¿Puede volver el fascismo? // Diego Sztulwark

 Ilustración: Matas Larrama

Publicada en Hemisferio Izquierdo

La incomodidad que despierta esta pregunta radica en el carácter necesariamente ambivalente de toda reflexión que quiera pensar al mismo tiempo el fascismo como fenómeno histórico situado y como configuración persistente, que no deja de actualizarse en coyunturas diversas; como acontecimiento irrepetible, en la medida en que las condiciones que lo hicieron posible resultan ya demasiado lejanas de las coordenadas que definen nuestro presente, y como repetición de rasgos temibles asociados a aquella experiencia que no cesan de triunfar un poco por todas partes. Ni Trump, ni Le Pen, ni Bolsonaro están en condiciones de construir un Estado fascista y, al mismo tiempo, no podemos evitar ver en ellos a los arquetipos humanos de un cierto tipo de fascismo postmoderno, un tipo específico de vitalismo que se afirma en su pureza –étnica, de clase o nacional– por medio de una violencia intolerante y de la inferiorización de poblaciones enteras. La pregunta por la posibilidad de la actualidad del fascismo supone, entonces, un ejercicio de caracterización de fuerzas y circunstancias políticas e históricas, comenzando por la discusión argentina sobre la naturaleza de la derecha en el gobierno, y por las condiciones de posibilidad de una vida no fascista.

I. ¿Qué es el fascismo «histórico»? 

El debate marxista

Desde el punto de vista del debate marxista sobre el Estado y la política, el fascismo no se asimila a cualquier gobierno de rasgos autoritarios o conservadores, sino que responde a una cierta coyuntura: el capital monopolista, el gran capital centralizado, activa a sectores medios en su favor, a fin de desplazar a los círculos de las clases dominantes que bloquean su expansión, afirmando así su dominación sobre el conjunto. En la polémica entre Nicos Poulantzas y Ernesto Laclau, el fascismo (fenómeno que engloba también el nazismo) es caracterizado como un fenómeno de movilización de la sociedad en contra de la amenaza socialista obrera, así como de capas del viejo bloque de clases dominante que, como sucedía en la Italia y la Alemania de la década de 1930, obstaculizaban el despliegue de su hegemonía. La ideología racista, nacionalista, militarista, la politización de la pequeña burguesía y la interpelación de lo popular resultan entonces indisociables, en el Estado fascista, de la dirección estratégica y de la necesidad de expansión del gran capital. La apariencia revolucionaria del fascismo es falsa pero efectiva y, según Alain Badiou, se debe a que combate y destruye los efectos del acontecimiento revolucionario –la revolución bolchevique de 1917– al que se enfrenta, por medio de una apropiación invertida de sus formas. Siguiendo a George Sorel, que teorizó el fascismo como agente de un mito movilizador, el peruano José Carlos Mariátegui percibía un cierto juego de espejos entre fascismo y bolchevismo, ambos poseedores del mito movilizador, en detrimento de la democracia parlamentaria.

En un texto clásico de la década de 1930, Walter Benjamin advertía este juego de espejos invertido en términos de la relación entre estética y política: a la politización bolchevique del arte, que cuestionaba las diferencias de clase, le respondía la “estetización de la política” que apuntaba a una espectacularización belicista que mantenía intocadas las relaciones de propiedad y de producción.

¿Qué nos enseña la tradición sobre el fascismo?

Años después, cuando el fascismo ya había triunfado sobre buena parte de Europa, Benjamin volvió sobre la cuestión del fascismo, esta vez para denunciar los mecanismos que condenaron a la socialdemocracia a la impotencia a la hora de enfrentarlo. En su tesis VIII, perteneciente a “Sobre el concepto de historia”, escrito en 1940, puede leerse lo siguiente:

«La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en que ahora vivimos es en verdad la regla. El concepto de historia al que lleguemos debe resultar coherente con ello. Promover el verdadero estado de excepción se nos presentará entonces como tarea nuestra, lo que mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. La oportunidad que este tiene está, en parte no insignificante, en que sus adversarios lo enfrentan en nombre del progreso como norma histórica. El asombro ante el hecho de que las cosas que vivamos sean “aún” posibles en el siglo veinte no tiene nada de filosófico. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser el de que la idea de la historia de la cual proviene ya no pueda sostenerse».

En otras palabras, si la izquierda europea no pudo derrotar el fascismo se debe “en parte no insignificante” a su creencia en una “norma histórica” fundada en la idea de “progreso”. En lugar de partir de la tradición específica de los oprimidos –un saber de la excepción como única norma–, se dejó confundir por la de los opresores –una temporalidad lineal de tipo evolutiva–. El marxismo, reducido a discurso de las fuerzas productivas (más fábricas, más obreros, más votos a los partidos socialistas, etc.), corre el riesgo de adoptar esta norma propia de la tradición de los opresores. El precio a pagar por la adopción de un punto de vista “antifilosófico” (asombrarse de la existencia y crecimiento del nazismo como de un anacronismo, un arcaísmo que no debería subsistir) es patente. Para Benjamin, la tarea es concebir la historia desde un punto de vista que permita expandir la excepción al entero campo social. El asombro ante fenómenos como el de Bolsonaro, en Brasil, debe producir saberes políticamente útiles, sin quedar estancados en la escasez filosófica ante el hecho de que las cosas que vivimos sean “aún” posibles en el siglo XXI. Pensar el fascismo ayer y hoy supone, por lo tanto, mantener la guardia en alto con respecto a lo que cada época propone como evolución normalizada del estado de cosas.

II. ¿Es fascista la derecha que hoy nos gobierna?

¿Cómo se caracterizan las mutaciones de la derecha?

En un reciente libro del historiador Enzo Traverso, Las nuevas caras de la derecha, este caracteriza el ascenso de las derechas en Europa y en los EE.UU. (de Trump a Le Pen) con el término de “postfascismos”. Se trata de una categoría a la que se le puede reprochar imprecisión –solo determina un “después” del fascismo–, pero a cambio tiene la ventaja de proponer, para cada caso, un análisis concreto de las mixturas de rasgos racistas, autoritarios y xenófobos de estos movimientos que denuncian a las elites de las finanzas, con las que no obstante se sostienen vínculos estrechos. En ese sentido, Traverso afirma que Trump encarna como nadie una “antropología neoliberal”. Con la expresión “postfascismo” se intenta nombrar un complejo de continuidades y discontinuidades, a establecer en cada caso, con respecto al fascismo histórico.

Esta formulación interesa en particular si se la aplica al fondo de la discusión más general sobre cómo caracterizar a la derecha que llegó con Macri al gobierno de la Argentina. La disyuntiva se graficó en las calles. En términos prácticos: ¿debemos o no cantar, en las marchas, la consigna “Macri, basura, vos sos la dictadura”? Cantarlo supone una caracterización errónea, en la medida en que el arribo de Cambiemos al poder se hizo dentro del marco del Estado de derecho. No cantarlo implica, en cambio, limitar el reconocimiento de continuidades entre procesos históricos diferentes. Pero cantar en la calle no es caracterizar con precisión un fenómeno complejo, sino remover una historicidad en el cuerpo. Y las dos cosas son por igual necesarias. Esa consigna pierde sentido si solamente pone música a una desorientación histórica. El problema surge a la vista: ¿es posible caracterizar una derecha moderna que triunfa electoralmente como la continuidad del terrorismo de Estado, cuyo protagonista central fue el partido militar que negaba y no ganaba elecciones?

De Massera a Macri

En la historia argentina, el fascismo histórico no se dio como forma dominante. Ciertos sectores de la izquierda y del liberalismo intentaron adjudicárselo de modo fallido al movimiento que creó Juan Domingo Perón. Pero, como lo explicaba León Rozitchner, Perón no expresó la vía del dominio por la vía de la guerra abierta, sino por la de la tregua. El tiempo y no la sangre. El asesinato y la tortura como modo de reestructurar las relaciones de poder estuvo a cargo de militares muy diferentes. En 1977, el almirante Massera (o Almirante 0, nombre con el que este alto jefe participaba de la patota que desaparecía a militantes populares) ofreció un discurso en la jesuítica Universidad de El Salvador, en ocasión de revivir un premio honorífico. Massera, por entonces miembro de la junta militar que gobernaba el país, se explayó sobre las motivaciones que impulsaban a la cruzada occidental cristiana a la guerra que se libraba en los fondos de la ESMA: defensa de la propiedad contra la ideología marxista, defensa de la familia contra la perversión freudiana, defensa de valores absolutos contra la relatividad einsteniana. La práctica de exterminio en los centros clandestinos de torturas y los vuelos de la muerte, el catolicismo integrista de muchos de sus cuadros y los lazos indisociables con las jerarquías de la Iglesia apostólica y romana, junto a la defensa a rajatabla de la familia convencional y de la propiedad privada hicieron del Estado Terrorista –categoría forjada por Eduardo Luis Duhalde– el mejor heredero de la violencia fascista en nuestro país.

¿Hay una derecha no fascista?

La situación es muy otra cuando escuchamos hoy al jefe de Gabinete de Macri y a su asesor Alejandro Rozitchner mezclar en sus hablas neocapitalismo con budismo, ideología del rock y estética de la transgresión, y en consecuencia no podemos menos que asumir que no hay posibilidad alguna de trazar de modo lineal una relación entre derecha y fascismo. ¿Hay entonces una nueva derecha, diferente a la del terrorismo de Estado? La cuestión volvió a plantearse con fuerza en la coyuntura de la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado, y luego de las elecciones parlamentarias de octubre de 2017 con resultado favorable al gobierno. Fue el periodista y politólogo José Natanson quien intentó provocar la discusión con su libro ¿Por qué? La rápida agonía de la argentina kirchnerista y la brutal eficacia de una nueva derecha. Allí se refiere a una derecha “democrática” –sin dudas una novedad histórica– a la que habría que comprender en nuevos términos. Y en eso tiene razón.

Por un problema de comodidad intelectual y afectiva, la izquierda convencional, sea kirchnerista o no, ha reaccionado ante el macrismo más de una vez como si fuera una continuidad directa de la dictadura. Este tipo de afectividad congelada bloquea la comprensión de lo que con Traverso denominábamos las “nuevas caras”, la capacidad de innovar, las discontinuidades históricas de eso a lo que llamamos la derecha argentina. El asesinato por la espalda del militante mapuche Rafael Nahuel, poco tiempo después de la aparición del cuerpo de Maldonado, confirmó lo evidente: la defensa de la tierra como mercancía, en el marco de nuevos negocios –sobre todo en torno a la energía– define nuevos enemigos del Estado y promueve una práctica y una legitimación del aniquilamiento físico. La ventaja del método de Traverso –considerar a la vez variaciones y continuidades– permite organizar discontinuidades e innovaciones junto con prolongaciones de tipo estructural, tales como las vinculadas al desarme de la política como lucha de clases, a una visión jerárquica del mundo y a una confianza en la articulación entre iniciativa capitalista, una idea de la “seguridad” concebida sobre la de “propiedad” (privada, concentrada), y una percepción sobre la pobreza en términos de contención y peligrosidad. Ni fascismo, ni nueva “derecha democrática” por sí solo resultan entonces términos apropiados.

III. ¿Hay un fascismo postmoderno?

¿Hay fascismo en la izquierda?

En 1972, Gilles Deleuze y Félix Guattari escribieron en El Antiedipo que los fenómenos políticos no se reducen a la dimensión de los intereses de clase ni a los fenómenos de conciencia, sino que incluyen, además, diferentes relaciones con los procesos relativos al deseo. La premisa según la cual, en ciertas circunstancias, las masas pueden desear el fascismo, introduce una preocupación militante por las analíticas de tipo micropolítico, atenta al hecho de que el deseo no es una variable natural ni espontánea, sino producida. Este énfasis llevó a Foucault a leer este libro como un tratado de ética, una “introducción a una vida no fascista”, que debía alertar también a la izquierda sobre los modos reaccionarios del deseo en sus propias filas. Según Foucault, el  Antiedipo nos enseña a distinguir la presencia de elementos fascistas en los grupos de izquierda, sea en los “ascetas políticos, los militantes tristes, los terroristas de la teoría, aquellos que querrían preservar el orden puro de la política y del discurso político”, o en los burócratas de la revolución y los funcionarios de la verdad, y en los “lamentables técnicos del deseo –los psicoanalistas y los semiólogos– que registran cada signo y cada síntoma, y que quisieran reducir la múltiple organización del deseo a la ley binaria de la estructura y de la falta”. Si bien para Foucault el fascismo histórico seguía siendo “el adversario estratégico”, no habría que limitarse solo al recuerdo “de Hitler y Mussolini” –ellos supieron movilizar y utilizar muy bien el deseo de las masas–, sino que habría que tomar muy en cuenta otro fascismo “que reside en cada uno de nosotros, que invade nuestros espíritus y nuestras conductas cotidianas, el fascismo que nos hace amar el poder, y desear a quienes nos dominan y explotan”.

El fascismo postmoderno y el odio a la igualdad

El fascismo, en sus formas políticas y/o deseantes, implica una pasión por la desigualdad y una fobia a las diferencias que no tiene nada incompatible con fenómenos tan modernos y neoliberales como es la subsunción de la vida a la dinámica conectiva de los mercados. El carácter absolutista de esta sumisión ha dado lugar a formas de microfascismos que pululan por –y taponan– los poros de la ciudad parlamentaria. Racismos, machismos y clasismos arraigan en lo que desde hace unos cuantos años Santiago López Petit señala como la pervivencia de un tipo de fascismo “postmoderno” que actúa repitiendo uno de los rasgos fundamentales del fascismo histórico: la movilización total. Ya no se trata de ideales, sino de una movilización entera de la vida por lo obvio. En el momento en que el capitalismo se revela ya no como simple fábrica de mercancías, sino como una completa fábrica de subjetividades, se plantea como nunca antes la necesidad de establecer una correlación entre economía, deseo y política. Una ecuación en la que el deseo de revolución deja lugar a un intenso deseo de normalidad que las izquierdas procuran codificar como inclusión social y las derechas como integración meritocrática al mercado. El reverso de ese deseo de norma, como lo muestra la obra de teatro Diarios del odio, dirigida por Silvio Lang, es una desinhibición general de la pasión por el odio a la igualdad.

Alerta Brasil

Días antes de la primera vuelta electoral, Vladimir Safatler –filósofo y docente brasileño– analizaba, en una entrevista, la coyuntura de su país de cara a las inminentes elecciones polarizadas entre los principales candidatos –el postfascista Jair Bolsonaro y el candidato del Partido de los Trabajadores, Fernando Haddad–, calificándola como “una guerra civil de baja intensidad”, desarrollada contra los movimientos populares que obstaculizan las políticas de privatización de los servicios públicos y del sistema financiero, así como de la reforma laboral (ver entrevista en Lobo Suelto). Según Safatler, la situación actual está determinada por la reconstrucción reaccionaria del bloque de poder que estuvo detrás del golpe de 1964, que apunta a anular de modo violento los límites y las trabas que la sociedad brasileña impuso a la valorización capitalista durante las últimas décadas. Por detrás del lenguaje soez de Bolsonaro, se alza un enemigo aún más temible: la decisión de ese bloque de poder de destrabar de modo violento las relaciones de fuerzas, ante una izquierda en crisis que aspira a reunir electoralmente al centro político del país, en torno a un pacto de conciliación que Safatler considera a esta altura inviable.

El mito del sentido

Encontramos en Spinoza una completa argumentación sobre los mecanismos centrales que nos permiten comprender las diversas formas de eso que generalizamos con el nombre de “fascismo”. En el Apéndice de la parte primera de la Ética, se explica que los humanos, seres finitos y deseantes, proyectamos nuestro apetito sobre el orden causal de las cosas, al punto de activar un auténtico delirio: creer que nuestra libre voluntad existe de modo indeterminado. Esta denegación de toda comprensión por las causas a favor de una ciega creencia en la propia subjetividad inmediata está en la base del sentido común y de la creencia en una finalidad de todas las cosas. Como además contamos con un lenguaje capaz de cristalizar este sentido que nos provee de consuelo ante lo que no comprendemos, suele ocurrir que la capacidad crítica sea desplazada y vista como una amenaza. Según Spinoza –parte III de la Ética–, estas proyecciones siempre ponen en juego y desplazan la frontera a partir de la cual consideramos a los otros “semejantes” (“nos compadecemos no solo de la cosa que hemos amado sino también de aquella por la que antes no sentíamos ningún afecto, con tal que la consideremos semejante a nosotros”). ¿Es demasiado arriesgado afirmar que el fascismo se determina en cada caso como una actualización de la construcción de desemejanzas? En todo caso, la argumentación spinoziana (“por el solo hecho de imaginar que una cosa, que es semejante a nosotros y por la que no hemos sentido afecto alguno, está afectada por algún afecto, somos afectados por un afecto similar”) ayuda a plantear uno de los problemas específico de esta coyuntura. En efecto, mientras el comunismo spinozista –definido en la parte IV de la Etica– consistía en afirmar la utilidad común sobre la base de que “no hay nada singular en la naturaleza de las cosas, que sea más útil al hombre que el hombre que vive bajo la guía de la razón”, es decir, la semejanza absoluta, la situación actual nos coloca ante su opuesto: una articulación entre los mecanismos de subjetivación de tipo individualista neoliberal en crisis y la producción de un orden de semejanzas sumamente restrictivo y reaccionario.

Esta es la línea seguida por Alain Badiou en su filosofía del acontecimiento, al menos en dos textos particularmente importantes en los que argumenta que el fascismo es una reacción ante la creación de nuevos universales, creadores de igualdades ilimitadas. En su libro sobre San Pablo, Badiou asocia el universalismo cristiano con la militancia bolchevique. Según él, la resurrección de Cristo es un mensaje universal: basta creer en ella para alojar a todos y a cualquiera en la buena nueva. Exactamente el mismo funcionamiento detecta en la fórmula “proletarios del mundo, uníos”. El comunismo es el acontecimiento universal de nuestro tiempo. En el otro texto, El Siglo, Badiou explica que el fascismo, en lo que tiene de fenómeno pensable, es un oscurecimiento de esta apertura revolucionaria: donde el leninista milita en favor de una universalidad –acontecimiento abierto a todos–, el llamamiento fascista cierra el sentido, lo sutura a partir de la exacerbación de un elemento (lo ario, lo blanco, lo católico, o lo que fuera) como fundamento, satura el sentido y bloquea su potencial inacabado, revolucionario.

El fascismo en sus variantes, tanto en su variante vitalista del cuerpo que parte de la raza, la sangre, la ascendencia, como en la puramente empresarial que coacciona a la vida hasta hacerla depender completamente de las categorías del mercado, funciona para Badiou, por lo tanto, como un repliegue del pensamiento sobre una instancia biológica. De allí, es probable, la reacción espiritualizante con la que impulsa su “Idea de comunismo” y suprime, de modo muy cristiano, toda referencia a lo material sensible como espacio de recomposición de un proyecto común. Pero no es este ahora nuestro tema (¿o sí?).

De hecho, el problema de la denegación de la dimensión real del cuerpo en detrimento de la virtualización del mundo propio de la globalización financiera es uno de los grandes argumentos del postfascismo. Su fuerza radica en la satisfacción imaginaria de anhelos largamente frustrados por la promesa incumplible de un paraíso semiocapitalista (expresión que tomamos de Franco Berardi, Bifo). El malestar acumulado durante décadas de un multiculturalismo capitalista identificado con el ciclo Clinton-Obama –incapaz de concebir formas de regulación pública de las finanzas– parece haber encontrado su cauce por la vía de un cierto retorno de lo real –de la efectividad de lo fáctico, de los cuerpos– provisto por las nuevas derechas. Se trata de una presentación reaccionaria de cuestiones libertarias irresueltas (sea la crisis del mercado global, el odio a la igualdad, la atrofia sensible, la exacerbación de un moralismo sexual y una pureza étnica, la reivindicación de la nación como privilegio excluyente), un nuevo capítulo del benjaminiano asombro sin filosofía.

IV. ¿Es posible una vida no fascista?

Interrupción y desvío

El fascismo postmoderno es la articulación de rasgos del fascismo histórico con la hegemonía neoliberal (y con el neoliberalismo en crisis). En el corazón de este dispositivo de dispositivos se elabora una normativización del tiempo histórico, una prefiguración en la cual el futuro resulta deducido a partir de los miedos del presente. De allí la importancia de la experiencia benjaminiana de la excepción. Sea por la vía de una ruptura, una fuga o un desborde, una vida no fascista deviene inseparable de la interrupción de los mecanismos de la prefiguración.

Una vida no fascista es una vida que asume la excepción. En una línea similar, León Rozitchner escribió lo siguiente: “Si la guerra está en la política como violencia encubierta en la legalidad, se trata de profundizar la política para encontrar en ella las fuerzas colectivas que, por su entidad real, establezcan un límite al poder. La guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta. Por eso decimos: no se trata de que neguemos la necesidad de la guerra, solo afirmamos que hay que encontrarla desde la política, y no fuera de ella. Porque de lo que se trata en la política es de suscitar las fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato podrá por sí mismo vencer en la guerra”.

Este contrapoder, que Rozitchner menciona como capaz de imponer ciertos límites, conlleva un potencial cognitivo –un trabajo de tipo maquiaveliano, de desencubrimiento de la violencia dominante en la política democrática–, que se proyecta tanto como comprensión crítica de la relación entre guerra y política –es decir, del modo como la violencia encubierta en lo político convencional degrada las potencialidades democráticas– como en tarea práctica de suscitar fuerzas colectivas orientadas a desactivar esta violencia. La experiencia sudamericana reciente (las crisis del neoliberalismo de los años noventa, el protagonismo de los movimientos populares, el ensayo de gobiernos llamados progresistas) vuelve a plantear estas cuestiones de modo acuciante. La gradual subordinación de aquel poder colectivo impugnador al que se refería Rozitchner al juego restringido de una mediación precaria (regulación de una morigerada inclusión vía consumo, tentativa de moderación de los impulsos represivos más salvajes), estrechó el campo estratégico de las organizaciones populares, cada vez más compelidas a priorizar su capacidad de contención por sobre la de la interrupción.

La vigencia declinante de estas mediaciones precarias determina, aún hoy y en buena medida, las posibilidades de un poder colectivo que quizás pueda ser reactivado a partir de la doble pinza con la que Benjamin imaginaba, en el citado texto sobre el concepto de historia, la generalización de la excepcionalidad: por un lado, la irrupción de una nueva generación de luchas (una “débil fuerza mesiánica”, un cierto potencial de transformación que “no cabe” despachar a “bajo precio”); y, por otro, cierto “don de encender la chispa de la esperanza” propia de quien está convencido “de que ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si es que este vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”. El hecho de que en la actualidad ambas tendencias o motivaciones se encuentren igualmente presentes en el campo político (el ímpetu de nuevas generaciones de activistas –movimiento de mujeres, gremiales, barriales, culturales– coexiste con la conciencia urgente de detener el desastre –la impunidad ligada a la violencia y a políticas que favorecen la desposesión comunitaria, la liquidación de derechos colectivos y la exclusión de la participación de riquezas y expectativas comunes–), quizás permita concluir que lo que está hoy en juego es precisamente el proceso lento y difícil de esta articulación, que se juega por entero en su capacidad de darse un método de convergencia capaz de organizar su complejidad sin aplastarla, de historizar (no de esencializar) una conciencia de la enemistad, y de seleccionar un liderazgo a la altura de las exigencias éticas que toda transformación política genuina demanda.

* Diego Sztulwark (Argentina) es coordinador de grupos de estudio de pensamiento político y filosófico. Escribe regularmente aquí en Lobo Suelto. Es autor y coautor de artículos y libros sobre temas de filosofía política y análisis social. Integró el Colectivo Situaciones y forma parte del equipo editor de Tinta Limón Ediciones. Es columnista en Radio La Tribu y miembro socio del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

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