Ayer León Rozitchner hubiera cumplido 98 años. Es extraño celebrar sin la presencia del homenajeado, pero no lo es tanto en este caso, dado que un cumpleaños celebra una existencia y Rozitchner existe entre nosotros. Suele ocurrir que la desaparición física desplace el vínculo hacia el recuerdo y la celebración al aniversario de su muerte, aunque no es -al menos para mi- lo que ocurre con León. La intensidad de su presencia en su obra me lleva menos a recordar su partida que a celebrar su persistencia. Aunque sea muy personal decirlo así -ya se sabe, las redes y lo personal son un problema difícil- Rozitchner personificó un modo muy corporal su estar en el pensamiento. Un modo físico-afectivo, político, crítico, materialista, sensual, agudo: apegado a la vida. Y ese modo de estar subsiste -digo esto al modo de un hallazgo o como un descubrimiento- en sus Obras (sus textos) con despojada inmoderación. Para celebrarlo leí ayer un texto suyo sobre Oscar Masotta. Lo leí, como diría él de sí mismo, para comprenderlo mejor. ¿Qué le pasó a Rozitchner con Oscar Masotta, su amigo primero y luego un nombre que le provocaba dolor? El texto en cuestión tiene por título “Oscar Masotta o el origen de un mito sin historia”, es una entrevista perdida, sin referencia alguna -¿Quién la hizo? ¿En qué fecha?- que permaneció inédita hasta que fue recogida en su libro póstumo «Retratos filosóficos» (Obra de León Rozitchner, Editorial de la Biblioteca Nacional, 2015). La ausencia de toda referencia acentúa el efecto atemporal, y da la impresión de un monólogo interior. La leí -me doy cuenta ahora- como si fuera una auto-entrevista, uno de aquellos textos que Rozitchner escribía no para otros sino para su propio esclarecimiento. De hecho, las palabras finales del texto de algún modo lo sugieren: “lo repito, quizás éste sea mi problema. Quise al primer Masotta, me sentí defraudado por el segundo. Y sigo dudando, sin embargo, si no hubiera sido mejor guardar silencio sobre ambos”. Hurgando en sí mismo para desentrañar la perturbación que le suscita el nombre Oscar Masotta, relatando para eso antiguos recuerdos -algunos de ellos de no tan fácil acceso- León da curso a una apropiación invertida respecto de la operación que ha hecho de Masotta un canon intelectual. Tomado -desde sus propios afectos- por el revés, declara León su amor por aquel joven aprendiz y sartreano, orillero y arltriano, resentido y poeta, rebelde y marxista, maldito y un poco peronista, y su extrañeza -sino su hostilidad- por aquel profesional que emerge -luego de una muy relatada crisis psíquica- como fundador de una institución -León escribe “sucursal”- lacaniana en Buenos Aires: la «Escuela Freudiana». Ese corte, a partir del cual se reconoce y reivindica a Masotta, perdura en Rozitchner como una señal ominosa y una ruptura nunca explicada y como el pre-anuncio de nuevos tiempos en los que pensamientos habrá de retraerse hasta denunciar lo político-transformador como mero imaginario. En los antiguos tiempos de la revista «Contorno» (ahí se conocieron), los jóvenes intelectuales de izquierda intentaban escuchar aquello que la sociedad no dice sobre sí y se preguntaban cómo sería la revolución si no apareciera como descendiendo sobre el colectivo humano como un discurso ya resuelto e históricamente garantizado. Una revolución así, cuyo movimiento fuera de ascenso, debía adoptar como punto de partida no las ideas puras sino la singularidad real de los sujetos (“nido de víboras”) sobre el que el marxismo callaba y por eso -para decirlo de una vez- debía recurrirse al psicoanálisis de Freud. Con Freud se procuraba alcanzar a Marx, pero para retomar a un Marx capaz de pensar sobre presupuestos freudianos. Se trataba, entonces, de alcanzar la clase revolucionaria no como grupo idealizado sino desde la materialidad viva de cada sujeto. No se trataba, por tanto, de hablar de Freud a psicoanalistas, sino a militantes. Aquel psicoanálisis le hablaba al sujeto y a la política, le hablaba a la política del sujeto (para indicarle la fuente de su eficacia revolucionaria posible). Desde esa perspectiva invariable en Rozitchner -desde la cual escribió dos importantes libros sobre Freud-, se hacía incomprensible la posterior transformación (silenciada, nunca elaborada) de Masotta. La incomprensión de Rozitchner era, en realidad, un sentimiento de espanto ante lo que advertía y no aceptaba en aquel corte: la profesionalización -vía Lacan- del psicoanálisis. Su separación respecto del campo social y su autocentramiento (del que surge una lengua particularmente hermética). Lo que Rozitchner rechaza en ese corte-movimiento es una elección restringida: la escucha de lo que ocurre en el consultorio en detrimento del murmullo urbano. Una preferencia excluyente por el sujeto individual, no ya como término indispensable de una escucha más amplia de los ecos sintomáticos que resuenan en las relaciones de producción, existente en Freud. Lo que Rozitchner declara improcedente es que se elija solo una parte de Freud, que se lo “escotomice” -palabra que reitera León-, separándolo para siempre de Marx. De ahí su pregunta: ¿Por qué abandonó Masotta aquel resentimiento -que lo convirtió en un “loco lindo de la teoría”- en nombre de una cordura que lo sometía al discurso contra el cual se había revelado de joven? ¿No era más abarcativa y osada su inicial admiración por Sartre, con su búsqueda de mediaciones entre lo social y lo singular, que el posterior Lacan sólo dedicado a esto último? Escuché muchas veces que el problema con León era que ese escritor voraz tan conectado con la literatura francesa no habría leído a Lacan. El texto sin fecha que estoy citando -creo que ahora se dice «spoileando»- incluye, sin embargo, un comentario de su experiencia con el resonado psi francés, a quien enseñó en sus cursos en la clínica Caparrós y en la Facultad de Humanidades en la Universidad del Litoral a fines de los años 50: «la lectura de Lacan fue para mi muy importante, pero antes de su auge en la Argentina. Cuando no existían aún los lacanianos se lo podía leer a Lacan, ese Lacan que hacía pensar y con el cual uno podía pelearse o quedar deslumbrado, sin tener que sacrificar lo propio, cuando todavía no se había formado ese halo de sumisión y de dogmatismo que acompaña ahora a su lectura. Los lacanianos han vuelto ilegible a Lacan: lo leen en sagrado». Las polémicas de Rozitchner tuvieron por fondo una experiencia particular con el amor. El suyo fue un combate en un doble frente: contra quienes desprecian lo absoluto en la existencia singular en función de un social abstracto y una historia prefigurada (los que leen a Marx sin Freud) y contra quienes sólo pueden acceder a lo singular consagrándolo, es decir, separándolo de lo histórico (con su carga agotadora de contradicciones y sus luchas: Freud sin Marx). La ruptura de Masotta, dice Rozitchner, fue la sustitución impensada del freudo-marxismo de los sesentas por el freudo-lacanismo de fines de los setentas. Sustitución que no aspiraba ya a salvar colectivos humanos sino a individuos. Cuando digo que es posible celebrar el cumpleaños de León como si aún estuviera entre nosotros, y afirmo que su modo interpelante de estar en el pensamiento aún provoca esa extrañeza insustituible que nos señala lo ruin de lo que en nosotros se da como conformismo de un pensar sin dolor, sin odio, sin erotismo y sin efectos, lo hago menos como aspirante a difusor de sus ideas (no interesan sus “ideas” sino lo que suscita su modo físico de estar en el pensamiento) y más como alguien que no sale indemne de la lectura de frases como estas (en este caso, dedicada al joven Masotta): «acentuaba la actividad intelectual como un campo específico: pensar lo más profundo que se pueda». Pensar lo más profundo, todo lo que se pueda, lo menos profesionalizado, lo más a fondo, lo menos restringido y lo más valiente que seamos capaces!
Feliz cumple querido León!