La dominicana Liz Moreta recuerda el día que cayó presa como una imagen borrosa, parte de un tiempo lejano. Ya pasaron once años desde que cumplió una condena por intentar traficar cápsulas de cocaína a España. Ahora vive con su esposo y sus tres hijos argentinos en José C. Paz, en el noroeste del conurbano. Pero no está tranquila: ya agotó todos los trámites administrativos y judiciales y no logró revertir la orden para expulsarla del país. “Se que uno de estos días viene Migraciones y me tengo que ir”, cuenta a Cosecha Roja.
Liz nació hace 39 años en Santo Domingo, República Dominicana, una ciudad en la que siempre es verano y donde los chicos juegan en las calles. No recuerda exactamente a qué edad abandonó su ciudad natal para mudarse con su familia a España. Ahí vivió los primeros años de su juventud y trabajó limpiando casas por hora. Ahí, también, comenzó a consumir drogas.
En poco tiempo, Liz acumuló una deuda de 4 mil euros imposible de pagar. La personas a las que les debía le hicieron una propuesta que no pudo rechazar: debía viajar a Buenos Aires, recoger un paquete de cocaína y volver a España. Si todo salía bien, la deuda quedaba saldada. Liz llegó a Buenos Aires en marzo de 2005. Se alojó en un hotel en la zona de Congreso y esperó que la contactaran. El 4 de abril, un día antes del regreso, se encontró en una esquina a unas pocas cuadras del hotel con una rubia alta y elegante, con aspecto de “cheta de Palermo”. La acompañaba un hombre. Le entregaron una bolsa y se fueron. Ella sabía lo que tenía que hacer: tragarse las pastillas y subirse un avión rumbo a España.
No era la primera vez que Liz tenía cocaína en sus manos, pero nunca la había transportado en su estómago. “Al no tener experiencia no pude tragar las capsulas”, cuenta. Entonces pensó otra estrategia. Las pegó en el lado de adentro de sus botas de cuero. En el aeropuerto de Ezeiza los agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria la notaron nerviosa. La revisaron y le encontraron las capsulas. Dos años y medio después la condenaron a cuatro años y seis meses de prisión.
En 2007 la Dirección Nacional de Migraciones ordenó su expulsión del país. Ella interpuso un recurso: había decidido quedarse en Argentina y armar una nueva vida.
Cuando quedó libre Liz se puso de novia con Fabián Ribero, un operario de una fábrica de cerámicos. Ella abrió una peluquería en su casa y se anotó en una escuela nocturna para terminar la primaria. Hoy ya no tiene la peluquería; cursa el último año de la secundaria y vive en José C. Paz con Fabián y sus tres hijos: un varón de 13, una nena de 8 y el más chico de 5.
La condena por tráfico de drogas parecía haber quedado en el olvido. Hasta que en 2016, la Dirección Nacional de Migraciones (DNM) rechazó el pedido que había hecho diez años antes Liz y reactivó el proceso para expulsarla y separarla de su esposo y sus tres hijos. Un año después el gobierno sancionó el decreto 70 que habilita los trámites exprés para la expulsión de extranjeros que hayan cometido un delito.
“Hace más de 10 años que Liz cumplió su condena. Después de eso, se reinsertó integralmente en la sociedad, y constituyó su familia. Aún así, el gobierno busca expulsarla y separarla bruscamente de su esposo y sus hijos, en violación al derecho a la unidad familiar y el interés superior del niño protegidos por tratados internacionales firmados por Argentina”, dijo Mariela Belski, directora ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina.
Liz agotó la vía administrativa y judicial. El 22 de agosto la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal le denegó un recurso extraordinario a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. “En el escrito dijeron que los niños no necesitaban a su madre para crecer”, se queja Liz.
Si ella es expulsada, su marido no puede hacerse cargo de la crianza de los chicos. Él trabaja jornadas de entre ocho y doce horas en horarios rotativos y está a cargo de dos hermanos discapacitados. Cada día, Liz se levanta a las seis, le sirve el desayuno a su hijo mayor y lo lleva al colegio. Después vuelve para atender a sus otros dos hijos, hacer las compras, lavar la ropa y preparar el almuerzo. Después lleva a los dos más chicos a la escuela y va a buscar al mayor. La tarde se reparte entre tareas domésticas y las actividades extra escolares de los hijos. Los chicos no tienen abuelos ni abuelas ni tíos o tías que puedan apoyar a Fabían en caso de que su esposa sea expulsada.
Liz sabe que en poco tiempo un funcionario golpeará la puerta para avisarle que la van a expulsar del país. Lo que más le preocupa son sus tres hijos. “Yo pido que si me van a llevar me lleven con ellos”, dice.