“Que no quede… ni uno solo… Ooooh…”

Que una idea se origine en un sueño puede
resultar descabellado y hasta descalificador para nuestros parámetros
habituales de racionalidad. Y, sin embargo, lo cierto es que incluso el método
cartesiano debería ser calificado de sueño de la razón. Descartes mismo
admitió en su hora hasta qué punto sus pensamientos fueron primero engendrados
en clave imaginaria y nocturnal antes de aspirar a la exactitud
geométrico-matemática.

No hace falta, entonces, sumergirse en la interpretación
de los sueños (que, antes que nada, se elaboró en el primer monoteísmo con José
—el judío de Egipto enaltecido por el Faraón—, siglos antes de devenir discurso
psicoanalítico) para dar entidad de pensamiento a aquellos signos confusos que
un posterior avatar diurno nos evoca bajo el modo pretencioso de la idea.
Me digo todo esto al tiempo que buceo en los
residuos apenas recordados de lo que parece haber sido un sueño claro e
intenso, y que no logro capturar sino con dos palabras insistentes: “hemos
traicionado”. A pesar de la gravedad del enunciado, el tono del sueño no
presenta espesor moral. Al contrario, sus rasgos determinantes son los de la
liviandad y los de la apertura, sentimientos comparables a los de quien accede,
por fin, a la comprensión de un cierto estado actual sobre el que ha intentado
pensar una y otra vez. Y me doy cuenta, mientras mis manos redactan lo que mi
conciencia aún no esclarece, que la lectura matinal de un reciente texto de Tintorelli opera como estímulo para decodificar mi sueño encriptado.
“Hemos traicionado”, insiste el recuerdo con
una claridad ajena a todo encierro, porque el tipo de condena a la que podría
dar lugar estas palabras se ve disminuida ante lo que conquistamos en el campo
del entendimiento sobre algunos interrogantes oscuros de nuestro presente. La
traición, me digo evocando otro pasaje claro de mi sueño, consiste en haber
vuelto a “poner en juego aquello que debía haberse ido”. Esta frase la recuerdo
casi textual. Algo de nosotros mismo, algo que habíamos identificado como
causante de la fase de barbarie social y política de las últimas décadas, había
sido conjurado con aquellos cantos rituales que repetían incansablemente “que
se vayan todos”.  Ese todos no podía no alcanzarnos. Y por eso
podíamos rematar entonces gritando “que no quede ni uno solo” (de “ellos”, ni
de “nosotros”).
Cansados de lidiar con la interpretación vulgar
de aquel sueño —que no se cansa de interpretar aquellas consignas como
referidas sólo ese “ellos” (los “políticos”, o los “corruptos”, o los
“capitalistas”)— hemos accedido al fácil juego de la desilusión porque al final
“no se fue nadie” (o casi nadie). Pobre reflexión auto-expiatoria.
Mi sueño, en cambio, parece aportar más verdad
que lo que en vigilia soy capaz de reflexionar. Un monólogo capaz de aligerar
el peso de una inmersión en la vida política. El texto de mi sueño decía: hemos
vuelto a poner en juego eso que habíamos aprendido a dejar de lado
, a
identificar como complicidad, miedo, cálculo o resignación ¿hemos asumido
nuevamente un retorno a las estructuras sensibles que el rechazo masivo y
público procuraba desterrar?
Saúl Tolli

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