Fogwill (1941-2010)
¿Qué perdimos, ahora que nos dejó Fogwill?
Una sintaxis. Los grandes escritores saben que el resto importa poco. (En cada frase de esto que escribo, puedo sentir la presencia de esa sintaxis: ¿cómo lo hubiera escrito? Y: ¿cómo se hubiera burlado Fogwill de algo escrito así?). El giro conservador de la industria editorial quiere convencernos hoy que la literatura debe “contar historias” y, sobre todo, que la formulita “contar historias” significa algo. Fogwill, gran contador de historias, descubrió una respiración y una música: esas frases cortas que parecen jadeos pero que se releen como sentencias, con la perfección pulida de un refrán. Para escuchar esa música, lo mejor es arrancar por ese libro prodigioso que se llama Runa.
No todos lo creen, pero la mayoría lo repite y entonces es como si lo creyeran. Dentro de cada persona, hombre o mujer, hay otro casi igual. (…) Los chistes no se cuentan para la gente, sino para el otro que está adentro del que va a oirlos. Ahí el otro despierta y quiere salir para contarles a todos lo que acaba de oír. Salta adentro, choca contra la cáscara del cuerpo y así produce los sacudones de la risa.
Los mejores chistes son los que despiertan al otro de adentro, por eso hacen sacudir más y dan ganas de cagar y mear como si cagando y meando la gente pudiera sacarse a ese otro que le molesta adentro.
Una ética de la escritura. Fogwill es el escritor que sabía de marketing y construyó su personaje y su figura de escritor y todo eso. El que se hizo llamar Fogwill porque quería ocupar un lugar como el de Sócrates y Hegel (y nadie habla de Guillermo Federico Hegel). De acuerdo. Pero también por que “Rodolfo Enrique Fogwill” es “un dactílico espantoso” y “Rodolfo Fogwill” alitera. Se puede hacer cualquier cosa con el personaje del escritor, con la marca, con la ubicación en el campo literario. Lo que no se puede hacer es escribir cualquier cosa, y poner la obra en la mesa de negociación.
Una visión de lo real. Una idea del mundo como un objeto material, una mirada sin ilusiones. Detrás de cada acto y detrás de cada objeto hay una relación económica, un interés pero también un entramado productivo y social complejo. Esa complejidad es necesario leerla, y de esa complejidad puede surgir belleza. En uno de los poemas más hermosos que se hayan escrito en estas tierras (“En el bosque de pinos de las máquinas”) se las arregló para escribir bellamente sobre el negocio del revelado de fotos. Y no se trata del cínico ejercicio descriptivo al que nos acostumbró cierto objetivismo tramposo.
“Máquinas vastas, máquinas fastuosas, máquinas enamoradas de su trivial reiteración”
Un pensamiento. Cuando la red empezó a poblarse de noticias sobre la muerte de Fogwill –más allá de un cable idiota en el cual el redactor había considerado pertinente subrayar que los hijos del muerto son profesionalmente exitosos–, circularon los lugares comunes: “el zarpado”, “el provocador”. Es comprensible. Pero es también una forma de normalizar y hacer soportable lo que nos dice, o nos decía. Fogwill pensaba contra los lugares comunes que más nos simpatizan. La primera reacción es “qué hijo de puta, habló contra el aborto”. O “contra el escritor X”. O “contra las políticas de derechos humanos”. La segunda reacción es, o debería ser: ¿no será posible pensar esos temas, y cualquier otro? Aún para saber que, finalmente, teníamos razón. Fogwill nos enfrentó a la evidencia de que uno, la mayor parte de las veces, elije repetir el eslogan de turno antes que pensar.
De esa inteligencia helada surgieron iluminaciones que asustan por su precisión. Como los artículos de El Porteño en el ’84 en los que describió la política cultural del gobierno radical cuando el gobierno radical no llevaba ni dos meses de asumido, y esa descripción se aplicaría después a todas las políticas culturales de la democracia, sin importar que los nombres fueran Aguinis, O’Donnel, Lopérfido, Lombardi o Coscia. O sus últimas intervenciones, en las que comentó el modo en que muchos escritores incorporan desaparecidos para contentar a sus editores europeos: su novela “del Proceso” (La experiencia sensible), cuenta apenas el viaje de una familia a Las Vegas. O sus lecturas críticas, de una precisión y un caudal de ideas (y una potencia canonizante) que exhiben, por oposición, el desinterés y la rutina con que se escribe casi todo lo que hay en los suplementos culturales que nos rodean. (“La poesía tiende a irrumpir en cualquier parte: hasta en el fango tibio de la trivialidad literaria”, escribió sobre Viel Temperley, pero mucho me temo que tal irrupción no es muy habitual).
De paso, los artículos de Fogwill recopilados en Los libros de la guerra (Mansalva), y los muchos que quedaron afuera, y sus recientes columnas en Perfil, son un modelo para todo aquel que quiera escribir un ensayo sin enfrentar a sus lectores al aburrimiento.
¿Qué perdimos ahora que nos dejó Fogwill?
Los los libros que podrían venir: cuando un gran escritor muere, nos sentimos un poco desamparados, porque los grandes escritores son un abrigo en la intemperie del mundo y la intemperie de la lengua.
Post Scriptum autobiográfico:
¿Porqué me ponen triste algunas muertes de personas que no conocí más que por leerlas? No es su presencia ni su cuerpo lo que voy a notar en falta. Algunas relaciones son evidentes: cuando murió Fontanarrosa, no pude dejar de pensar en la carcajada de mi viejo. Cuando murió Alfonsín, un político con el que tenía y tengo muchísimas reservas, sentí que moría un resto de mi adolescencia. Con Fogwill –a quién ni siquiera vi “en vivo” en alguna perfomance publica– se va una prosa que me acompañó durante al menos veinte años, veinte años en que un cerebro se formatea, espero que no de manera irreversible. Tengo la sensación de que se termina una voz que, cada tanto, me gustaba oir. Tengo la sensación de que no van a aparecer (para mí) muchas voces con esa potencia: no porque todo tiempo pasado sea mejor, sino porque uno se va poniendo sordo.