Quiero vivir una historia // Julián Doberti

Empecé a escribir este texto bajo el efecto (como se dice bajo el efecto de una droga) de una proyección de Alphaville a la que asistíen el MALBA, en el marco del ciclo de películas de Godard que transcurre durante marzo y los primeros días de abril. No se trata de un análisis de la película, sino de algunas ideas y asociaciones que tuve después de verla y que me llevaron a escribir lo que sigue.

I

Alphaville: se me ocurre que toda la película puede pensarse como la búsqueda de una palabra, o de algunas palabras perdidas, o de la relación imposible entre el sentido y las palabras que nos sostienen. En la clínica se descubre -Freud lo advirtió muy tempranamente- que hay ciertas palabras (y ciertos silencios) que cumplen un papel fundamental en determinados momentos de una vida.

¿Qué significa que las palabras nos sostienen? Lo que sostienen son nuestros cuerpos porque, siempre, lo que se sostiene (o no, o con dificultad) es un cuerpo, incluso partes del cuerpo, de los cuerpos que nos habitan (Barthes: “¿Qué cuerpo? Tengo varios”).

¿Qué parte de mi cuerpo habla cuando digo “te amo”, qué cuerpo llora cuando lloro (¿alguien cree que sólo se llora con los ojos?), qué palabras me hacen gozar o sufrir, qué angustia no me deja hablar, me impide comer? ¿Qué palabras me llevan hacia ciertas escenas que no logro recordar, que quisiera olvidar, que vuelven inesperadamente algunas noches, que brillan como el día? ¿Qué cuerpo sueña cuando yo duermo? Se trata, cada vez, de las palabras y sus límites.

 

II

 

Por momentos la película de Godard bordea una amenaza, alucinada y distópica, aprovechando la forma del noir: la reducción de lo humano frente a la técnica, el arrasamiento del lenguaje y el erotismo por el imperio del cálculo y de la probabilidad. No resulta demasiado novedoso el tópico, pero el modo en que es abordado en el film tiene su mérito, al menos en lo que ese abordaje sigue teniendo de específico como apuesta: frente a las máquinas, la poesía. Seguimos necesitando la poesía. La poesía como aquel excedente de lenguaje y de goce que no puede ser reabsorbido por el código, por las fórmulas prefijadas, por los sentidos establecidos, por las instituciones de turno. Quizás por eso un día Lacan dijo que hacer el amor es poesía. Ninguna máquina puede hacer el amor, no hay ningún saber respecto a hacer el amor, nadie sabe exactamente qué es hacer el amor, y entonces, a veces, sin que ninguno de los participantes pueda decir yo, se hace.

En estos tiempos que corren, como se dice (¿habrá algún tiempo que descanse, que camine?), la fascinación por la llamada inteligencia artificial no es ajena a estas consideraciones políticas respecto al lugar del cuerpo, el lenguaje, el deseo, el amor, el tiempo. ¿Hasta dónde puede llegar la inteligencia artificial? La película de Godard no está por fuera de esa pregunta, que anuda cierto temor y cierta fascinación contemporáneos. Puede haber inteligencia artificial, pero no podrá haber nunca inconsciente artificial. Afirmarlo es también afirmar que el psicoanálisis es una praxis poética y política que implica la alteridad humana. Foucault decía que la “función psi” aparece ahí donde se hace funcionar a la realidad como un poder (la realidad del psiquiatra, del cura, del maestro, de la familia). En ese sentido, la función psi puede ser perfectamente solidaria de la estadística, las pasiones empiristas, las epistemologías que sueñan con la reducción de la subjetividad a estructuras cuantificables de datos que darían cuenta de un acceso objetivo a una realidad universal. El psicoanálisis no hace funcionar ninguna realidad como poder ni como ideal, no participa de ninguna totalidad y de ningún totalitarismo. Escribe Marcelo Percia: el psicoanálisis “como experiencia del yo destronado, como imagen de una mismidad lejana, ajena, exiliada, como creencia liberadora del sentido, como contemplación trágica del pasado, como pregunta por la crueldad humana, como denuncia del malestar moral de nuestro tiempo”. No se trata de un ejercicio intelectual. Ahí donde se sufre, la originalidad de Freud fue haber sido capaz de escuchar, con todas las ambigüedades del asunto, los embrollos del deseo, y la construcción de un posible punto de fuga de ese sufrimiento, siguiendo los caminos de las asociaciones que bordean eso otro que habla en el padecimiento. Y esa fuga, cuando ocurre, tiene la temporalidad de un momento, de una discontinuidad fuera de cualquier cálculo. Como enseña Claudia Masin: “la cura sólo es posible como accidente, como acontecimiento: no depende de la voluntad ni de la intención. Sucede. Como la escritura (…) No creo en un estado de poesía permanente, ni en una cura permanente. Creo en contados raptos de iluminación en los que podemos ser capaces de resonar con los otros, con lo otro, de sentir en el cuerpo propio lo que es aparentemente ajeno.”

III

Leo a Marguerite Duras: “escribir no es contar historias. Es lo contrario de contar historias. Es contar todo a la vez. Es contar una historia y la ausencia de esa historia. Es contar una historia que pasa por su ausencia”. Me queda dando vueltas esa frase, tan plena de matices, de giros. ¿Cómo escuchar, o mejor: cómo alojar un decir analizante? Escuchar no es escuchar historias. Es escuchar todo a la vez. Es escuchar una historia y la ausencia.

Estos días estuve leyendo un diario de la escritora francesa Annie Ernaux, titulado “Se perdre”, Perderse. Comienza con un epígrafe que reproduce una inscripción, hallada en una catedral de Florencia, que dice: “Quiero vivir una historia”. Hay ahí un mensaje que atraviesa los siglos y que transmite un deseo, un deseo de amor, como diría el poeta Osvaldo Bossi. Vivir una historia es agregar algo a la vida, es abrir otra escena en la continuidad de los días, es encontrarse con las ficciones del deseo, del amor, de las apuestas vitales. Lacan, en uno de sus últimos seminarios, pronunció estas palabras que siempre me conmovieron y que me acuden ahora, mientras escribo: “Yo quisiera…, no hay psicoanálisis sin algunos quisiera”.

Hay una ausencia de contenido prefijado en el epígrafe de Ernaux que les otorga una fuerza y un coraje especial a esas palabras, y que posibilita una invención; causa una escritura que va al encuentro de la pérdida. De ahí el hallazgo del título. Se trata de un diario sobre la pasión amorosa que se llama (y llama a) perderse. Eso, también, es poesía.

 

Buenos Aires, marzo de 2023

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