En estas semanas de cuarentena estuve intercambiando reflexiones casi epistolares con colegas, compañeres, amigues, sobre el futuro del teatro y nuestro quehacer en él. De esas discusiones subrayo un elemento: pareciera ser –aunque más como intuición que como revelación certera– que, en medio de la suspensión de la actividad teatral, estarían dadas unas condiciones empíricas excelentes para una aproximación conceptual necesaria de lo escénico hoy, de lo teatral en este momento-mundo. Una que, desde luego, bordee siempre la pregunta y se apoye en un ineludible “no saber” como piedra fundamental de cualquier pensamiento creativo en esta hora acuciante.
Muchos teatristas sentimos que se nos ha caído el mundo: se nos ha caído el teatro, se nos ha caído la vida. Perdimos la única cosa que nos importaba. Y parece que no la vamos a recuperar igual, ni pronto. Frente a esto sobreviene una sensación de angustia, de pérdida, duelo, tristeza. Pero también, vemos asomar una invitación interesante: la de una reconfiguración posible, necesaria, que se siente, casi como en un susurro al oído, viniendo de la historia misma, en un momento que se percibe de dimensiones “históricas”, aunque no sepamos lo que esto implica.
Partiendo de un primer diagnóstico (que un teatro cierto parece haber muerto, la tristeza porque formábamos parte de él, y la necesidad e invitación a crear uno nuevo, a crearnos nuevamente, mutar), aceptemos que vamos a requerir también un justo diagnóstico de ese mundo cierto que ha muerto -junto con ese teatro-, en el que muchas injusticias, sorderas, impotencias, falsedades y alienaciones formaban parte constitutiva, las cuales no parece que vayan a dejar de formar parte en el mundo que viene. No es que quisiera inclinarme sobre la tesis pesimista de que viene un mundo peor, pero de mínima admitamos que nada lo de bueno es sin una lucha -incómoda cuanto menos- de por medio. Y esto porque creo que si el teatro funda mundo es porque mundo funda teatro en la misma medida, y por tanto no podemos preocuparnos por el teatro sin hacerlo por el mundo, y con una consecuente dimensión de lucha; no teniendo teatro y mundo como cosas separadas -como querría la ideología, que establece entre ellas una relación discursiva-, sino como siendo la misma cosa, como querría hacer ver, en cambio, una ética existencial del mundo-teatro, del teatro-mundo. Aceptemos también que ninguna fundación de futuro podría desentenderse de las condiciones que ya hacían del mundo un lugar de mierda cuando se fue a caer. Y sobre todo, porque algunas de las pinceladas que empiezan a contornear el paisaje de nuestra vida postapocalíptica no parecen necesariamente muy diferentes a los vectores que ya motorizaban la vida de mierda, pero que ahora, como en un ensueño peposo cinematográfico, no las reconocemos por verlas intensificadas: estado policial, cierre de fronteras, hiperdependencia del ciberespacio, separación de nuestros afectos, soledad en medio de un montón de gente, ilusión virtual de cercanía, etc.
Ahora bien, si el teatro ha consistido hasta el momento en invención de mundo, ¿no podría contener, como en una sabiduría congénita, parte de la solución que se precisa? Y seguidamente, ¿podrá el teatro -es decir, ese arte que ha mutado siempre, inmutable, desde el confín de los tiempos- transformarse lo suficiente otra vez como para poder realizar esta operación? Pero todo el nudo del problema reside (aunque ahora no lo podamos resolver) en la dirección y el sentido de esa transformación. Acordamos en que estamos frente a una necesidad de mutación, la vida es mutación. Y esa mutación ahora requiere un no-saber, una “digestión”, una pausa. Un parar y repensar. Una urgencia en escuchar el viento, que está cambiando. Una amiga cercana me dijo esta semana: “teníamos que parar un toque”, para frenar (por lo menos desacelerar) el flujo inercial de los automatismos (intelectuales, perceptivos, actitudinales) a los que nos habíamos abandonado; cada cual sabrá cuál el suyo, los hay de izquierdas, centros y derechas, silenciosos y ruidosos. Sea como sea que vuelva, el teatro no podría volver igual, porque si volviéramos a hacer lo mismo que estábamos haciendo, hablará eso de una enorme insensibilidad nuestra como artistas. ¿Casi un año sin hacer nuestro oficio en medio de una pandemia y volvemos a hacer las mismas obras y de la misma manera? Evidentemente no eran obras, eran automatismos. Nos vemos así arrojados a la supervivencia, a parar todo, empezar otra vez, y preguntarnos cosas elementales que habíamos olvidado: ¿quién soy, qué estoy haciendo, para qué? Una obligada escucha de las fuerzas reales que actúan en cada momento nos permite actualizar la posición subjetiva, aventura que nos interpela enérgicamente pero no sin una apreciable cuota de oscuridad.
Es cierto que el teatro ha sobrevivido a tantas cosas, desde hace muchísimo más que veinticinco siglos, por lo menos la fuerza que lo anima es tan antigua, que uno pensaría… aunque esta pandemia nos mate a casi todos y dure décadas… al teatro no le haría más que cosquillas. Así y todo, la imagen distópica de un mundo de puro aislamiento, en el que la individualización de la vida (esa que ha avanzado sin prisa ni pausa a lo largo de la modernidad) llegara ahora a su máxima expresión imaginada, y en el que toda conexión entre seres vivos estuviera mediatizada y codificada por algoritmos viajando a través de fibra óptica (o lo que sea)… suena bastante parecido a un mundo sin teatro… por lo menos sin su fuerza esencial: el contagio, como dijo Artaud, o en el que el teatro quedaría expulsado de toda legalidad, convirtiéndose ya en un acto ilegal, terrorista, clandestino, peligroso, como lo es hoy de hecho, razón por la cual no se hace. El teatro –que es como decir la historia misma– lleva en su sangre un componente antihistórico: su flecha no va sólo hacia adelante, ¿o de dónde proviene sino, su persistencia milenaria, de dónde si no es de su resistencia a los vectores del tiempo? La pregunta es: ¿qué teatro vuelve y cómo ha sido afectado por la pandemia? ¿Volveremos mejores? En el riesgo de otro retroceso cultural en lo que refiere al contacto, la sexualidad, el erotismo, en el posible advenimiento de una nueva ola securitista del cuerpo, el teatro, en su hora más peligrosa, reencuentra su imagen sagrada, excesiva. El teatro, lo más inactual. Del otro lado, se alza visible la alternativa de adaptarlo, entregárselo enteramente a YouTube, “convertirlo” en su versión sin vida, higiénica, aséptica, funcional a un régimen recrudecido de producción de subjetividad precarizada. Tan necesario será que permitamos la mutación como que no nos dejemos llevar por el canto de sirenas de una actualidad sin nombre, sin historia, sin pueblo. ¿Cómo realizar esta operación sin que esto implique una posición extrema, cómo llevarlo a la práctica de un modo factible, al mismo tiempo, cuidadoso? Es tema de otro debate. De la paradoja no saldremos fácilmente.
Imagen: CDC/Hannah A Bullock/Azaibi Tami
buena reflexion