El Frente de Todos no fue el instrumento adecuado para proteger salarios e ingresos, ni para romper el bloqueo impuesto por las clases dominantes a toda tentativa de reforma socioeconómica o político-institucional. Estuvo por debajo de sus propias consignas. Esta y no otras razones (como las torpezas presidenciales o la sucesión de tragedias de difícil gestión) explica la sensación de impotencia colectiva que –en un contexto más amplio de aumento de la desigualdad, la inestabilidad y el conflicto– recorre de manera creciente la política argentina. Enunciar el problema tiene sentido en la búsqueda de una salida.
Comencemos por el final. El uso de la palabra “proscripción”, discutido a propósito de CFK durante los últimos meses, apunta a describir la cobertura legal que el Poder Judicial otorga a la ostensible impugnación política que desde hace una década y en forma creciente cae sobre la Vicepresidenta. La victimización de la líder del peronismo apunta a destruir en su figura toda voluntad de reformas, y a reforzar la imposición definitiva de una asimetría en favor de quienes aceptan el estado de cosas y en contra quienes lo padecen.
Este cerrojo impuesto por el bloque de clases dominantes a cualquier pulsión reformista es la principal causa de la sensación de impotencia política del presente. Y es, además, el mensaje más claro de los dueños del país a 40 años de finalizada la dictadura. Para ellos la vigencia de la democracia se reduce a imponer su interpretación de los procedimientos constitucionales ahí donde antes apelaban a golpes de Estado, y de desarticular por medio de golpes de mercado y otros ilegalismos propios de las élites toda capacidad de cuestionamiento popular al sentido escandalosamente desigualitario de lo que llaman la república. La pregunta que se plantea antes semejante estado de cosas es: ¿por qué el Frente de Todos no funcionó para romper ese bloqueo? La respuesta evidente es: porque no fue diseñado con ese propósito.
¿Cuál fue entonces la lógica del armado del FdT? Un mínimo repaso histórico nos llevaría a recordar cómo a partir de 2013 la conducción del peronismo tendió a racionalizar la dificultad de constituir iniciativas defensivas exitosas en favor de la distribución de los ingresos y los derechos ciudadanos. Salvo en los casos en que estaba en juego su supervivencia y se crearon posibilidades de avanzar en construcciones electorales consideradas como propias por el kirchnerismo (Unidad Ciudadana en 2017; la candidatura de Axel Kicillof a gobernador en la Provincia de Buenos durante 2019), la tendencia del peronismo pareció ser la introyección de las relaciones de fuerzas adversas. Ni siquiera el monumental triunfo en las PASO del 11 de agoto del 2019, precedido por la irrupción de una importante resistencia popular al gobierno de Macri, animó al naciente Frente a esbozar con decisión y agresividad reformas estructurales de importancia en torno a la deuda o al Poder Judicial, por nombrar dos cuestiones de su agenda inmediata. Se consideró que allí donde no había opciones propias para avanzar, sólo quedaba margen para ganar elecciones primereando tácticamente, buscando candidatos que ayudaran a ocupar el centro político antes de que lo hiciera la derecha. Prevaleció la idea de que hacer política era evitar que el macrismo ocupara el aparato del Estado. Esa táctica, fallida en las legislativas de 2013 y en las presidenciales 2015 (por la ruptura de Sergio Massa), dio sus frutos en 2019 con la unidad del peronismo tras la candidatura de Alberto Fernández.
El exitoso encuadramiento electoral del extendido rechazo al macrismo fue razonado por sus operadores con el siguiente razonamiento: “Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”. Tomada como consigna, esa formulación se traducía en una amplia articulación electoral capaz de representar un enorme descontento popular. La reconstrucción de la unidad del peronismo y sus aliados se planteaba como condición de posibilidad de regreso al poder político. Un slogan de aquellos años, “vamos a volver mejores”, proporcionaba el matiz adecuado a la candidatura presidencial de Alberto Fernández ideada por CFK.
Durante los primeros tres años de gobierno, la política del FdT no logró (si es que se lo propuso) romper el bloqueo clasista a toda reforma, por mínima que fuera: no se recuperaron ingresos, no se revirtió la desigualdad social, no se desactivaron los mecanismos de persecución política. Por el contrario, fueron años de desafección política, crecimiento de la ultraderecha (no solo local) y profundización de la persecución jurídica y criminal a la máxima referente del FdT. La notoria incapacidad de la fuerza política gobernante para reaccionar en el sentido de sus propias consignas militantes (“qué quilombo se va a armar”) resultó coincidente con la pérdida de una parte del electorado propio en la legislativa de 2021.
La derrota electoral en aquellas legislativas marcó un límite a la estrategia defensiva del FdT y una necesidad de considerar las razones del retroceso. Al ser una derrota de sus propias políticas (más una deserción de su propia base electoral que un éxito político de la oposición), se hizo claro que de no mediar una rectificación del rumbo lo que se ponía en juego era la propia capacidad del FdT de conservar sus fuerzas. En otras palabras, ya no alcanzaba con proponer moderación para resistir. Sin romper el cerco mediático, judicial y económico a las reformas incluso mínimas exigidas por los movimientos populares (liberación de Milagro Sala, shock distributivo, mejora de instancias judiciales, cuestionamiento del acuerdo con el FMI, reforma de las policías) no se consigue sino erosionar el vigor colectivo indispensable para abrir las ventanas sin las cuales la democracia se pudre.
La coalición que logró sacar a un Macri en bancarrota del gobierno (agosto de 2019) no supo luego qué hacer ante un Poder Judicial que acabó por condenar a la líder del peronismo en su propio gobierno, en un juicio considerado por todas las fracciones del Frente como ilegítimo. La táctica tendiente a evitar el avance de la derecha más orgánica alcanzó su límite muy pronto al carecer de un programa alternativo a cuestiones tan urgentes como la negociación de la deuda. ¿Cuánto tiempo se puede frenar a la derecha sin avanzar en reformas democráticas consistentes? De hecho, la ausencia de iniciativas políticas en ese sentido coincide con el retroceso del apoyo al gobierno del FdT, y con un empobrecimiento de movilización de imágenes capaces de contrarrestar con un signo contrario la agresiva agitación reaccionaria elaborada a escala global.
Desde aquella derrota de 2021 para acá, la discusión de los llamados “armadores políticos” del peronismo evolucionó hacia una nueva síntesis lógica: “Sin unidad (del peronismo) no se puede, pero con esa unidad no alcanza”. ¿Qué puede ser ese “más”, ese “plus” respecto de la insuficiente unidad de “todxs”? El tipo de respuesta que se dé a esta pregunta delimita el sentido del reagrupamiento del peronismo. Según una interpretación restringida al punto de vista de la rosca electoral, la búsqueda de ese “plus” se resuelve por medio de la extensión de la coalición hacia la derecha, incluyendo nuevos aliados provenientes del peronismo neoliberal y/o del radicalismo. Se trata de ofrecer así al bloque de las clases dominantes la opción de una gestión “amorosa” del ajuste. Pero una interpretación políticamente realista advierte que lo que le falta a la unidad no es mayor sumisión sino un “plus” de tipo cualitativo, que no frene aún más sino que complemente la unidad electoral posible con una nueva eficacia reformista, inconcebible sin una recomposición considerable del Frente.
La perspectiva que da un período de cuatro décadas de vigencia de gobiernos constitucionales permite leer la suerte que han corrido algunas de las principales consignas políticas de la época. El inaugural triunfo del “nunca más” (“democracia o dictadura”) dio lugar al ocaso de los golpes militares, pero no alcanzó a culminar con éxito el proceso de la llamada “transición democrática”. Esta es la tesis de un viejo libro de Horacio Verbitsky, La educación presidencial. El traumático final del gobierno de Raúl Alfonsín y la asunción anticipada de Carlos Menem durante 1989 mostraron dos cosas: ratificaron que ni siquiera en un escenario de crisis profunda se acudiría a otro método que no fuera el electoral para definir sucesiones presidenciales, pero también que el entero sistema público de toma de decisiones quedaría subordinado al disciplinamiento constante por parte de un poder económico que hacía del golpe de mercado, la hiperinflación y los cortes masivos de luz contundentes instrumentos pedagógicos. El disciplinamiento de la fuerzas sociales y políticas corrió desde entonces por medios de este tipo de intervenciones extra-constitucionales. Ahí donde la democracia triunfaba procesando por medio del voto las crisis de gobernabilidad, la transición democrática quedaba inconclusa, sometida a vetos y a imposiciones de poderes que nadie había elegido. Desde entonces, “democracia o dictadura” se mostró como una consigna insuficiente, cuya evolución daría lugar a variantes más realistas como “democracia o corporaciones”.
Y es que las consignas importan. Aún en los tiempos del hashtag, la participación popular y militante –mucha o poca– se orienta por medio de consignas que, a diferencia del slogan, definen tácticas para situaciones concretas. La consigna pone en palabras lo que intenta una de las fuerzas en pugna. Su validez es fechada y responde a una coyuntura precisa. Así “Braden o Perón”, “Perón Vuelve”, “Obreros y estudiantes, unidos y adelante”, “Aparición con vida”, “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, “Qué se vayan todos”, “Ni una menos”, “El patriarcado se va a caer” o “Vamos a volver” definen campos de enemistad, alianzas concretas y objetivos precisos.
Volviendo a nuestro presente, durante el vertiginoso final del 2022 CFK propuso otra consigna que es preciso considerar: “Democracia o mafias”. Su doble valor consiste en señalar un enemigo concreto (pues bajo el nombre de mafia se señala al carácter ilegal con que actúa y se ramifica el poder de los propietarios) y de mostrar cómo esa enemistad emana de una serie de acontecimientos concretos que todos recordamos perfectamente (algunos de ellos: la persecución judicial a la Vicepresidenta y el intento de asesinato del 1º de septiembre del 2022). Cuando, luego de estos episodios, se conoció la condena de un tribunal a CFK a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos, la Vicepresidenta comunicó de inmediato su caracterización de la situación: “Estado paralelo” y “Poder Judicial mafioso”. Su renuncia a cualquier candidatura para las elección de este 2023 –que no atribuyó a una decisión personal sino a una proscripción– se fundó entonces, más que en un mero arrebato pasional, en una larga experiencia política y personal que se podría resumir del siguiente modo: CFK toma muy en cuenta la decisión que venimos reseñando del poder económico de proceder por todos los medios disponibles (incluidos los ilegales: mafiosos) para bloquear cualquier atisbo reformista (y cuando hablamos de reformas pensamos ineludiblemente en mecanismos de redistribución de ingresos y derechos y/o de apropiación de parte de la tasa de ganancia de las grandes empresas). Sabe muy bien que esa decisión adopta hacia ella la forma de una amenaza personal (de encarcelamiento y/o asesinato, a ella y/o de sus familiares). Lo que interesa, por tanto, es cómo opera, cómo se procesa políticamente ese saber.
Y nos interesa porque de cómo se asimile, se comunique y se convierta esa amenaza en gran tema de nuevas movilizaciones depende no ya la capacidad electoral del Frente de Todos, sino la posibilidad misma de una política capaz de rechazar definitivamente el programa de la fracción más agresiva de la política argentina (representada, en sus matices, por Larreta, Macri, Bullrich, Milei, Morales, entre otros). La proyección hacia el futuro de la serie reciente de acontecimientos (elección de Alberto Fernández como candidato presidencial, confirmación del acuerdo con el FMI y designación de Massa como ministro de Economía) suponen una estrategia derrotista que no incorpora el aprendizaje sobre los costos que supone resignarse a una democracia doblegada, secuestrada por grupos económicos (incluidos los grandes medios). Una democracia así, que neutraliza la capacidad de lucha colectiva, acaba por poner en riesgo incluso los derechos constitucionales más elementales (incluidos los que se creían ya definitivamente conquistados). Es la propia cuestión democrática, por tanto, la que exige la reformulación de instrumentos concretos de cuestionamiento y ruptura de los mecanismos de esterilización sostenida de la potencia popular.
En resumen, lo que parece haberse desgastado es la reiteración de una misma táctica de ocupar el centro para evitar que gane la derecha. Porque tal ocupación, incluso cuando resulta exitosa e importante en un cierto momento, no es compatible con el objetivo estratégico de reorganizar una política no-neoliberal. Resulta evidente que la extensión superestructural de la coalición no alcanza para detener la erosión de la relación con su propia base electoral, ni garantiza la intensidad política (el entusiasmo militante) indispensable para inventar una salida. En un sentido contrario, dentro y fuera del FdT se repite hasta el cansancio que lo que resulta inviable es la reiteración de un Frente electoral incapaz de conectar y organizar la fuerza política de quienes no quieren obedecer más a esas corporaciones económicas, judiciales, mediáticas y políticas que llamamos genéricamente “la derecha”. Pocas veces fue tan evidente que la vida democrática se deshace sin participación entusiasta de los muchos en la toma de las decisiones.