Por Marcelo Laponia
La sociología, empleando en su favor los avances del marketing, mide bastante bien el deseo de la gente. Se aproxima con sorprendente exactitud a ese evasivo objeto fetiche que, según los encuestadores, muta incluso día a día.
Resulta ilustrativo apreciar la faceta pública de los jefes de las empresas de medición. Su cara digámosle “periodística”; una curiosa compulsión a asistir, durante los días previos a las elecciones, a cuanto programa televisivo dedicado al análisis político haya.
Lo que disfruto de ese espectáculo es el lado espectacular de unos debates que jamás caen en aburridas competencias técnicas sobre parámetros y rigurosidades sino que desconciertan por sus amplias pretensiones interpretativas.
Como sucede con las consultoras económicas, quienes se encargan de estudiar con meticulosidad un complejo enjambre de números y de relevar complejas decisiones micro-políticas, emergen grandiosos a las superficies mediáticas, cual médicos de la sociedad, profiriendo –con palabras preparadas para el oficio del comunicador- notables filípicas, exhibiendo nítidas razones colectivas y exponiendo al detalle los motivos políticos de la gente.
Los estilos varían enormemente. No funciona igual la sagaz y enfadada sociología de Artemio López que la seria y afable prudencia de consultor todo terreno de curita de pueblo de Roberto Lavagna (la lista de sociólogos encuestadores es particularmente apta para cierta literatura: el “reflexivo” Fidanza, el “vikingo” Rouvier o la “paqueta” Römer): se trata siempre de sujetos que se presentan dueños de sí mismos, narrando la vida pública como objeto del saber detentado.
Delante del deseo de la gente marcha esta singular tropa de sabiondos. Siempre entrampados, este es el asunto, en el mismo rulo recursivo. Ya que aunque la gente sabe lo que quiere, y así lo dice cuando se le pregunta (¡hay del psicoanálisis, tan ausente en la vida política!), no sabe nada sobre las razones de su querer.
Sabemos lo que queremos, pero no sabemos por qué queremos lo que queremos. El saber sobre el deseo es un saber inconsistente ya que el sujeto (hay!) arruina todo saber con su querer.
La política se extravía siempre en este punto, en el cual confía sus decisiones a supuesto saber del querer de la gente proporcionado invariablemente, por esta respetable sabiduría científico-empresarial de la representación. En este exacto punto es ella, la política, la que se convierte en pura administración de una política de verdad elaborada en los mercados (que incluyen a la opinión pública).
Curiosamente, llegamos a saber algo de nuestro deseo, que se nos aparece habitualmente como un capricho individual, sólo cuando actuamos. Mientras tanto, eso que decimos sobre nuestras preferencias no son sino residuos de un narcicismo marcado por frustraciones de consumidores habituados a dramatizar, en el uso colectivo del lenguaje, lo que en el fondo son preferencias de consumo.
La política que sobre estos pilares descansa no conoce primaveras durables. Sometida a la sorpresa, confunde el capricho inexplicable, como ocurre en estas elecciones, con el acontecimiento oscuro o luminoso que proclama teóricamente y en términos prácticos contiene y evita.