El título del presente libro no es un acierto del azar, porque sin justicia vive una gran parte de la sociedad, en particular esos sectores condenados a esperar afuera de los despachos donde se toman las decisiones y a ser simples espectadores en la circulación del capital, viviendo el día a día a través del mercado informal, de la precariedad laboral, de la limosna, de la rapiña y del ataque a la propiedad privada. Esos sectores no inventan las leyes y no pertenecen a la familia de jueces.
Para el periodismo medievalista los victimarios de los delitos contra la propiedad privada gozan de más derechos que las víctimas, es la canción que suena en un bucle permanente en la televisión y en internet. La ciudadanía está convencida de que el delincuente que es capturado y apresado accede a un paraíso de placeres, que es condecorado por lo que hizo, que es mimado por el poder judicial, que la pasan mejor adentro que afuera, esclavos privilegiados que cuentan con salarios en prisión que pagan los ciudadanos libres con sus impuestos. Pero en la realidad lo que hallamos es que casi no existe una cárcel en Argentina que no se encuentre en ruinas, que no rebalse insalubridad, que no esté contaminada, donde no abrume el hacinamiento, el hambre y distintas pestes. Efectivamente allá adentro los presos se pudren como ratas, tal como exigen los jurados tribuneros, pero el imaginario popular a la vez está convencido de la existencia de una enorme puerta giratoria, de un supuesto imperio del garantismo en el ámbito penal argentino, cuando lo único que está garantizado para una persona privada de su libertad es la tortura y el confinamiento en las miserias más bajas del género humano. El delito se paga con inmensos intereses en las continuas torturas hacia el cuerpo que reciben varias veces al día los presos y las presas y que las paredes de la cárcel ocultan de forma trasparente.
La relación de los pobres con la justicia parte del temor, saben que la justicia tarde o temprano les impondrá algún tipo de sanción o coerción por el solo hecho de pertenecer a dichos sectores. De las primeras cosas que las masas subproletarias aprenden en la vida es que al poder judicial no se lo tiene que mirar a los ojos, porque es la zarza desde dónde habla la verdad inmutable. La hegemonía cultural hizo muy bien su trabajo, roció de fábulas y mitos al sentido común, circula como verdad irrefutable que los derechos humanos son solo para los pibes chorros, cuando la verdad es que los únicos derechos que tienen garantizados los pibes de las barriadas es a la ausencia de oportunidades laborales, y a ser asesinados a causa de alguna situación relacionada con las armas en enfrentamientos, ejecuciones, ajustes de cuentas, etc.
En las villas y barrios populosos la posibilidad de la cárcel o de “chocarse” con un balazo policial es un faro en la organización de la vida diaria, es una parte fundamental de la cultura, la violencia para los habitantes no es vivida como ningún fenómeno extraordinario, es una extensión muscular del cuerpo. El conocimiento sobre el mundo carcelario y sobre los misterios de la marginalidad se adquieren sin que nadie los enseñe, se transmiten como por telepatía, uno va creciendo y poniéndose pillo de cómo es la cosa, se sabe que el poder judicial es un castillo del terror sin fantasía, acechando desde las alturas, un poder que necesita de pobres rebeldes a la cultura explotadora del trabajo semi esclavo para justificar su existencia. Y si no tienen delincuentes para encerrar los inventa, invierte para crearlos. La “inseguridad” paga salarios. El delito produce riqueza, como decía Marx.
El paisaje de los palacios de tribunales es un resumen de la lucha de clases; se divide entre los elegantes y relucientes trajes y vestidos de los y las ángeles guardianes del orden legal, arrogantes en su andar, soberbios y creyentes de poseer un poder divino. En el medio están los policías que custodian las oficinas de los ángeles y que protegen a estos de la ira de los que siempre estarán “del otro lado”; familiares de detenidos que van a averiguar o a reclamar algo sobre los estados de las causas de sus seres queridos. Familias de postura heroica, es conmovedor ver a esas madres con un semblante de guerreras milenarias que asumen la función de ser abogadas de sus hijos, porque si se quedaran a esperar lo que haga un defensor oficial pueden pasar siglos sin que reciban una novedad. Llegan a pelearse cara a cara con los jueces sin importarles las represalias resentidas que estos, inevitablemente, ejercerán. No importa el espesor de los muros que les pongan, ellas no agachan la cabeza y aunque muchas van debilitando su salud en el trayecto, no abandonan y a veces logran el milagro de robarle una pequeña victoria a ese perverso poder burgués.
No negamos que hay defensores oficiales sacrificados, abogados y abogadas comprometidas que trabajan incansablemente por defender a los y las nadies, pero en las estadísticas su éxito es insignificante frente a la cantidad de personas pobres que pierden la mayoría de los juicios en su contra. Es que las clases populares viven omnipresentes en el banquillo de los acusados. El poder judicial es la bestia más hábil para escurrirse de las responsabilidades, la bestia más rápida para escaparse de las “culpas”, a quien estamos obligados a agradecer y rendirle culto por el servicio que nos brindan. Vivir sin justicia es una metáfora pero hecha de hechos; para las clases más bajas la relación con el poder judicial es de presa y cazadores, es de miedo, de terror. Es el poder que solo con chasquear los dedos le garantiza la jaula a una clase social entera. En Argentina se postulan como baluartes del esquema democrático moderno jueces que tienen prontuarios más oscuros que la suma de todos los legajos que tutelan. Jueces que coleccionan un álbum con los rostros de los pibes de los barrios asignados como fábricas del mal y aun así, o por eso mismo pueden alcanzar un puesto en el trono de la corte suprema. Jueces salidos de una caricatura racista del lejano oeste son bendecidos con la potestad del pulgar romano. A esas bestias estamos obligados a entregar nuestra soberanía. El poder Judicial es el que dirige desde atrás del telón la guerra selectiva contra la juventud de las barriadas populares. Dicha guerra tiene bastante antigüedad, pero con sus matices, sus contradicciones y excentricidades culturales propias de cada región geográfica aún perdura en nuestra sociedad y se la puede observar con claridad en el ataque coordinado, permanente y sin feriados que hacen las fuerzas de seguridad, amparadas por el Poder Ejecutivo y respaldadas moralmente por el Poder Judicial, sobre las juventudes de las barriadas “populistas”.
En primera instancia son los jueces los que ordenan los allanamientos masivos y constantes, las represiones, los que caratulan enfrentamientos a las ejecuciones, los que le ponen la firma a la guerra selectiva. Es la “guerra” que vino a reemplazar a la setentista, con muchas diferencias efectivamente, pero hoy como ayer se mantiene la teoría de los dos demonios, que ampara el exterminio de uno a casa del terrorismo de los otros. Perdura el laureado a las fuerzas de seguridad, por cumplir la función de ser los garantes de la matanza de los “malos”. Siguiendo esta hipótesis resulta revelador que en la jerga del hampa callejera se utilice el término “subversivo” como un halago entre los pibes chorros, como un adjetivo-medalla para quienes se animan a robar “algo grande”, que se tirotean con la policía, que tienen un coraje fuera de serie. La figura del “pibe chorro” vino a reemplazar al guerrillero como fantasma de la sociedad; aniquilado el enemigo comunista (aunque no el mito) se creó uno nuevo. La propiedad del ejercicio del terror pasó a estar en manos de los jóvenes que empezaron a crecer en un nuevo diseño del reparto económico mundial. Los pibes chorros son los hijos perfectos del neoliberalismo, que toman las armas como la tomaron los hijos del iluminismo armado de los 70. Estos hijos del neoliberalismo vuelven a atacar la propiedad privada como aquellos hijos descarriados y desclasados de aquella época, pero en con una conciencia política distinta, con menos cantidad de armas y sin slogans revolucionarios. A veces yendo a robar con armas sin balas, sin percutor, con armas de juguete, con caños envueltos en una remera, con el solo gesto de una mano que se mete en la cintura y simula poseer una pistola. La capacidad logística de los pibes chorros está completamente sobrevalorada o mejor dicho: directamente se miente sobre el tema. Los medios instalaron la leyenda de bandas de pibes súper armadas, pero en la realidad la mayoría de ellos sale a robar con armas muy precarias, o si se consigue una de mejor calidad se hace un uso socialista de la misma, se la comparte, se espera que vuelvan unos y salen los otros con el mismo fierro. Los pibes chorros no son una consecuencia no deseada e injusta del modelo neoliberal, son una creación completamente pensada y esculpida científicamente por dicho modelo desde su mismo origen. Cumplen una función indispensable, es una turba de proveedores para que se justifiquen las maquinarias del control social.
Este es un libro necesario, pero entendiendo la necesidad no desde el lugar típico, que rápidamente la asocia a una urgencia coyuntural del tema que desarrolla. Podríamos decir que la temática de este libro es actual y clásica a la vez, porque el problema de la juventud exterminada ya lleva largas décadas de existencia y hay mucho material bibliográfico y audiovisual circulando. Abundan las crónicas policiales, las excitadas mitologías del ladrón, las fascinantes aventuras del ego del cronista… Es coherente por lo tanto que a algunos de esos libros se los agrupe bajo el género bautizado como “crónica policial,” ya que no hacen más que arrancar confesiones, son cronistas buchones que le roban los secretos a los pibes y las pibas para el lucro personal, libros donde se cree estar combatiendo a la policía, pero que al fin de cuentas le ahorran el trabajo, indicándole respuestas que la policía ni se imaginaba sobre los enigmas del bosque marginal. Este libro en cambio tiene otro pulso para retratar lo que creíamos ya agotado, y esto se debe a que su autora cuenta con ese sustrato vital que se deja afectar por las injusticias y a partir de esa afectación nos devuelve una investigación seria y a la vez cálida. La autora no juzga a sus personajes ni los interpreta, tampoco nos propone una moraleja culposa, sino que con una distancia justa nos presenta, siente y le duele lo que va escribiendo, lo que le van contando, es una cómplice de esa pena. Pone el foco en una biografía en particular, en otro aberrante caso de un homicidio a sangre fría de un joven pobre, y parte desde allí para desplegar un microscopio de la vida cotidiana de esos hijos e hijas del neoliberalismo. El libro se concentra en la crónica de un gatillo fácil, pero a la vez nos remarca como es la forma de amar y expresar la ternura de esos supuestos monstruos que son los pibes chorros. A partir de la historia de Omar iremos conociendo en carne viva las determinaciones materiales de las existencias de miles y miles de personas de las clases bajas, nos brindará la evidencia exacta de que la voluntad de un padre albañil o la incondicionalidad de las amistades o incluso tener la suerte de que una persona te ame, no alcanza para detener la determinación preexistente de una muerte joven para ciertos segmentos sociales. El “querer es poder” no es más que un leitmotiv idealista para perpetuar la pirámide económica, no es más que una perversa excusa para mantener el orden social vigente. Con valentía, pero con prolijidad y obsesión en la descripción, la autora desacralizará a muchas instituciones consideradas como un fin en sí mismas, destacándose en ese sentido el relato de cómo la escuela pública hizo con Omar lo que hace con muchos; cuando estos jóvenes manifiestan una potencia silvestre que desborda a las autoridades, la respuesta siempre es sancionar, expulsar, condenar y muchas veces humillar en público al “pibe cachivache”. Los famosos equipos técnicos, bautizados con un nombre meritorio de analizar en otro momento, también presentan una evidente fatiga para entender a los “salvajes”. Siempre está a mano la derivación. Psicólogos, trabajadores sociales, funcionarios de diversas áreas del estado, cómodos desde su oficina se pasan la pelota entre ellos, exigen y someten a exámenes constantes a sujetos con vidas repletas de mierda. La autora nos muestra que en realidad no es que el sistema falla, sino que esto es el sistema, no hay ningún error, no hay malas personas en puestos que deberían ocupar buenas personas. Todos conocemos un abogado o abogada con sentimientos progresistas, pero sus esfuerzos son insignificantes y con toda su furia defensora de los pobres no lograran torcer un gramo de la balanza hacia el lado de las y los oprimidos. El sistema triunfa por sobre las voluntades individuales, por más hercúleas que estás sean.
La potencia de la bronca no puede ver más allá de la figura de la policía para explicar la injusticia, pero inconscientemente esto hace que se perpetúe el privilegio del poder judicial de mantenerse oculto y de operar desde las sombras. Por eso una de las grandes riquezas de este libro es relatarnos que en ese mundo de la calle, policías y pibes chorros comparten un lenguaje común, una misma estética de la existencia, regulada por la virilidad más ruda, por golpearse el pecho antes de salir a la cancha a ver quién es más macho, mientras los y las juezas se ríen desde el palco del coliseo, viendo cómo se despedazan entre ellos los rivales de la misma plebe.
El libro nos transmite el dolor de las familias que no pueden permitirse el lujo del llanto porque hay que llenar la panza, y cada minuto llorando retrasa la búsqueda del sustento. Nos muestra que la caridad, el Estado y la militancia siempre llegan en diferido a las vidas de estos jóvenes, casi cuando el cuadro es irreversible. Que los centros de rehabilitación son un fracaso absoluto porque buscan que los pibes “cambien”, pero ellos, los y las profesionales de la reinserción, los y las administradores de esas granjas-laboratorio, exigen una pulcritud en la conducta de sus asistidos que ellos no tienen. Y lo más ridículo es que siguen adoptando esos métodos inquisidores levemente suavizados con convenciones y tratados, convencidos de que los pibes no se dan cuenta de la farsa. Pretenden pasteurizar la energía de esos pibes y pibas, secarles el aura. Esa juventud popular ama “tumbear”, los hace felices, pero eso que les da felicidad tienen que erradicarlo de su personalidad si pretenden ingresar en la sociedad y obtener algún derecho. Su frescura, su transparencia a la hora de inventar una jerga propia es una enfermedad a curar. No por accidente se utilizan los términos médicos: “recuperar”, “rehabilitar”, “regenerar”. Deben purificarse de sus virtudes, formatear su memoria de gestualidades, léxicos y chistes propios de su cultura.
El ritmo de la muerte no se detiene, la represión aumenta, los presupuestos para la estructura represiva se multiplican. En los barrios donde antes (al menos) existía el sueño insubordinado y romántico de robarse un blindado y lograr consumar el éxito de la huida a otra realidad que no sea de pobreza, hoy se sueña con ingresar como personal de alguna fuerza de seguridad, porque además de estabilidad laboral y salarial trae el premio y la palmadita en la espalda de la sociedad, que a muchos habitantes de las barriadas le produce sumisas lágrimas de emoción el solo imaginar como posibilidad. Estamos ante una guerra ya contratada, para ser el consorcio de una enorme porción del futuro próximo de las amplias multitudes de sectores desterrados del mercado.
Judith Butler en el epílogo al libro de Franz Fanon “Piel Negra, Mascaras Blancas”, dice que Fanon reunía, condensaba y valía por millones de negros; “Fanon no es un autor individual, es un movimiento, una gestación”. Un solo sujeto como aleph de una raza, o mejor como dicho como el aleph rebelde de una raza. Un negro que se atrevió a levantar la voz no solo contra la tiranía blanca sino más aún contra sus propios pares de raza, siempre dispuestos a agachar la cabeza. Algo parecido podemos decir del caso de Omar, su desgarradora historia, llena de señales del destino que lo acechaba, con una intención de progresar en la vida y siempre chocando contra las murallas de la sociedad, un pequeño pícaro, astuto y delicado, representa y sintetiza a la perfección la personalidad de miles de jóvenes de nuestro país y nos arroja ante la pregunta de ¿Qué hacer con estos pibes y su potencia delictiva? Como pedirles que ellos “cambien” cuando nada en la sociedad cambia para bien, donde todo es cada vez más horroroso. ¿Qué hacer con estos pibes si cuando se llega a querer intervenir siempre es demasiado tarde?
VIVIR SIN JUSTICIA es el libro de Maria Sidotti editado por Revista Mascaró que cuenta la historia de un nene callejero que devino en pibe chorro culmina con una muerte en circunstancias dudosas. La infancia rebelde de Omar, una familia sin recursos para contenerlo y el sistemático abandono del Estado, que solo aparece con fuerza a la hora de sancionar o disciplinar, marcan un caso paradigmático y constituyen un patrón para muchos otros jóvenes que transitan o transitaron el mismo camino. La persecución social y policial, los intentos de rescate y la cultura del consumo confluyen en una muerte anunciada: el fantasma de los descarrilados, de los nuevos guachos indomables, persigue a una sociedad que intenta desprenderse de su peor reflejo.