de lo invisibilizado. Los medios, entonces, comunican para mostrar cosas y para no mostrar cosas. Pero además de un recorte, los medios producen, también, su propia realidad -y, acá, la noción misma de “reallity”, es bien significativa: un show de vida real, pero de la realidad inventada por el show-. Ahora bien, ¿qué necesita tener, la producción de una realidad-show, para constituirse como parte de lo que pasa en un cuerpo social? Acaso necesita engarzar con algo del estado actual del cuerpo real y concreto de la población. Más allá de las denuncias clásicas de manipulación y hegemonía, ¿qué características necesita tener en nuestra época un suceso comunicacional para hacerse un lugar reproducido en la exprimida atención de los cerebros multiudinales?
El páginas célebres, Michel Foucault afirmó que el dispositivo clave de la institución de encierro disciplinaria (la escuela, el hospital, etc) era el examen. Porque el examen reunía los dos procedimientos fundamentales del tipo de producción subjetiva específica de dicha institucionalidad: la inspección jerárquica y la sanción normalizadora. El sujeto es visible por y para la autoridad en tanto está dentro de la institución; y se le subrayan sus faltas respecto del ideal debido, al que debe orientarse. Los reallitys de nueva generación, más allá de inscribirse en la “inversión del panóptico” (donde la dominación no solo “mira” a la población sino que sujeta mediante centros que acaparan las miradas masivas), hacen algo distinto con la escena del juicio y castigo: la inspección es jerárquica pero abierta al público, y la sanción no tanto -o no solo- “normalizadora” sino eliminatoria. Esa agonística produce una implicación afectiva fuerte con el programa.
Pero los espectadores no nos identificamos solo con los aspirantes, que cocinan o cantan, sino incluso más aún con los jurados: los jurados están ahí para ser juzgados por lxs espectadores, lo cual es fácil de ver y oír en los foros y comentarios que pululan por internet, repletos de opiniones -muchas indignadas- sobre si está bien o mal lo que hizo tal o cual jurado… Porque la intensidad libidinal movilizada apunta a lo que haría uno, espectador, como jurado; lo que haría, uno, si además de mirada tuviera poder. El show de realidad, o la realidad-show, ofrece crispar el nervio del juez -y del verdugo- que llevamos adentro.
Ese enano verdugo, ese goce verdugueante, tiene una genealogía larga y ancha; pero también tiene su forma y cauce actual. Con la televisión se forjó, años ha, una operación constitutiva de la subjetividad contemporánea, el zapping. El zapping, una deriva descomprometida, permitía “eliminar” un canal: adiós. Un sujeto formado ante la tele puede, en un teatro por ejemplo (o en una pareja, o…), sentirse aprisionado; porque las operaciones y movimientos forman subjetividad, modos de hacer, de pensar, de percibir. Las redes sociales, la virtualidad y el regimen de conectividad en general, dan lugar a sus propias operaciones y reglas vinculares, donde se puede directamente bloquear a alguien -no solo a un canal-, o mutearlo, o eliminarlo de mi scroll (de mi recorte de “lo que pasa”), en fin, hacer que deje de existir para mí en esa esfera de existencia. Cancelar, suprimir, eliminar: operaciones de la vida digitalizada, que, como toda operación técnica multitudinal y sostenida, forja subjetividad; de allí que se hable de “la cultura de la cancelación”. Extendemos al plano vincular y social lo que incorporó el cuerpo adiestrado en las diversas formas de presionar delete, así, sin más.
Por otra parte, particularmente los shows de enjuiciar gente cocinando, introducen una gama de personajes, competidores, más amplia que la del juvenilismo más o menos canónico que tenía por ejemplo Gran hermano. Esto expande el rango dramático: se escenifica la fragilidad, la pedantería, la ternura, la picardía, el arribismo, el talento, el esfuerzo, la violencia propietarista (el caso de Caniggia hijo), el cinismo, etcétera. Desplegada la tipología, adherimos a quienes más nos gusten, tomamos partido -juzgamos-, con la lógica binaria de lo mediático: sí-o-no. Sin ambivalencias, ni complejidades. Zarathustra decía que “solo en el mercado le exigen a uno que responda ‘sí o no’”. En la velocidad mediática también. Es elemental observar que en la experiencia, en el territorio propio de la experiencia subjetiva, en las situaciones y proceso donde alguien está implicado, involucrado, las complejidades son mayores y no es tan fácil tomar partido limpiamente. Uno se enoja con alguien, después se acerca, hay motivos de disgusto, también de afecto; un vecino que te cae mal después te da una mano impensada, etcétera. La vida como experiencia es compleja, ¿verdad de perogrullo? Pero la industria de la realidad show y el juicio binario ofrecen un descanso. Nos relajamos en el juicio binario, en la simplificación de los rótulos. En la sencilla eliminación de lo que no va. Así, ofreciendo la realización en show de los sueños y los pavores, el circo de virtudes y sacrificios organiza un descanso nervioso, el descanso propio de la subjetividad vertebrada por el estrés.
El final se sabe de antemano; se sabe lo que va a pasar, aunque no exactamente a quién. Un final hecho de final, o sea de muerte, o “eliminación”, y de un cuerpo exceptuado de ese destino común, un cuerpo que recibe la consagración. Pero la con-sacración también es la salida de un cuerpo del plano común de los mortales, solo que no cayendo al pozo sino ascendiendo al cielo estrellado. Llegaste. Por supuesto, su rutilancia obnubilante no escapa a la obsolescencia programada: las estrellas fugaces deben pasar para que quepan nuevas. El olvido es una operación necesaria para habitar el ambiente mediático en que vivimos: la saturación desbordante de novedades, mensajes, noticias, solicitudes de atención, es una fuerza efectiva de olvido, porque necesita lugar disponible. Pero el destino de olvido no desmiente el cumplimiento de los sueños (la retórica de los “sueños”, y cumplirlos, está muy presente en La voz argentina). El sueño es estar ahí, y quizá la plata que se lleva quien gana un reallity le paga el olvido que tiene prácticamente asegurado. Como una indenmización por su retorno a la condición de los mortales, de los comunes.
A lo que estos programas mantienen de específicamente televisivo y, además, le añaden, pues, a la tele algo bien propio de la subjetividad mediática contemporánea formada en los patrones conectivos. Shows de la cancelación, de la eliminación, donde la cúspide del goce y la intensidad está en la expulsión de alguien, suprimirlo de la -esa- realidad. En el medio, canciones, entretenimiento, platos de comida (el fetiche de la imagen de comida gourmet en tiempos de emergencia alimentaria), conductores simpáticamente autoritarios -coordinadores del tiempo, al fin-. Horacio González señaló que la mal llamada caja boba es heredera del circo: diversión estridente con un elenco de cuerpos más o menos freaks (por alguna virtud especial o por el devenir-muñeco que la tele produce en el cuerpo), un animador que conduce, un pulgar que puede virar hacia abajo y chau. La decisión siempre es motivo de ulteriores debate. Porque la decisión de los jueces, esos rostros impertérritos -Dolli Irigoyen, German Martitegui-, esos primeros planos que subrayan caricaturalmente lo que no se ve -el pensamiento, la deliberación intra craneana-, en ese instante de misterio, o más prosaica expectativa, previo al veredicto, espectacularizan el fondo arbitrario -terrorífico y fascinante- de todo poder establecido.