La imaginación popular que abrió la revuelta chilena (2019) activó una escisión («grieta») entre el dispositivo institucional de la modernización -prácticas, discursos- y la imaginación plebeya (1990-2019) que puso en entredicho el orden visual, la hegemonía cultural y las categorías molares (politología, sociologicismo) del «mainstream», sus empleados cognitivos, mediante la insurrección imaginal. Los nuevos espacios fronterizos de sentido obligan a revisitar la re-escenificación de la categoría «pueblo» que fue radicalmente censurada por el discurso transicional-hacendal a favor de una masa anodina de subjetividades dóciles de la gobernabilidad (1990-2010). Sin perjuicio de lo último, ello no hace admisible el uso absolutista-monumentalizador que hizo derivar esta categoría en un registro dogmático, lírico y excluyente, ilustrado en la Lista del Pueblo, donde ha migrado una apropiación justiciera-autoritaria del populus en la actual Convención chilena. La reivindicación de lo «plural discordante» (Richard, 2021) implica una hermenéutica de la mundanidad y comprende una crítica a la patriarcalización que niega las «fisuras de sentido» de lo popular, los conflictos de frontera entre el adentro y el afuera que nos hablan de identidades en intersección y no pre-configuradas apriorísticamente*.
Y así, mientras el modelo chileno ha sido reducido a velocidad de acumulación, fetichización de consumos y servicios, la «revuelta nómade» (octubre de 2019), desplegó la «potencia igualitaria» en eriazos simbólicos, movimientos corporales, y éxodos territoriales. Los embates provienen de una oligarquía rentista y partidos sin fuerza hegemónica («La Concertación y la derecha en un pacto juristocrático de tres decenios) y sus «empleados cognitivos» que tras la «revuelta social» imputan toda disidencia ciudadana-territorial en nombre del «demonio populista”. Los elencos del realismo con sus estéticas reaccionarias han invocado la ausencia de retóricas normativas -fronteras totalizantes- y la restitución de los grupos medios como el pueblo extraviado de las oligarquías rentistas. Tras ello se develó una pasión de orden oligárquico que exalta los mitos del realismo portaliano, la restitución de una ciudadanía pedagógico-destinal, y una épica de los consensos frente a una dislocación del tiempo representacional (homogéneo) de la gobernanza. Dada la intensificación neoliberal de la cibernética (nuestro Daisen en el mundo) los lenguajes políticos han sido traducidos a la metafísica del capital -la violencia fáctica de la acumulación- y el signo remite circunvalarmente a otro signo, a modo de equivalente general de mercancías y modernizaciones capturadas en una «metáfora de la circulación» -y no así, de la interrupción-transformación de la experiencia plebeya (Rancière, 1996) que se abrió en el caso chileno.
Ello ha tenido ecos en expresiones estigmatizantes donde nuestro mainstream ha intentando normar la demanda popular y perpetuar una misma «comunidad de habla» sin desmasificar las diferencias. En nuestro valle, Emilio Durkheim ha sido confinado al mero “control social” por la vía de la “anomia” que implican las modernizaciones aceleradas como fábrica de cuerpos excluidos. A ello se suma una obsesiva búsqueda de orientaciones normativas que buscan restituir la «pax social» contra una multitud de pueblos, territorios, insurgencias, y minorías indóciles activadas por el «golpe popular» (Octubre, 2019) que vino a desbaratar las «cogniciones del orden». La alteración del tiempo histórico-representacional sugiere una relación compleja con la actualidad, donde el presente reúne a una multiplicidad de temporalidades -experiencia plebeya de la deslocalización en Ranciére- que desordenan toda narrativa modernizante destinada a codificar dicha multiplicidad en el arte del ‘buen gobierno’ o el ‘pueblo destinal’ de la modernización (Didi-Huberman 2014; Deleuze 1985; Foucault; 1992). Ello implica una distinción entre el imaginario como aquel mecanismo identitarista o normativo y lo imaginal-político que se des-inscribe o libera una ‘potencia’ a modo de una irrupción -sin equivalencias- contra el imaginario y su representación institucionalista (anestésica).
En el caso chileno la práctica imaginal de la «revuelta» excedió las categorías identitaristas de la representación centradas en las fronteras cognitivas del orden y sus formatos institucionales, por cuanto los pueblos sin revolución francesa, americana o soviética (nación, opinantes, emotivos) responden a procesos de auto-designación que se desprenden de los dispositivos normativos. Lejos de una pretendida existencia identitaria, «lo imaginal» ilustraría una potencia popular de afectos, mundanidades y cuerpos expuestos -órganos que hacen posible el «habla político» según Butler (2014)- que operan por mixturas o multiplicidad de flujos desterritorializados y líneas de fuga (Deleuze & Guattari, 1981). Una revuelta es la suspensión del tiempo del progreso y sus mitificaciones, a saber, como en La noche de los proletarios (Ranciére 1974 y 2010), donde los actores no interpretan tareas apriorísticamente asignadas, y no encarnan el guion de una historia sacrificial, teleológica e identitariamente organizada. La irrupción plebeya es la des-identificacion re-subjetivamente de ‘pueblo expuestos vs pueblos figurantes’. Esa sedimentación no identitarista, es donde también se ubica la potencia feminista, como parte de aquello que el ‘poder institucional’ -pastores en el lenguaje de Foucault- no han podido capturar o localizar dentro de la revuelta chilena a modo de una semantización re-legitimadora. Hay ‘pueblo porque falta decía Deleuze’. Tal como lo indica Giorgio Agamben, cualquier definición del significado político del término pueblo está siempre al borde de una definición ambigua. Esto porque “Un mismo término designa, pues, tanto al sujeto político constitutivo como a la clase que, de hecho sino de derecho, está excluida de la política” (2001, 31). Entonces, la ambigüedad semántica revela su condición anfibológica, es decir, su erroneidad inherente respecto al buen sentido o el sentido común, el término guarda para sí una potencia del error en su nombre tantas veces pronunciado, como si la tradición política quisiera suturar constantemente, de una vez y para siempre, su doble sentido o su mal sentido (Ramírez, 6). Aquí conviene citar el caso de George Didi-Hubermanen en torno a lo que excede un juego de suma cero entre las posturas ‘hegemonistas’ o ‘populistas’ que apuestan al carácter irreductible de la representación, y las diversas formas de ‘autonomismos’ que repudian la representación como captura de la potencia plebeya, en una postura postnacional y antiestatal. Ello apunta a una «dialéctica» de la representación irreductible a la mera captura de lo múltiple por lo uno (Didi- Huberman, 2014).
Sin embargo, las revolturas de identidades que se esconden tras la “capucha” de la Primera Línea también deberían llevar a la izquierda a desconfiar -o interrogar- que las multitudes de la revuelta puedan unificarse fácilmente bajo la categoría homogénea del Pueblo como protagonista de la historia. Y antesala del «fascismo capilar» que por estos días asedia al mundo popular bajo la arremetida del catolicismo nacionalista tras un imaginario punitivo que ha instalado un deseo de «orden policial» mediante el candidato de la derecha integrista. Recordemos las palabras de Paolo Virno, cuando advierte que “la multitud está caracterizada por una fundamental oscilación entre la innovación y la negatividad”: “A veces agresiva, a veces solidaria, inclinada a la cooperación inteligente pero también a la guerra entre bandos, a la vez veneno y antídoto; así es la multitud. Ella encarna adecuadamente las tres palabras clave con que se ha intentado aclarar cuál podría ser un entendimiento no dialéctico de lo negativo: ambivalencia, oscilación, siniestro»(Ambivalencia de la multitud, 147).
Dicho eso toda multitud está sujeta a disgregación, corrupción, violencia intestina. Tal advertencia debería servirles a quienes mitifican el valor heroico-romántico de un Pueblo destinal al que se le asigna la bondad originaria de defender una posición de verdad absoluta en su rebeldía contra el sistema (el sistema neoliberal, la política institucional, los partidos políticos, etc.). Hace falta que “la multitud” y el “pueblo” de la revuelta no compliciten en una suma de identidades homogéneas alineadas tras algún significado último que guía la lucha histórica y social de las poblaciones oprimidas en una única dirección -garantizada- de restitución de derechos a través de la justicia, sino en un conjunto de fracciones a veces disconexas llenas de las ambigüedades y contradicciones que mantienen en su interior la negatividad de lo impuro como tensión irresuelta que hace oscilar cualquier esquema maniqueo entre el bien y el mal.
Desde ya, será siempre necesario asumir que “el Pueblo” no es un sustrato ontológico, no es una identidad-esencia depositaria de una verdad absoluta de la liberación-emancipación. Es el constructo inestable de una determinada representación de lo popular que está siempre en litigio de mediación e interpretación. Y es que la categoría pueblo debe estar situada en los espacios fronterizos, los procesos semióticos se encuentran intensificados porque allí tienen lugar constantes invasiones del exterior. La frontera, como ya lo hemos señalado, es ambivalente, y uno de sus lados mira siempre al exterior.
Dice Butler: “Es siempre difícil decir si una sublevación representa todo el pueblo, la esencia del pueblo o una pura reivindicación democrática… Por mucho que las sublevaciones pretendan representar la voluntad del pueblo, se encuentra en general otro grupo de gente que rechaza verse representada por la sublevación. Reclamarse de la voluntad popular es un combate permanente, una lucha por la hegemonía. Aunque una sublevación puede parecer expresar la voluntad popular, debemos siempre preguntarnos de cuál versión de la voluntad popular estamos hablando, a quiénes no incluye y porqué» (Virno, 341)
En el caso Chileno, los Centros de Estudiosm partisanos, intelectuales de Estado o cortesanos de turno, se han enfrentado a un agotamiento interpretativo y epistémico (1990-2010) para descifrar y normar la escisión del «presente neoliberal» en Chile. Y así, los rectorados semióticos, las oligarquías académicas, escoltas politológicos, grupos de intereses y los Think Thank del oficialismo cultural –Chile 21, Libertad y Desarrollo, y el Centro de Estudios Públicos (CEP)- y toda la «mayordomía transicional» (partidos de la transición), obviando cualquier «radicalidad ética», aún se mantienen aferrados al tiempo de una «gobernabilidad normalizadora» (1990-2010), so pena que han abrazado con fervor el hito de Mayo (2021) para una nueva Carta Constitucional, superando el trazado jurídico legado por la Dictadura de Pinochet y su catolicismo integrista (2/3), agregando una cadena de actores independientes. Todo ello sin alterar el mapa del poder y acumulación de capital que instaló la modernización post-estatal (1976- 1981). Esto en virtud de administrar una dialéctica entre un pueblo teleógico-destinal y un constitucionalismo que busca establecer, con distintos énfasis, la «captura representacional» de los pueblos polisémicos (18/0) (multitudes sin partido, liderazgos, vanguardias, en ausencia de toda filosofía de la historia) y un campo heterogéneo de reivindicaciones -éxodo- que se resta a la representación de sus demandas -al menos en una clave hegemónica-. Según bhabha, «El pueblo ya no está contenido en ese discurso nacional de la teleología del progreso: la anonimia de los individuos; la horizontalidad espacial de la comunidad; el tiempo homogéneo de las narrativas sociales; la visibilidad historicista de la modernidad, donde el presente de cada nivel (de lo social) coincide con el presente de todos los otros, de modo que el presente es una sección esencial que hace a la esencia visible» (Bhabha, 187). Frente al interregno que se avecina, la fantasía de nuestras elites, pese a estar reducidas a la «factualidad» de la acumulación de capital, vaciamiento de legitimidad y retratos proyectuales, no han cesado en su afán normativo por soslayar los «gritos de la plebe» y aplacar el excedente de significación y sentido que comprende un «constitucionalismo de enmiendas» («singularidades de vida») que trascienda los dispositivos de «control securitario» expresado en una nueva Constitución política del Estado. Y es que el Partido neoliberal (rentista y abstracto-financiero, sea conservador e incluso en su variante «progresista»), hizo estallar la vida cotidiana luego de tres decenios de contratos modernizantes (servicios, disciplina laboral, vigilancia mediática, realismo político). Y así, aún no se ha dimensionado todo el alcance del «golpe plebeyo» (18/0), pues ahora en una nueva «política del poder» nuestras elites y sus «burocracias cognitivas» se esmeran por suturar, léase institucionalizar, las relaciones entre democracia y mercado (riesgo de neoliberalismo constituyente en clava ciudadana) aplacando la fuerza transformadora del imaginación popular iniciado en octubre (2019). Tal empeño busca climatizar un fervor retórico para «gestionar» -domesticar- la «subjetividad derogante» del movimiento de calle en un «pacto juristocrático» donde el pueblo polisémico -que persistió en el desplazamiento urbano, ocultado por la industria mediática, se tornaría administrable al pueblo constitucional. Si bien, un nuevo texto Constitucional implementado desde la Convención Constitucional, y su correlación de fuerzas, es un indiscutible avance cívico, inclusivo, ciudadano y político para la destitución de la «letra pinochetista», y refrenda la potencia simbólica y ritualista (legitimidad) de la «revuelta derogante» (2019), la actual recomposición institucional abre variados escenarios que han instaurado un «lugar vacío» que no reconoce «tecnologías de gobernabilidad», activando peligrosamente el identitarismo del «neoliberalismo cultural». El nuevo ciclo que se inauguró en Mayo de 2021 -con el inédito éxito de la «Lista del pueblo«- más allá de institucionalizar la protesta social con el significante de los «mínimos», podría representar el inicio de campos de batallas y auspiciosas «luchas democráticas» que desplazan las distribuciones de sentido instaladas por la razón partidaria.
Aquí «asediar» significa politizar la temporalidad activada por la «revuelta nómade» y, quizá, una forma de gestionar la angustia existencial de los grupos medios pauperizados que renegociaron fronteras de sentidos bajo la metáfora «hasta que la dignidad se haga posible». Con todo ulteriormente ello -dado el vértigo de lo político- también podrían derivar escenarios llenos de incertidumbre y un “revival de realismo” marcado por un retorno de orden policial (alza de la derecha integrista), narrativas de la mesura y procesos modernizantes (Joignant, 2021: Peña, 2021), propios de del revival de realismo que abre espacio a la agenda securitaria de la derecha pinochetista. Y es que ello presupone un “pueblo productivo» y gerenciable en una «segunda transición» ocultando la polisemia de la movilización popular donde pueblos, cuerpos deseantes o distópicos, territorios, imágenes y subjetividades políticas, cultivaron fisonomías irreductibles -pluralismo hermenéutico- a la arquitectura constitucional. En nombre del «lugar vacío» (efectos de la revuelta) no podemos descartar la llegada de expertos en gobernanza, heraldos del management y jurisconsultos liberales (o no) y, porque no, tentaciones centristas vinculadas a un eventual “consenso de las mercancías” que ampliando cuotas de gastos fiscal (focalización ampliada en los lenguajes del bacheletismo») vendrían a configurar un «neoliberalismo corregido». Es verdad, luego del espíritu regulacionista de la nueva Constitución, el Pinochetismo quedará reducido a expresiones periféricas, y ello podría tener un expectante horizonte re-legitimador en el campo de las instituciones democráticas y una restitución de la legitimidad ciudadana. Con todo qué hay del nuevo pacto juristocrático en Chile. Y qué podemos decir de la insalvable debacle reputacional del sistema de partidos, en ausencia de una agenda de derechos sociales (heterogeneidad radical de pueblos inmigrantes, derechos de la mujer, lo regional y los pueblos indígenas).
En Mayo de 2021, durante el plebiscito de entrada para una nueva constitución, se modificaron exitosamente los pactos ciudadanos y populares abriendo un eventual imaginario de transformaciones que estará tutelado por las mixturas de la Convención Constitucional -como derogación de la letra Pinocgetista-. Los mínimos programáticos del progresismo neoliberal que comprende el campo de la ex Concertación (el universo de sus barones y un mapa que aún permanece inalterable) ha perdido demografía política, pero no necesariamente la dimensión factual del poder, que sin duda hará sentir su capacidad autoregenerativa. Y es, precisamente, este juego de equilibrios (pos)transicional el pivote de un “elitismo plebiscitario» que aún, a pesar del desgaste inminente, se esmera por recrear prácticas modernizantes que no asimilan, si quiera etnográficamente la crisis de hegemonía del moribundo «milagro chileno» (1981). La «línea divisoria» del nuevo pacto oligárquico viene a establecer las condiciones de continuidad y fractura con la «revuelta popular», evidenciando una insalvable grieta entre vida cotidiana, revuelta nómade (insubordinación de símbolos) y pacto oligárquico. La redacción de una nueva Constitución en su posible contribución a un «neoliberalismo corregido» no vendría a ensanchar -necesariamente- la distribución social del poder político (y sus dispositivos de capitalización). Bajo esta hipótesis el movimiento popular podría agudizar posiciones antagónicas ante el nuevo «neoliberalismo corregido», y una amplia «capa media popular», reducida demográficamente, que perdió la capacidad de acceso crediticio (acceso a servicios), no cederá a una re-afiliación de la desgastada política institucional y sus promesas gestionales. Todo ello una vez derogada la constitución de Jaime Guzmán.
De este modo el poder elitario en su afán de domesticar la movilización en un campo judicativo -un pueblo domesticable, tendencialmente homogéneo- podría enfrentar el hastío de los movimientos ciudadanos que aún no elaboran un vocabulario político que pueda articular a los pueblos, cuerpos y subjetividades del 18/0 (2019), menos en una dimensión politológica o normativa. Aludimos a ese momento tan ansiado por cientistas políticos y sociólogos de la oligarquía chilena librados a la profesionalización de los objetos del orden. De un lado, tenemos el déficit político de un «viciado parlamento» (¡la grieta a la luz de las encuestas¡) y, de otro, la ceguera gubernamental para entender los nuevos modos de subjetividad que se desplegaron en la «revuelta» (2019) respecto a las relaciones entre el poder, vida cotidiana y política institucional. Y para muestra un botón: una multitud devocional se apropió de “saberes vagabundos” lacerados por la violencia de la acumulación neoliberal y nuestras oligarquías académicas se quedaron «sin posibilidades hermenéuticas» para descifrar el llamado «estallido social» (2019). La «potencia imaginal»-aquello que comprende una disyunción entre imaginación e instituciones- no responde a la pregunta del «orden deseado» formulada por los pastores letrados de la modernización (Foucault, 1989) y su majadero eslogan con sus vítores sobre el milagro chileno:“¡entre 1990 y 2010 bajamos la pobreza estructural del 45% al 10%!”. En Chile la «desigualdad cognitiva» administra el relato entre los responsables normativos adversus los anómicos violentistas amagando la marcha del 25 de octubre (2019) donde la ciudadanía se expresó masivamente en contra de la racionalidad abusiva de las instituciones. A ello se suman los usos y abusos de la anomia.
Con todo hoy no existe gramática común que pueda cautelar genuinamente la excepcionalidad de la purga, la rabia erotizada y su densidad ética por nuevas «formas de vida». Dicho sea de paso, la «revuelta de octubre» (2019) en Santiago obró como partera de singularidades de vida (“pueblos”) y sublevación plebeya, lejos de los juegos de poder del movimiento universitario (2011) y sus eslabones elitarios con la propia estructura política.
El carácter destituyente/constituyente del 2019, que incluyó una extensa capa media popular- tampoco está en continuidad con la maquinaria de pactos que secuencialmente se ha ido gestando en los últimos meses desde el universo (post) concertacionista. El hito fundamental fue el movimiento congresal del 15 de noviembre (2019) donde mediante un parlamentarismo de facto («Golpe Congresal» según Karmy-Bolton, 2020) salió a inmunizar el juego de intereses elitarios que se reproduce en distintos ciclos oligárquicos.
Si bien la «revuelta de la existencia» (2019) tuvo el fulgor de lo inasible y el riesgo del desborde, qué cabe responder frente a la melancolía soberana de nuestros «pastores letrados» que en los últimos meses con desesperación reclaman una nuevo ciclo de consensos, mesuras y realismos (metáfora del pueblo pedagógico-gerencial). Quizá hay que iniciar la pregunta por un nuevo «republicanismo salvaje» -cuestión que comprenderá una política del poder- pero tal imaginario instituyente se debe desprender radicalmente de las lógicas de abuso modernizador que el campo institucional ha codificado durante por más de tres decenios de «mayordomía transicional». Son necesidades y deseos populares que comprenden un largo proceso de desactivación de la maquinaria neoliberal y los eslóganes del progreso. De otro modo, la interrogante por el «horizonte post- neoliberal» será siempre una «grieta» que no se puede restringir a la administración jurídica de la diversidad, ni a la física de las pasiones, ni menos a la exclusión de la demanda popular, a saber, un riesgo inminente de la nueva Constitución.