“Toda la gente siempre quiere más
De todas las cosas que no puedo comprarme
Y estoy tratando de encontrar un lugar
Para estar y pensar”
Dillom
¿No seremos un poco viejos vinagre?
Hace aproximadamente un mes, el exitoso guionista y productor/empresario Axel Kuschevatzky declaraba en la previa de la entrega de los premios Oscar sobre el desmantelamiento del INCAA que está llevando adelante el gobierno de Javier Milei. La defensa de Kuschevatzky a la producción audiovisual argentina se sustentaba en las “oportunidades” económicas que iba a perder el capitalismo argentino si se avanzaba con el desmantelamiento del cine nacional:
“No se me ocurre por qué alguien querría que haya menos actividad económica. No se me ocurre por qué gobiernos que hablan del crecimiento económico, no estarían apuntalando, entre otras industrias, a lo audiovisual. La industria audiovisual es un mercado económico competitivo que genera mucha actividad económica directa e indirecta. No es ideológico, es económico. No quiero hablar más de cultura, quiero hablar del negocio que los países se pierden.
Hace algunos días, salió una nota de Tamara Tenembaum titulada “No Todo es Plata en la Vida”. La hipótesis central de la autora es que la juventud se “mainstreamizó” agudamente. A diferencia de las generaciones anteriores, a las cuales no les importaba ser admitidos por el mainstream económico, sino construir y habitar espacios que el mainstream económico no controle, los valores de la nueva generación de jóvenes se reducen al éxito económico y el status, en tanto valorar cualquier otra cosa parece algo falso. Por el contrario, en el teatro independiente, uno se cruza a los “cuarentones” de siempre.
¿Qué relación existe entre las declaraciones de Kuschevatzky y las afirmaciones de Tenembaum? A simple vista ninguna, pero la cosa cambia cuando se señala que la nota de Tenembaum, que apunta -si se quiere- a recuperar una crítica radical a la sociedad en la producción artística contemporánea, comienza argumentando que el Festival de Cine de Mar Del Plata significa hoteles y restaurantes llenos. Y es que la nota misma de Tenembaum se vió motivada, según cuenta ella, por la sorpresa que le generó a la autora el ataque que sufrió en redes por la difusión de su obra de teatro “Una casa llena de agua”. Cuando a Tenembaum la acusan de vivir del Estado, la autora responde que el Estado “recuperó su inversión con creces”:
“Cuatro años de salas llenas en teatros privados de la Ciudad de Buenos Aires y varios de las provincias. Lo que se dice un caso exitosísimo de cooperación Estado/mercado para todos los involucrados.”
Quienes acusan a las nuevas juventudes de no buscar otra cosa que plata le contestan a los Milei del mundo que lo que ellos hacen si produce plata. No se trata ni de Tenembaum ni de Kuschevatzky, quienes son tan solo exponentes de un sentido común más arraigado. Tampoco se trata de negar los complejos valores de la época que priman en la producción artística, en la que efectivamente pareciera ser más fresco y real enunciar que se trata de hacer “movida y platita” -en palabras de La Joaqui- que la búsqueda artística. Se trata de la incongruencia de que una generación le exija a la generación sucesora una radicalidad que a ella misma le faltó.
El arte capitalista friendly
En mi caso personal, soy de la misma generación que Tenembaum -nací en 1993, ella en 1989- por lo que creo que poseo cierta legitimidad para hablar de los proyectos de mi -nuestra- generación; la realidad es que tiene algo de falso el autoafirmarse que nosotros -a diferencia los jóvenes de la contracultura argentina de los años 70, 80 y 90- buscamos “la construcción y el alojamiento por fuera del sistema; no ser admitidos en el mainstream económico, sino construir y habitar espacios que el mainstream económico no controle”.
En mi generación, los artistas más jugados se fueron a hippilandia a malabarear en algún semáforo perdido latinoamericano o hacer teatro/música/artesanías en alguna plaza de mala muerte ubicada en Bolivia, Ecuador, Perú o Colombia. Los que no se lumpenizaron o la quedaron en el camino, afrontaron tarde o temprano la vuelta a la realidad capitalista del trabajo e hicieron sus paces con la docencia, con trabajar de otra cosa y hacer arte en paralelo, o en el mejor de los casos -desde el punto de vista de sus proyectos individuales- irse a la gran Europa a buscar mecenazgos de universidades y Estados capaces de financiar la producción artística que el capitalismo argentino es incapaz de satisfacer. Los que no se fueron a hippilandia ni resignaron trabajar de otra cosa, siempre supieron que se trataba de pegar alguna beca o guita que permitiera la producción artística y la puesta en escena de diversos proyectos a cambio de un montón de burocracia y rendición de cuentas a los tribunales de la UNA, FADU, el INCAA o el Fondo Nacional de las Artes.
Por supuesto, hay ejemplos -y también conozco- de mayores grados de radicalidad, pero quienes sostienen semejantes niveles de tensión pagan los costos de la marginalidad, del ostracismo, o de cierta desconexión con la sociedad. No es que no haya habido centros culturales o colectivos de arte político o incluso buen arte y arte político en sí mismo que utilizó sabiamente los fondos en pos de los proyectos, pero esos espacios y proyectos no lograron dar cuenta de algo más grande que ellos mismos, y tarde o temprano vieronse sucumbir ante la disyuntiva de tener que negociar con las instituciones de mecenazgo o ante la marginalidad que se paga por la no negociación. Tampoco quiero juzgar ninguno de estos caminos individuales; no solamente porque es el que llevaron adelante muchos de mis amigues, sino también porque mi propio camino -aún cuando no me dedico al arte- no está actualmente lejos de semejantes aspiraciones: guita para poder pensar, leer, investigar,escribir a cambio de negociar con alguna burocracia académica. Estoy intentando señalar un límite que no fuimos capaces de franquear; nos juzgo -si es que juzgar es la palabra correcta- colectivamente y con mi propia historia personal como parte y ejemplo de ese fracaso colectivo, en tanto considero que como generación fuimos incapaces de pensar cualquier tipo de proyección realmente colectiva para nuestra búsqueda artística, política, existencial, intelectual. Nuestra búsqueda, en el mejor de los casos, nunca salió de rastrear guita para poder vivir tranquilamente nuestra vida individual burguesa de artistas/intelectuales/escritores/periodistas/bohemios sin que nos rompan -tanto- las pelotas.
No creo que nuestra incapacidad sea casual, sino que leída con el diario del lunes se vuelve perfectamente causal. Principalmente, podría decirse que no supimos lidiar con nuestros propios problemas, con los desafíos de nuestra etapa que por supuesto no son los de la etapa actual. Esos problemas no eran, como lo son ahora, el avance expreso del capital contra el arte en tanto actividad social no productora de valor, sino la empresarización del arte y su acentuación como una mercancía más productora de empleo, generadora de valor, de mercado interno.
Durante el ciclo en el que nos tocó ser jóvenes, el Estado nos cuidaba, nos financiaba, y al mismo tiempo también nos pacificaba. A diferencia de la década que nos sucedió -la que va de 1989 al 2002- en donde era claro que la contracultura estaba en guerra abierta con el capital, el financiamiento estatal hacía en nosotros posible la ilusión de que se podía vivir una vida en la que la producción de valor -en un sentido marxista- y la producción artística podían comulgar sin problemas. Se podía hacer arte sin romper nada; se podía hacer teatro independiente de lunes a viernes e ir a tomar algo -un vermú en Villa Crespo- los fines de semana. Capaz que a veces había que enfrentar al macrismo, que era malo y no quería que haya centros culturales en la ciudad, pero si se lo enfrentaba era con leyes redactadas por los nuevos empresarios de la cultura –como el “Club Cultural” Matienzo–2, antes que con tomas sostenidas por los hippies de la Sala Alberdi. La ilusión de una amistad posible entre capitalismo y arte tiene, por supuesto, patas cortas en un sentido económico; empieza a flaquear cuando comienzan a escasear las divisas y se vuelve inocultable la necesidad del capital de ajustar un mercado interno que consume más dólares de los que produce, incluso pagando el precio de la recesión y de hacer mierda el empleo, como parece estar dispuesto a pagar el establishment político actual. Ahí tenés que ser Banksy o Marta Minujín, sino fuiste.
¿Solo hay Mainstream?
En tanto nosotros no pudimos salir de una vida -artística, política, existencial, académica- individual burguesa, en tanto tampoco seamos siquiera capaces de reconocerlo, creo que no está bueno achacarle los balances pendientes de nuestra generación a la que nos está sucediendo. Nosotros, que nos defendemos -a la Kuschevatzky- del enemigo arguyendo que no queremos hablar más de cultura sino del negocio que se pierde la Argentina cuando se cierra la cultura, tenemos que ser más cuidadosos con los señalamientos que realizamos, aún cuando nos percatemos de que el tono de época está cambiando. De no hacerlo, corremos el riesgo de no entender las nuevas respuestas que existen -también entre la juventud- ante sus propias problemáticas político existenciales.
En pos de nuevas respuestas, siempre me gusta dar el ejemplo de Dillom, quien supo jugar con mucha habilidad entre los bordes del mainstream y el under; bordes cada vez más desdibujados en un mundo en el que el productor más pegado de música urbana latina contemporánea no labura para Sony, sino que es un pibito de 25 años con un estudio musical en Ramos Mejía.
La música de Dylan León Masa pareciera habitar el ethos del trapero manija de pegarla a partir de la construcción de un personaje performático, El Dillom, que sufre en tanto preso de ese personaje su condición de trapero exitoso: “My Money Go Dumb, tengo plata pelotuda, tomé 7 ribos creo que necesito ayuda”. Aquí se conjuga un dinero “estúpido”, incapaz de hacer otra cosa que ser una futura inversión automatizada -”Mi plata se mueve sola, como un poltergeist, en el stage me vuelvo tonto como Frankestein”- con un expreso pedido de ayuda para dejar de consumir; ¿Consumir qué? Estupefacientes, ropa, pelotudeces que la plata otorga. Bohemian Groove Skit, otra canción de Dylan, es un jingle/parodia de su propio sello discográfico, en el que se externaliza a través de la ironía la tortuosa necesidad de dejarlo todo para pegarla:
“¿Tienes tus demos pero no sabes qué hacer con ellas?
¿Quieres convertirte en un artista de talla mundial pero tan solo eres un maldito fracasado? Bohemian Groove, todo lo que siempre soñaste puede volverse realidad
¿Quieres volverte asquerosamente rico? Claro que quieres, perra
Entonces Bohemian Groove es tu lugar en el mundo
El sello discográfico donde tus artistas favoritos consiguieron el estrellato
Tan solo dejando el 99% de sus regalías y la titularidad de sus masters por tan solo 200 años después de muerto
Ah, Bohemian Groove, puta Es una bomba de tiempo”
Esta manera de habitar desde la ironía y el sarcasmo las propias ideas de la época carga con las semillas subrepticias de una crítica a la época; crítica que se vuelve incapaz de percibir si con lo único que uno se queda es con el lenguaje del género, en el que por supuesto se hace referencia a autos, drogas, coches y mujeres. Dicho de otra forma, El Dillom también habla de pegarla, pero no pareciera hacerlo desde la felicidad y el éxito individual, sino desde el horrible mandato que subyace detrás de dicho éxito individual. Podría decirse -y sería cierto- que en tanto Dylan encarna el personaje del Dillom, ese trapero sucio y cochino que canta “music pa la plata, plata para ropa”, no es clara la barrera entre el chiste y realidad, por lo que no es clara tampoco la distancia entre la crítica y la naturalización. Esto es una tendencia del arte contemporáneo en el que los personajes de los artistas se comen a los artistas que los generan; especialmente en un género en el que conviven al mismo tiempo posicionamientos político existenciales incongruentes. Como supo señalar Simon Reynolds, dentro del concepto de lo “real” en el Hip Hop existen a su vez 2 elementos: por un lado lo “real” es una búsqueda por no venderse a la industria, al sistema y seguir siendo “real”; al mismo tiempo también es la reivindicación de pegarla, tener plata y ser exitoso, en tanto eso es “la realidad” del presente. De todas maneras, y aún con estas tensiones, la figura del Dillom es la de un pibe de 23 años, nacido en el 2000, que supo reversionar en el último Cosquín Rock el clásico “Señor Cobranza” de las Manos de Filippi adaptando la letra a la nueva etapa para proponer colgar en la plaza al actual ministro de economía.
¿Solamente resisten los cuarentones de siempre en los asientos del teatrito independiente?