El capitalismo no termina de volverse discutible. Si el espectáculo no fuera a veces tan repulsivo, uno casi contemplaría con admiración la demostración de audacia que consiste en pisotear hasta este punto la máxima central del cuerpo de pensamiento que le sirve, sin embargo, de referencia ideológica ostentosa; pues es de hecho el liberalismo, en su especie kantiana, el que ordena actuar “de tal suerte que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otra, siempre y al mismo tiempo como un fin, y nunca simplemente como un medio”.[1]Por uno de esos giros dialécticos cuyo secreto tienen solamente los grandes proyectos de instrumentación, ha sido declarado conforme a la esencia misma de la libertad que unos fueran libres de utilizar a los otros, y los otros libres de dejarse utilizar por los primeros como medios. Ese magnífico encuentro de dos libertades lleva el nombre de salariado.
La Boétie recuerda hasta qué punto el hábito de la servidumbre hace perder de vista la condición misma de la servidumbre. No porque los hombres “olviden” que son desdichados, sino porque soportan esa desdicha como un fatumque no tendrían más opción que padecer, es decir, como una simple manera de vivir a la cual uno acaba siempre por acostumbrarse. Los sometimientos exitosos son aquellos que consiguen separar, en la imaginación de los sometidos, los afectos tristes del sometimiento de la idea misma del sometimiento –siempre susceptible, cuando se presenta claramente a la conciencia, de hacer renacer proyectos de revuelta–. Hay que tener en mente este sometimiento laboetiano para disponerse a volver sobre el “núcleo duro” de la servidumbre capitalista, y para medir su profundidad de incrustación en aquello que, aunque muy sorprendente, ya no sorprende a nadie: algunos hombres, se les llama patrones, “pueden” llevar a muchos otros a entrar en su deseo y a activarse para ellos.
Este “poder”, muy extraño si uno lo piensa, ¿les pertenece verdaderamente? Desde Marx se sabe que no: es el efecto de una cierta configuración de estructuras sociales –la de la relación salarial como doble separación de los trabajadores respeto de los medios y los productos de la producción–. Pero estas estructuras no dan la clave de todo lo que pasa en las organizaciones capitalistas. Se dirá que allí está el trabajo específico de la psicología o de la sociología del trabajo, y es verdad. Lo que sigue no tiene vocación de agregarles nada en su propio registro, sino de hacerles una proposición más abstracta de la cual, llegado el caso, podrían extraer algunos elementos: la proposición de combinar un estructuralismo de las relaciones y una antropología de las pasiones. Marx y Spinoza.
Seguramente estos dos ya se conocen –por interpuestos comentadores–. Sus afinidades son muchas, lo cual no quiere decir que estén de acuerdo en todo. Pero en cualquier caso, ellas son suficientemente fuertes como para que el juntarlas no nos haga correr el riesgo del borborigmo intelectual. La paradoja temporal consiste en que si Marx es posterior a Spinoza, esto no impide que Spinoza pueda ayudarnos ahora a completar a Marx. Pues deducir las estructuras (de la movilización capitalista de los asalariados) todavía no nos dice sobre qué “funcionan” las estructuras. Es decir, lo que constituye in concreto su eficacia –no el fantasma, sino el motor en la máquina–. La respuesta spinozista es: los afectos.
La vida social no es más que otro nombre para la vida pasional colectiva. Evidentemente bajo formaciones institucionales que constituyen considerables diferencias, pero en cuyo seno afectos y fuerzas de deseo siguen siendo el primum mobile. Reconocer su carácter profundamente estructurado no impide entonces (todo lo contrario) retomar el problema salarial “desde las pasiones”, para preguntar de nuevo cómo el pequeño número de los individuos del capital consigue poner a funcionar para sí mismos al gran número de individuos del trabajo, bajo qué regímenes diversos de movilización, y con la posibilidad, quizás, de conciliar hechos tan dispares como: los asalariados van al trabajo para no deteriorarse (=comer); sus placeres de consumidores compensan un poco (o mucho) sus esfuerzos laborales; algunos dilapidan su vida en el trabajo y parecen sacarle provecho; otros adhieren resueltamente al funcionamiento de su empresa y manifiestan su entusiasmo; un día los mismos se vuelcan a la revuelta (o se arrojan por la ventana).
Y es verdad: el capitalismo contemporáneo nos muestra un paisaje pasional muy enriquecido y mucho más diferenciado que el de los tiempos de Marx. Para plantarse mejor en el choque frontal de los monolitos “capital” y “trabajo”, el marxismo ha tardado mucho tiempo en tomar nota de ello –y ha salido desplumado–. El esquema binario de las clases, ¿no ha sufrido considerablemente por emergencia histórica de los ejecutivos, esos extraños asalariados que están materialmente del lado del trabajo y al mismo tiempo simbólicamente del lado del capital?[2] Ahora bien, los ejecutivos son el prototipo mismo del asalariado contento que el capitalismo quisiera hacer surgir –sin tomar en consideración la contradicción manifiesta que en su configuración neoliberal lo conduce también, por otra parte, a experimentar una regresión hacia las formas más brutales de la coerción–. La idea de dominación no puede dejar de ser afectada, y si se la mantiene bajo formas demasiado simples queda desconcertada ante el espectáculo de los dominados felices.
No obstante, son incontables los trabajos que se han apropiado de esta paradoja, principalmente los de una sociología heredera de Pierre Bourdieu, cuyo concepto de violencia simbólica ha tenido precisamente la vocación de pensar estos cruces de la dominación y el consentimiento. Pero no por ello está cerrado el obrador (conceptual) de la dominación capitalista. ¿Qué sentido encontrarle, dejando de lado los lugares donde algunos asalariados son francamente (y activamente) aterrorizados, cuando a otros parece convenirles acomodarse a su situación, por sí mismos tienen poco que decir, parecen a veces obtener auténticas satisfacciones? Contentar a los dominados como un medio muy seguro de hacerles olvidar la dominación es sin embargo uno de los trucos más viejos del arte de reinar. Bajo el efecto de las necesidades de sus nuevas formas productivas, al mismo tiempo que por un movimiento de sofisticación de su gubernamentalidad, el capitalismo está aviniéndose a él –y el dominador ya no ofrece el rostro familiar del simple despotismo–.
Por supuesto que la sociología del trabajo se ha propuesto rastrear los vicios y los segundos planos menos relucientes del consentimiento, pero no siempre planteando la cuestión previa de saber exactamente lo que quiere decir consentir. Sin embargo, vale la pena plantearla, pues de dejarla mal resuelta se corre un gran riesgo de ver a los hechos de “consentimiento” (allí donde existen) desestabilizar los conceptos de explotación, de alienación y de dominación que la crítica, principalmente marxista, creía poder tener como elementos seguros de su viático intelectual. Todos estos términos son perturbados por las nuevas tendencias gerenciales que “motivan”, prometen “crecimiento en el trabajo” y “realización personal”… y a las cuales parecen a veces dar razón los asalariados. Testimonio de ello es la relativa indigencia conceptual que conduce, a falta de otra cosa, a repetir la fórmula de la “servidumbre voluntaria”, oxímoron sin duda sugestivo pero que, en sí (e independientemente de la obra epónima), apenas oculta sus defectos –los propios de un oxímoron, cuando se trata de pasar de lo poético a lo teórico–.
Sentirse movilizado o vagamente reticente, o incluso rebelde, comprometer la fuerza de trabajo propia con entusiasmo o a regañadientes, son otras tantas maneras de ser afectado como asalariado, es decir, de estar determinado a entrar en la realización de un proyecto (de un deseo) que no es en principio el propio. Y he aquí quizás el triángulo elemental en el que habría que resituar el misterio del compromiso para los otros (en su forma capitalista): el deseo de uno, la potencia de actuar de los otros, los afectos, producidos por las estructuras de la relación salarial, que determinan su encuentro. En ese lugar en que la antropología spinozista de las pasiones cruza la teoría marxista del salariado se ofrece la oportunidad de pensar otra vez desde el principio la explotación y la alienación; es decir, finalmente, de “discutir” el capitalismo, aunque siempre en el doble sentido de la crítica y el análisis. Con la esperanza, además, de que con el tiempo, de discutible, el capitalismo acabe por entrar en la región de lo superable.
[1]. Kant, Fondements de la métaphysique des mœurs, coll. “Bibliothèques des textes philosophiques”, Vrin, 1997, p. 105.
[2]. La teoría marxista ha contrarrestado considerablemente su retraso en esta materia, en particular por la iniciativa de Gérard Duménil y Dominique Lévy, que formulan explícitamente la “hipótesis del ejecutivismo”. Véase Économie marxiste du capitalisme, coll. “Repères”, La Découverte, 2003. Véase también Jacques Bidet et Gérard Duménil, Altermarxisme. Un autre marxisme pour un autre monde, coll. “Quadrige”, PUF, 2007.