¿A quiénes llamamos los malos? // Agustín Jerónimo Valle

Joker es, entre tantas otras cosas una pregunta sobre lo qué es la maldad y su relación con el poder. Una película que muestra en el mundo de los superhéroes las formas de violencia del mundo neoliberal.

Cada vez que surge, desde el fondo del corazón humano, el lamento infantil que mismo Cristo no pudo contener: “¿por qué se me hace daño?”, hay ciertamente injusticia.

                                                     Simone Weil

El  3 de octubre se estrenó Joker en Chile, el 6 se aplicaron los aumentos en el metro, el 17 la película alcanzó el millón de espectadores y el 18 estalló la rebelión popular. Sería necio postular al film como causa del levantamiento; pero le calza perfecto como telón de fondo y sería necio también obviar los lazos sensibles entre cultura y política -que son, precisamente, sensibles: intervenciones en el sentido de las cosas y en la percepción. Hay afinidad electiva entre la película yanqui y la insurrección en la -ex- joya del neoliberalismo normalizado en Sudamérica.

La película es un verdadero cuestionamiento, en medio del mainstream, del orden clasista de la desigualdad. Muestra una insurrección popular violenta con carteles que dicen “muerte a los ricos”. Y plantea la discusión por a qué llamamos socialmente el mal, a quiénes llamamos los malos. Para eso su personaje perfecto es el Guasón.

El Guasón es el villano por excelencia, porque lo que más distingue a los villanos es su risa malévola. La risa de los malos. El Guasón es la cara paradigmática de la malversación de la risa, de la risa que se alegra por el dolor ajeno. Es el malo.

Pero acá tenemos un Guasón de risa triste. Un Guasón que nace como tipo desdichado, Arthur Fleck, un tipo que te parte el alma, molido a golpes por la vida, con un síntoma desolador a cuestas: cada vez que sufre, cada vez que alguien lo maltrata o se pone nervioso o angustia, no puede contener un ataque de risa desoladora. El jefe, los abusos intrafamiliares, las burlas de los conductores televisivos, los ricos prepotentes, la absurda violencia urbana común de cualquiera: cada golpe de este mundo infecto tiene en Arthur el eco de esa risa lacrimosa que lo ahoga. De ahí nace el Guasón.

El Guasón nace en el momento en que Arthur accede a reírse de su propia desgracia. Declara que su vida es una comedia -de la que él es espectador, hasta que decide afirmarla, la comedia, y con su desgracia pinta su sonrisa. Hay una escena inolvidable en la que cierra su conversión en Guasón: todo magullado, y alentado por la multitud insurrecta, se mete las puntas de los dedos índices en la boca lastimada, los saca y los mira ensangrentados y, en un segundo, se da cuenta y se dibuja la sonrisa con su sangre. Una alegría hecha con el dolor.

Esa decisión de refirmar el síntoma, de identificarse con la propia falla radicalizándola, corta el padecimiento puro y produce inmediatamente alegría, aún si lo que se afirma duele. Arthur llega a ser lo que se es, como quería Zaratustra. El Guasón es un Gran Despreciador, pero su desprecio no es suyo; refleja -como buen lunático– el desprecio recibido por el régimen humillante de las jerarquías.

 

  1. Difícilmente haya género más propicio para plantear la discusión sobre el mal que el de los superhéroes, o, mejor, el género de los malos… La figura del malo, el malvado, está presente en todas, prácticamente, las películas y dibujitos para chicos; los malos tienen una función muy importante en la pedagogía moral de la cultura de masas: los malos existen para que cuando a ellos les pase algo malo, no nos afecte. Y siempre a los malos termina pasándoles algo malo; siempre escarmientan. Y no nos duele. Porque ya sabemos que escarmentarán, que sufrirán: obvio, si son malos, de ese ser deriva inevitablemente desgracia. Pero su desgracia no nos duele, ni aún desgracias que ni podríamos concebir siquiera le pasen a un bueno. Los malos nos entrenan, desde chicos, en suspender selectivamente la empatía.

Los malos sirven para eso: para reproducir en las subjetividades la estructura perceptivo-moral donde algunos sujetos en la sociedad vienen por naturaleza medio torcidos, no son de los buenos (no son de nosotros) y estamos preparados para ver su escarnio sin empatizar, sin sentir que lo que les pasa está pasándole a algo común a nosotros (estamos preparados para esperar su escarnio…).

Pero resulta que el malo, esa naturaleza medio torcida, en Joker vemos que en realidad era alguien que sufre, alguien a quien cagan a palos y humillan cada dos por tres. En una sociedad que es Nueva York en los ochentas (con una huelga de recolectores de basura que acaso refiere a su gran huelga del transporte en 1980), es decir en la vanguardia de la inteligencia y la sensibilidad neoliberales; el sentido común dominante entrena en reconocer rápidamente quién es el más débil y aprovechar para reírse de él.

 

  1. ¿Y el bueno? Porque en realidad, Joker es una película sobre el origen de Batman. Cuenta la historia del pobre diablo que llamamos villano para develar la verdadera constitución del millonario que llamamos justiciero.

El mega rico que aparece en le peli y con el que se relaciona Arthur Fleck y el Guasón, Thomas Wayne, es por supuesto el padre de Bruce. Y ya sabemos que Bruno Díaz fue un niño traumado. El recuerdo de su herida traumática está por ejemplo en la peli de Tim Burton con Jack Nicholson: un ladrón mató a sus padres delante suyo. Bruno deviene caballero oscuro contra los malechores, y jamás olvida el collar de perlas de su madre volando desarmado por el aire (ese collar es buena metáfora: las perlas encerradas por la soga como riqueza concentrada, que con un tiro nomás vuelven a su distribución natural…). Pero su recuerdo es fragmentario, un recorte, sin relato contextual.

Ahora entendemos que esa víctima de la inseguridad y el delito callejero, el padre de Batman, era un multimillonario de esos mega ricos que tienen más dueñidad que nadie en el mundo. Por eso Batman es el superhéroe sin superpoderes: lo que tiene son esos “juguetes”, como dice el Joker de Nicholson (claro que son armas, pero él, el Joker, el jodón, ve juguetes,  porque milita la juguetización del mundo, solo quiere jugar, de hecho en otra de las pelis le salva la vida a Batman diciéndole que es demasiado divertido como para dejarlo morir…). No necesita superpoderes, Batman, porque es multimillonario.

La agresión que traumó al niño Bruce, entonces, era un contraataque de los comunes a los jerarcas; era subproducto de la violencia constitutiva del régimen elitista donde él y su padre eran privilegiados. Su padre se candidateaba para alcalde, diciendo “solo yo puedo ayudarlos”. Como si su posición de privilegio fuera algo previo y externo al orden social, y él baja a ayudarnos (suena, ¿no?). Pero los privilegios son el centro del orden social; de hecho, los privilegios consisten esencialmente en que los demás no pueden cosas. El rico es rico de impotencia ajena.

Esa impotencia normalizada estalla, en una insurrección anárquica contra el realismo tautológico de las elites, realismo tautológico que, señalando la realidad dada, dice nosotros somos superiores, los demás inferiores. Por eso la violencia ejercida por el Guasón alegra a la multitud: es un contragolpe de los humillados.

Además, el Guasón mata pero no es cruel; mata sujetos en posición de fuerza o poder respecto de él, no más débiles, y no muestra un goce por el sufrimiento de los demás. Los tres yuppies que liquida, que maltratan una mujer en el subte y después lo muelen a golpes a él, resultan mucho más repulsivos que él cuando tira del gatillo: unos hacen daño por placer de ser más poderosos, el otro se venga, pone un límite. ¿A quiénes llamamos los malos, a quiénes llamamos los buenos? Revisar a quién llamamos el malo es una forma de atacar en realismo elitista, atacar la infraestructura perceptiva, sensible y moral de la desigualdad.

 

  1. Si Arthur Fleck reía dolorosamente cada vez que sufría agresiones, el Guasón baila cada vez que logra darse un espacio de libertad. ¡Ah, cómo baila! Baila de una manera única, totalmente singular; la actuación de Phoenix es histórica, complejísima, llena de matices y sutilezas, una obra maestra de la actuación en sí misma. Baila y pierde la forma humana, como quería Patricio Rey. Baila expresando la alegría de un cuerpo que afirma la indeterminación de las formas, lejos de todo bailecito modélico, lejos de toda estandarización gestual, tan lejos del baile aparato que por ejemplo popularizó Mauricio Macri y podría calcar cualquier robot. El síntoma, la falla, el no adecuarse a una forma de vida predeterminada, cuando puede afirmarse, cuando puede decir esto soy, acá estoy (sí, como las zapatistas), baila expresando su alegre fuga de la normalización.

Pero corre, también, muchas veces, este Guasón. De punta a punta; desde la primera escena hasta la última. Lo corren matones callejeros, la policía, la psiquiatría. El miedo lo corre, también. Corre cada vez que necesita, baila cada vez que puede. Los ricos necesitan ser malos; no puede haber riqueza mega concentrada sin maldad en alguno de los eslabones de sus condiciones de posibilidad. El Guasón no quiere ser malo; quiere bailar: pero para eso es necesario conquistar, con violencia si es preciso, espacios donde verdaderamente lo dejen en paz.

Fuente: Socompa

 

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