El camión llegó a la siesta. Venían niños que tenían entre seis y doce años, salvo dos o tres de quince. Todos eran sordomudos, salvo una niña que además de sordomuda de nacimiento había perdido uno de sus ojos en la guerra. Llegaban de diferentes regiones del país, Masaya, Pancasán, Zinica, Cuá, Monimbó o, más cercanos, del Barrio las Palmas; todos habían vivido el terremoto en Managua y, desde 1971, todos sabían quién era un soldado de la Guardia Nacional y quienes eran Los Mejía Godoy. Los profesores saludaron a los recién llegados con premeditada reserva. Los niños miraban indiferentes el piso mientras eran cubiertos por el polvo seco que levantaba el camión al marcharse. El único equipaje que traían era una bolsa de tela negra, que algunos cargaban vacía, pintada con una estrella roja.
El proyecto de la escuela para sordomudos había sido impulsado por alguna comandanta fallecida durante la Revolución. La brigada educativa al inicio contaba con cuatro maestras voluntarias, una de ellas era especialista en educación especial y sabia el lenguaje de señas y braille. El objetivo básico era alfabetizar a los niños, quienes nunca habían pisado una escuela.
La escuelita era el experimento que reemplazara a largo plazo a la única escuela de sordomudos del país se había fundado en 1930: Escuela Nuestra Señora de la Sabiduría (Managua). La madre de la maestra especialista había sido directora en esa piadosa institución, organizada según los principios establecidos en 1880 por el Congreso de Maestros de Sordomudos en Milán. Allí el sacerdote Giullo Tarra, hace circular un panfleto entre los asistentes donde expone sus posiciones, ya establecidas en un libro publicado el mismo año: Cenni storici e compendiosa esposizione del metodo seguito per l’istruzione dei sordomuti. En el texto afirma que no hay que buscar en el gesto la verdad del lenguaje humano salvo que se quiera degradar la dignidad de su naturaleza. La gestualidad moviente del cuerpo estimula peligrosamente la imaginación y la carne, por ello no puede ser el lenguaje de la sociedad, reflexionaba en esos papeles volantes Giullo Tarra. De ahí concluía la necesidad de prohibir todo lenguaje de señas que no remitiera al lenguaje hablado, al habla viva, éste último sí medio digno del pensamiento humano. La palabra hablada es a las señas gestuales, lo que el alma al cuerpo: instrumento de comprensión y expresión de la creatura. Los gestos mímicos, continuaba el obstinado sacerdote Tarra, no logran expresar completamente la esfera del pensamiento, y en tanto lenguaje fallido promueve la fantasía, “exalta los sentidos y fomenta las pasiones, mientras que el habla eleva la mente de modo mucho más natural, con calma y verdad, y evita el peligro de exagerar el sentimiento expresado y de provocar peligrosas impresiones mentales”. Otro sacerdote, Augusto Zucchi, subrayaba la línea teológica del congreso cuando sostenía que la palabra “es un privilegio del hombre, el único y cierto vehículo del pensamiento, el regalo de Dios.”
No había tiempo que perder y al día siguiente iniciaron las clases. Al cabo de las primeras apáticas horas, la incomunicación se impuso como una tormenta repentina, para consternación de los maestros. Silencio. Para ganar tiempo y pensar una nueva estrategia de enseñanza decidieron poner a los niños a aprender oficios y trabajar la tierra.
Otro día una de las maestras miraba distraída cómo un grupo de niñas y niños jugaban en el patio. De repente tuvo la sensación de que aquellas gesticulaciones, que ya había notado hace tiempo, eran un código, un lenguaje. Los miró fijamente ahora, y le dio la impresión de reconocer que uno le contaba a otro un chiste, que otros discutían intensamente. Estupefacta caminó, con la mano tapándose la boca, hacia donde estaba la maestra especialista, a contarle sus observaciones. Al día siguientes mirando un juego de básquet entre los niños la maestra pudo constatarlo. Aquello parecía una feria de señas mudas donde todo tipo de intercambios se producían. No reconocía ninguna señal al principio, y no podía preguntar ya que los niños se portaban como fantasmas que no respondían cuando se dirigían a ellos. No había comunicación posible.
El intento de los profesores por hacer de la escuela también un lugar para la educación moral de los niños fracasó cuando éstos se resistieron a aprender el lenguaje de señas. Los pedagogos se impacientaban. Los niños: indiferentes y altaneros. La maestra a cargo del proyecto había estudiado lingüística antes de unirse a la Revolución en la Universidad Johns Hopkins con un circulo de investigadores vinculados a Noam Chomsky. Llamó desde Managua a una ex colega y le contó del misterioso lenguaje de los niños. Judit Kegl aterrizó en la convulsionada capital una semana después con un equipo de filmación y llena de voluntad descifradora.
Al tercer día de su estancia en la escuela anota en su bitácora: si hay lenguaje hay naturaleza humana, y debe ubicarse en el cerebro. Para Miss Kegl esta era la premisa de su credo científico. Podía respirar aliviada: aun cuando esos niños habían crecido en el umbral de la miseria y las necesidades, reunidos en comunidad constituyeron un lenguaje. La lingüista procuró acercarse, romper la barrera de silencio levantada por los niños. Primero se acercó a Juana, la menor, que tenía un sólo ojo que apenas distinguía las tinieblas. La niña había aprendido braille, nadie sabe cómo. Lo cierto es que Miss Kegl logró un acercamiento a ella y esto no pasó desapercibido para el resto del grupo. A la semana ya jugaba en silencio con los niños, y poco tiempo después lograba integrar a la maestra especialista. Cada noche Miss Kegl dibujaba las señas y gestos que le parecían recurrentes y su posible significado. A veces viendo en su cuaderno las ilustraciones le parecían simples gestos que un hablante no-mudo realiza.
El vocabulario, las figuras dibujadas, se parecían a un catálogo de estragos, aunque significaban más que dolor. Las palabras “matar” o “morir” se confundían en señas que imitaban posiciones en la trinchera unas veces, y otras veces parecían pasos de bailes. Sobre la “muerte” apenas pudo clasificar ocho señas, pero según Juana el número asciende a quince nombres. Muchos de sus padres fueron soldados partisanos, anotó en el cuaderno y resaltó la frase con un globo. Allí habría gestos comunes ya vistos, el movimiento de las manos, capas de yacimiento. Los nombres propios los componían generalmente con movimiento de hombros, cabeza, bocas y cejas. Había señas que se correspondían con las cosas: vehículo, sombrero, silencio, lejos, correr, abrazar, navaja. El gesto de “es difícil” era como un disparo en la sien. Otras señas claramente habían sido vistas en la iglesia: Dios, Pasión, Virgen, solideo, cruz eran gestos reconocibles pero que tenían más sentidos que los percibidos a simple vista. Si algo debían expresar esas señas era, para la lingüista, antes que gastos, necesidades. Para ella este era un lenguaje adánico.
De repente una tarde la lingüista pareció romper una regla implícita que regulaba su incorporación al conjunto de los niños, cuando se metió en la charla balbuceando señas que había logrado catalogar. Los niños quedaron pasmados primero, luego estallaron en risas. En los días siguientes ya se comunicaban por señas y pronto, ansiosamente, buscaría Miss Kegl indagar en el origen de esta comunicación insólita. Los niños no respondían.
Una noche, el grupo de profesores regresaban de reuniones en la ciudad, notaron que los niños no estaban jugando en el patio. Estaban en el aula principal de la escuela esperándolos. Aunque la maestra especialista y Miss Kegl ya entablaban cierto nivel de dialogo con los niños, en realidad por aquel entonces se conocían menos de la mitad del léxico pantomímico. Para reconstruir fielmente lo que se discutió esa noche revisamos diversas fuentes, testimonio de la tradición oral, y memorias escritas mucho tiempo después de los acontecimientos por los protagonistas. Hubo dificultades insuperables ya que donde se percibe una disciplina se engendra una astucia, por lo que no faltaba el argot, como código secreto, lo precavidamente escondido se perdió para nosotros. Además, Juana ese día transcribió fragmentos al braille de lo que los niños iban diciendo. Porque los que tomaron el teatro fueron los niños.
Esa es la principal diferencia entre ustedes y nosotros, dijo con manos lívidas y una altanería que resonaba colectiva, la niña mayor. Hace tiempo, continuó, pude hacerme la idea de lo que ustedes llaman sonido viendo una figura acústica dibujada en la arena o en la cuerda de la guitarra vibrando. Su lenguaje de señas es inaceptable para nosotros porque simplemente se nota que fue inventado por alguien que escucha. Se nota que el maquinador de esas señas tenía ojo coaccionado y acostumbrado a ver de lejos. Eso no es mirar para nosotros, ya que mirar es saberse mirado. Para todo tiene el sordo una mirada. No es personal maestros, dijo con un gesto de la cabeza acompañada de otras contorsiones. Los niños exuberantes en sus señas despreciaban la mímica ascética de sus maestros, les parecían inexpresivas e ineficaces.
En cambio, el suyo era un lenguaje digno del esfuerzo con que lo habían conquistado: parecido a su origen misterioso. Su perfección dependía de cuanto se separaba del lenguaje fonético. Era ese lenguaje de señas un acto de oposición secreto a las fuerzas dadas. Se enorgullecían de que esas posibilidades hubieran sido extraídas de sí mismos. Nosotros creamos este lenguaje, es nuestro estandarte, nuestro mundo firme y apropiado, dijo la mayor.
Los niños no pasaron del no lenguaje al lenguaje como pensaba Miss Kegl. Es cierto que una capa de esa lengua provenía de la guerra, hecha de reproducir la acción con manos y rostros. Era una técnica de muecas, señas y gestos de doble fondo, metáforas-movimiento; para ellos era hacer de lo monstruoso de lo vivido (visto) un lenguaje que se aferra al aire. Sólo para el que nunca estuvo fuera del lenguaje hablado esto es un enigma: los niños decían no tener explicación o justificación de sus señas. Que el movimiento tiene relato, que la Seña es teatro no palabra, que decían imitar el poder exteriorizado de lo que veían, eran ideas que caían como peso muerto sobre los saberes de Miss Kegl.
Cuando alguno de los niños generalizaba la situación en el mundo a través de frases como la red de figuras visibles en la que estamos insertos, Juana, la menor, objetaba las universalizaciones que se hacían a base de subestimar los sistemas del olfato y el tacto. Ella estaba en contra de lo que llamaba el complot del ojo y la mano, que redundaba en el desarrollo de tecnológicas para hacer escuchar al sordo o hablar al mudo, y para ella eso implicaba achatar. La visibilidad es la trampa, o nos liberamos del opio visual o …, decía.
Los maestros no comprendían ese fervor por la disipación y desprecio a la piedad. No se ganarán nuestro afecto por compasivos e indulgentes, decía la mayor. La rebelión parecía inabolible y al querer calmarla los profesores terminaron por quitarle fuerzas o amplificarlas. Los mayores, sin duda urdidores secretos de lo que allí ocurría, habían pasado un año en el correccional cuando cumplieron quince años y vino la Revolución. No eran los mismos después de salir e integrarse en la nueva escuela, aunque mostraban con orgullo sus estigmas, la dureza marcada por los castigos a los que habían sido sometidos. Eran los que más se resistían a cualquier traducción de su lenguaje, al ordenamiento por terceros, a la reducción gramatical y la clasificación de los gestos en diccionarios. Su paso por el Hogar Zacarías Guerra, a cargo de capuchinos por entonces, eran los blasones de su fuerza. Creían que una vida temeraria los convertía en pequeños héroes.
No me arrepiento de ese crimen en esa lejana noche. No tenemos piedad, sépanlo, decía con verborrea de muecas la mayor. Las cosas nacen empeoradas y los ojos están hechos para deletrear el cuerpo algebraico, sentenciaba. La audacia de romper la omnipotencia del mundo, o un miedo helado que pinchaba sus huesos los hacía resistir a la institución. Deseaban la división, la propiciaban. No querían volver a las fábricas y a la iglesia una vez que hubieron construido el lenguaje de señas. ¿Dudaban de la moral a la que habrían de conducirlos?
Miss Kegl los miraba como redentores cuando en realidad eran bienaventurados. Los niños reconocían la desconexión sacrificial del lenguaje de los maestros para experimentar y comunicar la realidad, no creían en sus señas-palabras. Ni siquiera esa realidad de guerra parecía postergar su goce del mundo: se preguntaban qué puedo hacer ya que todo está permitido. No querían que su lengua se reprodujera a través de un glosario general de señas. Se oponían a esa lengua que hacía de cada figura individual un fonema.
El mal no disminuía como atracción, era su destino. Señas sí, santos no, decían. El mal era el origen de esa incontinencia mímica, los cadáveres tapizando valles, pozos anónimos hechos tumultos. El caracol de las señas nacidas del dolor se fijó o se hizo memoria en nosotros, decía la mayor.
No pueden comprenderse los acontecimientos escamoteando ese jirón nocturno de los niños. Los mayores, y Juana, rechazaban la indulgencia y solicitud de los maestros. Para los primeros la sublevación había comenzado (y no terminaba) con los primeros crímenes. Sin embargo, el destino de las señas fue distinto al deseado por ellos, y en 1992 se hizo oficial el Lenguaje de Señas de Managua promoviendo así su generalización en toda Nicaragua.