Cuando me mudé de la casa familiar elegí los objetos que me llevaría a la nueva vida de las decisiones. Traje las pocas cosas que junté con sentido después de la adolescencia.
La caja de cartón que más miedo me dio que se rompiera fue una de las tituladas “BIBLIOTECA ARRIBA”.
En el departamento en el que vivo hay dos lugares en los que guardo libros. Abajo, frente a esta computadora en la que escribo, están, desordenados, los que quiero tener al alcance del estiramiento de un brazo. Arriba, en mi habitación, está La Biblioteca en la cual, con una sencilla organización, encuentro los libros que ya leí, los que no leí y quiero leer, y los que creía que quería leer y ahora temo que nunca leeré. También guardo ahí los cuadernos en los que escribí.
Cada cuaderno tuvo un uso particular. Hay algunos en los que hice anotaciones aleatorias: listas de supermercado, firuletes, palabras que rebotaron de una llamada telefónica, anotaciones de una generala en la que perdí, ideas germinales de textos literarios y obligaciones del día. Las hojas de estos cuadernos están arrancadas, rotas y las que quedaron enteras, fieles a la encuadernación, tuvieron el poder efímero de retener cierta información que fue utilizada en el corto plazo. También guardo los cuadernos en los que escribo cuentos, relatos, poemas y sueños. Su individualidad es que las hojas tienen una potencia única, desconocida por el brillo del Documento1 de Word, donde finalmente termino reescribiendo y editando el texto que guardaré como… en la carpeta informática llamada: “los textos tienen que estar aquí”.
En cambio, los diarios íntimos están formados por una sucesión de cartas en las que sin querer radiografié, a lo largo de los años, mi torrente sensible. A estas hojas nunca vuelvo. Las palabras permanecen tal como las encontré en el momento de la escritura. Fueron como un sudor, un escupitajo, un vómito que el cuerpo necesitó transformar en resto y desecharlo. Su existencia convierte en grafía la historia de mis sentimientos.
La caja más pesada de mi mudanza fue la de los diarios íntimos. No importa si pesaba más o menos kilogramos que las históricas vajillas familiares compradas en un país lejano, para mí esa caja tenía la carga de la vida entera.
Desde que soy chica le escribo al Querido Diario y sospecho que ese fue mi ingreso a la escritura y, posteriormente, a la literatura. Sus tapas callan la tinta de todos mis secretos, hasta de los secretos que existen en los cuadernos y no en los recuerdos.
Comencé escribiendo, desde el berrinche de la cama, cartas hechas de súplicas y confesiones escritas con lágrimas desplazándose por los cachetes. El Diario era una figura salvadora, que sin responderme, recibía mis palabras. “Querido Diario: ya estoy mejor, alguna ayuda me habrás mandado…”
Por la sugerencia de mi educación laica y el encuentro de poéticas símiles, las entradas dejaron de ser cartas melodramáticas y comenzaron a ser el registro de eventos ocurridos o pensados mientras ellos mismos sucedían, en un determinado día. Una foto con las palabras como el paisaje.
Escribir en un diario las repercusiones de mis heridas, de mis alegrías, de mis interpretaciones y de mis razones no se me ocurrió a mí, sino que es un componente constituyente de la recurrencia semiótica. Hay gestos culturales que reaparecen a lo largo de las sociedades de diferentes formas. ¿De dónde habré sacado, a los siete años, que para dejar de llorar tenía que escribirle al Querido Diario? No lo sé, pero sin dudas del pasado.
Ahora pienso en la escritura de un diario y aparece en mi mente Querido Diario (2011), un libro de Luis María Pescetti en el que se podían espiar las anotaciones de Natacha, un personaje, niña como yo, al que seguía en todos sus libros. O bien, pienso en la escritura de un diario y resuenan en mí algunos signos de una conversación con un terapeuta al que no puedo ver por estar recostada en un diván. También, pienso en la escritura de un diario e imagino que tiene rasgos similares a una confesión ante un sacerdote, que por juramento no puede romper con el secreto en cuestión. O mejor aún: pienso que escribirle al Querido Diario es como hablarle al Dios mismo. Padre nuestro que estás en los cielos antecede todo diálogo entre el hombre y Dios, que nunca responde con nuestro lenguaje. Al igual que el Querido Diario antecede todo diálogo entre el hombre y ese ente etéreo que tampoco responde con nuestras palabras.
Pablo Katchadjian, en Amado Señor (2020), le dedica una novela epistolar entera al “Amado Señor”. En estas cartas sin respuesta lingüística, Katchadjian reflexiona sobre y con su receptor, que no existe pero existe cuando él le escribe y lo piensa. El Amado Señor de Katchadjian cambia de forma rápidamente porque nunca tuvo una. Las cartas comienzan a dirigirse a: Amado Reflejo, Amada Mata de Cactus, Amada Boca, Amada Nube de Bacterias, Amado Punto, entre muchas otras. En una entrada, el emisor le confiesa a su Amado Ruido Verdadero que la historia que le está contando la conoce porque en su familia existe un diario que se fue escribiendo de generación en generación. Esa escritura fue la encargada de mantener viva la memoria familiar. Enseguida le escribe al Amado Diario: “tenerte y leerte me hace pensar en qué de todo lo que pasó en mi familia antes de mí sedimentó en mí ”Entonces, escribirle el Amado Diario, o al Querido Diario, o a la Amada Utilidad es casi una intuición, sedimentada en nosotros por la historia previa a nosotros.
En el siglo XVIII, después de la Revolución Francesa, una serie de transformaciones en la producción impresa de los libros produjeron la llamada “Revolución de la lectura”. Los lectores cambiaron su modo de enfrentarse a los libros y empezó a surgir, en convivencia con otros modos de lectura, la lectura silenciosa e individual como forma de entretenimiento privado. Fue en este contexto de intimidad en el cual los lectores comenzaron a sentir cercanía con los personajes de las ficciones que leían y a su vez, comenzó a forjarse una relación con los autores que posibilitaban ese trance. Un caso famoso es el de Las penas del joven Werther (1774). Goethe, el autor, recibió miles de cartas de los lectores que tras leer su novela sintieron quebrantada su intimidad empática, al punto tal de poner de moda el suicidio, tal como lo hace el pobre Werther en la ficción.
En el caso particular de las mujeres-lectoras, el acto de lectura las encontró adentro de sus casas. Los libros comenzaron a desplazarlas de sus tareas domésticas para llevarlas a sus habitaciones donde llevaban a cabo El Acto de La Lectura. Lo privado comenzó ser peligroso porque estaba asociado con el deseo y los mundos posibles a los que la lectura las podría estar llevando. Siglos más tarde, Virginia Woolf escribiría Un cuarto propio (1929), un manifiesto a la necesidad del espacio personal como simbolismo de autonomía económica y emancipación social, ya no sólo para la lectura, sino además para la escritura íntima.
No sé si fue por resabios históricos o por consumos culturales que mediaron nuestras prácticas, mis compañeros de la escuela primaria no escribían diarios íntimos. Era algo yankee y de mujeres. Mis compañeras tenían sus diarios apoyados en las mesas de luz. Algunos venían con claves y candados que mostraban que, ni aunque fuésemos las amigas más cercanas del grado, podríamos enterarnos de lo que el Querido Diario sí.
Después de la adolescencia, la relación con esa sustancia receptora cambió. Pienso que haberme encontrado con los diarios de la poeta Alejandra Pizarnik tuvo que ver. Recuerdo la sorpresa que me generó que una editora hubiera recolectado y, tras la muerte de la autora, publicado el testimonio de los días de Pizarnik, y que esos textos, a su vez, podían funcionar en un mercado editorial porque a muchos lectores, como a mí, les interesaba leerlos. En sus diarios, Alejandra menciona los diarios de otros escritores: Baudelaire, Katherine Mansfiel, Julien Green, entre otros. Los diarios, hacía tiempo, eran un género literario en sí mismo. Descubrí diarios de viajes, diarios de enfermedades, diarios del dinero, diarios de duelos, diarios de becas y los diarios de los escritores que yo leía.
Pizarnik, un 30 de abril, escribió – documentó- que es casi imposible escribir un diario con la intención, a priori, de publicarlo. Sin embargo, en La novela luminosa (2005) Mario Levrero lo logra. Si bien el escritor construye el relato de sus días desde la soledad de su casa y, más puntualmente, desde la nocturnidad de su íntima computadora, hay una constante apelación al futuro lector de esos escritos. Esta escritura íntima está pensada para que un otro la lea. Levrero se disculpa por el aburrimiento que conlleva leer esas páginas y a su vez se excusa con la creencia de que, como sigue siendo su diario un espacio privado, él debe poder seguir haciendo lo que quiera “sin pensar en el lector”. Presenta a al diario como un espacio de libertad. Si nadie se anima a ir a la casa de otra persona a cuestionar el color de las paredes y el orden y desorden los muebles porque es un espacio privado, nadie debería leer un diario para criticar su sintaxis o el aburrimiento que produce la lectura de los eventos narrados, al menos no en búsqueda de una “buena literatura”.
Al convertirse en un género literario en sí mismo, los diarios íntimos comenzaron a coquetear con la ficción. Las personas cercanas a Levrero, sus amigos y parejas, se transformaron en los personajes, con nombres ficticios, de su novela. O bien, en Los diarios de Emilio Renzi, Emilio Renzi no existe, sino que es un personaje, álter ego del escritor Ricardo Piglia. Por lo tanto, Piglia escribió su vida en sus diarios a partir de una cesión de su propia intimidad.
Ahora pienso que el diario es un cuaderno formado por textos cuyos títulos son las fechas del día en que escribo. Desde que sé que puedo ir a una librería y comprar diarios íntimos como compro novelas de ciencia ficción, la escritura íntima comenzó a desarmarse. El Diario dejó de ser el portador de las palabras resultantes de una ofensiva a la intimidad y comenzó a ser el ensayo de mi escritura.
Sé que esos cuadernos tienen la maldición de la eternidad a menos que una catástrofe o un mortal detengan su inercia. No quisiera que nadie lea las cartas que le escribí a mi antigua deidad, pero por ahora no puedo tirarlos ni leerlos. Su función será la de ocupar espacio y cargar, ellos, el peso de los años.
Sé que las cartas al Querido Diario son casi de un manual infantil, pero también siento que, distanciada de la infancia, el Diario se alejó de la intimidad porque dejó de ser el lugar donde escribir sólo las verdades: aparecieron los artilugios.
Reivindico al Diario íntimo como espacio para la construcción del relato íntimo. No existe intimidad sin mundo, pero si el mundo enmaraña la intimidad al punto tal de ocultarla, el trabajo para volver a la verdad consistirá en, como propuso Julia Kristeva, una revuelta íntima. Una re-vuelta. Volver hacia la autonomía. No es necesario sólo tener un cuarto propio, sino además una hoja íntima, con –nuevos- límites y poros sensibles ante el mundo preexistente.