“Quiero poner el sufrimiento en el centro, pensarlo políticamente, y decirlo con una escritura que haga daño al lector y por supuesto a mí mismo”

Entrevista a Santiago López Petit
por Salvador López Arnal

Después de felicitarte por tu nuevo libro (no es sólo cortesía), déjame moverme inicialmente por sus alrededores. Te pregunto por el título: ¿es un homenaje a Artaud?
Artaud está presente en todo el libro, y si el mejor homenaje a un autor no consiste en citarlo continuamente sino en pensar con y a partir de él, pues sí, Hijos de la noche es un homenaje a Artaud. Retomo su frase «la literatura es una porquería» ya en la primera página al afirmar que no me interesa la cuestión del estilo. Es cierto. Lo que quiero, al igual que él, es poner el sufrimiento en el centro, pensarlo políticamente, y decirlo con una escritura que haga daño al lector, y por supuesto a mí mismo. Una escritura que se quiere efectiva sabe que la crueldad es el fondo de toda experiencia verdadera, y debe tenerlo en cuenta. Finalmente, una primera aclaración para evitar malos entendidos. Este sufrimiento del que hablo no remite a un Mal metafísico con mayúscula puesto que es absolutamente material. Se trata simplemente de la imposibilidad de vivir. De querer vivir y no poder, porque esta sociedad enferma y mata. Nada que ver, por tanto, con el existencialismo y con su retórica acerca del suicidio. Basta saber que en el mundo actual, cada cuarenta segundos se suicida una persona para comprender lo que quiero decir. La vida es el problema ciertamente, pero en el sentido más político. Artaud, sin ser un filósofo propiamente, fue capaz de pensar la relación entre la vida y la muerte con una radicalidad inusitada, por esta razón es uno de mis aliados principales en el intento de mostrar la verdad política que existe en un cuerpo que sufre.
Me aproximo un poco a ti. Abandonaste, leo en la solapa, la investigación en química porque durante el franquismo era difícil permanecer encerrado en una burbuja. ¿Por eso dejaste la química?
Sí, efectivamente. Desde muy joven era un apasionado de la ciencia, especialmente de la química. A los catorce años ya tenía en casa un pequeño laboratorio donde realizaba numerosos experimentos. Hasta que un día se produjo una fuerte explosión que alarmó a los vecinos. Por suerte no pasó nada, y monté ya un laboratorio mucho mejor preparado – evidentemente aunque todo muy precario – en una habitación que mi abuela me cedió de su pequeño piso cerca de Les Rambles. Podría contar muchas anécdotas de esta época especialmente cuando sinteticé un producto parecido a los gases lacrimógenos y mi abuela se pasó una tarde ¡llorando! En fin, encontré un nuevo método analítico para detectar agua con luz ultravioleta que publiqué con un amigo catedrático, pero enseguida, y eso ya antes de entrar a estudiar la carrera de químicas, me puso a estudiar el origen de la vida en la Tierra, es decir, a realizar experimentos en condiciones prebióticas. Se trataba de sintetizar aminoácidos, las bases del código genético… a partir de gases que se suponían existían antes de que surgiese la vida. Tuve varias becas, entré en contacto con Joan Oró que trabajaba para la NASA y que había realizado un experimento crucial… y toda mi vida parecía encaminada hacia la investigación. Sin embargo, como tú dices, un día vi pasar los caballos de la policía persiguiendo estudiantes a un metro de distancia de la ventana del laboratorio donde en aquel momento trabajaba, y decidí entrar en los comités de curso, en la coordinadora… Así que, poco a poco, me di cuenta que en el laboratorio me ahogaba. El día 3 de abril del 1973 la guardia civil mató a un obrero que trabajaba en la construcción de la Térmica del Besós. Recuerdo que salimos a detener todas las obras que íbamos encontrando al grito de «Han matado a un obrero». Un coche de policía se dirigió directamente contra el pequeño piquete que formábamos para atropellarnos. Entonces le cayó una lluvia de piedras que le rompió el parabrisas, y finalmente el coche se estrelló. Empecé a correr… y ya no pude regresar al laboratorio. Empleando el concepto de anomalía que introduzco en mi libro es sencillo de explicar lo que me ocurrió. La huida hizo de mí una anomalía. Porque la anomalía ciertamente es lo que huye, pero mientras huye agarra un arma. Evidentemente, trabajé de químico en distintas fábricas pero solamente para sobrevivir. La última empresa, que era una importante fábrica de vidrio con más de 150 trabajadores, entró en crisis y conseguimos colectivizarla. Trabajando en esta cooperativa (Cristalería Barcelonesa situada en el Poble Nou), y a los treinta años, empecé a estudiar filosofía para entender qué había pasado, en definitiva, por qué habíamos perdido. Tengo que decir que la filosofía siempre me había acompañado, y que en mi bolso de mano llevaba a menudo la pequeña Lógica de Hegel. Recuerdo que pesaba mucho, y que aunque me costaba entenderla, me atraía.
Luego, si no ando errado, no te has dedicado a campos próximos a la filosofía de la ciencia. ¿No tienes un interés especial por estos temas?
Mi tesina de filosofía que tenía por título Vida y termodinámica consistía en una lectura filosófica de la obra de Prigogine. Quería estudiar el aparato matemático de la termodinámica de los procesos irreversibles para «deducir» conceptos que pudieran ser útiles para la filosofía. Por ejemplo, la relación orden/desorden, la función de la diferencia, la multiplicidad de tiempos… Después quise aplicar también esta misma aproximación al discurso científico, aunque en este caso, profundizando en la física de partículas. Había realizado la tesina de química sobre mecánica cuántica y tenía una cierta base. Ocurrió que me vi incapaz de penetrar en las matemáticas que se empleaban en esta rama de la física teórica de una manera seria, y tampoco no tenía claro si realmente era lo que más deseaba. Había estudiado filosofía para pensar la vida, para pensar políticamente la vida. Por eso reorienté mi tesis doctoral hacia lo que se me hacía más acuciante. Entre el ser y el poder: la vida, una apuesta prevaricante que es el título de la tesis doctoral teoriza el paso de la sociedad-fábrica a la metrópoli y establece una especie de moral provisional: la apuesta prevaricante. Se trata de una apuesta que estafa su propia esencia, la esperanza. Resistir sin esperar nada. Pienso que esta apuesta, en cuanto significa la voluntad de no autoengañarse, tiene una indudable validez. Reconozco, sin embargo, y lo digo en este mismo libro, que nunca es completamente así, siempre se espera algo. Aunque quizás sea una proyección mía, creo que la cuestión de la vida ha sido la que siempre me ha guiado. En este texto el «entre», que separa y une el Poder y el Ser, era el querer vivir. Con el querer vivir, la vida dejaba de ser una mera cuestión para convertirse en un problema. Pero entonces yo no era aún consciente de ello, de lo que suponía este cambio.
Se habla también de tu apoyo al movimiento obrero autónomo. Para los lectores jóvenes, ¿qué fue ese movimiento obrero autónomo? ¿Cuál fue tu vinculación con él?
Lo que se ha venido en llamar movimiento obrero autónomo, o también a partir del libro de K.H. Roth el otro movimiento obrero, nombra una componente del Movimiento Obrero que se caracterizó por impulsar unas prácticas de lucha anticapitalistas basadas en la defensa de la autoorganización (la democracia directa, los delegados elegidos y revocables…). El otro movimiento obrero se desplegó tanto en fábricas como escuelas y barrios. Existió en plena dictadura, aunque las luchas autónomas alcanzaron su mayor fuerza entre 1970 y 1977. Las luchas autónomas eran, muy a menudo, luchas al margen de los partidos y sindicatos obreros (aún clandestinos). Evidentemente, se trataba de luchas antifranquistas pero con un fuerte contenido anticapitalista puesto que apuntaban más allá de la democracia representativa, es decir, no se conformaban ni plegaban a la lógica del pacto social que, como es sabido, será el fundamento de la transición postfranquista. Me gustaría explicar un poco más esta cuestión. Las reivindicaciones de las luchas autónomas eran las usuales: contra la intensificación del trabajo, más salario, contra los despidos… No eran abstracciones anticapitalistas, pero el modo de defender estas propuestas estaba basado en la autoorganización, creaba unas formas de contrapoder y una ilegalidad de masas que debían ser inmediatamente destruidas. Es lo que sucedió en Vitoria en 1976 o en la huelga de la fábrica Roca de Gavá con la que se cierra el ciclo. Ciertamente este otro movimiento obrero formaba parte de un ciclo de luchas que no se limitaba al Estado español: Mayo del 68 en Francia, del 69 hasta el 77 en Italia… Son momentos diferentes de un ciclo de luchas que erosiona la acumulación del capital. El neoliberalismo, en última instancia, no es más que la culminación del ataque a la clase trabajadora protagonista de este ciclo. Me pides ¿cuál fue mi vinculación? Pues total. Desde escribir junto con José Antonio Díaz el libro Crítica a la izquierda autoritaria en Catalunya 1967-1975 publicado en Ruedo Ibérico (París) que analiza y muestra el funcionamiento real de la forma partido, hasta montar una imprenta clandestina donde publicar textos del marxismo heterodoxo (R. Luxemburgo, K. Korsch, C. Lefort, C. Castoriadis… ). Es largo de explicar en qué consistió este compromiso. Cuando se reconstruyó la CNT, un sector del movimiento autónomo entramos en ella porque pensábamos que podía servir para continuar defendiendo las formas de autoorganización y profundizar la crisis del capital. Fui, como otros, expulsado por marxista. Este fue el calificativo. Todo muy triste y patético. La ortodoxia venció. Otros compañeros acabaron constituyendo la CGT, en mi caso preferí asumir que la centralidad de la fábrica había desaparecido, y que había que pensar todo de nuevo. Muchos años después, y ya desde Espai en blanc, publicamos el libro Luchas autónomas en los setenta (Madrid, 2008), un archivo digital de la autonomía obrera, y una película.
Te conformaste, se afirma también en la solapa, en ser profesor de filosofía contemporánea en la UB. No está mal. ¿Qué te ha satisfecho más de esta experiencia?
Ser profesor de la universidad durante unos veinte años me ha dado mucho. Empecé impartiendo filosofía contemporánea y también algunas optativas. Con el paso de los años pude concentrarme casi exclusivamente en estas asignaturas optativas que me servían para poner a prueba lo que yo mismo iba pensando. Autores de la autonomía obrera italiana (Panzieri, Tronti, Negri…), Deleuze, Foucault, pero también los Situacionistas, Artaud, Lautréamont… formaban una extraña amalgama. Todo ello cruzado con referencias a los filósofos griegos o a C. Schmitt. En verdad, las clases constituían para mí un laboratorio donde yo era el primero que aprendía. De los estudiantes. De sus preguntas y de su silencio. Las clases eran un lugar de exposición en el sentido más preciso del término. Cada día tenía que exponerme y llegar al límite del no-saber. Sentir que ha pasado algo significa que una sensación de peligro ha sobrevolado el aula. Un día dije que sin esa sensación no había pensamiento, porque el pensamiento tiene que estar ligado a la vida y ésta es imprevisible e incontrolable. Oscura. Dije que si tuviera un hacha destruiría la mesa. Al día siguiente alguien dejó un enorme paquete con un hacha dentro y una pequeña nota: «Empieza ya». Cogí el hacha, y con toda mi fuerza, intenté clavarla en la mesa. Las clases, en ocasiones, eran asambleas. A veces nos perdíamos en discusiones incapaces de perseguir una idea. Pero también había momentos que hacíamos filosofía. O nos encontrábamos frente a la policía obstaculizando su paso. Un estudiante me preguntó riendo: ¿esto es una clase práctica? A medida que la fatiga crónica me atacaba más y más, exponerse se hacía más arriesgado, y cuando las dos horas terminaban sentía que la soledad crecía. No se puede hacer cada semana una clase-grito. Tampoco sé muy bien qué es eso. ¿Entre el gesto radical y la gesticulación? Los pasillos se hacían cada vez más grises. El plan Bologna aceleró una dinámica que ya había empezado años antes. Evaluaciones continuas o finales, pasar lista, escribir muchos «papers». Los ojos ávidos de los estudiantes se hicieron más pragmáticos porque entendieron perfectamente qué estaba sucediendo. Y ahora contesto concretamente a tu pregunta. Los surrealistas llevaron a cabo una encuesta en la que preguntaban a diferentes escritores por qué escribían. Hubo una respuesta que quisiera hacer mía: «Escribo para hacer amigos». Pues bien, dar clases en la universidad ha sido para mí la posibilidad de hacer amigos. Amigos, en el sentido más pleno de la palabra, y que no tiene nada que ver con el hecho de compartir confidencias.
Están luego las iniciativas, algunas de las iniciativas en las que has participado: Dinero Gratis, Espai en blanc. ¿Qué es eso de dinero gratis?
Los que veníamos del movimiento obrero autónomo siempre habíamos tenido muy claro que la crítica del trabajo era esencial. De ahí la defensa que hacíamos del sabotaje o del absentismo lo que, evidentemente, chocaba con las concepciones sindicalistas más clásicas. Pero esta crítica tiene que situarse siempre en un tiempo histórico. Con la imposición de la crisis económica como operación política, la precarización existencial se generaliza, y con ella se extiende el miedo. En estas nuevas condiciones, puedes estar toda la vida repitiendo que la etimología latina de la palabra «trabajo» significa un instrumento de tortura o defender la abolición del trabajo asalariado, que de poco sirve. La crítica del trabajo asalariado tenía que formularse de nuevo para ser capaz de poner en el centro la cuestión del dinero, o lo que es igual, para desvincular trabajo de salario. Por eso fuimos de los primeros en defender un salario garantizado o una renta básica que ya implicaba hablar de dinero, cosa que la llamada izquierda consideraba obsceno. Con un grupo de compañeros intentamos dar un paso más e inventamos el Dinero Gratis, lo que no negaba la propuesta anterior sino que la completaba con la acción directa. Si el código que rige el subsistema económico, y a través de él toda nuestra existencia, consiste en la dicotomía «tener dinero/no tener dinero», la pregunta obligada es: ¿cómo atacarlo? Dinero gratis era una posible respuesta. Para nosotros, esta extraña expresión funcionaba frente a la realidad y el sentido común que ella impone, como la palabra «Dada» lo hacía frente a la institución arte. Uno de los principales museos de arte de Barcelona subvencionó la campaña, y todo parecía un chiste divertido, hasta que se evidenció que con la expresión Dinero Gratis denominábamos una moneda viva no acumulable que nos dábamos colectivamente. Mediante acciones de expropiación de supermercados, de grandes librerías… Proliferaron las camisetas con Dinero Gratis impreso en ellas, la exitosa película «El taxista ful» recogió algunos momentos de las intervenciones, aunque nos equivocamos al creer que el gesto radical, por sí mismo y sin un contexto social apropiado, se multiplicaría. El carácter subversivo del gesto tenía que desplegarse de un modo mucho más complejo. Sin embargo, el punto de partida sigue siendo la pregunta inocente: «Papa si quieres dinero ¿por qué pides trabajo?».
Respecto de Espai en blanc. ¿Sigue con vida ese espacio en blanco?
Sí, por supuesto. Espai en Blanc ( http://www.espaienblanc.net ) es el nombre de un proyecto que nació en Barcelona en el año 2002. Mi compañera Marina Garcés y yo constatábamos que el activismo político frenético de aquel momento, imposibilitaba la creación de espacios de reflexión, puesto que estábamos abocados a dar respuesta a todos los ataques de poder local en particular. Sin renunciar a defender el movimiento de okupación – de hecho la fiesta de presentación de Espai en Blanc se hizo en una casa okupada de Gracia y ante más de trescientas personas – lo que deseábamos era vincular del modo más exigente posible crítica y experimentación. Durante muchos años Marina fue la persona clave que supo animar y sostener un proyecto que estaba abierto ya en su nombre mismo, pero en el que no cabía arbitrariedad alguna. Nuestro objetivo, como decíamos entonces, consistía en “hacer de nuevo apasionante el pensamiento”. Eso para nosotros significaba entender el pensar bajo tres condiciones: 1) Como una actividad en la que nos vaya la vida en ello. Lejos del intelectualismo de la torre de marfil propio de la academia, pero también lejos de la mera opinión propia de los mass media. Un pie en la universidad y un pie fuera. 2) Un pensamiento que se produzca colectivamente, que nazca en el entre-nosotros. Y que nos afecte porque ante él no cabe la indiferencia. 3) Un pensamiento que surja como un desafío. Los conceptos producidos – eso es pensar – tienen que atacar la realidad, agujerear la obviedad que recubre y protege la realidad. Con este objetivo hemos realizado durante más de diez años una larga lista de actividades e intervenciones: jornadas, manifiestos, películas, una revista… En un momento dado se produjeron una serie de cambios que nos obligaron a reaccionar. Por un lado, nuestra intervención político-cultural corría el peligro de entrar a formar parte del espectáculo, de convertirse en un entretenimiento cultural. La repetición de los actos (por ejemplo: los encuentros abiertos) tenía un efecto banalizador. En segundo lugar, seguir «como si» nada era problemático porque lo que se denomina «la crisis» comenzaba a deteriorar la propia existencia de la gente. Veíamos, entre nosotros mismos, como la precariedad dejaba de ser una cierta palanca de liberación respecto al trabajo, para convertirse directamente en una condena. «La crisis» se mostraba, poco a poco, como una llamada al orden, como el momento de la verdad. De pronto, el lugar y la propia función de Espai en Blanc, se hicieron muy problemáticos. Pero lo curioso es que esta desorientación, este «estar perdidos» se produjo cuando muchas de las ideas que habíamos avanzado se materializaban. El 15M, el movimiento de los indignados, plasmaba en la práctica todo lo que habíamos soñado, y teorizado (la fuerza del anonimato, la politización del malestar, la toma de la palabra…). Por suerte el movimiento nos superaba a todos, nos arrastraba y hacía saltar antiguas seguridades. Sin embargo, lo que sí constatamos paradójicamente era un cierto debilitamiento del pensamiento crítico debido básicamente a la urgencia de tener que dar respuestas, y a dos causas fácilmente identificables: el activismo militante y la colonización por parte del discurso experto. Fue entonces cuando comprendimos que si Espai en Blanc tenía aún una función, ésta consistía en intervenir en lo que habíamos llamado el combate del pensamiento. De alguna manera volvíamos a nuestro objetivo inicial si bien en una situación social, económica y política completamente diferente. La revista por sí misma era insuficiente al acelerarse la historia. En otras palabras. La realidad parecía romperse en coyunturas que había que aprovechar. Por esa razón, detuvimos momentáneamente la publicación de la revista e intentamos crear «una hoja de agitación» que estuviera a la altura de lo que acontecía. Entonces se nos plantearon múltiples preguntas: ¿la agitación política es mera contrainformación? ¿a quién dirigirse? ¿qué valor tiene la palabra? ¿cuál debe ser la relación entre texto e imagen? ¿cuál es el estatuto de la crítica cuando se vive en el interior del vientre de la bestia? Los Pressentiment ( http://elpressentiment.net ), poco a poco, han sido un modo práctico de construir una posición política en el interior de una realidad que se confunde con el capitalismo.

Has pensado únicamente, vuelvo a apoyarme en el libro, en una sola cuestión, en el significado del verbo “querer vivir”. ¿Has hallado el significado? ¿Qué significa querer vivir?

La primera vez que abordé la cuestión del «querer vivir» lo hice desde el horizonte político que abría la crisis de la clase trabajadora en tanto que sujeto político. A medida que la desarticulación del Movimiento Obrero avanzaba, se hacía necesario pensar «lo social» desde categorías que no permanecieran encerradas en las dualidades conocidas: activo/pasivo, sujeto/objeto etc. “Lo social” era ambivalente, como ambivalente era el propio querer vivir que subyacía a él. Detrás de “lo social” estaba efectivamente el querer vivir que se plasmaba en figuras sociales ambiguas, puesto que excedían y descolocaban la noción de antagonismo: el individualista, el delincuente, el extranjero o el marginado. Esta aproximación sociológica al querer vivir se me hizo pronto insuficiente. Por un lado, porque desde un planteamiento estrictamente político pero con voluntad de transformación social, no veía cómo sobredeterminar esta ambivalencia para dirigirla contra ella misma; por otro lado, porque debido a la enfermedad se me hacía imprescindible conferir una dimensión existencial al querer vivir. La filosofía me posibilitó salir del impasse y responder simultáneamente a ambos requerimientos. La operación filosófica que me propuse consistió en pasar de la Vida al querer vivir. No existe la Vida, existe el querer vivir. De la misma manera que no existe el Poder sino relaciones de poder, ni tampoco la Libertad sino procesos de liberación… Esta aproximación nominalista a la Vida me permitió afirmar que «vivir» consiste en conjugar el verbo querer vivir, y a la vez definir la Vida, como el nombre que damos a la correspondiente constelación de cuerpos, palabras y cosas en la que el verbo querer vivir se ha conjugado. En definitiva, el querer vivir produce la(s) vida(s) que vivimos como el contar genera los números. Dejo a un lado las consecuencias de este desplazamiento, así como sus dificultades porque la vida retorna y se venga. Quedémonos con la frase: «Si la vida es una palabra, el querer vivir es un grito». Pues bien, mi objetivo ha sido hacer del querer vivir un grito, un desafío. Por eso en el final de mi libro Hijos de la noche digo que todo lo que he buscado durante años ha sido sencillamente pensar la igualdad querer vivir=desafío, aunque ciertamente el fondo ha ido variando. Empezó siendo la tríada Ser-Poder-Nada, luego el infinito y la nada, y finalmente, mi propio cuerpo. En la aproximación sociológica del querer vivir no hay aún una necesidad, en la aproximación filosófica, sí. La vida me ha obligado a pensar el querer vivir, y es precisamente esta necesidad la que convierte el querer vivir en mi idea única.

En 2013, te retiraste anticipadamente de la universidad para… ¿Para qué? ¿Por qué?

El porqué ya lo he contado y es fácil de explicar. El ¿para qué? es más complicado y permanece abierto. El último día de clase irrumpió súbitamente un grupo de estudiantes y amigos que se pusieron a leer en voz alta fragmentos de textos míos. Sinceramente no lo esperaba. Cuando salimos del aula pintaron con un spray en la pared del pasillo «La herida queda abierta», y todos juntos bajamos a la calle. Me gustaría imaginar que mi marcha de la universidad prolonga la huida que inicié hace ya tantos años. Huyo y de nuevo busco un arma. Esta vez el arma que he fabricado se llama Hijos de la noche. Es un libro complejo, y a la vez, muy simple. Complejo porque en él se entrecruzan muchos planos (biográfico, histórico, filosófico…), y muy simple porque es el grito de un cuerpo que sufre. Una voz máximamente personal que se se abre a todos los que quieren compartirla. Hijos de la noche es una alianza de amigos para atravesar la noche, para pasar de la noche del malestar a la de la resistencia.

¿Quiénes son esos dos niños-jóvenes que aparecen en la hermosa fotografía de la solapa interior? ¿Dónde la fotografía?

Son Ícar y Amanda, mis hijos de siete años. He sido padre ya viejo. Como varias páginas del libro están construidas simplemente a partir de frases de ellos, y sobre todo, porque han sido mis pequeños aliados en esta travesía, he querido que estuvieran de algún modo también presentes como coautores. En cuanto a la foto, es la playa de Famara en Lanzarote. El mar, y concretamente esta playa, juega un papel importante en el libro.

Me centro en el libro. Te pido un comentario a un conjunto de aforismos y reflexiones que he seleccionado. Uno por capítulo, con alguna inexactitud. ¿Te parece?

Me parece bien.

Del prefacio: “He escrito este libro por dos razones. Por necesidad, para explicar lo que para mí sigue siendo lo inexplicable. Y también porque presiento que lo que me pasa no es tan distinto de lo que a mucha gente le sucede. Estamos en una bifurcación histórica. La naturaleza humillada se desquita. El Estado de los partidos se hunde aquí y allá. Un mundo se acaba.”

Durante los ocho años que he tardado en escribir este libro he tenido que luchar contra mí mismo. Contra los efectos de una enfermedad que progresivamente devoraba mi capacidad de lectura y escritura. Contra las dudas que a cada momento me surgían. Por ejemplo: ¿cómo se puede construir un libro de filosofía que empieza con una afirmación tan personal: «He decidido escribir sobre lo que le pasa a mi cabeza»? Contra una sociedad que te recuerda continuamente que es inoportuno, extemporáneo, hablar del sufrimiento o de la enfermedad, y ya no digamos pretender politizar la propia enfermedad. Estas resistencias se cruzaban con otras de un orden completamente distinto. Aquellas que, con la mejor buena voluntad y deseando ayudarme, me aconsejaban apartarme de un libro maldito cuya escritura solo contribuiría a hundirme más y más en la noche. ¿Se entiende si digo que un día comprendí que con este libro me lo jugaba todo? El libro se apoya en una hipótesis que, finalmente, se convierte en afirmación: mi propio diagnóstico es el diagnóstico de una época, es decir, la fatiga que me corroe hasta imposibilitarme vivir es la fatiga de un mundo exhausto a causa de su explotación. Hablo de bifurcación, en relación a este capital desbocado que pone en crisis el propio concepto de crisis. La reflexión que se inicia a partir de aquí será retomada en el libro, aunque desde una perspectiva totalmente personal. Lo que hago, y desearía que hiciera también el lector, es plantearme en toda su radicalidad la pregunta ¿cuál es mi noche? Responder a esta pregunta significa sencillamente atreverse a encarnar esta imposibilidad de vivir que, desde una mirada médica, llamo enfermedades de la normalidad. Así es como la bifurcación deja de estar fuera protegida por una objetividad falsa para trasladarse al interior de uno mismo.

Del primer capítulo: “La enfermedad”. “La vida se me hace digna de ser vivida solamente desde el orgullo de estar enfermo. No pagaré el precio de la paz, aunque no escondo lo insoportable que esta puede ser. No me doblegaré y cabalgaré el corcel negro de la enfermedad hasta atravesar la noche.”

He visto a una secretaria de un departamento universitario obligada a coger la baja a causa de una fuerte depresión, llorar y excusarse diciendo que no era culpa suya, que ella quería trabajar, pero que en su cerebro faltaba serotonina según le había asegurado su médico. También he escuchado a una cajera de un supermercado, sin fuerzas para pasar por el lector el código de barra de los productos, tragarse las lágrimas y decirme que tenía que seguir trabajando porque de lo contrario la despedirían. Todos conocemos ejemplos parecidos. El poder, bajo la forma de poder terapéutico, culpabiliza y despolitiza. Uno de los objetivos principales de este libro es contribuir a desocupar el lugar de víctima en el que todo enfermo, casi voluntariamente, se introduce. Contraatacar e inutilizar la mirada del poder terapéutico implica una doble restitución. La restitución del sufrimiento y la del orgullo. Sé que esto es difícil de comprender porque el mayor deseo de cualquier enfermo es poder curarse. Lo que sostengo es que esta doble expropiación impide, en verdad, toda curación. Pero la cosa es más complicada. ¿Qué significa curarse? No está muy clara la relación entre salud y enfermedad cuando la pregunta irrebatible ¿quién no está enfermo en esta sociedad? insiste en acompañarnos.Hijos de la Noche habla de la enfermedad, de mi enfermedad aunque lo que menos importa es este «yo» que habla. Mi objetivo es alzar una voz colectiva a partir de una experiencia totalmente personal. El relato autobiográfico con el que comienza el libro cumple, pues, exclusivamente dos funciones. En primer lugar, y por la manera como ha sido construido, tiene que impedir que el lector se sitúe en la posición de exterioridad propia del espectador neutral. En segundo lugar, el relato personal en sí mismo constituye la vía de acceso a la noche del malestar. La noche del malestar no tiene nada que ver con la noche romántica o mística. La noche del malestar es la noche de un estar-mal que no tiene fin, y justamente por esta razón, porque la noche de la desesperación se lleva con uno mismo, solo queda la posibilidad de atravesarla. El poder terapéutico empuja a que hagamos un pacto con la vida. La politización de la enfermedad, por el contrario, empuja a provocar la vida. A provocarla tanto que la vida se vea obligada a venir, y a dársenos.

Del segundo: “La noche del malestar”. “La esfera de la producción pasa a ritmar el tiempo diario y a distribuir el espacio; en resumen, a organizar la vida diaria. Se puede afirmar que solo hacia 1925 aparece el concepto de vida cotidiana, o, lo que sería igual, la vida cotidiana se convierte en una cuestión relevante para el pensamiento.”

Vida cotidiana, evidentemente, la ha habido siempre y son numerosos los estudios históricos que la describen. Ahora bien, el concepto de vida cotidiana como tal aparece al comienzo del siglo pasado y ligado a su crítica. Por esta razón es un concepto que surge de inicio completamente politizado. Desde la crítica conservadora de Heidegger que denuncia cómo lo cotidiano disuelve la decisión en lo impersonal y nos exime de tomarla, hasta Lukács que con su concepto de reificación desmonta el mecanismo de su funcionamiento. Serán, sin embargo, los Situacionistas quienes a través de Lefebvre y los surrealistas, formularán mejor las consecuencias políticas de la crítica de la vida cotidiana. La revolución no es una verdadera revolución, si no es capaz de cambiar la vida. Desde este planteamiento la alternativa a la que nos enfrentamos es clara: «vivir o sobrevivir», «la vida o la mercancía». En mi libro intento prolongar este razonamiento para adecuarlo a un marco en el que la explotación se despliega como una movilización global. La crítica de la vida cotidiana se transforma entonces en crítica de la vida. Nos movilizamos cuando trabajamos, y cuando no trabajamos, cuando queremos ser nosotros mismos y cuando huimos de nosotros mismos… cuando vemos la televisión… o contestamos al teléfono móvil. El secuestro se ha extendido a toda la vida y no cubre solo el tiempo de trabajo. De aquí el cambio fundamental en el estatuto de la vida. La vida, ya no es la solución frente a la muerte que el mundo de la mercancía comporta, sino el verdadero problema. La vida es nuestra cárcel, vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentamos. ¿Si la vida es una cárcel, y nos falta el aire, es extraño estar enfermo? La reflexión que inicié en mi libro Amar y pensar acerca del odio a la vida se sitúa en este punto. ¿Cómo vas a cambiar tu vida si realmente no la odias?

Prosigamos si te parece. Del tercer capítulo del libro: “La enfermedad y la filosofía”. “En la actualidad, la enfermedad sigue siendo “una peligrosa alteridad”, ciertamente, aunque ya no por las razones anteriormente señaladas. Hoy la anormalidad se ha transformado en anomalía. Solo una politización de la enfermedad que recupere su dimensión más existencial podrá estar a la altura de ese desplazamiento.”

Del malestar social se puede hablar empleando datos estadísticos. Por ejemplo, se puede afirmar que en España hay diez suicidios diarios. También se puede añadir, cosa que hasta hace bien poco se negaba, la influencia de la crisis en estas muertes. Creo, sin embargo, que si queremos verdaderamente politizar el malestar social tenemos que aprehender el propio malestar. Entonces el malestar social es un estar-mal. En última instancia, un estar mal con uno mismo. En el libro Hijos de la noche he intentado llevar lo más lejos posible este presupuesto y convertirlo en una condición de veracidad. Introducir el concepto de anomalía en este planteamiento era muy conveniente puesto que me permitía ir directamente a lo esencial. Asumirse como anomalía es atravesar la prueba de la fatiga, o sea, constatar la imposibilidad de vivir por el hecho de no encajar, más exactamente, de no querer encajar en esta realidad. La anomalía, que dice la enfermedad del querer vivir, no consiste en una mera disfuncionalidad que puede ser reconducida sino en otra dimensión de la vida que desafía la Vida. De ahí que la anomalía se presente, simultáneamente, como sombra y emergencia, como crítica de la metafísica y de la movilización global. Ahora bien, toda anomalía justamente porque se trata de una unidad de movilización que se rompe y escapa, es una fuerza de dolor. Asumirse como anomalía significa, entonces, desocupar el lugar de víctima y hacerse con esta fuerza de dolor. Creo que con lo dicho se entiende porque el concepto de anomalía se separa del concepto foucaultiano de anormalidad. Para Foucault, a pesar de algunas vacilaciones, la tríada enfermo-loco-genio sigue siempre funcionando como una especie de hilo subterráneo. Por lo demás, y no hace falta recordarlo, esta aproximación a la «alteridad peligrosa» (son palabras suyas) debe completarse con la referencia a las instituciones disciplinarias que serían las encargadas de someterla. A la anomalía, en cambio, no puede aplicársele ni la tríada anterior ni el horizonte del secuestro. ¿Por qué? Porque el destino de la anomalía no es la exclusión sino sencillamente la desaparición. La anomalía desaparece al ser introducida en un limbo jurídico y sanitario donde es sometida a un juicio que no termina nunca. La sospecha, permanente proyectada sobre ella, debe arrancarle una justificación. La verdad que lleva consigo subvierte no ya la razón sino la propia realidad, y por eso hay que acallarla. En la vida cotidiana, este juicio permanente que busca la culpabilización de la anomalía se traduce a menudo en una frase no dicha que, sin embargo, el enfermo de normalidad oye: «Vive o muere, pero deja de molestar».

Del cuarto capítulo, “La enfermedad como malestar social”. “Reivindicar la fatiga como mi propia enfermedad y, a la vez, como el agujero negro que vincula todas estas enfermedades indefinidas y cada vez más extendidas se convierte en una decisión política. La fatiga nombre lo que nos pasa, y también lo que somos. La fatiga está clavada en el corazón mismo del malestar social. Ante ella, la medicina no sabe qué decir. Su mirada simplista se asusta frente a una complejidad que no entiende.”

La movilización global, es decir, la autoreproducción de esta realidad hecha una con el capitalismo, tritura nuestras vidas porque vivir ya no consiste en vivir sino en «tener una vida» que debe gestionarse con éxito. Que el capitalismo hace enfermar ha sido denunciado hace tiempo, «la novedad» reside en que ahora, para adaptarnos a la normalidad, debemos enfermar. De ahí el nombre de enfermedades de la normalidad, y el uso del término fatiga sacado de la física para englobarlas a todas ellas. Fatiga significa «pérdida de la resistencia mecánica de un material, al ser sometido largamente a esfuerzos repetidos». La normalidad es esta vida en movimiento plegada al movimiento de un capital desbocado. Síndrome de fatiga crónica, depresión, sensibilidad química múltiple… «No hay modo de etiquetarlas. Nosotros, en tanto que médicos, no observamos nada. Y ellos, en tanto que enfermos, nunca se mueren» afirmaba un médico que trabajaba en un CAP. La fatiga no describe un síntoma que cabría en el rótulo obvio «cansancio» sino un modo de resistencia que se paga con la vida. Frente a la dualidad «vivir o sobrevivir» opongo, pues, la dualidad «unidad de movilización o anomalía». Tomo una frase de Artaud que es muy útil para clarificar lo que quiero decir. “¿Para qué me sirve a mí una revolución, por estupenda que sea, si yo sigo permaneciendo eternamente sufriente y miserable en mi esqueleto… La única buena revolución es aquella de la que me puedo beneficiar yo, y gente como yo.” (Oeuvres Complètes, Paris, 1976, Tomo. I** pag. 60). La gente como «yo» a la que se refiere Artaud ya es cualquiera. Todo aquel que no quiera engañarse y que se mantenga en pie sin someterse, tendrá problemas con la vida, y esos problemas serán políticos. Todos somos (potencialmente) anomalías. Anomalías eran los que saliéndose de sus roles previsibles (ciudadano, trabajador, etc.) fueron el 15M a las plazas para decir «Basta ya». Lo que ocurrió es que el vacío que abrimos nos dio miedo, y los viejos discursos (retorno de la política nueva que es vieja, el nacionalismo…) regresaron para llenarlo.

Del quinto. “La anomalía y la verdad”. “El resultado alcanzado se puede resumir en una breve fórmula: idea = verdad + sentido. Falta un último paso. La idea debe hacerse fuerza material para ser verdaderamente idea. Solo entonces la verdad-desplazamiento desemboca en una idea (verdadera) capaz de actuar sobre el mundo. Con lo que se puede afirmar que, en última instancia, no hay producción personal de ideas. Otra cosa serían los conceptos.”

La frase del libro «Yo sé que estoy enfermo de una enfermedad que me dice la verdad del mundo y de mí mismo» (pág. 23) ciertamente no lo resume, aunque su presencia difusa e insistente en el texto juega un papel fundamental puesto que recuerda la necesidad de construir una posición propia. Frente a la realidad se alza mi querer vivir, frente a la verdad del capital que organiza el mundo opongo la verdad del cuerpo enfermo que se resiste. O lo que es igual, la vida de la anomalía se despliega en lo verdadero porque su hablar es veraz. Asentar esta afirmación requería una cierta teoría de la verdad. Evidentemente, el concepto tradicional de verdad en tanto que correspondencia no me servía, ni la crítica de Heidegger que le lleva a la definición de verdad como desocultamiento (alétheia), como el “mostrarse de las cosas mismas”. Y precisamente, porque quería inscribir la verdad en lo que enEspai en blanc habíamos llamado el combate del pensamiento, tampoco podía defender una noción de verdad trágica tal como había hecho Nietzsche especialmente. La verdad trágica postula que el problema de la vida solo tiene una solución estética ya que, en el fondo, el arte es lo único que puede darnos un consuelo metafísico. Retomé, por tanto, el concepto de verdad-desplazamiento que ya había empezado a desarrollar. La verdad es un desplazamiento – un proceso y no resultado – aunque, evidentemente, no todo desplazamiento es en sí mismo una verdad. Para ello el desplazamiento tiene que cumplir unas condiciones que dan a la verdad una dimensión pragmática. La verdad-desplazamiento tiene que dar lugar a una nueva constelación de cuerpos-cosas-palabras en las que el verbo «querer vivir» efectivamente se conjugue. Una constelación en la que el querer vivir deje de estar secuestrado y recupere su ambivalencia. No se trata de un simple aparecer fenomenológico neutro políticamente. La definición de la verdad es desplazamiento o interrupción que libera del sentido común y de la realidad obvia. Por otro lado, el criterio de la verdad, que no puede ser exterior a la definición, es la unilateralización. La unilateralización del espaciotiempo que hace aflorar las relaciones de poder. Digo que la verdad-desplazamiento tiene que liberar, pero esa liberación no hay que verla como un añadir dimensiones a la multirealidad lo que sería absurdo, sino como un sustraer dimensiones. La verdad es vaciamiento de la realidad. Pongo algunos ejemplos de esta verdad-desplazamiento. Si en lugar de autoestima hablamos de dignidad abandonamos el ámbito de los libros de autoayuda que, en el fondo siempre plantean un pacto cobarde con la vida, hacia una posición desafiante; si en lugar de participación hablamos de implicación nos alejamos de una problemática interna al mismo poder, hacia una posición crítica respecto al poder… La verdad es el desplazamiento, más exactamente, la verdad se produce en el momento del desplazamiento. Eso quiere decir que lo verdadero no está eternamente establecido, y que la dignidad o la implicación que aparecían en los ejemplos anteriores, son lo verdadero mientras son lo verdadero. En definitiva, la verdad es la efectuación del desplazamiento, el gesto siempre inacabado de desplazamiento. Pues bien, en Hijos de la noche intento explicar en qué consiste este desplazamiento cuando es el cuerpo, el propio cuerpo enfermo, el que lo efectúa. Esquilo aseguraba que «estamos obligados a padecer la verdad». Yo diría que sí, que la verdad se padece, pero a la vez se conquista. Como una posición en el campo de batalla que es la vida. Por eso la verdad-desplazamiento remite a una solución política y no estética. Y de ahí también que la tríada verdad-sentido-idea tuviera que ser completamente reformulada. Sintéticamente podríamos describir el proceso del siguiente modo: con la verdad-desplazamiento se produce el sentido, o mejor, los sentidos. Y el sentido engloba enseguida la verdad en la medida que ésta se hace fuerza, es decir, idea. La verdad se carga de sentido(s), y sólo entonces, es idea. La verdad es, pues, antes que el sentido. Sin embargo, la verdad se impone gracias al sentido. Así la verdad cargada de sentido se convierte en fuerza. La verdad se hace fuerza en la idea. Una idea no es, en absoluto, un construcción mental, una idea es una toma de palabra que siempre es colectiva… Con lo que, finalmente, desplegar la tríada anterior supone explicar por qué la fuerza de dolor y la fuerza del anonimato se encuentran.

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Al terminar de escribir este libro me quedé vacío, sin palabras. Con unas ganas enormes de desaparecer de una esfera pública en la que no me siento cómodo. Tengo la impresión de que el ruido mediático incesante alimentado por el Sistema de partidos, nos hurta los verdaderos problemas. Después de muchas dudas decidí, por el contrario, luchar para situar lo inactual en un primer plano, para reivindicar la anomalía que es lo intempestivo en su irreductibilidad. Dos hechos, especialmente, me han empujado a intentar esta intervención. Por un lado, comprobar que Hijos de la noche si bien permitía muchas lecturas, texto poético, manifiesto político, canto espiritual a la vida, libro de filosofía… en todos los casos ayudaba a resistirse, a no claudicar frente a la realidad. Por otro lado, me he dado cuenta, después de mi visita a México este verano pasado, y después de dar un curso a maestros de comunidades indígenas, algunos de ellos amenazados de muerte, que hacer del querer vivir un desafío no es la idea delirante de alguien que vive apresado por una soledad impuesta. No, en la sierra cercana a la ciudad de Puebla, en unas viviendas autoconstruidas, aprendí otro sentido de lo que yo decía, mejor dicho, entendí mucho mejor lo que quería decir. «Tú hablas de la noche… Nuestra noche dura ya 500 años. Somos anomalías que se resisten…». Y como me dijo una maestra de Guerrero el último día: «Nos hablas de una desesperación que conocemos bien. ¿Qué es sino nuestra rabia digna?». Tenía razón, porque politizar la existencia es autoorganizar la fuerza de dolor, que la fuerza de dolor se encuentre con la fuerza del anonimato. Y eso sucede cuando los cuerpos de los estudiantes mexicanos diseminados por los suelos dibujan las palabras «Fue el Estado» o cuando nosotros nos negamos a hablar con palabras obvias y cansadas, y nos atrevemos a decir que no nos representan.
(Fuente: www.rebelion.org/)

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